Rómulo Gallegos
(Caracas, 2 de agosto de 1884 - Caracas, 5 de abril de 1969)
La fruta del cercado ajeno
Originalmente publicado en Actualidades (8 de junio de 1919);
La rebelión y otros cuentos
(Caracas: Librería y Editorial del Maestro, 1946, 293 págs.)
Acodado en la ventanilla del vagón, Reinaldo contemplaba la mancha azul y serena del mar que se extendía al pie de la montaña, ribeteando de blanquísimas espumas la costa yerma y sinuosa. Por su mente pasaban, como bajo arcos de triunfo, ideas de victoria y de dominación; iba a la costa a emprender el más heroico combate de una vida: a luchar contra su propia flaqueza. El mar le inspiraba un miedo bestial y él iba a desafiar sus peligros para vencer definitiva y radicalmente el ciego instinto. Él se había propuesto un hermoso plan de acción y de luchas en las cuales habría de imponer,
inexorablemente, el imperativo categórico de su voluntad, y aquella flaqueza de ánimo, si no la combatía y la domeñaba a tiempo, concluiría por reflejar en su espíritu incapacitándole para todo cuanto requiere temple y fortaleza varoniles.
Pero, entregándose a estas especulaciones, gratas para él, trataba de engañarse diciéndose mentalmente que ése era el único y verdadero motivo de su viaje a la costa. En realidad, también iba por una mujer; pero no quería confesárselo a sí mismo.
Algunas semanas antes, Antonio Menéndez, su íntimo amigo, había comenzado a cortejar a una mujer que tenía una cara fresca y pícara y unos ojos largos que miraban a veces con la expresión de la Gioconda de Vinci, y que era esposa de un hombrecito enclenque, abogado de pocos y torcidos pleitos: el doctor Orosimbo Sojo. De pronto aquella mujer desapareció. Un día Menéndez encontró cerrada la casa, pensó que se habrían mudado y no se ocupó más de la aventura. Poco después Reinaldo descubrió que temperaban en Maiquetía; pero se guardó de decírselo al amigo.
Rumbo al pueblecito costeño, veníasele a ratos a la mente el pensamiento de que estaba cometiendo una deslealtad con el amigo; pero inmediatamente musitaba para alejar de sí tímidos escrúpulos:
—Struggle for life! —y se quedaba en paz.
Llegado al pueblo, bajó por la calle que conduce al mar. Se sentó en una peña, encendió un cigarro y echando la vista por toda la anchura del agua, empezó a decir:
—Nos veremos. ¡A ver quién de los dos podrá más!
Una risa de mujer interrumpió su monólogo. Volvió la cabeza: era la Gioconda, que paseaba la plaza del brazo de Orosimbo. Quedósele viendo ella y, continuando su paseo, todavía volteó dos veces para mirarlo por por encima del hombro del marido. Reinaldo se dijo: “¡Esto también es un hecho!”.
Al día siguiente al amanecer bajó a la playa provisto de su traje de baño, “a tener la primera entrevista con el espantajo”. Caminaba por entre uveros buscando un sitio cómodo para desnudarse, cuando volvió a oír la risa de la víspera y una voz masculina que gritaba:
—¡Romelia! ¡Ah caramba, niña! ¡Mira que te va a llevar la ola!
Era el doctor Orosimbo Sojo. Estaba acurrucado al abrigo de una peña por encima de la cual rebosaba de cuando en cuando el espumarajo de las olas, y como el agua apenas le cubría las piernas, se bañaba el resto del cuerpo con una totuma. Más adelante la mujer se entregaba a las caricias del mar, que se arrojaba sobre ella bramando, como macho en celo. A intervalos la envolvía en blancura jla reventazón del oleaje, arrancándole gritos de júbilo infantil, y cuando la resaca bajaba quedábansele temblando en el regazo unos grumos que hacían pensar en el divino cisne de Leda.
Viéndola, Reinaldo sintió unas ganas atroces de saltar a las rompientes, cogerla entre sus brazos y escapar con ella, mar afuera hacia el horizonte, ante el marido estupefacto, a quien ya se imaginaba recorriendo la playa, furibundo y desnudo, con la totuma en la mano, pidiendo socorro.
Pero no era él tan excelente nadador como aese requería para tamaña empresa y hubo de continuar su camino, por entre los uveros, en busca de un sitio apartado y discreto. Detúvose en uno donde había ropas de hombres que se bañaban. Su inusitado traje de baño encargado a Europa llamó la atención de los que tomaban el suyo en cueros y la palabra “patiquín” llegó distinta a sus oídos desde el mar. Se arrepentía ya de haberse detenido allí, pues no estaba seguro de sí mismo y temía quedar en el mayor ridículo si el horrible miedo instintivo lo asaltaba a las primeras brazada, como siempre le acontecía, cuando oyó que uno de los bañistas gritaba, afanándose para acercarse a la orilla: —¡Una manta! ¡Una manta! —con lo cual sus compañeros comenzaron a nadar hacia tierra. Reinaldo se dijo: “¡Ahora es cuando te quiero, Voluntad!”, y sin más pensar se arrojó al agua y nadó hacia el sitio del peligro a grandes y veloces brazadas.
Momentos después, sin haber visto por ninguna parte al temible animal, abordó un pellón que se alzaba más allá de las rompientes, en agua honda, y sobre el cual un enjambre de cangrejos tomaba el sol. Se extendió supino, abandonándose a la plenitud de la intensa emoción de sí mismo que estaba experimentando: ¡Se sentía héroe! ¡Se había vencido definitivamente! El sol ya alto le calentaba los miembros calambreados envolviéndolo en una deliciosa sensación, y Reinaldo pensó que aquel día no podía tener mejor ocupación la lumbre del mundo; ¡él también era un centro de gravitación universal!
Luego evocó el cuadro presenciado desde los uveros y al pensar en el invencible miedo al mar de Orosimbo Sojo, una perversa satisfacción le hizo pararse, brusco, sobre el limoso lomo del escollo.
En la playa la gente lo miraba. Sin duda habían acudido a la voz de su hazaña. Resplandecían los blancos trajes de las mujeres en un grupo, cerca de la caseta de los baños; un poco más allá, bajo una sombrilla roja, distinguió a la Gioconda, del brazo de Orosimbo. Volvió la cara al sol, arqueó el tórax, se golpeó los pectorales tensos para evidenciar su fortaleza, y con un salto acrobático se zambulló al agua gritando:
—¡Hurra! ¡Por struggle for life!
En la tarde fumaba su eterno cigarro sentado en la misma piedra desde donde la víspera lanzara su reto al mar; pero ahora lo contemplaba con un olímpico desdén. ¡Bien vencido estaba el espantajo! ¡Y bien puesta había quedado, de una vez por todas, con aquel triunfo, su garra imperiosa sobre todo lo que pudiese ser, de allí en adelante, presa de orgullo o de dominación.
Entretanto, los temporadistas acudían a la vespertina contemplación del mar. Bulliciosos grupos de muchachas esparcíanse por las rocas de la playa, ahogando en risas el malicioso rubor de la marcha contra el viento, bajo las miradas de los jóvenes que iban a la caza de aquellos revuelos de faldas. Muchas de ellas volvíanse a mirar a Reinaldo y hablaban entre sí, bajando la voz; él lo advertía y hacía verdaderos esfuerzos heroicos para no decirse: “Están hablando de eso”.
La aparición de Romelia le puso toda la sangre en un solo vuelco del corazón. Y cosa extraña, al ver a Orosimbo, que venía agarrado al brazo de ella no sintió la tentación de risa que él esperaba de sus recuerdos de la mañana, sino un sentimiento de malestar intraducible, mezcla de compasión y de odio. Orosimbo quería seguir adelante; pero Romelia se detuvo cerca del joven diciendo al marido, con una voz melindrosa:
—¿Nos sentamos aquí? Más allá no hay piedras.
—Como tú quieras —le respondió de mala gana.
Elia escogió sitio la primera en la piedra más próxima a Reinaldo. Se pasó las manos por el peinado, hecho con esmero, moviendo mucho y sin necesidad los dedos empedrados de cuanto era o parecía piedras preciosas; se alisó la blusa una y otra vez, con un malicioso correr de las manos sobre el pecho opulento y alzando los ojos de la contempiación de lo que dejaba ver el descote, lanzó un suspiro para decir:
—¡Ay! ¡Qué divino es el mar! ¡Me trastorna! Te aseguro, Orosimbo, que yo sería feliz si supiera nadar. ¡Qué rico debe ser! Yo envidio a los que saben nadar. ¡Si yo supiera me iría lejote!, ¡lejote!...
Orosimbo, con las miradas clavadas en el horizonte, parecía no escucharla. Reinaldo comprendió que aquellas palabras habían sido dichas para él y esto le causó un vago sentimiento de repulsa. Había en todo aquello, en la elección del sitio y en el tema de la conversación
cierto descaro irrespetuoso, tanto para con el marido como para con él. Pero se dijo en seguida: es una ingenua. Entretanto ella, excitada por el ambiente marino y por la presencia del joven, que no quitaba sus ojos de la contemplación de toda su incitante persona, seguía despotricando con ese afán característico de las mujeres insustanciales por lucir gracia y agudeza de ingenio en presencia de los varones de quienes pueden esperar algo. Pero no acertaba con nada que no fuese de una infinita vulgaridad:
—Cuando veo el mar me dan ganas de ser pescado.
Y como todavía no había logrado su objeto y no se te ocurrían otras cosas más eficaces para romper el silencio de Reinaldo, volvió a su tema, mirándolo a los ojos abiertamente:
—No hay nada como el mar.
Reinaldo vaciló, sorprendido y cohibido. Luego musitó:
—Nada.
El sonido de su voz sacó a Orosimbo de su obstinada contemplación. Miró a Reinaldo con un gesto intraducible. Reinaldo lo saludó descubriéndose. Ella le devolvió el saludo doblando la cabeza de una manera que le parecía la pura esencia de la gracia y de la gentileza. Para entonces comenzaban a hacer furor en Caracas los dramas de alcoba de las “películas finas”. Luego Orosimbo, que estaba sobre espinas, se paró y le ofreció el brazo. Ella se colgó de él, echando otro suspiro que le salió muy romántico. Mientras se alejaban, Orosimbo le decía algo, sin mirarla, y Reinaldo la oyó responder:
—Y eso ¿qué tiene? ¡Jesús contigo!
Reinaldo se quedó reflexionando; pero seguramente sus pensamientos no lo complacían, porque luego dijo:
—A la vida hay que tomarla como es. Además, ¿qué otra cosa puede dar la convivencia con un hombre como ese Orosimbo, que, indudablemente, no es una octava maravilla? La mujer es un reflejo del hombre que la desea. —Y Reinaldo se complació en preimaginar los inusitados destellos que iba a tener el alma de Romelia cuando penetrase en ella la lumbrada de su idealidad, y se decía a si mismo, con una insistencia sospechosa, que le deseaba más para un puro acercamiento espiritual que para una posesión torpe.
Otra tarde iba ella por el sendero costeño que conduce a Cabo Blanco, acompañada de una niña como de diez años. Reinaldo se hizo el encontradizo, y reunióndosele, la abordé:
—Hoy se ha decidido usted a pasear largo.
—Sí. Está tan sabrosa la tarde. Pensamos llegar hasta Cabo Blanco.
—Es lejos. Pero de todos modos es un bonito paseo.
Romelia preguntó a la niña:
—¿Quieres, Teresita?
La niña, roja de rubor, escondió la cabeza bajo el brazo de ella, riendo. Romelia explicó:
—Es mi sobrina, hija de una hermana mía que vive aquí en Maiquetia. Es mi compañera cuando Orosimbo está en Caracas. Aquí donde la ve, con su carita de mosca muerta, no se puede imaginar lo tremenda que es, señor...
—Reinaldo Solares.
—Ya lo había oído nombrar; pero no hallaba cómo decirle.
Y dulcificando la voz: —Como no hemos sido presentados...
—Una buena amistad siempre comienza bien y a su hora.
—Es verdad —asintió amable. Luego, con un mohín de timidez—: Pero...
Ahora se hacía la timorata. Sin duda le agradaba pensar que Reinaldo se había atrevido a mucho; para ella esto debía tener su voluptuosidad. A su vez Reinaldo se hizo el desentendido y cambió la conversación, movido por un sentimiento de delicadeza: no quería que Teresita se diera cuenta de la situación. Se dirigió a ella aniñándose:
—Teresita va a divertirse mucho. Cuando se oculte el sol empieza a oírse el canto de las sirenas ¿No las has visto nunca? Las sirenas son unas mujeres muy bonitas que viven en el fondo del mar.
—¡Adiós coroto! Si en el fondo del mar no vive gente... Se ahogarían.
—Gente como tú y como nosotros no puede vivir; pero otra gente que no se ahoga porque es inmortal. Vive en palacios de perlas y corales...
—¡Qué va! Acaso yo no sé...
Y Reinaldo se entretuve buen espacio en este diálogo infantil que en aquel momento le era singularmente grato. Romelia lo interrumpió diciendo:
—¡Ay Dios! Los muchachos son una diversión.
Él observó con intención remota:
—Una diversión de la cual, desgraciadamente, nos fastidiamos muy pronto. La vida nos estraga el gusto de las cosas puras y sencillas.
—Pues para que vea, a mí me gustan mucho los mumuchachos. Yo desearía no haber pasado nunca de esa edad. ¡Son tan felices! No se dan cuenta de nada.
—Eso creemos nosotros; pero hay que ver cómo miran los niños. Yo le confieso que nada me intranquiliza más que los ojos de los niños; tienen una manera de fijarse en las cosas... Seguramente las ven tales como son; nosotros somos los verdaderos inconscientes.
De pronto, zafándose del brazo de Romelia, Teresita echó a correr por la playa. Reinaldo enmudeció: aquel acto de la niña a raí de sus palabras, ¿sería una simple coincidencia, un movimiento impulsivo de la intranquilidad infantil o un acto producido por una secreta intuición de lo que iba a suceder?
Romelia se quedó esperando sus palabras, y, atribuyendo a timidez su silencio, sonrió con maligna complacencia; la supuesta cortedad del galán primerizo que, al hallarse a solas con ella, enmudecía asustado de sus propias audacias, prometía a su sagaz instinto de amorosa futuras y arrebatadoras vehemencias. Aquel joven era todo un buen mozo, tenía en el rostro un signo inmancable: una nariz que sorbía el aire de una manera provocativa y sensual que hacía pensar que tenía todo wl aire olor de voluptuosidad y una boca... Tenía razón aquella amiga de su hermana —que por cierto nada tenía de gazmoña a quien oyera decir: “¡Jesús, niña! A ese joven no se le puede ver la boca sin pecar con el pensamiento. Parece que se la hubiera hecho el mismo diablo.”
Por su parte, Reinaldo pensaba que “era llegado el momento de pronunciar las palabras decisivas”, cosa que parecía tener para él una trascendencia como seguramente no la tuvo para Dios el “hágase la luz”, y en la inminencia de aquel supremo instante recogía toda su lucidez mental para hacerse esta pregunta: ¿Soy perfectamente libre?
Con estos mutuos pensamientos caminaron buen espacio sin verse las caras y ya llegaban a una punta de la costa detrás de la cual había desaparecido Teresita. Romelia arrebató con las impacientes miradas la soledad del paraje; Reinaldo advirtió la insinuación y sintió que las ideas que ya iban a convertirse en palabras se le helaban súbitamente.
Y como en presión de su atmósfera espiritual la brizna del sencillo acontecimiento estaba ocasionada a inflamarse y a resplandecer corno una estrella, aquel vulgar entibiamiento del desencanto producido por la evidente urgencia de la mujer fue inlerprado estilo místico: una negación de la “hora llegada”, un salto del destino por encima de su vida.
Era la influencia de lo subconsciente, el halo de pensamientos inaferrables producidos por la distraída contemplación del paisaje marino. En aquella actividad del mar, sin término ni confín, ¡ni un movimiento que no fuese la inmensa inquietud de las ansias que se han quedado irrealizadas dentro del colmo de las medidas!
Romelia murmuró, aburrida de silencio:
—¡El mar!
Y Reinaldo, con un vago acento de trasueño:
—¡Sí! ¡El mar! ¡El mismo mar de siempre!
—¡Guá! ¿Y cuál quiere usted que sea?
Reinaldo experimentó algo semejante a lo que siente el que, habiendo reunido todas sus fuerzas para levantar un objeto que juzga de hierro macizo, se encuentra con que es de cartón hueco. La supina estolidez de aquella mujer se había escapado, toda entera, en aquellas palabras.
La vuelta de Teresita resolvió la embarazosa situación. Venía jadeante y jubilosa, gritando:
—¡Tía Romelia! ¡Mira qué preciosidades! —y motraba una porción de piedras y caracoles que traía en el regazo.
Romelia entregóse a la contemplación de ellos, con mimosos aspavientos de admiración. Teresita hizo que Reinaldo se acercase también a admirar sus preciosidades. Puestos a complacer el deseo infantil, las piedras y caracoles iban pasando de las manos de Romelia a las manos de Reinaldo, y esta inocente ocupación que él prolongaba con visible agrado los retuvo buen espacio, en absoluto olvido de sus mutuos pensamientos. Al cabo, movidas por un idéntico impulso y a un tiempo mismo sus manos fueron a posarse sobre los cabellos de la niña. Los dedos de Reinaldo quedaron sobre los de Romelia. Ella hizo el gesto reflejo de los contactos voluptuosos y sin retirar la mano, buscó los ojos del joven; él apartó la suya, súbitamente: ¡resultábale indecorosa aquella impensada caricia sobre la inocente cabeza!
Remelia dijo, disimulando:
—¿Nos revolvemos, Teresita?
—Espérense. Déjenme coger unas conchas de erizo que hay por allí. Ya vengo.
Ambos guardaron silencio siguiendo con las miradas a la niña que se alejaba dejándolos otra vez solos. Reinaldo volvió a entregarse a sus cavilaciones, experimentaba una desgana invencible del amor que se le ofrecía fácil, su consustancial misoginismo lo hacía arrepentirse de su estúpida aventura. Entretanto Romella, con una visible impaciencia de las frases de pasión que Reinaldo no quería pronunciar, clavaba en él miradas incitadoras que sublevaban su dignidad de varón. Luego, convencida de la inutilidad de sus esfuerzos, haciendo un gesto de despecho, gritó a Teresita:
—¡Vente, chica, es mejor que nos vayamos! —Y en seguida, a media voz: —¡Ya esto fastidia!
Reinaldo tuvo un impulso de ira y acercándose a ella con súbita decisión, comenzó a decirle, reticente y mordaz:
—Revolvernos? ¿No sería desaprovechar esta soledad tan discreta, este apartamiento tan propicio?
Ella no comprendió, pero si se dio cuenta de que empezaba a requerirla de amores. Quiso entonces adoptar una actitud inabordable de honestidad, pero no encontró las palabras apropiadas y al cabo de una corta vacilación, en la cual, sin embargo, perdió mucho terreno ante el asedio de las miradas de Reinaldo, dijo enrojeciendo súbitamente:
—Es que ya va a ser de noche.
Fue una desgraciada ocurrencia que la traicionó y la entregó. Reinaldo se enardeció más, como el combatiente ocasional a la vista de la sangre derramada por sus manos, y exclamó, ya con la voz enronquecida y casi sobre el rostro de ella:
—¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor!
E inclinábase ya para estampar dos besos restallantes, como dos bofetadas, sobre la boca de la mujer, en despique de lo que para él había sido un ultraje a su dignidad de varón; pero, como si el caliente olor de aquel rostro —en el cual un anhelo de emoción entreabría la boca carnosa y tentadora, así como la plena madurez revienta la pulpa rezumante de las frutas—, hubiese clavado súbitamente un eficaz acicate en el moroso ijar de su deseo, doblóse tendido también y apretó sus labios contra los de aquélla en un beso largo y ardiente, su primer beso de amor.
Luego una pausa espiritual, una total ausencia del ángel. Al cabo, una deplorable reacción.
El canto de las cosas se extendía sobre los árboles como una cúpula sonora, el aire ardiente de la siesta vibraba sobre la tierra rojiza de los cerros costeños. El taladro de una idea fija torturaba la mente de Reinaldo:
—¡Y esto era lo que había oculto en mí! ¡Esto era mi verdad! ¿Cómo ha sido posible que yo estuviese engañándome a mí mismo tanto tiempo? ¡Estoy irremisiblemente perdido!
De pronto Teresita irrumpió, roja y jadeante, en la soledad de la plaza. Traía un libro en las manos.
—Señor Solares. Aquí le manda mi tío el libro que usted le prestó.
—¿Tu tío? ¿De cuándo acá tienes tío?
La niña soltó la risa que contenía sujetándose el mentón.
—Es mi tía Romelia. Pero ella me dijo que si usted estaba acompañado le dijera que era mi tío el que se lo manda. A mí me da risa porque yo no sé qué tío será ése. Cosas de ella que se la pasa inventando para que yo me ría.
Reinaldo puso el libro sobre el banco y, cogiendo las manos de la niña, la miró fijamente en los ojos.
—¡Jum! ¿Por qué me ve usted así? ¿Yo le debo algo?
—¡Quizás, Teresita! ¡Ojalá me equivoque! —Y luego, soltándola—: Mira: por allí acaban de caer unos almendrones. Ve a recogerlos.
La niña salió de estampía en dirección al sitio señalado. Reinaldo abrió el libro y buscó entre las páginas. Dentro de ellas había una tira de papel manuscrito que decía: “Orosimbo no viene hasta mañana”.
—¡Esta mujer no respeta nada! ¡Servirse así de esa criatura!
Teresita volvió diciendo:
—¡Embustero! No hay ningunos almendrones.
—Los habrán recogido.
—¡Sí, oh! Déme el libro, pues.
—¿Cuál?
—EL que le va a mandar a ella. ¿Usted no sabe?
Y como Reinaldo volviera a clavar en sus ojos la mirada escrutadora:
—¡Ah, caramba! ¿Por qué me ve así? ¿Tengo algo en los ojos?
—No, Teresita. No tienes nada. Todavía no tienes nada.
La niña movió el índice en ademán de advertencias:
—¡Jum, cuidado, pues! Ustedes van a parar en locos.
—¿Quiénes?
—Tú y mi tía Romelia. ¿Acaso yo no sé?
—¿Qué sabes, Teresita? —Y la voz de Reinaldo se quebró en un anhelo angustioso.
—Que tú y mi tía son novios y se besan cuando están solos. Yo los he visto. Yo los he visto.
Reinaldo sintió la subitánea impresión de los cataclismos mentales: primero un brusco aceleramiento de la vid interior, un torbellino de ideas inaferrables, en seguida una violenta sumersión en una vorágine de inconsciencia. Se levantó del banco y echó a andar corno un autómata.
De aquella sumersión abismal su pensamiento salió, al cabo de un rato, con un recuerdo de olvidadas impresiones: ¡Ay de aquel que escandalice a un niño! Experimentó el fanático horror de las culpas que no tienen remisión; el tremendo anatema del Cristo que había caído sobre su vida; ¡había corrompido a un niño! Representábase a Teresita perdiendo la inocencia en el infantil atisbo de aquellas escenas de concupiscencia; aquella prematura visión del pecado no se borraría jamás de la memoria de la niña, cuya suerte estaba echada. ¡Y él había sido el corruptor de su alma! ¿Qué hacia el rayo de las tremendas iras divinas, que no acababa de caer sobre su cabeza? De allí en adelante, ¡para toda su vida!, ¡estaba condenado a llevar en el pensamiento el recuerdo de aquella cosa execrable!
Junio de 1919.
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