Rómulo Gallegos
(Caracas, 2 de agosto de 1884 - Caracas, 5 de abril de 1969)


Sol de antaño
Originalmente publicado, como “Las rosas”, en El Cojo Ilustrado (19 de enero de 1910);
Los Aventureros
(Caracas: Imprenta Bolívar, 1913, 160 págs.);
La rebelión y otros cuentos
(Caracas: Librería y Editorial del Maestro, 1946, 293 págs.), págs. 47-66.



I


       “Ciego, ni un rayo de luz penetraba en su cerebro y en torno suyo llovía sol profusamente. Estaba de pies, a la vera del camino, extendiendo la mano implorante hacia el ruido de todos los pasos y formaba un claroscuro sugerente y trágico aquella su tiniebla interna en mitad de la campiña coruscante”...
       Y, terminando de escribir las anteriores palabras, al pie del boceto que del aludido mendigo hiciera al pasar, Hilario Altares, se hundía en la hamaca que acababa de ser colgada para él, en la menos sucia y más ventilada pieza de la posada “El Mamoral”, donde se alojaba aquella mañana cuando el cansancio de las anteriores jornadas forzosas le impidiera continuar el viaje.
       “Ni un rayo de luz penetraba en su tiniebla...”
       Murmuró con vago acento, sumergiéndose en la calma bochornosa de la hora, voluptuosamente, entrecerrando los ojos ofuscados por el intenso resplandor que arrojaba el trozo soleado de paisaje que ante él recortaba él marco de la puerta.
       Era un mediodía de agosto; un pesado sopor caía sobrar todas las cosas y de todas las cosas brotaba una reverberación ofuscante; de la ebriedad de los campos subía un gran silencio que parecía extenderse a lo largo de la carretera polvorienta, en cuya blanca modorra diluía su quejumbre la esquila de un arreo; rumoroso silencio sobre el cual se erguía, como el dardo aún vibrante sobre la carne muerta, el agudo estridir de las chicharras, interminablemente. Y ante el cuadro exuberante de vida, ebrio de sol, del cual fluía una virtud mareante y enardecedora que hacía ebullir su sangre inusitadamente, Hilario Altares se adormecía siguiendo el hilo del mudo coloquio interno comenzado con la frase alusiva al pordiosero del camino, en cuya trágica actitud había visto simbolizada la de su propia alma.
       “... y en torno suyo llovía sol profusamente. ¿Y no estaré yo como el mendigo en medio a una belleza que se vierte pródiga y fácil, ciego, extendiendo la mano implorante hacia los que sólo pueden darme un poco de su miseria?... ¿Acaso he sabido exprimir una gota siquiera- a esta hinchada ubre que me ofrece la Vida, en vez de succionar la savia enferma de todo lo que se exhausta, muere y se pudre ante mis ojos?... Si yo hubiera probado de copiar en mis cuadros lo que canta, lo que ríe porque está sano y fuerte, lo que es fiesta y vigor en los rostros y en las cosas, más bien que el trágico rictus que deforma la faz de los que sufren... pero. yo he preferido el olor de las drogas y las lacerias pestilentes, al suave perfume de las flores y al sabroso aroma incitador de las frutas maduras... Sin embargo, hubo un tiempo en que un ramo de flores o un cesto de frutas me hacían saltar de alegría como si oyera músicas. .. entonces era niño y recuerdo que estaba enamorado del sol. .. y de la hija del mayordomo... Marcolina...”
       Luego un silencio interno, después un largo desperezamiento de recuerdos sumergido de la oscuridad del alma:
       ... Luciana: la pobre niña tísica sacrificada en tres días, a quien encontró en las calles de una gran ciudad, implorando una limosna de pan para su hambre y una limosna de amor y de piedad... ¡Flor de desventura!... Luego, dos flores de vicio, una joven y hermosa con sugerentes manchas color de fresas en la piel alabastrina, lasciva, febricitante de deseos...; la otra: una cortesana vieja de repugnante aspecto de ruina, arrugada como una odre vacía, mostrando en contorsiones mueca la desdentada boca que semejaba una úlcera recién cicatrizada... Los gestos... un desfile espeluznante que pasaba como calofrío de terror a lo largo de una médula, dolores humanos, deformidades, todas las formas de la disolución que tanto le habían seducido y que desde el fondo de sus cuadros despedían una maléfica emanación, maleante, turbadora... y allá, remiso y mustio en el fondo de los recuerdos evocados, un rayo de luz, lejanísimo, tenue rayo de sol sobre un manojo de rosas, que él, siendo casi un niño había pintado para regalárselo a la hija del mayordomo, la rústica novia de cuyo amor gozara después.


II

      De pronto, como un grito, surgió la nota roja de la falda sobre el tono verde de los herbazales.
       Fue una luminosa aparición que encendió un súbito destello en la pupila somnolienta del pintor. Hilario Altares se incorporó de un salto, como si algo nuevo y vigoroso hubiera penetrado en su organismo, luego avanzó unos pasos hasta colocarse bajo el dintel de la puerta que daba al camino, murmurando:
       —Va a incendiarlo todo.
       Gallardeaba bajo el haz de centellas que arrancaba el sol al bruñido espejo de la cántara, que rebosante de agua sostenía sobre la cabeza colocando debajo los desnudos brazos, apoyadas ambas manos en la nuca para soliviar la carga, la campesina se detuvo un momento, luego abandonó el sendero que traía, ahuyentando a su paso vocingleras bandadas de capanegras y tordos, ascendió por el repecho que sabía al camino y se dirigió hacia la puerta donde la observaban atentos los ojos del pintor.
       Era una sabrosa muchacha de vigorosas formas, apenas mujer, con una flor de sangre por boca y dos ojos negros, vivarachos e inquietos que en la trigueña faz parecían dos tordos retozando en un maizal. En una gruesa crineja caía el cabello sobre sus espaldas, y, como en ambos brazos levantados sostuviera la cántara, bajo la cota prensada se evidenciaba la graciosa ondulación del naciente seno y la curva del talle gallardo y vigoroso.
       —Buenos días.
       Dijo con gárrula voz al pasar junto a Altares, erguida, con la altivez a que la obligaba la carga, y mirándolo a la cara valerosamente.
       —Buenos días; ¿qué traes ahí, niña?
       —Agua, señor.
       —¡Agua! ¡Qué agua más dulce!
       Respondió el pintor después de un momento de súbita perplejidad, viéndola alejarse, todo el cuerpo estremecido por las ondulaciones que su menudo y majestuoso andar producía en su apretada carne rozagante. Y como para saborear la exquisita sonoridad que había en la voz de la zagala, Hilario Altares quedóse repitiendo sus palabras, modulándolas voluptuosamente:
       —¡Agua! ¡Agua! ¡Qué voz más sabrosa!
       —Va a incendiarlo todo.
       —¡Agua! ¡Agua! ¡Qué voz más sabrosa!
       De pronto, como si algo hubiera estremecido en su interior, una expresión de sorpresa se marcó en su rostro y, mordiéndose el índice derecho en su habitual actitud evocadora, se dijo:
       —Yo conozco esa voz, la he oído mucho... pero, ¿cuándo... ¿y en dónde?


III

      Hilario Altares, el pintor "de cuyas lívidas tintas parecía brotar un fuerte olor de recinto clínico" —al decir de un camarada suyo— regresaba a la casa paterna después de una ausencia de varios años. Un grave incidente ocurrido en la familia le había hecho acceder a las reiteradas súplicas de la madre, que, en cada una de sus cartas, le manifestaba los grandes deseos que tenía de verle antes de morirse, pues, ya ella estaba poco menos que vieja. Pero todas aquellas cartas tan llenas de amorosos requerimientos se quedaban sin respuesta o la tenían lacónica y desafectuosa, cuando no eran rotas sin ser siquiera leídas. La última, escrita con mano más temblorosa que de ordinario y en papel enlutado, conservaba huellas de lágrimas vertidas al escribirla y le daba noticia de la muerte del padre a quien la edad y la malaventura habían rendido finalmente en un pueblecito de provincia, sobre el último palmo de tierra que de sus antiguas y extensas posesiones le dejaran los azares de la guerra y sus fracasos políticos.
       Y sea que juzgara deber suyo acceder al materno llamamiento, o que el hastío de la vida ociosa y libertina le hubiera mordido en el alma y anhelara un poco de paz en un ignorado rincón, Hilario Altares se resolvió a partir. Vendió muebles y cuadros, todo cuanto formaba sus escasos haberes de artista mediocre y despilfarrador y sin despedirse de los amigos, se embarcó, rumbo a la tierra nativa donde le esperaban en el apacible rincón provinciano los brazos de la madre; ¡y quién sabe qué más! Tal vez el último, definitivo hastío libertador.
       Durante la travesía la misma que hiciera quince años atrás, entre nostálgico y ansioso, por la sabrosa vida abandonada y la nueva halagadora y arcana, asaltáronlo inusitadas reflexiones.
       ¡Cómo se había ido! ¡Cómo regresaba ahora! ¡Cuántos sueños, esperanzas y proyectos! ¡Qué confianza en sí mismo, a los dieciocho años, en la plenitud del aliento, pura el alma todavía!... ¡Qué sordidez ahora! ¡Qué desgana de todo, de su arte, de la gloria, de la vida, de sí mismo! Sobre todo: qué profundo disgusto de sí mismo... Defraudada la esperanza de su talento, depravado a fuerza de refinamientos malsanos el sentimiento artístico, la vida gastada en orgías, corrompida el alma, el hastío sobre ella...
       Y por primera vez el diente de una duda dolorosa ataraceó su alma. Una interrogación abrumadora, en un momento de rara lucidez, surgió de su conciencia, y por largas horas gravitó sobre él como un remordimiento: había perdido toda una vida. Experimentó una inenarrable sensación de vacío, sintió que sordamente se derrumbaba en su alma algo por mucho tiempo querido, y en la oquedad repentina vio cómo se hundían los que una vez habían sido su entusiasmo, su aspiración y su fe.


IV

      Varios días llevaba invertidos en el viaje por caminos escabrosos, jornada tras jornada, que hacían interminables el sol y el cansancio producido por la cabalgadura y aumentado por el mal dormir sobré los duros lechos que le proporcionaban en los parajes del camino, cuando se alojó en la ranchería de “El Mamoral”, solitario paraje que heredaba el nombre de una antigua hacienda de caña, cuyo derruido torreón alzaba su ruina vertical en medio de las vegas que un tiempo fueron propiedad de don Eleuterio Altares, el padre de Hilario. Y ya porque todas las cosas circunstantes le hablaran de tiempos pasados, o porque la sonora voz de la muchacha a quien viera aureolada de sol atravesar la campiña incendiada, hubiera puesto a vibrar en su alma, súbitamente, olvidadas músicas, Hilario Altares reconstruía su antigua vida; de niño: las diurnas correrías por entre los tablones ahuyentando los pájaros con su algarada, en compañía de sus hermanos y Marcolina; las deliciosas noches pasadas en los corredores de la casa, sentados en redor de la vieja sirvienta, que les refería enmarañados cuentos y leyendas de encantamientos, de dulce sabor dilecto para su joven fantasía, o cuando había molienda, en la sala vetusta y penumbrosa llena de rumor de las pailas donde, bullendo, acendraba sus oros el melado bajo la mortecina luz de los candiles, mientras en un rincón la yunta perezosa de bueyes, volteando, hacía girar con sordos crujidos el primitivo trapiche.
       Y más tarde, sus primeros balbuceos de artista; su cuadro primero: “El Gallo” y luego “La Aurora”, una tela abigarrada y chillona como un alma de niño, y “Las Rosas”. .. Las Rosas, el manojo de rosas bañado de sol que regaló a la que después fue su novia... Y revivía sobre todo el olvidado idilio, llama fugaz que un instante abrazó sus dos almas; la suya sedienta de belleza; la de la rústica ávida de amor. Él tenía entonces dieciocho años, aún no quince Marcolina. Fue un amor que había venido incubándose en sus almas desde niños y al que exprimieron dulce jugo de deleites la tarde última, víspera del día en que muy de mañana partió con su padre hacia el lejano puerto donde lo esperaba el trasatlántico.
       De aquel amor él apenas conservó por unos días un lazo de cintas. ¿Y ella?... Hilario ignoraba que ella había guardado toda una vida: un cuadro de rosas y una hija...
       —¡Bah! ¡Puerilidades! ¡Si querré volver a tener dieciocho años!


V

      Bajo la frondosa enredadera florecida, en medio de los fresales que tapizaban el patio y sobre la mesa cubierta con pulcrísimo mantel, humeaba el colmado plato. Hilario Altares comía aquella vez con inusitado apetito. Alrededor de la mesa el ir y venir de Eugenia servía el almuerzo y sus airosos ademanes y gárrula voz, con las hebras de sol que hilaba la enramada, parecían tejer una urdimbre de encanto en el ambiente iluminado. Hilario la miraba furtivo, experimentando una inefable sensación de recónditas suavidades. De aquel cuerpo sano y fresco fluía algo que penetraba en el alma fatigada del pintor, alegremente, como un pájaro en la fronda, cantando. Se sentía puro y renovado como si una alma joven e improvisa animara su cuerpo consumido: tal vez su propia alma de adolescente hallada al fin de quince años y que parecía haber estado esperándolo en la juguetona mirada de Eugenia.
       Fue un resurgimiento; sobre su habitual gravedad desdeñosa se extendió un estremecimiento jovial y le dieron ganas de saltar y palmotear como un niño a quien se da un juguete.
       Eugenia volcó en el centro de la mesa un plato colmado de fresas. Altares tomó la más hermosa y roja de ellas y suspendiéndola por el tallo la ofreció a la muchacha. Ella la aceptó dando las gracias y la llevó a la boca, y al exprimirla, el jugo de la fruta pareció ensangrentarles los labios.
       —Te has roto la boca -le dijo Altares-, Tienes sangre. Eugenia, rápidamente, levantando el brazo, se secó los labios con la manga y como no viera en la tela mancha de sangre exclamó sonriendo:
       —Mentira...
       —¡Tienes una boca más roja!
       —¿De veras?
       —Tanto que de vértela se me han quitado las ganas de comer fresas.
       —¿Quiere usté que me la tape entonces?
       —No. Entonces no comería, de tristeza.
       —¡Cómase sus fresas, hombre! ¿O es que no le gustan?
       —Muchísimo, y éstas más.
       —Si quiere más, mire, hay bastantes —y extendió el brazo mostrando los fresales frutecidos.
       —¿Las cultivas tú misma?
       —Sí señó, no tiene trabajo.
       —Por eso están tan hermosas, tus manos las embellecen.
       —Con sus favores —contestó turbada la mujer y salió para llenar de nuevo el plato vacío.
       Cuando regresó, Altares le preguntó de súbito:
       —Eugenia; ¿por qué te llamas así?
       —Guá... qué se yo...
       —Quiero decir; ¿es que así se ha llamado otra de tu familia?
       —No señor; mamá se llamaba Marcolina...


VI

      —¿Es su hija?
       Preguntaba Altares luego que hubo concluido de almorzar al dueño de la posada, refiriéndose a la muchacha, que en un extremo del corredor cosía rodeada de otras chicas menores que ella y que la importunaban con sus preguntas.
       —Es decir, es como si juera, la he tenido colmigo dende pequeñita y además es hija de mi mujé, a quien Dios tenga en descanso.
       Respondió el hombre, descubriéndose a la última frase.
       —¿Es usted viudo?
       —Si señó, hace un año que me dejó solo ella.
       —Por fortuna Eugenia es ya una mujer.
       —Y muy hacendosa y sufría, como la madre, manque mesté mal el decilo. Cuida los chicos como si juera Marcolina, y se le parece más...
       —Es buenamoza, de veras...
       —Sí, eso dicen toos... —Y después de un silencio agregó: —Por parte e pae, Ugenia es de sangre fina, como se dice.
       —¿Lo conoció usted?
       —No. Cuando yo vine al Memoral, que era del pae dél ya é, se había dio pal estranjero. Ugenia tenía pa entonces dos años.
       Y cambiando el acento súbitamente continuó:
       —Mire usté, ella es, como si dijésemos, hermana de aquella pintura.
       Y mostró un cuadro que entre una colección de estampas de reyes y cromos anunciadores de productos industriales, adornaba los encalados muros del corredor.
       Irrefrenable impulso llevó a Hilario Altares a mirar más de cerca el cuadro hermano de Eugenia, la muchacha cuya sonora voz cantaba aún en sus oídos remembrando viejas cosas amadas.
       El cuadro ostentaba bajo una capa de polvo un manojo de rosas bañadas de sol, un sol desvaído que parecía enfermo.
       El posadero terminó de hablar.
       —Y pa que vea usté, como son las cosa de la vida; son dos hijos de otro hombre que no doy por ná del mundo.
       Con la punta del pañuelo, tembloroso de emoción, Hilario Altares limpió el ángulo de la tela donde, bajo el tamiz de polvo, parecían adivinarse un nombre y una fecha y allí sus ojos ansiosos leyeron: Hilario Altares...


VII

      Una hija y un ramo de rosas bañadas de sol; sol de antaño, mustio y remiso que desde el fondo de un cuadro desvaído, calentaba de nuevo su alma aterida. Una flor de su sangre; otra flor de su arte; lo mejor de sí mismo: su alma de adolescente, su antigua alma pura, sana y alegre, encontrada al azar, cuando agobiado bajo las tristezas y el hastío de su nueva alma enferma pensaba en la muerte como en una liberación.
       Abandonadas las bridas, lentamente iba la cabalgadura por la carretera sobre la cual la occidua luz desmesuraba las sombras de las cosas, y apoyadas ambas manos sobre las piernas, Hilario Altares rumiaba antiguos placeres disfrutados, con un poco de nostalgias, con algo de escozor de remordimientos... Pero ya no surgía en su conciencia la interrogación abrumadora ni experimentaba aquella pesadumbre que gravitara sobre su alma largas horas. El pasado le redimía, de él brotaba iluminado aquella oquedad tenebrosa donde una vez viera perderse su entusiasmo, su aspiración y su fe... un rayo de sol...



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