Antonio
Benítez Rojo
(La Habana, 1931-
Massachusetts, 2005)
Una mujer
(vestida de hombre) trasatlántica
Por Julio Ortega
Antonio Benítez Rojo (La Habana,
1931) no sólo es el más importante escritor cubano vivo sino también el
primero libre de la herencia traumática de la historia de una isla donde
José Lezama Lima creyó se podría “mamar el cielo,” y Virgilio
Piñera entendió había que sobrellevar “en peso.” No en vano hasta
la fecunda herencia de Lezama Lima se extravía disputada por autoridades
del reproche. Contra esa genealogía cruenta, Benítez escribe con
simpatía, goce y claridad.
Su nueva novela Mujer en traje de
batalla (Madrid, Alfaguara, 2001) viene de todas partes, pero va más
lejos. Está libre de la larga fatiga de los poderes retóricos que
repiten su verdad absuelta, y narra, ameno e impasible, para la Cuba
venidera, capaz de exorcizar la historia gracias a la ficción, apostando
por el encantamiento de la memoria mutua, sin cuentas por saldar ni
demandas que imponer. Narrador puro, capaz del placer circular de las
tramas de aventura y de intriga, nos entrega esta novela, su obra maestra,
como tributo a la creatividad del cuento de lo vivo. Por fin un libro
desinteresadamente cubano.
Viene esta novela en primer lugar de
su propia saga. Tanto de su magnífico ensayo La isla que se repite
(ed. definitiva en Casiopea, Barcelona, 1998), donde diseña una versión
cultural de Cuba en el “anfiteatro del Caribe” a partir de la teoría
del Caos; como de su novela sobre la aventura del descubrimiento y la
exploración antillana, El mar de las lentejas (Casiopea, 1999), y
los cuentos en torno a la identidad poscolonial del sujeto disputado por
orígenes contrarios, Paso de los vientos (Casiopea, 2000).
Benítez es economista de formación, y estuvo a cargo del departamento de
estadísticas en el Ministerio de Economía. Pero la literatura fue su
autodescubrimiento, y el íntimo asombro que alienta en sus relatos,
urdidos con destreza entre revelaciones y milagros, acompaña hasta hoy a
su ficción. Lo excepcional acontece como una versión latente y feraz de
lo cotidiano. Sin duda fue por esa concepción del relato que Benítez se
ha sentido siempre fiel a la amistad de Julio Cortázar, al ejemplo de su
pasión poética y su calidad imaginativa. En 1980, Benítez dejó Cuba y
empezó en la Universidad de Pittsburgh, en Estados Unidos, una carrera
académica. Su admirable entereza se puso a prueba, y debe haber sido su
vocación literaria lo que le permitió no sólo sobrellevar el exilio
sino convertirse en un profesor distinguido, en Amherst College, y un
crítico de primera calidad a quien nunca se le ha leído sanciones ni
diatribas. No me parece casual que esta novela incluya una sátira sobre
las teorías de moda y en disputa de una ilusoria verdad final; aunque a
propósito de la profesión médica y el siglo XIX, esa ironía alcanza a
la academia norteamericana y sus pasiones fugaces.
Mujer en traje de batalla
reconoce también sus referencias de linaje: conversa con las primeras
novelas de Alejo Carpentier, con las que coincide en historias
trasatlánticas y motivos reflejos, y a las que excede con su traza
aliviada por el deleite del relato y su empatía emotiva. El reino de
este mundo se ve a lo lejos de esta novela, como un barco barroco que
discurre recargado y solemne; pero también se reconoce la vecindad fogoza
de El siglo de las luces, incluso en la referencia al cuadro que es
emblema de una y otra novela. Comparte, además, la nitidez de lo
específico que distingue al novelista mejor, con La Habana para un
Infante difunto, la obra mayor de Guillermo Cabrera Infante. Y, en
fin, con Jesús Díaz, el más valioso de los narradores cubanos de la
penúltima migración, coincide en la rara capacidad de hacernos amar a
sus personajes, exorbitantes y ciertos.
Pero Mujer en traje de batalla
viene, sobre todo, de la fascinante historia de Henriette Faber, nacida en
Lausana en 1791, quien tuvo que vestirse de hombre para poder estudiar
medicina en la Universidad de París. Fue cirujano del ejército
napoleónico en la retirada de Rusia y, en España, prisionera de
Wellington y médico en Miranda del Ebro. En 1814 estuvo en Cuba
ejerciendo la medicina y se casó, con el nombre de Enrique Faber, con una
mujer; pero en 1823 fue juzgada por “los horribles crímenes” de
haberse hecho pasar por hombre y burlado los sacramentos sagrados. Su
condena fue de cuatro años en un hospital de mujeres. Expulsada luego a
Nueva Orleáns, se le prohibió residir en territorios españoles. A
partir de la escasa documentación histórica, y siguiendo el rastro fugaz
del personaje, Benítez Rojo le ha devuelto la voz a este formidable
sujeto de la trasgresión. Mucho más que un relato de época o una
biografía novelada, esta novela se desdobla en puntos de vista y
narradores; y logra una verdadera proeza auto-bio-gráfica, la de hacer
fluir la historia de su tiempo histórico como la de cualquier tiempo.
Porque esta narradora ocupa el yo (escribe una versión de sus memorias) y
el tú (se lee escrita y se dirige a un lector venidero); ocupa también a
un otro yo (se representa como criollo cubano); y ejerce los géneros, sin
prejuicio de la identidad sexual, tanto como ocupa el disfraz y el teatro
(forma parte de un grupo nómada). Dentro de la mascarada de las
mentalidades, cumple su precaria libertad; y en el drama de la escritura
recobra la breve memoria del bien perdido: “lo que cuento a mi gusto y
manera no es mi vida, es su diminuto resplandor.”
La novela abunda en simetrías
felices, que desdoblan personajes y pasiones, triunfos de amor y batallas
de épica derrota, entre héroes estendalianos y balzacianos. Si el tio
Charles parece perfilado sobre la sociedad de Balzac; la actriz Maryse,
posee la vehemencia de los héroes emotivos de Stendhal. La novela prodiga
mujeres magníficas, feraces y entrañables, que aman a muerte varias
veces, capaces de disfrazarse de hombres para seguir al suyo. Henriette,
en efecto, viste de soldado para alcanzar a su marido en el campo de
batalla. Después viste de habanero para entrar a la Universidad. Y más
tarde de médico para compartir la sociedad patriarcal cubana. Pero nada
hay de melancólico en ese desacuerdo entre la realidad y el deseo sino,
más bien, el renovado llamado de la aventura, que se resuelve ya no en
historia o memorias sino en la novela que ella escribe, como su última
libertad, “para ser la mujer que no he alcanzado a ser del todo...para
sobrevivir como protagonista de mi propio relato, para balancear mi
conducta como si caminara con una pértiga a lo largo de una cuerda...”.
Con una destreza feliz, Benítez ata los hilos de la argumentación para
desatarlos en el de la autoría, implicando la indeterminación de una
vida en el drama de escribirla. Porque las vidas decaen y terminan,
consumidas por su propia fuerza, pero la escritura las desanuda del
destino en la emoción de su calidad única. Quizá la novela nos dice que
son las mujeres las que tienen la última palabra.
Al asumir el riesgo irónico “de
pasar por hombre y pasar por habanero”, Henriette sucumbe a la mala fe
del machismo cubano. Pero si para Don Quijote, condenado por mano ajena,
no hay remedio y debe volver a La Mancha, a lo real de la muerte; para
Henriette la pérdida de su dignidad en manos de los feroces letrados
inicia la recuperación de su humanidad en sus propias manos: en la
escritura, que la salva de todos sus tiempos.
Más que una consagración del
pasado, esta ceremonia es aquí un despojamiento: un ejercicio de libertad
y sabiduría. Esa gracia del relato alienta en esta novela memorable.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar