Rómulo Gallegos
(Caracas, 2 de agosto de 1884 - Caracas, 5 de abril de 1969)
Los aventureros
Originalmente publicado en El Cojo Ilustrado (1 de febrero de 1911);
Los Aventureros
(Caracas: Imprenta Bolívar, 1913, 160 págs.);
La rebelión y otros cuentos
(Caracas: Librería y Editorial del Maestro, 1946, 293 págs.)
I
A la legua
trascendía que el doctor Jacinto Ávila no estaba
hecho para aquella suerte de andanzas; peñas arriba, por un
camino angosto y fragoso, sobre una mala bestia alquilona, bajo un
sol que abrasaba, a mediodía en punto. Avilita —como le
llamaba todo el mundo— debía sufrir mucho con el zangoloteo
de la cabalgadura, el rigor del meridiano, la desazón del
fastidio, y con aquellas ingratas caricias que al pasar le
hacían en el rostro las ásperas ramas de la maleza
que tapaba el sendero de la montaña, por el que iba, paso
entre paso, y tal debía de tener de quebrantados los
miembros y molidas las carnes, que no hallaba ni qué cara
poner ni cómo acomodarse en la silla. Además, no
parecía llevarlas todas consigo, cual se colegía por
las recelosas miradas que a menudo echaba en derredor y por la
significativa precaución de llevar la mano a la
cañonera de la montura, cada vez que se acercaba a
algún recodo o desfiladero sospechoso del camino, o
percibía rumor como de acecho entre los jarales.
Sin embargo,
Avilita no iba todo lo mohíno que fuera de esperarse. Por
momentos se le desenfadaba la faz, iluminándosele con una
expresión de complacencia maligna, como quien se regodea con
el pensamiento de la propia maldad. A veces el contentamiento
subía hasta entusiasmo, y dejando el arzón y la rienda, con perjuicio del
equilibrio, se restregaba las manos, con lo que dejaba ver a las
claras que algo llevaba entre ellas, y luego, olvidando los riesgos
y molimientos que le traía el andar por aquellas escarpas,
se engolfaba en gratos pesares, a media voz y risueño,
dejando a la mal andariega mula concertar el paso a lo que
buenamente le dieran sus flaquezas, hasta que uno de los peor dados
de ella le volviera en sí con gran sobresalto. Pero entonces
le acontecía descubrir a uno que lo observaba desde lejos y
que de pronto desaparecía, como por encanto, con lo que
volvía Avilita a la querencia de su recelo y por buen
espacio se mantenía sobre aviso.
Iba este que lo
espiaba, a lo que la distancia dejaba ver, montado en una mula
blanca, tan diestra en el encaramarse sobre los más
eminentes riscales, como ágil en el desaparecer por no
sospechados atajos, de la baquía de cuyo jinete era la suya
señal poco tranquilizadora, dada la circunstancia de que
según todos los indicios, éste no hacía camino
determinado, ni andaba por ninguno propiamente, sino por los
arrezafes y vericuetos y con el solo objeto de espiar al que
venía por el sendero. Así, unas veces aparecía
a buena distancia por delante de Avilita; otras a sus espaldas y
tan próximo que era como estar entre sus manos; y tan pronto
estaba a la derecha como a la izquierda del camino, sin que nunca
pudiera descubrirse cuándo ni por dónde lo cruzara.
La última vez que apareció pasó tan cerca de
Avilita, que éste recibió en la cara el resoplido
caliente de la bestia que, como un disparo, saltó de
improviso de entre la maleza del camino, ágil lo
atravesó como al vuelo, de un salto ganó el talud
opuesto, y desapareció otra vez, hendiendo el gamelotal tan
alto y tupido que tapaba al jinete.
Tan brusco y
rápido fue todo esto que Avilita apenas si tuvo tiempo de
refrenar su bestia para no ser arrollado en el ímpetu de la
otra; y lejos iban ya ésta y su jinete, mientras él,
no bien repuesto de la sorpresa, permanecía en el propio
lugar de ella, esperando por momentos el asalto inminente,
sin quitar la vista del gamelotal que ya no se movía. Y
así estuvo hasta que a lo lejos, sobre una cumbre rotunda,
apareció la mancha roja de la cobija que llevaba extendida
sobre el arzón el supuesto espía, cuya silueta luego
desfiló sobre el cielo a todo lo largo de la cresta
roqueña en que remataba por aquel lado la serranía, y
desapareció, finalmente, entre las neblinas cimeras.
II
El doctor Jacinto
Ávila tenía sobradas razones para temer una acechanza
en aquellos apartados parajes por donde a la sazón merodeaba
en son de guerra el famoso y temido insurgente Matías
Rosalira, cuyo feudo y correderos eran desde mucho los riscos,
vertientes, caminos, bosques, rastrojos, caseríos y todo
cuanto se encerraba en la vasta serranía, en la que, mejor
conocido con el nombre de El
Baquiano, gozaba de mucho prestigio.
Decíase de
él que tenía un exterior atractivo, y que por las
buenas era una excelente persona, afable en su trato, comedido con
los extraños, generoso con los suyos y hasta noble y leal: y
aún bien que por lo que se daba a entender tales lealtad e
hidalguía no le obligaban a mucho y sólo
consistían en no haber herido nunca a mansalva, ni cometido
traición o alevosía, ni en el débil haberse
ensañado, a ellas debía el gran ascendiente que
tenía sobre los montañeses. Además, era gran
derrochador, servicial, obsequioso y tan amigo de tener la casa
llena de los suyos en fiesta, como de acudir donde las ajenas con
su socorro cuando fuera menester. Todas las que, con otras
cualidades suyas, le hacían tan popular que no había
persona de las que le trataran que no le fuera afecta, no siendo
parte a disminuirle el que le tenían sus adictos, ni la
autoridad que sobre ellos ejercía, ni el vasallaje a que los
obligaba. Disfrutaba, así mismo, del favor de las mujeres,
aunque era cosa sabida que no las trataba blandamente así
que le pertenecían, ni les era fiel por mucho tiempo; mas,
como era insinuante, buen mentidor y amigo de enamorarlas y
adquirirías por modos extraordinarios, casi siempre
novelescos, nunca hubo una a quien requiriera
inútilmente.
Su última
aventura galante tuvo gran resonancia. Era ella de una de las
más acomodadas y campanudas familias de un pueblo de los que
había a las faldas de un monte, y enamorose de él con
tanta vehemencia que no valieron razones, ni ruegos, ni amenazas de
los suyos, y así, cuando El Baquiano quiso tomarse lo que no
querían darle buenamente, encontró la voluntad de la
muchacha tan rendida a la suya, que a poco de proponérselo
ya estaba ella con él, camino de la montaña.
En ésta la
noche era tan cerrada y tan espesa que daba trabajo avanzar por
entre ellas; largos truenos rebotaban de cumbre en cumbre y
caían dentro de los barrancos rebosándolos de ruido,
por las torrenteras bajaban mugidoras aguas, llovía, y a
ratos se oía venir derrumbes. Con tales rigores,
además de sus zozobras, iba la robada transida de pavor y
lloriqueando para que no siguieran, con cuyos melindres y con el
continuo resbalar de las bestias, que repinaban trabajosamente la
cuesta barrial, comenzaba Rosalira a perder la paciencia y a
renegar de la aventura. De pronto un derrumbe. Matías,
más experto, obligando a su bestia a un salto desesperado,
púsose en salvo, pero la mujer fue arrollada por el alud y
arrastrada al barranco entre un fragor de peñascos que
rodaban desgajando los matorrales. Fue la única vez que la
montaña estuvo en contra del Baquiano; pero él no le
guardó rencor por ello.
Por lo
demás, era en extremo supersticioso, buen devoto de la
Virgen del Carmen, en cuyo nombre lo mismo daba una limosna que una puñalada y se sabía una
porción de oraciones y ensalmos en cuya eficacia
creía a pie juntillas; profesaba un respeto inviolable a la
madre, a quien nunca hablaba puesto el sombrero ni alterada la voz,
y un odio profundo, feroz e invencible al extranjero. Podría
tener cuarenta años y nunca se le conoció padre, lo
que daba pie a multitud de curiosas versiones a propósito de
su origen, siendo voz general que descendía de gente de
rango venida a menos, y los más fantaseadores aseguraban que
venía, por línea de varón, de un remoto
señor que según las leyendas de la montaña,
habitó en un castillo roquero, ya en ruinas, y que, aunque
nadie lo había visto, existía entre unos riscos
inaccesibles que a manera de almenas había en las crestas
más altas de la sierra entre nieblas perennes. Y como
Matías desaparecía de tiempo en tiempo, sin que se
supiera donde se metía, los montañeses aseguraban que
era en el castillo fantástico, cuyo camino sólo
él conocía y donde, naturalmente, había
tesoros escondidos.
III
Revelose la
hombría de El Baquiano, cuando tenía veinte
años, por Pascuas, una tarde de joropo, embriaguez y sangre.
Dividíanse para entonces las montañas en dos bandos
hostiles: los guarubas de
un lado de la fila, y del otro, los del Riscal. Reunidos estaban
estos, desde la Noche Buena, en uno de los ranchos del
caserío, donde bailaban, cuando a cosa de las tres,
apareció por los alrededores una partida de los guarubas, entre los cuales venía
Cupertino, negrazo feroz y sanguinario, cacique de ellos y terror
de todos los contornos. Traían mal disimuladas bajo las
cobijas los relucientes linieros, y una intención
manifiestamente hostil, con todo lo cual se acercaron a la puerta
del rancho a ver el joropo.
En el caney
bailaban desprevenidos; en un rincón Matías
descabezaba el sueño y punteaba el arpa a la vez, tan suave
y dormidamente que apenas se oía, chischeaban las marcas
unísonas con los pies de los bailadores y al compás,
a intervalos una voz desapacible canturriaba el pasaje intrincado y
sin fin... De pronto cunde un murmullo: el aire que respiran
produce escozor. Estornuda uno, y luego otro, todos después.
Los de la barra les hacen
corro de chacotas, provocativamente; la refriega se viene encima,
las mujeres tratan de retener a los hombres que ya no bailan sino
forcejean; por momentos la atmósfera se hace irrespirable,
es fuego en las fauces y en los cuerpos sudorosos; el barullo crece
de punto y ya se oyen afuera ruido de armas que se aperciben
ostensiblemente.
—Pare el golpe,
compañero —le grita uno a Matías, que no se
había dado cuenta.
—¿Qué pasa?
—Que han echao
ají.
Soltaron el trapo
a reír los de afuera y sus parejas los de adentro, y pronto
en todos los ojos relampagueaban miradas feroces, y en las manos
fierros siniestros. Abriéronse los guarubas a pocos pasos del rancho en
espera del ataque, y como los de adentro no salían,
comenzaron luego a desafiarlos con insultos y rechiflas; y entre
todos el que más voces daba y mayores improperios
decía, era el negro Cupertino, enemigo jurado de los
risqueros y ahora
más que nunca por el desaire que le habían hecho no
invitándolo al joropo, como era costumbre y ley de todos los
moradores de la montaña. Oíanlo los de adentro y
mirábanse unos a los otros, conteniendo el aliento, fijos
los ojos en la puerta por la que entraba el vozarrón del
Negro, a cuyo reto no atendían aunque amenazaba ya pegarle
fuego al rancho para obligarlos a salir, tal era la
sugestión de pánico que ejercía sobre todos,
cuando de pronto Matías, sin decir palabra, de un salto se
puso fuera del caney y tan luego estuvo sobre el Negro, que por no creer que le salieran
perdió la serenidad, que era fama que nunca le había
faltado, y con ella la vida en un santiamén. Desplomose el
Negro, rebanada la cabeza, por cuya ancha herida se le iba en
borbotones toda la sangre, y viéronle caer los suyos que a
pocos pasos más allá se agrupaban, sin que ni uno se
moviera a acudir en su defensa, tal estaban de asombro, mudos y
clavados en el suelo, como de la misma manera en la puerta del
rancho los amigos de Matías. Con lo que había tan
gran silencio y tal ansiedad que daba miedo pensar en lo que
sucedería cuando volvieran en sí.
Y lo que
sucedió fue que de repente, a un mismo tiempo, todos se
abalanzaron unos contra otros y se acuchillaron encarnizadamente.
El que más cuchilladas dio fue Matías, y cuando
derrotados los guarubas
emprendieron la fuga, él se ensañó en
perseguirlos, y los llevó hasta sus propios ranchos a plan
de machete.
Lo
persiguió luego, a su vez, la Justicia por la muerte del
Negro que era Comisario de la montaña, y Matías,
seguido de unos cuantos, huyó a los bosques y se hizo
bandolero.
Muerto el
Comisario, los odios que éste había sembrado y los
que suscitó su muerte, comenzaron a estallar, y se formaron
tantos bandos como caseríos había en la
montaña, con lo que empezaron a surgir capataces y
montoneras, y al poco tiempo hubo tantos que no fue posible
transitar sin riesgo por aquellos parajes.
De todos los
caciques el más famoso era Matías Rosalira, a quien
llamaban ya El Baquiano. Partía para él la fila de la
montaña en amigos y enemigos a todos sus moradores, pero
todos lo acataban como a más fuerte, más audaz,
más aguerrido y baquiano entre todos. Fatigada tenían
ya a la justicia sus depredaciones y fechorías, pero como no
había esperanzas de cobrárselas, y además,
podía ser que conviniera más hacer las paces con
él, la misma autoridad que lo perseguía resolvió hacerlo suyo,
nombrándolo como al negro Cupertino, Comisario General de la
montaña.
Juró
lealtad Matías, que en el fondo no dejaba de tenerla, a su
manera, y tomó tan a pecho la comisión de pacificar
que se le había encomendado, que no se dio tregua hasta
someter a los cabecillas facciosos. Y como tenía don de
mando, y se daba tanta maña para atraerse la voluntad de los
hombres, a vuelta de poco no había en todos los contornos
sino amigos suyos, porque a los que por las buenas no habían
querido serlo, los exterminó sin piedad, con lo que
quedó la montaña en paz y sólo él
dueño de ella.
A fuero de tal,
dirimía las querellas, administraba justicia, cobraba
impuestos a los terratenientes, y sin reparo ni consulta, sino a
todo su talante y beneficio, dictaba leyes y repartía
privilegios sin que nadie se atreviera a discutirle el suyo, porque
las contadas veces que esto quiso suceder, diole al insubordinado
tan contundentes razones que por muchos días le duró
el dolor de ellas. Y hasta tanto llegó su
señorío que edificó su casa en el preciso
punto por donde pasaba el único camino que era de recuas,
sobre una loma tan escarpada y angosta, que no era posible hacer
rodeos para evitar la casa, por dentro de la cual Rosalira
permitía el paso mediante un peaje estipulado.
Quejáronse algunos y las autoridades se vieron en el caso de
amonestarle, a lo que contestó Matías que lo
había hecho para ejercer mejor la policía de la
región y que lo del derecho de puerta podía ser que
fuera más bien de agradecérsele que lo cobrara, como
que era para conservar y mejorar los caminos, con lo que dichas
autoridades se hicieron las convencidas, y lo dejaron en paz y a
sus anchas.
IV
En tan buen
acuerdo se pasaron algunos años, hasta que una mañana
se presentaron en sus dominios varios individuos provistos de
instrumentos, cintas y otros accesorios, y comenzaron a echar
visuales, tomar medidas y apuntar cifras. Todo lo cual visto por
Rosalira le puso sobreaviso, y al día siguiente cuando los
intrusos volvieron a sus mirares y medires, él se
encaminó donde ellos y les preguntó quiénes
eran y qué lo que hacían por allí.
Dijéronle que eran ingenieros de una compañía
extranjera que hacían el trazo de un ferrocarril que pronto
atravesaría la montaña, con lo que Matías se
enfureció tanto que por poco abofetea al que tal le dijo,
pero no se quedó sin jurarles que no llevarían a cabo
su empresa.
Terminado su
quehacer se fueron los ingenieros, mas no por esto se
tranquilizó El Baquiano, sino que se lo pasaba preocupado
con la idea del ferrocarril. Era éste un enemigo inusitado
para él y comprendía que el día que entrara en
la montaña se acabaría su dominio sobre ella y hasta
tendría que abandonarla. Y tan cierto estaba de que por
más que se los estorbara terminarían los extranjeros
saliéndose con la suya —cosa que lo exasperaba hasta el
extremo— que aquel año, último quizás de su
señorío, dobló los derechos de paso a los
traficantes y cobró adelantados los impuestos de bosques y
cultivos del año próximo. Además se la pasaba
vagueando por el monte, explorando veredas y escudriñando
los bosques; y a veces se pasaba los días enteros metido
entre ellos, sin que se supiera por donde andaba ni qué
hacía, aunque se sospechaba que se ocupaba en desenterrar y
reunir el armamento y municiones de guerra que tenía
escondidos por allí.
Entretanto, de la
ciudad venían noticias alarmantes: el ferrocarril adelantaba, los trabajos iban ya entrando a la
montaña. Y entraron por fin. Fue una invasión
inusitada: todo el día estuvieron llegando escuadrillas de
peones y se diseminaban por las laderas, a lo largo del trazo, y
comenzaron a plantar campamentos. Después empezaron los
trabajos: centenares de picos rompían la tierra, los
petardos explotaban a cada rato despedazando los macizos
roqueños; talaban las selvas, en los barrancos comenzaban a
levantarse parapetos audaces, por las laderas bajaban continuamente
aludes devastadores, con un clamor como de aplausos formidables que
subía hasta las cumbres. En las noches, en los campamentos
había algazara y guitarras, hasta que Matías
empezó a cumplir lo que había prometido, y ya no los
hubo más sino expectación y silencio, porque desde
entonces no hubo noche sin asalto. Todo el día se lo pasaba
El Baquiano, viendo los trabajos desde su alto riscal, maquinando
planes para la noche, y cuando ésta cerraba, él
bajaba con su montonera a atacar los campamentos, o a destruir las
obras, muchas veces con los mismos petardos de los que las
construían. Después, ya no esperaba la noche, sino
que los atacaba en pleno día, con lo que se pasaba la mayor
parte de éste en expectación y refriega, y el trabajo
no adelantaba, y a poco se suspendió por falta de braceros.
Matías parecía salirse con la suya. La
Compañía envió comisionados a ofrecerle
acciones de la empresa para que la dejara en paz, pero él no
las aceptó; llegaron a ofrecerle una suma considerable y la
rechazó también. Lo que quería no era dinero,
con lo que le daba la montaña tenía de sobra; su
punto era no dejar pasar el ferrocarril, porque era cosa de
extranjeros, y él los odiaba cordialmente. Recurrieron estos
a otros arbitrios, y el gobierno mandó gente armada para
proteger las obras. Recomenzaron éstas y con ellas el estado
de guerra en la montaña. Matías Rosalira fue
declarado faccioso.
V
Avilita lo
sabía. La fama del caudillo montañés
había cundido por todas partes y sus hazañas y
fechorías eran objeto de toda suerte de comentarios.
Conocía también el peligro que había en
aventurarse por sus correderos en tiempos como aquellos, de guerra
sin cuartel, y aunque las cosas que se contaban del Baquiano, eran
para atemorizar al más impávido, así las oyera
en poblado y a buen recaudo, a Avilita no le asustaba la idea de
encontrárselo, sino más bien la deseaba, como que iba
en busca de él.
Atravesaba a la
sazón una enmarañada selva, sin sendero y tan
pendiente que por aliviar a la rendida bestia echose a pie, y a
más andar ganó la linde, en la cumbre misma. La
neblina era tan densa que a pocos pasos apenas se
distinguían siluetas borrosas; subía de los
barrancos, cálida como un aliento, en borbollones
silenciosos, desflecábase contra los riscos de aristas
cortantes, rodaba sobre las lomas, y se metía, bosque
adentro, blanqueando la sombra azul o violada de la umbría.
De entre ella, en una engañosa perspectiva de lejanía
emergían afilados picachos, roquedos colados sobre el abismo
blanco, aguileras crispadas sobre las cuales se cernían
grandes aves rapaces, en un vuelo avizor, lento y majestuoso. A
veces, cortado por las alas, vibraba el aire sonoramente, como una
clarinada; a intervalos, en el fondo de los barrancos, reventaban
estampidos; del mar venía, con las brumas, un viento recio y
crudo que pasaba sobre las lomas y se metía por los
quebrajones, tal una manada de lobos marinos, todos blancos, que
invadiera la montaña.
Avilita, al azar
cogió hacia la derecha; caminaba sobre el filo de la
montaña por un terreno de rocas entre las que crecían
frailejones y helechos, tan pulidas como si el suave y perenne rodar de las nieblas las hubiera aromado. De
allí a poco, desvaneciéronse las brumas, apareciendo
primero el mar, a lo lejos, desmesurado y azul, y luego el macizo
de montañas: las hondonadas vertiginosas, los cangilones
donde se apretujaban almácigos de selvas vírgenes,
los caseríos esparcidos por las laderas, los plantíos
surcados de valladares de piedras, y luego, por encima de la cresta
ríspida, hasta donde alcanzaba la vista, la formidable
cordillera que se metía, tierra adentro, en una
sucesión de cumbres y de azules, hasta el más
desvaído sobre la más remota; y la llanura urente, al
fin, como un celaje.
De pronto,
detrás de un peñón que lo guarecía de
los vientos marinos, un paraje donde había casas, al extremo
de la travesía que de allí para adelante, dejando la
fila, descendía hacia los lados del mar. Pasaba el camino
por dentro de una de las casas, cerrada a la sazón, y estaba
ésta en lo más escarpado y angosto del sitio,
plantada de tal manera que no había otra de pasar sino por
dentro de ella. Reconoció Avilita por estas trazas el lugar
en que estaba, que no era otro que el paradero de Matías
Rosalira, y aunque parecía deshabitado, tan cerradas estaban
las puertas y en silencio las casas, se decidió a llamar. Al
cabo de un rato abriose el portalón que dejaba el paso del
camino franco, y apareció un hombre, hasta de cuarenta
años, vigoroso, alto y bien plantado en quien Avilita
reconoció al punto al espía de antes. Sonriose
éste como para inspirarle confianza viendo la
turbación en que su presencia lo puso, y le preguntó
si quería pasar, pidiéndole excusas por haberse
demorado en abrirle. Repuesto, Avilita le contestó que mejor
quisiera no pasar todavía, porque iba muerto de cansancio y
con mucha hambre, como que era bien pasada la hora del almuerzo, y
así más le agradecería que le dijera si
podía encontrar en la posada algo de comer.
Mirolo el otro de
pies a cabeza, y luego, sin verle la cara contestó:
—Lo que es
aquí no hay gente y no se halla nada; pero véngase
conmigo. Puede ser que por ahí se encuentre.
Volvió a
cerrar la puerta así que pasó Avilita y luego
acudió a abrir otra que había al extremo del
pasadizo, que no más era aquello, y mientras pasaba el
cerrojo le dijo:
—Vaya andando
joven... por ahí, a su derecha, yo voy con usté.
Comprendiendo el
otro que quería conservarse a sus espaldas y aunque tal
espaldero no era para inspirar confianza, echó a andar con
todo el recelo que era del caso. A poco su acompañante le
preguntó:
—Dígame una
cosa, joven, y usté perdone el entrometimiento:
¿qué busca usté por aquí?
—Busco al General
Matías Rosalira.
—Entonces ya
pué usté parase.
—¿Es
usted?
—Pa servirle. Pero
nada más que Coronel, por lo pronto.
—Jacinto
Ávila, doctor en leyes.
VI
El doctor Jacinto
ávila devoraba el almuerzo que le habían aderezado en
el rancho adonde lo llevara Matías Rosalira.
Acompañábalo éste y lo servía una vieja
india, cantinera desde moza, abotagada y aguardientosa, que no
cesaba de gruñir y mirarlo con malicia. Entretanto, en torno
al rancho, que parecía cuartel, tal estaban las trojes
llenas de armas, merodeaban hombres mal encarados, que
tenían aspecto de perros de presa.
—Son mis
muchachos.
—Creí que
usted tenía su cuartel en la casa del paso de la fila.
—¿En El
Respiro? Es que ahora tengo la gente trabajando del otro lao.
—Raro es que no
hayan intentado ocuparla sus enemigos.
—Lo que es
intentao, no se esté usté pensando que no les ha
faltao ganas, la cosa es que, como dicen vulgarmente: toavía
no estaban maduras y se han fruncío al clavarles el
diente.
—Es inexpugnable,
verdaderamente. Y como usted es tan conocedor de la
región.
—Alguna ciencia
debe tené uno, doctorcito; pa algo ha vivío uno toa
la vida en estos espeñaeros.
—Debe ser muy
agradable vivir en estos lugares altos.
—Según y
conforme. Todo está en el acomodo de uno; pa usté, en
comparación, no sería muy propio, acostumbrao a las
comodidades de la ciudad.
—Tal vez...
—¡Eso
sí! Pa la salú le sirve hasta más útil
que la ciudad; aquí tiene uno el pulso y la juerza que
estorba. Yo, le soy franco, el día que tuviera que irme de
la montaña, me moriría de rabia, como el querrequerre
enjaulao.
—Depende de la
manera cómo salga usted de ella.
—Ahora parece que
me quieren sacá por la juerza. Pero, ¡caray! como que
no les va a sé muy fácil. Usté perdone la
interjección, pero es que cuando me acuerdo... Mire, es que
me dan ganas de... de estrangularlos a todos... Usté sabe...
los de abajo, los musiúes esos.
—Los del
ferrocarril. Sí.
—Je, je... Esta
risa no es ni mía.
Y Matías
Rosalira se paseaba atusándose el bigote. Luego salió
del rancho llegando hasta el borde del despeñadero, desde
donde se veían, allá abajo: el peonaje del
ferrocarril perforando la montaña y los campamentos de la
tropa que protegía las obras, bajo banderas
extrañas.
—Pero
señor, es mi cuestión: por qué vamos a dejar
que los musiúes se
cojan la tierra de uno.
—Ahí tiene
usted una bandera prestigiosa para una revolución.
—Ahora todos la
han cogido con lo de la civilización; como si la
civilización no pudiera andá sino en ferrocarril. Lo
que pasará es que se morirán de hambre los pobrecitos
arrieros, para que los musiúes se lleven todos los
riales pa su extranjero. ¡No digo una revolución!
—¿Por
qué no la hace usted?
—¿Yo?
—Es el
único que puede hacerla hoy.
—¡Ah!
¡malaya!
—Si usted
quisiera, al dar el grito tendría sobre las armas un pie de
ejército de flor.
—¿Usté lo cree?
—¿Cómo no? Estoy segurísimo; yo sé por
qué lo digo.
—La verdad es que
yo tengo muchos amigos, aunque me esté mal el decilo.
—Y los que tiene
sin saberlo. Hoy es usted el Caudillo más popular, todas las
esperanzas del país están puestas en usted. Mire, yo
vengo de recorrer la República y sé que toda ella,
como un solo hombre, se levantaría por usted.
—Yo sí lo
creo, porque son muchos los descontentos. Pero la cosa es que eso
de una revolución son palabras mayores.
—No hay tal.
Audaces fortuna juvat.
Quiere decir: que la fortuna ayuda a los audaces.
—No es que yo le
tenga miedo a la guerra, porque en ella he echao los dientes y las
barbas, sino porque después no me hallaría. Yo no
sirvo pa lo civil.
—Ya
encontrará usted colaboradores. Desde luego, me pongo a sus
órdenes. Yo he estudiado mucho, he penetrado las
entrañas de este país y sé cómo se le
puede gobernar.
—Gracias,
doctor.
—Además,
que no se dará el caso de que usted necesite de consejeros.
Usted tiene cualidades maravillosas y da lástima que las pierda usted en escaramuzas sin gloria ni provecho.
Usted perdone que se lo diga.
Guardaron silencio
un momento. Matías Rosalira se hurgaba la barba
pensando:
—¿De modo
que usté cree que la parada es tirable, como dicen?
—Con los ojos
cerrados. La Patria se lo está reclamando.
—Por ella lo
haría, y por ella es que lo hago, créame usté;
yo estoy en guerra porque eso del ferrocarril es contra las leyes;
todos los pueblos de la montaña se arruinarán, y se
morirán de hambre los pobres que no viven sino de sus
cargas.
VII
Para Rosalira la
Patria era su montaña, y el patriotismo no dejar pasar el
ferrocarril. El doctor Jacinto Ávila fue a decirle que
aquélla era algo más que la montaña: las
ciudades que blanqueaban allá abajo; las llanuras inmensas
que reverberaban a lo lejos; y lo que no se veía; la Patria
de extramuros que estaba detrás de las barreras azules de
los montes sin sospecharlo Matías. Para hacérselo
comprender comenzó por despertarle una ambición que
hasta entonces no había tenido, y lo hizo tan
mañeramente que el Caudillo no distinguía
cuándo le hablaba de la Patria y cuándo del rico
botín que le aguardaba en la aventura, y lo hizo con tal
éxito que a poco rato no era posible saber quién
inducía a quién.
Terminado el
almuerzo, Avilita se puso a escribir la proclama de guerra del
General Matías Rosalira, mientras éste
recorría la montaña en todas direcciones convocando a
sus amigos.
VIII
El doctor Jacinto
ávila estaba ya en su camino; y tal vez muy cerca de
realizar la única y grande aspiración de su vida:
llegar.
¡Llegar! Por
ello había abandonado su provincia nativa cuando
comprendió que en su pobre ambiente jamás
pasaría de ser un talento sin gloria ni provecho, si era que
no se quedaba en la obscura mediocridad, y enderezó sus
pasos a la Capital propicia, y ya en ella, en la Universidad que da
prestigio y esplendor vinculados a un título que abre todas
las puertas y allana todos los caminos; y por ello padeció
necesidades: comió mal, vistió peor, sufrió
humillaciones y desprecios, ambicionó mucho y envidió
más. Y logró llegar hasta el título. Graduose
de doctor en leyes y al despedirse de las aulas donde segara
fácil laurel a fuerza de imponer a todo trance el imperativo
categórico de su vanidad inflada de suficiencia, no tuvo
palabras de gratitud sino de encono para aquello que él
llamaba fatalidad de su
medio, que le había impuesto aquel áspero
noviciado de seis largos años de inactividad y enojoso
estudio que pusieron a prueba su energía. Encono que era tan
sincero como había sido insolente y que siempre fue,
contenido, el acicate de su voluntad, y a la hora del triunfo,
libre y desbordado, la natural revancha de su alma en violento
desquite por las humillaciones y sinsabores padecidos.
Graduado ya
acudió al periódico y a la tribuna propicios y tanto
escribió y declamó tanto, con el solo objeto de hacer
ruido, para lo que era bastante hueco y vacío, que a vuelta
de poco ya tenía una gloriola y era acatado en todos los
círculos de la Capital. Pero no era este llegar a medias
todo lo que él aspiraba y siguió trabajando con
tesón por llegar de un todo hasta donde fuera posible llegar
en su país, sin que su delicadeza estableciera distingos de
escrúpulos que más tarde fueran a amargarle el
saboreado disfrute de sus triunfos. Y con esta acomodada
determinación a poco estuvo en la asendereada
política y por ella anduvo buen espacio con éxito
bastante prometedor. Pero, reveses de la fortuna o torpeza para
calcular, hiciéronle dar un paso imprudente y cayó en
desgracia.
Entonces fue
cuando llegó a sus oídos la fama que cobraba
Matías Rosalira y resolvió ir en su busca para
intentar junto con él, y a su amparo, la gran aventura. Buen
conocedor de su medio, por instinto y por experiencia, sabía
que sólo con un apoyo de esta suerte podría hacerse
carrera por los caminos del éxito y para lograrlo
resolvió hacerse espaldero del Caudillo. éste era la
fuerza, el instinto cerril, impetuoso y dominador, la
energía acostumbrada a imponerse, la única
energía de la raza blindada de barbarie pero íntegra,
pura como un metal nativo; a su vez él se reconocía
el aliento de la gran aspiración, de la audacia aventurera,
que también es una fuerza, y si el otro tenía con su
instinto la fortaleza de la garra dominadora, él
podía prestar con su inteligencia el ímpetu del vuelo
que levanta y dilata la potencia de la garra.
IX
Esto era lo que el
doctor Jacinto Ávila venía a proponerle al cacique de
la montaña.
Cayole bien al
montaraz en su ánimo aventurero la propuesta y la
condición del ciudadano, y como además, según
era fama, profesaba aquél un gran acatamiento al saber,
Avilita que se lo sabía de antemano, hizo alardes del suyo,
con lo que desde el primer momento cobró ascendiente sobre
él.
Ya estaba en su
camino. Acordose de los que le negaban méritos, de los que
le escatimaron su aprecio, de los orgullosos que habían
sabido estarse en retiro de dignidad, mientras él iba
placenteramente con la maltratada y peor tenida suya, en subasta, y
se complació de pensar que pronto podía pasearles su
triunfo por delante y humillarlos, y no sólo a ellos, sino a
la sociedad entera, a los mismos que le habían dado la mano,
porque Avilita tenía un profundo rencor contra todos,
gratuito al parecer y que en el fondo no era sino un deseo de
represalias, en el que se revelaba inconscientemente la
aspiración de virtud que la vida no le había dejado
tener: grandeza de alma, hidalguía en el corazón,
ideales, integridad, orgullo.
X
Al día
siguiente, con las primeras sombras de la noche, comenzaron a
llegar a la posada de la cumbre los amigos del Baquiano. Eran
muchos, de todos los contornos y venían sin armas algunos,
pero todos en tren de campaña. Así que estuvieron
reunidos, Avilita, a nombre del General Matías Rosalira, les
explicó el motivo de la convocatoria y les leyó la
proclama de guerra, en la cual se mentaban las Instituciones, la
Soberanía nacional, los fueros sagrados de la Patria y otras
cosas más, altisonantes y arrebatadoras, que nunca
habían oído nombrar los montañeses, a quienes,
sin embargo, les pareció muy bueno todo. Pero no dieron
muestras de entusiasmo, sino que se quedaron viéndose unos a
otros, aprobando con la cabeza y a regañadientes, hasta que
Matías tomó la palabra y les dijo, lisa y
llanamente:
—Muchachos, lo que
les ha dicho el dotor es la pura verdad, y por eso yo los he
convocao pa que nos alcemos contra el Gobierno, porque el Gobierno
ha faltao a las leyes y nos quiere quitá la montaña de nosotros pa
vendésela a los musiúes.
—¡Abajo el
ferrocarril! ¡Muera el Gobierno! ¡¡Mueran los
musiúes!! —gritaron
entonces los amotinados, y con gran tumulto salieron al camino.
Luego, armados ya
los que no estaban y borrachos todos, se pusieron en marcha, apenas
comenzaron a perfilarse sobre la incierta claridad albar las recias
siluetas del monte, y con esto empezó la aventura.
Matías a la
cabeza y a su lado el doctor Jacinto Ávila, ahora bien
montado y convertido en respaldero intelectual del Caudillo, bajaba
la horda por los senderos fragosos como un alud que nadie
sabía adónde iría a parar, ni cuántos
estragos haría, mientras en la noche remisa de las
hondonadas los gallos desperezaban sus clarines en dianas
triunfales.
Sobre los picos
enhiestos en la fría claridad, suaves oros de sol; abajo: la
madrugada azul; blancura de brumas sobre la llanura y sobre las
ciudades hacia donde bajaba la montonera bisoña,
ávida de sangre y botín...
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