Antonio
Benítez Rojo
(La Habana, 1931-
Massachusetts, 2005)
Recuerdos de una piel
Tute de reyes
(La Habana: Ediciones Casa de las Américas, 1967)
Máximo sospecha que hay algo raro
en la casa y la registra a diario, pero, como todas las noches de este
invierno tan caluroso, ha puesto el aire en el ocho sin reparar en
Mariana. Es curioso observar a Máximo atreverse con los aparatos dei
estudio (sobre todo con el estereofónico); olvida la amplia trivialidad
de sus gestos usuales y -muy serio- se aplica a los controles como si
zurciera medias. Esta noche he examinado su pregunta sobre los discos
que voy a poner, y para contentar su oreja negra al otro lado de la
puerta, he reemplazado a Miles Davis por Benny Moré; y triunfal en la
concesión a sus servicios, ha salido sonriendo bajo el marco gris, un
poco salvajemente, y me ha dejado solo con Mariana. Mariana en el estudio,
bien disimulada tras la cortina de ojos anaranjados.
Cuando la conocí (hace casi cuatro
años), los músicos se disponían a tocar, y aunque ella no se sabía Tenderly,
me cantó Tú, mi rosa azul con un sonido modesto, muy profesional;
y supe aquella misma noche que había sido por ella mi riña con Laurita;
eso después que el reflector la empapara de un chartreuse
pegajoso y el barman me deslizara su nombre, y ella —algo presuntuosa al
caminar— siguiera a los músicos hasta la tarima roja y yo me quedara
frente a otro whisky, pensando que Laurita era una imbécil y revolviendo
el hielo bien picadito. En esos tiempos de barbudos y tiros zafados, oh
Mariana, cómo nos queríamos entonces.
“Me he enamorado de una negra”, le
había dicho a Laurita, una semana más tarde, ella haciendo lo que
podía, por teléfono. Y era verdad.
Era verdad, Mariana. Y ahora oigo los
discos, los que tanto disfrutábamos; y tú desnuda y sin hablarme,
detrás de esa tela que te alucinaba, el forro de peterpán guardándote
de Máximo.
Fue después de perder la joyería,
entre el irme y el quedarme, que me jugué todo a su carta; la reina de
corazones. Mariana reinando desde la tarima, aferrada al micrófono; el
pedazo de carne expuesto en el gancho, las moscas.
Nos amábamos los lunes, nos
hablábamos de martes a domingo entre las tandas de feeling y los
excesivos saludos de sus amistades; bebíamos en el rincón de la barra,
las cabezas próximas; y bajo el volcar de los vasos contábamos en tono
misterioso lo más superfluo de nuestras vidas o acuciosas falsedades para
conocernos mejor. Yo mentía inspiradamente: me acusaba de licencioso
buscando una complicidad en su tiempo-antes-de-conocerme; esgrima inútil
tratándose de cuestión tan comprometedora: la incertidumbre de un
silencio espeso o de su sonrisa sin intersticios. En la obsesión de
conocer la identidad de sus amantes de otras noches, acudí a métodos
directos, y hubo veces que aplasté mi cigarrillo en su brazo pardo claro,
tanto me trastornaba su irreductible reserva. Pero te me ibas de al lado,
Mariana; a retocarte el maquillaje o arreglarte la peluca, decías
después del silencio ya enjugado de lágrimas, y te marchabas dignamente
hacia el ladies room, el vestido recogiéndote las nalgas en un
pliegue enjundioso.
Y así se me escapaba, enroscada sobre
sí misma, sin dar el frente, como esa coda de Gerry Mulligan en el
interior del tocadiscos. Después, las miradas dándole vueltas al
cenicero, la pasta negra bajo el humo reconciliador, casi a punto de
melcocha, y la súbita necesidad de una música definitivamente incidental
“Me encontré con Martica en el tocador y...”
A veces y sin que se lo preguntara, me
ofrecía sucintos y desconcertantes datos: “Nunca he tenido que ver con
alguien de mi color.” Y lo decía seriamente, algo sorprendida, como si
la voz le saliera sólo para complacerme, para que supiera que nadie como
Máximo la había poseído. Y yo se lo agradecía y me agarraba más a
ella, olvidando la rigidez de su pelo, el complicado olor de sus axilas
durante la fornicación. Así cumplimos aquel año, estrepitoso de
fusilamientos e inopinados sabotajes, en que uno se afirmaba e ingería
una aspirina antes de abrir el periódico.
Oíamos muchos discos, jazz
preferiblemente. Nos gustaba la modalidad West Coast, de timbre
rebuscado y armonías inefables: el Chico escobilleando tras un rumor de
violoncelo, Kessel en Indian Summer o Laurindo acompañando a Shank
con guitarra de concierto. Why do I love you?, incorporado por
Brubeck a una placa C olumbia, era uno de nuestros números; lo poníamos
a diario, después que ella dejó de cantar para vivir conmigo; y a veces,
en las noches, cuando estábamos de broma, nos decíamos “Why do I love
you?” Y era como para preguntárselo.
En abril llegó lo de Girón y nos
cogió de sorpresa. Máximo se dejó engatusar por la vieja de los bajos,
y renunciando a medio sueño montaba guardia en la verja con marcialidad
romana, interrogando a consternados transeúntes y dándose importancia
con el carné sin foto de los Comités de Defensa. Estaba imposible
Máximo, y al volver de mis paseos lo encontraba manoseando El capital
o unos panfletos de colores desvaídos que adquiría profusamente en
filatélico afán. Vivíamos muy económicos, Mariana ayudando a Máximo
en los quehaceres de la casa, sobre todo a cocinar, y los fines de semana
sazonaba con gran éxito las medidas de alimentos que nos eran
asignadas, mitigando el azote del racionamiento, al menos
cualitativamente.
Oh, Mariana, cómo extraño tu cocina
de especias regadas al vuelo, la corrección de tus frituras, las salsas
inapresables. Y ahora sometido a Máximo, emponzoñándose el sistema con
todo el virtuosismo de un groom renacentista, forzándome a la
ingestión de plátanos y legumbres presurosas; y tú en panties y
sin ajustador, ausente de toda malicia, evocada en la reiteración del
pecado individual, escondida en cualquier parte, casi al alcance de
Máximo el deleite de tus formas.
Ya olvidados los encuentros al borde
de su pasado, un capricho de Mariana se dilató en incidente que —sin
gran revuelo— como minuciosa punzada de tatuaje, nos marcó para siempre
con signos contrarios.
—Qué día más lindo. ¿Por qué no
vamos a la playa? —había dicho ella, deshaciéndose los moños frente a
la ventana—. No hemos ido ni una vez y estamos acabando octubre.
—En Cuba siempre es verano —había
dicho yo desde la cama, sentenciosamente y sin saber por qué, ya fuera
por temor a contrariar de plano su propósito inmediato, ya a modo de
¡lustrar una simple reflexión climatológica, ya porque me faltara
audacia para explicar la desazón del contraste de colores: las pieles
casi desnudas, entre tanta gente y a la plena luz. del sol.
—Antes me decías que te encantaba
la playa.
—ba con moderación y más bien en
el invierno. Además era el Biltmore, ahora una playa pública, o creo que
para becados.
—Valiente lugar. Una vez canté ahí
y unos borrachos nos tiraron botellas y los músicos se las devolvieron
y por poco ni nos pagan y se me rompió el vestido. Y pensar que a lo
mejor estabas presente.
Yo negué mi asociación a tal
acontecimiento, y alzando el libro de Proust sobre la mesa de noche, dije
enfáticamente:
—Prefiero leer. No voy a la playa
porque no me gusta estar entre tanta gente. ¿Está claro?
—Clarísimo. No te gusta verte
rodeado de negros, por ejemplo —dijo ella acercándose a la cama, los
senos, como flanes de doce huevos, estremecidos por la violencia de la
frase.
—¡Jah!
—¿O será que no te gusta que te
vean conmigo?
—Mariana, sabes que todo lo he
dejado por ti, que te quiero por arriba de todas las cosas.
—¿,Estás seguro?
—Claro.
—¿Bien seguro?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no te casas
conmigo? ¿Por qué te molesta caminar a mi lado, entrar en los
restaurantes?
Y así íbamos tirando, ella volviendo
sobre lo mismo, cada vez. con más frecuencia, furiosa y sin apenas
llorar.
Fue en octubre cuando comenzó a
brotar la crisis. Se abrió con lentitud, como botón de amapola muy fuera
de la estación. Y de pronto el ultimátum: los pétalos rojos a punto de
caer, atentos a las presiones de los gestos leves, al soplo ambiguo de las
suposiciones. Y Mariana como si nada, yendo y viniendo en cotidianos
trajines, ajena al filo de las consecuencias, intercambiando con Máximo
patrióticos parloteos y denostando sin tregua a la Pax Americana.
Muy cerca de la hora cero, entre
noticias y sobresaltos, Máximo hizo sus preparativos bélicos y me
pidió quince pesos para comprarse unas botas. Yo se los adelanté, a ver
si lo atrincheraban y me dejaba tranquila a Mariana con eso de la
Revolución, pertinaz dale-que-dale con el que la trabajaba desde el
invierno pasado. Y antes de marcharse, mientras llenaba la mochila con su
ayuda, lo sorprendí calumniándome, aconsejándola que se fuera de mi
lado, que me dejara en aquel momento y con las cosas como estaban.
¡Qué clase de tipo Máximo! Cría
cuervos y te sacarán los ojos, como decía m¡ padre con muchísima
razón. Y pensar que le hiciste caso, Mariana, en plena alarma de combate,
sin esperar siquiera a que llegara la calma. Parece mentira, Mariana. Qué
falsa me resultaste después de estos cuatro años. ¿Cómo fue que le
creíste? Si arreglaba el pasaporte era por precaución, por cierto, muy
bien fundada. Luego el modo con que te despediste (sin hacer el desayuno,
yo todavía en la cama). “Me voy”, dijiste en tono bajo, con sencillez
inaudita, como si estuvieras anunciando el título de una canción. Y yo
algo adormilado, restregándome los ojos por si había oído mal. “Me
voy”, volviste a decir, junto a la mesa de noche y en traje de cabaret,
el olor a naftalina por arriba del perfume, la peluca algo ladeada sobre
la oreja derecha; de pronto el timbre de la puerta, el brillo
indescifrable de la última mirada, tus pasos atravesando el cuarto en
arrastrar de maletas, las voces del chofer, lejanas e inexplicables, de
nuevo el timbre. “Adiós”, alcancé a oír por debajo de la puerta.
Y yo desprevenido, sonriendo vagamente
desde las persianas grises, sin tener que responderte más que un inútil
“lo siento”. ¿Qué otra cosa podía hacer? Total que ayer me enteré
de que estás cantando de nuevo, que te casas con un negro, un locutor de
la televisión.
Pero en fin, ¿para qué hablar? La
cabra tira hacia el monte y no has sido excepcional. Y para colmo tu
ingratitud: te llevaste hasta las fotos. Si no es por la Polaroid que te
copió desnuda en una tarde de siesta, nada tuyo habría quedado. Gracias
que fui previsor. Y ahora escucho los discos, los que tanto
disfrutábamos, y tú tras esa cortina, prendida con un alfiler, del otro
lado del forro.
Mariana, Mariana, qué triste me he
pasado el día; y Máximo sin hacerme caso, escuchando tras las puertas,
siguiéndome por la casa a ver si destruyo algo, esperando a que me vaya
para quedarse con todo. Pero, ¿qué le voy a hacer, si hoy es la última
noche? Mañana cogeré el avión... Todo me debe dar igual... y sin
embargo... pero no, al diablo las vacilaciones... antes de irme, quemaré
tus muslos plasmados en cartulina, tus senos inasibles; luego aventaré
los restos, empacaré mis cosas; cerraré la puerta por última vez. Con
pasos dignos y profundos dejaré la escalera. Me volveré tras la verja,
contemplaré la casa: Máximo haciéndome gestos desde el balcón de la
sala. Y me alejaré pensativo, el recuerdo de tu piel quemando lento y
parejo, como el mejor Larrañaga.
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