Antonio
Benítez Rojo
(La Habana, 1931-
Massachusetts, 2005)
Tute de reyes
Tute de reyes
(La Habana: Ediciones Casa de las Américas, 1967)
En
Amalfi, al terminar la zona costanera, hay un malecón que entra en el mar
y la noche. Se oye ladrar a un perro más allá de la última farola.
Julio Cortázar
Bajo la mirada incongruente de mi
mono Euclides, trepado a la ventana de barrotes verdes, nos íbamos a
Punta Brava los sábados por la tarde a jugar al subastado en casa de
Francisca. Robledo al volante, el Cadillac reluciente con el fuelle bajo,
rodábamos a lo largo de la Avenida Primera, saliendo de Santa Fe para
coger la Central; después, sobre la loma y al final del camino de
piedras, la casa de Francisca, blanca y cuadrada como un dado de hueso,
donde -pese a la desesperada melancolía de Robledo -estuve a punto de ser
rico al ganar la Gran Apuesta.
Fue hace varios años, a mediados de
diciembre, cuando conocí a Robledo. Iba a la bodega roja, a comprar unas
nueces para el desayuno de Euclides, cuando noté que Villa Concha había
sido ocupada: un automóvil se encontraba al otro lado de la reja
enmohecida; en el balcón, rodeado de hiedras, un hombre corpulento y
canoso destupía su cachimba con gestos distraídos.
Me paré junto a la verja, y mirando
hacia arriba tosí fuertemente.
Villa Concha, a pesar de ser
espaciosa, de su muelle para botes y su poceta con escalones tallados en
la roca, era alquilada muy poco. Y no es que los Garriga pidieran mucho
por ella o el deterioro de los techos fuera excepcional, no, era más bien
— de algún modo hay que llamarlo— su forma de expresarse: el llanto
irreparable de sus cañerías, la fluidez de la penumbra en ciertos
lugares, el súbito corretear de las persianas tras la puerta clausurada,
y sobre todo ——por arriba de los ruidos acompasados y la sensación de
tener alguien a la espalda— el olor, aquel olor blando a flores
pisoteadas, resistiéndose al salitre y a las corrientes de aire.
Pero es de Robledo de quien me
interesa hablar, de Robledo y de Francisca y de Esquerrá y del gordo
Chamizo y de los demás. Claro que la casa jugó también su papel, aunque
uno nunca sabe. Pero si Robledo se hubiera decidido por el bungalow
azul pastel de Felicita Radillo, las cosas se hubieran barajado de
otra manera o sucedido más lentamente, y yo habría jugado aquel tute de
reyes, el lance preciso para ganar la Gran Apuesta: los diez mil
doscientos pesos de la partida duodécima. Pero Robledo,
abandonándose, optó por Villa Concha y se la arrendó a los Garriga.
—Me trae recuerdos de familia —había
dicho él al preguntarle si la casa no le resultaba sombría, después
de toser varias veces para que me dejara caer su atención.
A partir de ese día me ocupé de sus
tardes por un salario razonable y nos hicimos amigos; aunque —es justo
decirlo— más por mi lado que por el suyo. No es que su holgura
económica se le subiera a la cabeza haciéndole perder el pie en
distancias de clase, en mí siempre supo apreciar la paciencia y las
buenas maneras (atributos ya bruñidos por treinta años de dar
lecciones de francés); pero no sería sincero si dejara de admitir la
frialdad de su trato, la desconfianza en sus gestos, la exasperante
indiferencia de su mirada triste, vuelta sobre sí misma como un par de
medias grises. No obstante, le guardo buena voluntad. Le guardo buena
voluntad porque sé que no podía hacer otra cosa. Pero es mejor hablar de
cuando visité Villa Concha.
Era un martes (lo recuerdo con
claridad porque era “tarde de ajedrez”) y salíamos de la sociedad con
la satisfacción discreta de unas tablas bien jugadas. Hablábamos de
ajedrez, y yo le pregunté a Robledo:
—¿Ha jugado alguna vez. en un
torneo?
—Sí.
—¿Hace tiempo?
—Hace años.
—¿Y qué tal le fue?
Pero Robledo, sumido en sabe Dios qué
recuerdos, sólo me concedió unos murmullos del otro lado de su pipa.
Faltarían unos metros para llegar a mi casa cuando un niño, empujando un
aro, se nos metió entre las piernas. Estaba vestido de fin de siglo, y en
medio de mis reconvenciones observé que cada una de sus ropas era
asombrosamente fiel a la moda de la época. Saltaba a la vista que sus
abuelos —sin duda ricos— habían supervisado la confección de aquel
atuendo, exquisitamente propio en la textura y tonalidad de los géneros
utilizados. En silencio el niño recogió su aro, y sin mirar hacia atrás
se marchó correteando, al aire la cinta azul de la gorra marinera.
—Debe ser uno de los amigos del
nieto de Felicita, ayer me mandó un recado para que no dejara de ir a la
fiesta de difraces —dije, y no pude seguir hablando: la mano helada de
Robledo se crispaba sobre la mía.Estaba demudado, con una especie de
ataque.
Como Villa Concha se hallaba algo más
lejos, lo llevé a mi casa. Se sentó en el portal y le hice beber agua,
oler un pañuelo empapado en alcohol. Una vez repuesto y sin dar
explicaciones, se marchó a Villa Concha, negándose, con su habitual
terquedad, a que lo acompañara en el trayecto.
Muy tarde en la noche los chillidos de
Euclides me despertaron. Era Bruno, el viejo criado de Robledo.
—El caballero dice que si puede ir
un momento.
—¿Está enfermo?
—¿Enfermo...? Mejor vaya... está
mal.
Con la mirada de Bruno puesta en mis
menores gestos, calmé la impaciencia de Euclides y me vestí de prisa.
Luego, acortamos las dos cuadras que
hasta Villa Concha había.
—Está malo... muy malo... —
decía el pobre Bruno mientras buscaba la llave. Y me adentré en Villa
Concha un poco a la defensiva.
Robledo estaba arriba, en su cuarto.
Recelando del pasamanos llegué hasta la puerta entornada, frente al
cuarto clausurado; la empujé con la punta de los dedos y tosí con
modestia.
—¡Ah!, es usted, Camilo. Pase, pase
— dijo él, impaciente. Estaba de pie, vestido tal y como lo había
visto al caer la tarde, una caja de fotografías volcada en la sobrecama
rosa; sobre la mesa de noche una botella de coñac y un libro
entreabierto.
—¿Se siente mal, Robledo?
—¿Recuerda al niño de por la
tarde? —Su cara pálida y expectante reclamaba una respuesta precisa.
—Sí, ciertamente.
— ¿,Lo recuerda bien?
—Lo recuerdo bien.
—¿Le recuerda a alguien que usted
conoce? Piense bien. ¿Alguien que usted acostumbra tratar?
—No... El menor de mis alumnos tiene
catorce años... Le está saliendo el bigote.
— No se trata de eso... Pero, mire
esta fotografía. —Y me alargó una foto amarillenta que estaba al borde
de la cama—. ¿A quién se le parece?
—No sé... es un niño...
—Fíjese bien —insistió —. ¿A
quién se le parece?
—Verdaderamente... no sé.
—¡Dígame! ¿A quién se le parece?
—exigió, sacudiéndome los hombros.
—No sé... De cerca necesito
espejuelos, usted lo sabe... Los dejé en casa... el apuro... —dije,
retrocediendo hasta la puerta.
Creía que Robledo se había vuelto
loco. Sobre todo cuando a gritos llamó a Bruno para que fuera a buscar
mis espejuelos. Después se tranquilizó; bajamos a la sala; se disculpó
insinuándome un aumento de sueldo. En La Habana había estado muy
nervioso, el insomnio, los siquiatras. Ya no servía con las mujeres y
estaba muy solo. Había escogido Villa Concha para pasar la vejez., “algo
así como un retiro”. La casa le traía recuerdos...
—Y hasta esta tarde me sentía
bastante bien, y de pronto ha sido peor que en La Habana. —Y se paseaba
de un extremo a otro del paisaje de la alfombra, en una mano la pipa, la
vieja foto en la otra; pero en eso llegó Bruno.
Cuando coloqué la fotografía delante
de los lentes dije que se parecía al niño de por la tarde. ¿En qué? En
la ropa, claro estaba. ¿,La cara? Bueno, yo le había prestado mayor
atención a la ropa; pero si le interesaba creía que se parecía en
algo, aunque el niño tenía los ojos más claros y la expresión algo
triste, al menos ésa era mi opinión. ¿Cómo decía? Naturalmente que
lo perdonaba, no faltaba más. No, de ninguna manera, no había sido
molestia, “siempre que le sea útil, encantado”. ¿Mañana'? Desde
luego que sí, lo acompañaría con muchísimo gusto, y me permitía
recordarle que el viernes era “tarde de cine” y el sábado canasta
party en el porch de Felicita. No, no hacía falta que Bruno me
acompañara hasta m¡ casa, aunque era bastante tarde, naturalmente que si
él insistía... “Hasta mañana... Hasta mañana.”
De regreso y sin que se lo preguntara,
Bruno me confió que el niño de la foto era Robledo. Robledo a los once
años, en el portal de La Conchita, la mejor de las tres fincas que el
padre les había dejado a doña Concha y a él. Y esa noche, el accidente:
un quinqué contra la pared... y ella había caído abrasada, envuelta
entre los manteles que Bruno y él le habían tirado. Bruno se acordaba
como si lo estuviera viendo desde el mismo comedor. Nada pudo hacerse y
murió a los cuatro días. “¡Pobre doña Concha!”, decía Bruno junto
a m¡ puerta, y lo volvía a repetir. Y yo sin comprender cómo él se
había quedado, cómo había seguido todos esos años con José Antonio
Robledo, el hombre neurasténico que de niño había provocado la muerte
de su madre en un acceso de furor.
De aquí para allá, de allá para
acá, con bandejas de café y vasos de Fundador, iba Francisca
chancleteando, acercándose a las mesas y riéndose de los chismes
resabidos por toda Punta Brava. En un rincón, su marido, el gordo
Chamizo, inmóvil, vestido de blanco y rectangular como un refrigerador.
—¡Sesenta con diez que hacen
veinticinco! —anunció el vasco Esquerrá, golpeando la mesa y
tratando de verme el juego.
—Paso —dije colocando las barajas
en una esquina del tapete. Lo mejor que tenía era una sota de oros.
Bajo la mirada calculadora de su
compañero, Martín Foyo movió la cabeza de un lado a otro en económico
gesto.
—Los ciento diez que nos faltan —resumió
Robledo.
—¡Carajo! —dijo Esquerrá,
aprestándose a una acuciosa defensa.
Pero volvimos a ganar. Y dejando
atrás la discusión entre Foyo y Esquerrá, salimos a tomar el fresco,
esperando el café para irnos de Punta Brava.
Era “tarde de tute subastado” y
estábamos en lo de Francisca, por cuarta vez y siempre ganadores. El
contacto lo había propiciado Bruno, a solicitud de Robledo. Yo hubiera
preferido continuar las “tardes de canasta” en casa de Felicita, pero
Robledo, partidario de emociones menos sencillas, había prometido
hacerse cargo de mis pérdidas, y finalmente, había cedido a su
insistencia de tallar por sumas fuertes en vez de pasar el rato. Poco a
poco había llegado a aficionarme a aquella compañía de comerciantes
ventrudos y colonos de voz recia, quizá porque eran gente importante
tratando de matar el tiempo, o porque había algo de idílico en el
ambiente y uno le cogía el gusto. Eso sin hablar de la posibilidad de
hacerse rico. Posibilidad que, sábado a sábado, se hacía más evidente
por la obstinación de Esquerrá y la mala suerte de Foyo. La idea de ir
doblando las apuestas había partido de Esquerrá tras perder los cinco
pesos de la primera partida. Como —además de rico— se jactaba de buen
jugador de tute y le había dolido perder con recién llegados, le propuso
a Robledo jugar el otro sábado por el doble de la apuesta, pudiéndose
extender la dobladilla —como él le llamaba— hasta la duodécima
partida. Pero aunque yo le sugerí a Robledo la inconveniencia del
sistema y que prefería quedarme con los cinco pesos, se dejó tentar por
el vasco, y habiendo aceptado Foyo, se formalizó el convenio, que por
delicadeza me vi obligado a firmar, Francisca y Chamizo como testigos
presenciales y con derecho al diez por ciento.
Después de tomar café salimos
aquella tarde con nuestra cuarta victoria, el sol próximo al ocaso y yo
haciéndome ilusiones, contándole a Robledo que, de seguir así la cosa,
dentro de ocho semanas podría comprarme un automóvil, pasarme un mes
en Miami y reparar toda la casa, incluso construirle a Euclides una casa
pequeñita al fondo del patio.
Al salir de Punta Brava nos detuvimos
en un garaje pequeño y sucio, donde Robledo no tenía cuenta.
—Lléname el tanque —dijo él,
después de sonar el claxon, entregándole las llaves a un viejo de orejas
puntiagudas; y los centavos surgieron del interior de la bomba: los
números del cero al nueve dejándose ver un instante. Bajo la escasa luz.
palpitante de insectos, los objetos parecían alargarse y contraerse en un
latido íntimo, que aún no llegaba a los bordes. Atrapada en aquellas
observaciones la mirada se me iba de la esponja a la manguera, de la
bayeta a la estopa. De pronto un niño, conduciendo de la brida a una
bestia de crines largas, apareció junto a la bomba y solicitó agua, su
voz chillona arañó el crepúsculo. “No hay”, había dicho el viejo;
y él se había subido al peludo lomo, reanudando su viaje por el camino
de insectos. Súbitamente un ruido seco y próximo me sacó de m¡
fantasía: era Robledo que había tirado la puerta, Robledo que corría
tras un pony blanco, dando gritos por la carretera y con aquella
poca luz.
—¡Pero si casi no tengo agua en el
barril, qué quería que le dijera! —gritaba el viejo encarándosele a
Robledo, manoteándole en la cachimba.
El resto del camino lo hicimos en
silencio.
A mí me daba pena que un hombre como
él se portara de aquella manera, corriendo por los caminos y rompiéndose
las rodillas de aquel bello pantalón de gabardina gris. Sin embargo, no
se podía decir que estaba loco, si era la comidilla de Santa Fe, se
debía a su rara conducta, que yo trataba de justificar. Quizá porque —aparte
de Bruno, y el pobre viejo no contaba— era el único que sabía, el
único que conocía la crueldad con que Villa Concha lo trabajaba por
dentro.
—Camilo —me dijo agarrándome el
brazo, cuando llegamos a mi casa—, lo pudo ver bien, ¿verdad? Al niño
del otro día... el de la gorra de cinta...
Me dio tanta lástima, que dije:
—Un poco, Robledo. Lo vi un poco.
—Y me bajé rápidamente.
Al otro día llegó Bruno a la hora
del almuerzo. “¡Pronto, venga pronto, que ha pasado un accidente!” Yo
dejé de mala gana mi sopa de vegetales y mi tortilla de acelgas (era
día de vigilia), y reprimiendo la pregunta de lo que había sucedido,
corrí a Villa Concha adelantado de Bruno. En la calle, frente a la verja,
había gente aglomerada, y supe casi sin rodeos que Robledo desde adentro
tiroteaba las ventanas. Urgido por Bruno, que apenas podía hablar, me
acerqué a la ventana del vestíbulo, ya batida por el plomo, y grité con
todas mis fuerzas: “¡Robledo, abra... soy yo, Camilo!” Pero Robledo
se explicó con dos perdigonadas que eximieron al marco de las persianas
restantes. Yo no sabía qué hacer, y ya una vieja gritaba con una piedra
en la mano que llamaran a la policía, que había sangre chorreando de una
de las ventanas del piso alto y que habían matado a alguien.
Sin comprobar la desapacible nueva
corrí a la bodega roja bajo otras dos detonaciones y chicoteo de
cristales. Agarré el teléfono. Afortunadamente la operadora me
comunicó enseguida. Pero el timbre sonaba y sonaba y no salía Robledo.
Al fin, como en las películas, cuando iba a colgar, Robledo respondió
del otro lado de la línea y nos arreglamos sin vernos, él contestando
a base de monosílabos; y concluyeron los disparos. Para evitar
desasosiegos inútiles, le dije al tropel de vecinos —sobre todo a un
hombre taciturno que empuñaba un bate reglamentariamente— que Robledo
había accedido a una tregua, pero sólo a condición de negociar con
Bruno y conmigo el arreglo definitivo; y pisoteando cristales de colores a
lo largo del camino que bordeaba las paredes de la izquierda —la vieja
no se había equivocado: había sangre en una ventana—, entré en Villa
Concha por la puerta del fondo; Bruno, muy nervioso, apretándose a mi
costado y balbuceando el padre nuestro.
Robledo nos recibió sin camisa, con
la escopeta en la mano. Estaba muy sudado y olía a pólvora y alcohol;
aseguró la puerta con precipitados movimientos y nos quedamos en la
cocina, Bruno barriendo los vidrios y los cartuchos vacíos, gruesos y
rosados como trozos de intestinos. Robledo colocó la escopeta a través
de la mesa, junto a la canana casi agotada, y después de inclinar la
cabeza bajo la pluma del fregadero me preguntó si había herido a
alguien. Su voz. había sonado ronca e inexpresiva; parecía estar al
borde de una crisis nerviosa. Para tranquilizarlo le oculté lo de la
sangre en la ventana; entonces se sentó en la silla de Bruno, cruzó los
brazos sobre la escopeta y entre ellos sumergió la cabeza. Pasados unos
minutos se repuso, la mirada algo imprecisa, buscó en los bolsillos v
sacó su pipa: la encendió. Se había despertado temprano e inquieto. En
la cocina había encontrado una nota de Bruno: iba al almacén de
víveres, en Marianao, a encargar la factura, del mes. Después del
café había estado hojeando unos libros, bebiendo algo; y un poco
aburrido había resuelto limpiar la escopeta. Se sentó en el balcón de
su cuarto, sin camisa, para aprovechar el sol, y comenzó a engrasar el
arma separando sus piezas. De pronto sintió que lo llamaban; era una voz
débil, lejana, y pensó que Bruno había llegado, que se le habían
olvidado las llaves como la última vez; pero asomándose, vio el jardín
desierto, la puerta despejada. De nuevo volvió a sentir la voz, esta
vez. dentro de la casa, a sus espaldas, y no era la voz de Bruno. El
terror lo inundó de súbito, sin transición. Armó la escopeta en medio
de extenuantes equivocaciones y entró en el cuarto; descolgó la canana
del closet, cargó el arma con dos cartuchos; salió al pequeño
zaguán y abrió las puertas del baño, la del cuarto de Bruno: nadie. Se
recostó a las tablas que cancelaban el antiguo cuarto del menor de los
Garriga (la estúpida cláusula del contrato de arrendamiento) y se secó
el sudor. De repente alguien profirió su nombre casi detrás de su
cabeza, su nombre del otro lado de las tablas, de la puerta clausurada, su
nombre pronunciado por aquella voz delgada, haciéndose en el recuerdo
cada vez más familiar, su voz, su propia voz surgiendo de otro siglo, su
voz de niño, de cuando jugaba con Bruno en La Conchita. Por arriba del
miedo destrozó las viejas tablas y voló la cerradura de un disparo. De
un empujón abrió la puerta: la pequeña cama, el armario, el espejo
apagado por el polvo, el librero, la butaca, nada. Abrió el closet,
miró debajo de la cama, y entonces volvió a escuchar la voz, esta vez
del otro lado de la ventana cubierta de telarañas, suspendida entre las
hiedras, aplastándose contra el vidrio como si fuera a filtrarlo y
plasmarse en la habitación. Disparó.
—Ahí está la policía —dijo
Bruno entrando a la cocina, interrumpiendo a Robledo con su voz
consternada. En las manos traía una camisa blanca que olía a vetiver y
una chaqueta de crash.
Robledo se puso de pie un poco
perplejo, se abotonó la camisa, rehusó la chaqueta y marchó a la
sala; yo detrás, por si podía hacer algo.
Con la policía nos fue bien. Al
sargento le impresionó el Cadillac, y antes de comenzar el
interrogatorio Robledo se lo dejó ver por dentro, hasta tocó el
poderoso claxon de tres cornetas, que siempre sorprendía. Los vecinos
no dejaban pasar la oportunidad de escudriñar Villa Concha, sobre todo el
cuarto clausurado, y demoraban el inicio de las preguntas de rigor. El
que sí estaba interesado en conocer los sucesos era el nonagenario
Garriga, que había dejado su lecho de inválido haciéndose portar en
andas por tres de sus sobrinos; pero como nos pusimos de acuerdo para
ocultarle la develación del cuarto, y la escalera le resultaba estrecha,
el grupo ecuestre abandonó la sala con la promesa de Robledo de restituir
los vidrios y componer las persianas.
Durante el interrogatorio la cosa fue
como seda. Robledo explicó convenientemente lo que ya me había contado;
y después él mismo, seguido de todos nosotros, reconstruyó sus
movimientos: el descenso a la planta baja al parecerle que algo pesado
había caído envuelto entre los cristales; el ruido inquietante tras la
puerta del fondo, que había resultado ser Bruno; Bruno de nuevo, asomando
la cabeza por la ventana del comedor; los golpes del hombre del bate
contra la puerta principal; mis gritos junto a la ventana del vestíbulo;
las piedras de la vieja, cayendo de todos lados; el timbre del teléfono;
la calma. Doce disparos en total, contando los dos de arriba. Sólo
quedaba un misterio: la sangre de la ventana, la sangre escurriendo por
la pared hasta perderse en las hiedras. Pero todo quedó aclarado, aunque
al sargento no le quedó más remedio que levantar acta. Claro que con el
juez todo se arreglaría, el asunto se comprendería fácilmente... La
que sí no comprendió ni tuvo arreglo fue la pobre Clotilde, siempre
golosa de lagartos y ranas, la gata barcina de Felicita, que se había
aventurado por las hiedras altas de Villa Concha. Recuerdo que me
sorprendió la cantidad de cosas que su grácil figura llevaba por dentro.
Y poco a poco los vecinos y luego la policía fueron dejando la casa, y
todos convenían en que Bruno y yo estábamos vivos de puro milagro. Y nos
apretaban las manos.
Cuando nos quedamos solos, dejamos a
Bruno barriendo cristales y salimos por la vereda que rodeaba la casa.
El sol se ponía y era preciso organizar el cuerpo de Clotilde para
arrojarlo al mar. Nos pusimos los guantes del jardinero y empezamos a
buscar entre las vicarias y heliotropos de al pie de la ventana.
— ¡Y pensar que me asusté por
esto! —decía Robledo a cada rato, entre el pulgar y el índice una
parte de Clotilde. Y nos reíamos mientras —él a la derecha y yo a la
zurda— colocábamos aplicadamente los restos sobre un periódico
extendido. De pronto tiré de algo que sobresalía bajo los cristales
amarillos y violetas del medio punto de la ventana: era una cinta plegada,
de falla azul. Al volverme vi que Robledo sostenía una gorra rota y la
miraba muy serio, pasando sus dedos por los boquetes que la calaban.
Bruscamente me pidió la cinta, y junto con la gorra la arrojó al
periódico. Después fue a la cocina a buscar un cordel.
Ya entrada la noche caminamos hasta la
punta del muelle. lbamos despacio, Robledo delante, sosteniendo el
paquete apartado de sí, ceremoniosamente. Al echarlo al agua, creí
oírlo murmurar unas palabras, después suspiró. Y nos alejamos, el rumor
del mar muy acentuado, siguiéndonos los pasos.
Algo animoso se veía Robledo por
aquellos días después del juicio. Asistió a la fiesta de año nuevo
que dio Felicita, y hasta bailó un par de piezas con un estilo sobrio que
le sentaba muy bien. Los comentarios le fueron favorables, y su gesto de
regalarle a Felicita una suntuosa gata persa fue encomiado por los pitos y
las cornetas de toda la concurrencia.
En casa de Francisca nos iba a las mil
maravillas: subastando con precisión habíamos llegado al borde de la
meta, el dinero de la apuesta a sólo tres días vista; y ya se hablaba de
que Martín Foyo había aplazado una sólida inversión y Esquerrá había
resuelto posponer su viaje a España.
En Villa Concha habían ocurrido
cambios. Al día siguiente de los disparos, Robledo había ido a ver a los
Garriga para comprarles la casa. El viejo se había opuesto tenazmente,
pero como se expresaba con cierta incoherencia, la familia había iniciado
los trámites para su incapacidad civil, y como se daba por hecha la venta
de Villa Concha, Robledo había acometido importantes obras para el
realce de la casa, que iban desde el revoque y pintura de muros y paredes,
hasta proyectos de jardines escalonados y un moderno swimming pool
con paraguas de colores. El cuarto clausurado sería convertido en un
salón de billar, y el mobiliario y los pisos completamente renovados; en
ese afán de pulir Villa Concha, hasta Bruno parecía más joven,
paseándose por el portal y dándose importancia con su ascenso a
mayordomo, regañando aparatosamente a las criadas y desluciendo el
oficio de albañiles y pintores.
Así las cosas, yo me alegraba mucho
por Robledo, entonces munificente y de bastante buen humor. Pero de pronto
todo cambió.
Yo regresaba en el ómnibus verde de
una clase en Jaimanitas. Como aún era temprano, pasé de largo por mi
casa —Euclides, aferrado a la ventana— y me bajé en Villa Concha a
ver cómo andaban las obras y hablar un poco con Robledo sobre la táctica
a seguir en la partida del sábado. No sé si sería que el día se había
nublado o que desde la verja la casa me pareció triste; pero de golpe
sentí que algo grave había pasado.
Bruno me recibió compungido y sin
afeitar; y, cosa extraña, por arriba de su frente pálida inscrita en la
penumbra del postigo, creí percibir de nuevo el hálito de Villa Concha,
hasta entonces diluido en barriles de masilla y damajuanas de aguarrás.
—Desde anoche está desplomado en su
butaca, mirando la ventana como si viera cosas —decía Bruno desde el
postigo, haciendo gestos misteriosos, sin atreverse a abrir la puerta.
—¿Y los obreros?
—Los despidió por la mañana, junto
con el contratista y las criadas.
—¿Y ha dicho algo sobre la partida
del sábado?
—Nada... nada... Apenas habla... Al
mediodía me llamó para que le trajera flores y velas. Cuando entré en
el cuarto vi que había colocado arriba de la consola la fotografía que
usted sabe y otra de doña Concha, luciendo un sombrero blanco.
Y como Bruno me pedía que hiciera
algo, le prometí llamar a Robledo el viernes por la noche,
aconsejándole que mientras tanto lo dejara tranquilo, que le diera su
tiempo para reaccionar. Y me fui preocupado pensando en la apuesta, la
apuesta ya casi ganada, y, de repente, las cosas de Robledo.
Durante dos noches apenas pude dormir;
pero el viernes, rayando las ocho, él mismo me salió al teléfono.
Casi me dieron ganas de colgar cuando noté que había olvidado el juego
del día siguiente; pero me contestó que jugaría la partida, que me
iría a buscar después del almuerzo.
—Esa tarde él no quería salir —me
ha dicho Bruno hace unos meses en un encuentro casual. Lo dijo
mirándome de reojo, con cierta mala intención, olvidando sus ruegos
de aquella tarde desde el postigo. Pero, ¿qué se puede esperar de la
humilde memoria de Bruno? Ya tan chocho el pobre viejo.
Robledo fue puntual. Por su aliento
supe que había bebido. Lo que me sorprendió fue lo sereno que lucía;
sobre todo cuando me dijo con indiferencia, como si no tuviera
importancia, que la voz lo había llamado de nuevo, desde más allá del
muelle, la voz meciéndose en la noche y sobre las olas. Yo desvié la
conversación a los planos deportivos, a la esperada revancha entre Louis
y Billy Conn; y cuando me interrumpió para decirme que había tenido un
sueño extraño, me hice el desentendido, y, esquivando el comentario,
seguí con el boxeo para mantenerlo en forma.
Llegamos a casa de Francisca, justo a
la hora señalada y en medio de mucho público (Chamizo, con la anuencia
del cuartel, había corrido la voz de que se tomarían apuestas, como si
fuéramos gallos).
La sala estaba muy cambiada: las mesas
de dominó habían sido retiradas y de las de jugar cartas sólo quedaba
la nuestra, las patas brillosas de pulimento y el paño verde cepillado
con esmero; una pizarra adosada a la pared, donde Chamizo se ocupaba de
anotar las apuestas, y seis hileras de sillas colocadas frente a la mesa,
le daban a la casa el aspecto de una escuela, la disciplina relajada por
la improvisación de una cantina sobre la ventana que daba al portal.
Junto al mostrador de tablas, Martín Foyo y Esquerrá intercambiaban con
Francisca palabras confidenciales que auguraban imprevistos. Robledo, sin
contestar los saludos, pidió una botella de Fundador y marchó recto
hacia la mesa, ocupando la silla de espaldas a la pizarra. A pesar de
estar invictos salimos de perdedores, siete a diez en contra nuestra. Y
comenzó la partida.
Perdimos la primera mano y la segunda
también, y Robledo, sin darse cuenta de lo que estaba pasando, bebiendo
excesivamente y sin atinar con las cartas. Yo inicié una gestión para
ver si suspendíamos, si dejábamos la partida para el próximo sábado,
pero las conjeturas de Esquerrá me dejaron en el sitio sin otra
perspectiva que vigilar a Robledo, que tarareaba Dónde vas, Alfonso
XII... mirando a la ventana con sonrisas inquietantes.
Novecientos quince a seiscientos nueve
íbamos perdiendo —las apuestas diez a uno— y Robledo como si nada,
por la segunda botella, riéndose sin motivo y balbuceando tonterías. Yo
me revolvía en la silla por las burlas de Esquerrá, su cara enrojecida
por el ganar presuroso. Como sabía las ganas que tenían de que
acabáramos de perder, había optado por no hablar cosas circunstanciales
ni regañar más a Robledo, y me tomaba mi tiempo como si jugara un
solitario. Pero de pronto ligué el tute. Los cuatro reyes al frente del
resto de las barajas. Los cuatrocientos tantos para ganar la Gran Apuesta.
Los diez mil doscientos pesos de la duodécima partida.
Entonces se escuchó el ruido.
Robledo saltó de la silla y dejó
caer las cartas, poniéndose muy serio. Martín Foyo preguntó qué
pasaba, y Esquerrá aprovechó la confusión para revisar las barajas
boca arriba. Yo exigía que se continuara el juego, le gritaba a Robledo
que se sentara tranquilo. Pero el ruido se escuchó de nuevo. El ruido
metálico y prepotente, a lo juicio final. El ruido que tanto atemorizaba
a Euclides y a los viejos del camino: el desmesurado e inconfundible
claxon del Cadillac de Robledo.
De que el automóvil estaba cerrado
casi no tenía dudas; y el claxon sonaba insistentemente, de manera
irregular, como si jugaran con él.
—Me... buscan —dijo Robledo, con
el rostro derrumbado. Y marchó hacia la puerta llevándose la botella,
apartando a un viejo cojo que había apostado por él.
Yo traté de sujetarlo, de retenerlo
en la casa, y mostrándole el tute le suplicaba que aguardara unos
minutos, que me dejara jugarlo. Pero Foyo y Esquerrá, desasiéndome de
sus piernas, me llevaron a la silla; y lo dejaron marchar dándole diez
minutos para reanudar el juego.
Cuando llegué a la ventana, el tute
todavía en la mano, Robledo bajaba la loma por el camino de piedras, algo
irrecuperable en su pesado andar. Más abajo, su automóvil, junto a la
carretera, a la sombra de los árboles. De repente Robledo se detuvo en
seco, bebió un largo trago y arrojó la botella; luego se acercó al
automóvil; abrió la puerta. Yo llamé a Francisca, a Chamizo, para que
vieran aquello; pero llegaron tarde: la puerta se había cerrado y ya se
iban por la curva que ceñía la loma, la cinta azul batiendo el aire del
otro lado del techo, apenas sin dejarse ver.
—Volverá enseguida —dijo
Francisca, siempre disculpando—. Mientras tanto colaré café. Seguro
que volverá enseguida—. Y trataba de animarme con palmadas en la
espalda.
Pero yo guardé silencio, y apretando
el tute me senté muy quieto, la mirada hundida en el paño verde.
Después los vi revolver en las tacitas de loza. Foyo riéndole la gracia
a Esquerrá, que con Francisca bailaba una jota. Entonces abrí la mano,
separé los cuatro reyes y los rompí en varios pedazos; los eché al
suelo y los esparcí con el pie, sabiendo que Robledo no volvería, que
ya no volvería y que era inútil esperarlo.
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