Rómulo Gallegos
(Caracas, 2 de agosto de 1884 - Caracas, 5 de abril de 1969)


Un caso clínico
Originalmente publicado en La Revista (20 de junio de 1915);
La Doncella y el último patriota
(México: Ediciones Montobar, 1957, 220 págs.)



I

      Era un joven de méritos. Se había levantado a esfuerzos propios y heroicos desde la humilde condición de panadero hasta la cumbre del doctorado. Por el camino probó más de una ocasión, la firmeza de sus propósitos y el temple de su carácter.
       Cuando decidió abrazar los estudios estaba agobiado de cargas: la madre; una muchacha a quien había dado palabra de matrimonio; la cesta de pan. Con una misma resolución se aligeró de todas a la vez. La madre, desamparada, pero gozosa ante las perspectivas del hijo doctor, se fue al arrimo de un hermano que trabajaba en un campo distante; la novia despechada, lloró, se enfureció y olvidó y él protestando que todo aquello le arrancaba pedazos del alma, puso sobre sus amores de palurdo una loza lírica: una canción que empezaba:

Lo quiere el Destino. ¡Ay del ay!
Y así terminó el panadero.

      Protegido por uno de sus marchantes, hombre de influencia, a quien conmovió al comunicarle su proyecto, obtuvo una plaza en el servicio de la Universidad y empezó a estudiar.
       Su situación le granjeaba la benevolencia de los profesores y llegó a bachiller a paso triunfal. En el anfiteatro, ante los cadáveres de estudio se reveló su instinto médico y desde un principio demostró su gran inteligencia. Antonio Ecija estaba en su camino.
       Uno de los profesores que tenía pupila sagaz, valoró las condiciones del estudiante y como comprendiera que era hombre de empuje y de pocos escrúpulos, previo su éxito y para arrimarse con tiempo a la buena sombra futura del discípulo, sacó a colación las trajinadas anécdotas de genios surgidos de improviso del pueblo y redobló para él sus esmeros de maestro.
       Entre tanto, la madre de Antonio Ecija, olvidada y pobre, moría allá en el campo de su hermano. La noticia la recibió el hijo una tarde, en la Universidad. Estaba solo, sus compañeros se habían ido al paseo vespertino. La sombra se metía por los largos corredores claustrales. Sobre los patios claros volaban las golondrinas.
       Antonio acabó de leer la carta mal escrita y disparatada del tío, llena de invectivas y luego la rompió, tranquilo, impasible. Nada de común había ya entre aquella palurda y él, y en vez de afligirlo, aquella noticia lo tranquilizaba. A menudo, pensando en su porvenir, en el éxito que lograría, en la estimación social que habría de rodearlo y agasajarlo, el recuerdo de su madre fue una sombra. El color oscuro, la condición campechana de aquella mujer, iban a ser obstáculos que le impedirían a él, ilustrado, pulido y ennoblecido por el saber, realizar sus legítimas aspiraciones de figurar con brillo y mezclarse en la alta sociedad. Muerta la madre que lo podía avergonzar, él, que al fin y al cabo era hijo sólo de su esfuerzo, no tenía ya nada que temer.
       Hecha esta reflexión, se adueñó de su alma un desordenado sentimiento, mezcla de satisfacción de sí mismo y de desdén por todo, que, rápidamente, en el curso sin control de sus emociones de arribista, se transformó en rencor y en deseo de venganza. Ya estaba próximo el día en que la sociedad le habría de pagar los esfuerzos realizados, el desgarramiento de alma que le produjo el abandono de su antigua vida, la sumisión de nueve años a la disciplina abominable del estudio, la humillación de la gratitud a quienes le habían allanado el nuevo camino, la del mismo deseo de subir, puesto que implica el reconocimiento de la bajeza original, la alegría misma con que acababa de recibir la noticia de la muerte de su madre; y como si todo fueran injurias recibidas, se propuso cobrarlas con saña. Si le estaba reservado el éxito, no lo aceptaba desde luego como premio generoso, ni siquiera como justa retribución, sino que lo disfrutaría como trofeo arrebatado en guerra de abierto rencor.
       Era que temía ser rechazado por aquella sociedad a la cual aspiraba, y anticipadamente, enemigo natural de ella, almacenaba odio para la hora de las represalias.
       En cambio, la sociedad quiso ser generosa con él. Apenas graduado, la fama de sus triunfos universitarios trascendió, rápida, por toda la ciudad y bien pronto el doctor Ecija debía recuperar la clientela del antiguo repartidor de pan en la parroquia aristocrática, porque la gente de tono consideró muy chic introducir en las alcobas de sus enfermos a quien diez años antes tocaba en los portones, al hombro la cesta colmada de olorosos panes. Y de allí a poco, la prestancia de la distinguida clientela aventó la fama de curaciones estupendas, de todo punto milagrosas, realizadas por aquel pasmo de la ciencia médica, surgido de improviso, entre la sorpresa unánime.


II

      Un día recibió una esquela exquisita. Una señora elegante. celebrada por su belleza y aventuras, esposa de un hombre rico y tonto, le suplicaba que fuera a verla pronto.
       El corazón de Ecija dio un vuelco de alegría maligna: aquella mujer le había causado, sin saberlo, las más amargas horas de despecho. Cuando era interno del Hospital estuvo enamorado de ella, la veía casi todas las tardes en la ventana, pues vivía en la calle por donde él acostumbraba pasar, y aunque sus miradas fueron siempre demasiado insinuantes, ella pareció no advertirlas y se las retribuía con otras, frías, desdeñosas, que le hicieron sentir en toda su enormidad, la distancia que lo separaba de la posesión de aquella belleza fina y preciosa. Ahora, las frases de la esquela, demasiado vehementes para exigencia de enferma, contenían, casi, una promesa, y considerándose apetecido, se gallardeó al leerlas con un divino gesto de triunfador. Era el amor que caía rendido a sus pies, como había caído la Fama, como caería la Fortuna…
       Pensó hacerse esperar, pero no supo vencer la impaciencia del primerizo y se presentó puntual a la cita.
       La bella enferma lo recibió con mohines de romántica.
       Ecija se inició con una galantería:
       —¡Es usted la enferma! No lo parece.
       —¿De veras? Será del alma, doctor.
       —¡Ah! Señora. Mi pobre ciencia no llega hasta allá. Los ojos de los médicos son ojos humanos que sólo ven la grosera costra del cuerpo…
       Se mordió los labios, comprendiendo que había dicho una barbaridad y las ideas se le disiparon como chiquillas corridas que se alejan riendo de una indiscreción.
       La mujer lo advirtió y contenta de la turbación en que lo ponía su presencia lo hizo sentar al lado suyo.
       —No me diga eso, doctor. Usted cura los males más recónditos. No me quite la esperanza, tan dulce, que tengo puesta en usted. Yo me entrego… a su ciencia.
       Jugaba con estas palabras ambiguas, dichas lánguidamente, con una audacia análoga a la que dan los antifaces.
       Ecija se sentía disparado a las mayores vehemencias; pero no encontraba las palabras. Estaba escarmentado de su estreno de galanteador.
       Sonrió, fingiendo modestia.
       Ella lo miraba con los bellos ojos entornados, reclinada la cabeza sobre un brazo de líneas perfectas que apoyaba en el respaldo de la mecedora. Su condición de enferma permitía aquella actitud de abandono, adoptada para turbar al joven doctor que le había caído en gracia. Por capricho elegante, o extravagancia refinada se había enamorado, como una adolescente de aquel rústico encumbrado por el lauro, que era además buen mozo, y quería saborear aquel amor rústico, como el turista los groseros manjares del país bárbaro que pasca. Mezclábase a la vez con este capricho, un impulso de ser generosa con aquel héroe de su propia epopeya a quien celebraba tanto la ciudad.
       Ecija habló por fin, como médico:
       —A ver. ¿Qué le pasa a usted, señora?
       —¡Ay, doctor! Creo que estoy enferma del corazón.
       La auscultó minuciosamente, con ayuda de su estetoscopio nuevo.
       —Señora. No hay tal. ¡Qué buen corazón tiene usted!
       En esta frase se colaba una galantería tímida.
       Ella la acogió con un mohín encantador.
       —Gracias.
       Una vez más, puesto en el terreno de seductor, el médico se turbaba. Comprendió que allí estaba su ciencia haciendo el papel de comparsa, pues no había tal enfermedad, pero resolvió continuar la comedia de aquel raro caso clínico que le deparaba su buena estrella, porque así, desde el campo de la profesión que dominaba mejor, podía atacar a mansalva al contrario de la galantería, donde no se atrevía a moverse. Volvió a tomarle el pulso y mientras tanto, miró en derredor, valorando la riqueza de su cliente con un golpe de vista de ladrón experto. Sonrió halagado, pero inmediatamente una reflexión disipó su júbilo. Aquella mujer rica y elegante, debía tener caprichos costosos que él no podía satisfacer. No estaba en condiciones de gastar, sino por lo contrario, de adquirir.
       Ella volvía a hablar:
       —¿Qué es lo que tengo, entonces, doctor? Esta tristeza… Este cansancio. Será que me estoy poniendo vieja.
       Y sonreía, segura de la respuesta galante que iba a obtener.
       —Todavía no.
       La mujer contrajo la boca, y Ecija, dándose cuenta de que había dicho otra vez una torpeza, se apresuró a repararla:
       —Neurastenia, fenómenos nerviosos.
       Todavía le pareció ruda aquella salida y dijo, con toda la dulzura de que era capaz: —Debe ser que usted sufre alguna pena oculta.
       Sus dedos oprimían el punto palpitante de la muñeca de la enferma; ella lo miraba con los ojos húmedos, su boca se entreabría mostrando los dientes finos, y él, arrebatado por aquel abandono, inició una caricia sobre la mano suave y carnosa, resplandeciente de pedrería.
       Entonces comprendió ella que estaba dado el primer paso y, sabiamente, no quiso pasar adelante de una vez:
       —¿Volverá usted a verme? No me abandone, doctor. Yo me siento mal. Sólo usted puede curarme.
       —¡Señora… mi pobre ciencia! Qué valgo yo.
       —No repita eso. Todos sabemos lo que usted vale. ¡Cuántos envidian sus triunfos!
       Ecija se hallaba en una situación ambigua; volvía a ocuparle el pensamiento la reflexión que se hiciera al apreciar la riqueza de su cliente, y esta idea le sugirió otra. Necesitaba dinero, debía ganarlo pronto y a todo trance, entonces podría realizar uno de sus sueños: viajar por Europa. Mientras tanto no podía pensar en disfrutar aquella belleza fina y preciosa. Dominado por sus reflexiones comenzó a decir, con secreta intención:
       —¿Qué valen mis triunfos? Me falta lo principal. El médico no termina de aprender nunca, necesita renovar a diario los conocimientos, ir a enterarse de los adelantos de la ciencia adonde se están produciendo continuamente: a Europa.
       —¿Piensa usted ir a Europa?
       —Lo pienso siempre, pero desespero de realizarlo. Me hace falta dinero.
       Y sin darse cuenta de la situación, se intrincó en este tema inoportuno y ridículo con una vehemencia desagradable. A poco su acento era el de un pedigüeño hablando de dinero con aquella mujer rica que adivinaba descosa de amarlo, se le había ocurrido que podría obtenerlo de ella. Sabía que era pródiga con sus caprichos, y le demostraba su necesidad, como enseña un pordiosero su lepra para conmover a la limosna.
       El orgullo de la mujer se resintió de aquella escena grotesca. En un momento se desvaneció el romántico antojo que la impulsara, rendida, hacia aquel hombre famoso y comprendiendo que éste no había dejado de ser el panadero que fue antes, se levantó desdeñosa.
       Ecija se la quedó viendo sorprendido. Ella le explicó, secamente.
       —Ya estoy buena. Usted me ha curado. Tenga la bondad de decirme cuánto le debo.
       El médico se turbó. Se sintió anulado, humillado brutalmente, y perdiendo la conciencia de la situación, respondió:
       —Diez bolívares, señora.



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