Antonio Benítez Rojo
(La Habana, 1931- Massachusetts, 2005)

Lafcadio Hearn, mi tía Gloria y lo sobrenatural
Originalmente publicado en la revista Encuentro de la Cultura Cubana
(Núm. 23, invierno 2001/2002, pp. 5-8)



      Hace muchos años, cuando los veranos eran todavía largos y yo cazaba ciervos en mi traspatio con un sombrero Robin Hood, mi tía Gloria me regaló un libro titulado Cuentos de hadas japoneses. Acepté el libro con un silencio condescendiente y, sin abrirlo, lo tiré en el cajón de los juguetes viejos; allí yacían, en un montón indiferenciado, diez o doce libros llenos de castillos, gigantes, hadas, brujas y enanos, que hasta hacía poco habían merecido mi atención. Los meses pasaron, y con ellos también pasaron las emocionantes páginas de Los tres mosqueteros, El Capitán Blood y El último de los mohicanos. Recién había descubierto a Julio Verne cuando algo terrible ocurrió en Pearl Harbor. De repente estábamos en guerra y todo el mundo hablaba cosas malas de los japoneses. Hiro-Hito, Zero, Tokío, Tojo y Banzai, entraron en nuestro vocabulario cotidiano. Recuerdo que la palabra harakiri se puso muy de moda en mi colegio cuando un tipo de quinto grado, al recibir un suspenso en matemáticas, se arrodilló frente al Padre García y se clavó un lápiz en la barriga. En la cuadra se jugaba cada vez menos a la pelota; ahora preferíamos caminar media milla hasta los salvajes terrenos del Monte Barreto —súbitamente convertidos en la península de Bataán— donde los roles de Robert Taylor, Thomas Mitchel y Lloyd Nolan, junto con el de media docena de anónimos japoneses, se distribuían al azar antes de librar encarnizadas batallas con granadas de barro. Luego supimos de la Marcha de la Muerte, y nos alegramos cuando alguien trajo la noticia de que los japoneses no eran cristianos y se irían todos al infierno.
       Sí, debo confesar, para aquel grupo de muchachos de La Habana de la dédaca de 1940 lo último que se podía ser en la vida era un japonés; nada había entonces en el mundo que pudiera ser más malvado, más cruel, más traicionero, ni siquiera un nazi de la Gestapo. ¿Qué me hizo buscar y leer los Cuentos de hadas japoneses? No sé. No puedo recordar. Probablemente la conjunción de un día de lluvia con la curiosidad natural que despierta todo enemigo. El caso es que leí aquellos cuentos una y otra vez; los leía de noche, en secreto, cuando todos en la casa ya dormían; los leía y releía experimentando esa rara mezcla de atracción y rechazo que produce la poesía del miedo. Lejos estaba de pensar que aquello nuevo y estremecedor que entraba en mi vida era todo un género literario. Para mí se trataba exclusivamente de cuentos de hadas japoneses, cuentos de hadas donde no había hadas sino muertos; cuentos que después de apagar la luz me hacían hundir la mirada, con el alma en suspenso, en los rincones del cuarto en busca de samurais fantasmagóricos y mujeres de caras pavorosamente blancas; cuentos que se repetían en mis pesadillas o me hacían despertar de un salto con la absoluta seguridad de que alguien del más allá había gritado mi nombre. Muchas veces, posiblemente atormentado de culpa por mi adicción —después de todo se trataba de algo que venía del Japón—, había probado leer a Verne o a Salgari o las divertidas aventuras de Guillermo Brown. Pero si bien esos libros me entretenían de día, nada podía compararse con el aterrador placer de leer «Una taza de té» o «La cabellera negra» mientras el reloj de péndulo del comedor daba la media noche. Me consolaba pensar que aquellas historias no habían sido escritas por un japonés; las firmaba un tal Lafcadio Hearn, según tía Gloria un escritor americano.
       Supongo que mis relaciones con tía Gloria se hubieran estrechado con el tiempo. Pero la epidemia de tifus que azotó a La Habana en el verano de 1943 alcanzó la casa de mi abuelo, y tía Gloria murió tras dos semanas de enfermedad. Nunca supe mucho de ella. Barajada entre otras seis hermanas de mi madre, había sido hasta entonces una tía más, un beso en la mejilla, unas palmaditas en el hombro y un gratificador «Cómo ha crecido este niño desde la última vez que lo vi.» Después de su muerte supe que trabajaba en una tienda de sombreros y que se iba a casar con un policía. De ella solo quedó una foto coloreada a mano —la película de color había de llegar a Cuba con el aire acondicionado y la penicilina— que le hacía muy poco favor. No obstante, a pesar de estos lugares comunes, tía Gloria tendría que haber tenido algo especial: fue la única de mis tías que me regaló un libro.
       Un día nos enteramos de que la guerra había terminado y de que el mundo había entrado en la edad atómica. Por entonces había aprendido a bailar, tomaba clases de guitarra, besaba a las muchachas en el cine y jugaba segunda base en el equipo de pelota del colegio. Pero, además de hacer más o menos bien lo que se esperaba de mí, leía hasta la madrugada y daba largos y solitarios paseos en botes de vela donde mi imaginación se desataba y volaba atrevidamente. Poco a poco mi adicción a los terrores nocturnos fue disminuyendo, posiblemente porque de tanto imaginarme fantasmas en mi cuarto, alcancé a verlos con discreta regularidad, entre ellos el de tía Gloria, siempre pensativo y vistiendo un ropón holgado y lechoso; sus pies, por alguna regulación del mundo de los espíritus, era la parte de su cuerpo que más se resistía a materializarse. En cualquier caso, fui tomando lo sobrenatural como algo perfectamente natural en mi vida; algo que ocurría tanto de noche como de día; algo cuya existencia, si bien incontrolable, debía dar por sentado, sin preocuparme mucho por hacer distinciones entre si alguna presencia que se esfumaba ante mis ojos era real o imaginaria. Lafcadio Hearn había dejado su huella en mí, y había de ser una huella permanente, pues me había abierto la ventana más allá de la cual se extendía el excitante y misterioso paisaje de lo inexplicable.
       Mi adolescencia —y buena parte de mis años de adulto— transcurrió como la de la mayoría de la gente, es decir, luchando por ganarme la vida y por labrarme un futuro que me permitiera constituir una familia —quiero decir con esto que fui (y aún soy) un hombre práctico—. Pero también transcurrió entre libros que intentaban explicar, a través de la metafísica, la complejidad del universo y el rol del espíritu humano sobre la tierra. Leí toneladas de libros místicos y esotéricos; ninguna doctrina espiritual de importancia me fue del todo ajena, como tampoco lo fue ninguna disciplina mántica, desde la astrología hasta el tarot. Llegó un día, sin embargo, en que mi búsqueda tomó otro rumbo, y ese rumbo no quedaba fuera de mí mismo. Así, llegó el momento en que comprendí que toda la realidad, desde aquella que nos resulta natural hasta aquella que llamamos sobrenatural, desde la más elemental de las partículas de materia hasta la presencia inconmensurable de Dios, estaba contenida en mi propio ser. Más aún, comprendí que mi vida hasta entonces, lejos de haber tenido dos ventanas como yo suponía —una que miraba hacia las cosas prácticas y otra que miraba hacia lo sobrenatural había sido siempre una sola y misma vida, una sola y gran ventana. Al decir esto no trato de imponer mi opinión sobre la de nadie. Solo digo que esa es mi propia y modesta experiencia, y que tal experiencia o verdad, por minúscula que sea, empezó a ser construida en las noches en que, temblando de placer y de miedo, leía los cuentos kwaidan de Hearn.
       En el verano de 1964 decidí ser un escritor. Fue una decisión fácil de tomar. Hasta entonces me había ganado la vida como economista, pero mi entrenamiento poskeynesiano no encajaba dentro del rígido sistema de planificación central que había adoptado la Cuba socialista. ¿Qué rumbo tomar? La respuesta a esta pregunta entró en mi vida de la manera abrupta y eficaz con que suelen manifestarse las cosas del destino. Me fracturé dos vértebras en un accidente, y ya solo fue cuestión de guardar cama por tres meses, de aburrirme de leer y de oír música, y de pedirle a mi esposa Hilda que, antes de que se fuera al trabajo, me pusiera arriba la mesita portátil donde me servían la comida y me alcanzara un lápiz, un sacapuntas y un block de papel.
       Mi primer cuento fue lamentable —el personaje principal entraba en un autobús lleno de gentes que ignoraban que habían muerto. De mis siguientes intentos lo mejor es no hablar. «Creo que tienes talento para lo fantástico», me dijo un amigo que me visitaba los domingos, «pero hay algo en tus cuentos que no funciona bien». La próxima vez que vino me alargó un libro que había sacado de la Biblioteca Nacional. «Lee el artículo que te marqué», me dijo dejando el libro sobre la cama. Para mi sorpresa, resultó ser un ensayo de Lafcadio Hearn sobre la literatura y lo sobrenatural. Lo leí con la avidez de un hechizado, o mejor, de un predestinado, pues al leer las primeras líneas supe que mi verdadera vocación era la literatura. Hearn enseguida me hizo ver cuál había sido mi error. Nada de lo que rodeaba la literatura fantástica —fantasmas, el miedo del protagonista, el efecto uncanny, el suspense— debía ser copiado de la obra de otro autor. Para escribir con éxito sobre lo sobrenatural —afirmaba Hearn— había que ser auténtico; uno debía depender no de los fantasmas de otro, sino de sus propios fantasmas; no del miedo sufrido por un personaje ajeno, sino del terror a lo sobrenatural experimentado por uno mismo. Y si nada semejante había ocurrido en nuestras vidas, siempre se podía recurrir a los sueños, tomar como modelos nuestras propias pesadillas.
       En 1966 terminé mi primer libro de cuentos; la mayoría de ellos eran fantásticos y seguían el consejo de Hearn. Envié el manuscrito a un concurso literario de prestigio. No tenía la menor esperanza de ganar el premio —¿Quién iba a premiar un libro donde el fantasma de un suicida deambulaba por La Habana sin saber que es invisible a los demás, o bien un hombre maduro y culpable era llamado a otra realidad por su propio doble, o bien una mariposa imposible destruía minuciosamente la vida de los que pretendían cazarla?—. Me conformaba con saber que mi libro había llegado a los finales. Si tal cosa no ocurría, continuaría trabajando como economista; si aparecía entre los finalistas, dejaría los números y me dedicaría a las letras.
       Y bien, desde aquella colección de cuentos —premiada en definitiva— hasta mi última novela, han pasado muchos años. Mi lozanía de entonces ha sido barrida por las arrugas, la calvicie y algún que otro diente postizo. Algunas cosas, sin embargo, no han envejecido: mi gusto por lo extraordinario y mi agradecimiento a tía Gloria, cuyo fantasma entrañable jamás he vuelto a ver.




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