Juan
Rulfo
(México, 1918-1986)
La cuesta de las comadres
Originalmente publicado en
la revista América
Nº 55, febrero, 1948
(El llano en llamas, 1953)
Los difuntos Torricos siempre
fueron buenos amigos míos. Tal vez en Zapotlán no los quisieran pero, lo
que es de mí, siempre fueron buenos amigos, hasta tantito antes de
morirse. Ahora eso de que no los quisieran en Zapotlán no tenía ninguna
importancia, porque tampoco a mí me querían allí, y tengo entendido que
a nadie de los que vivíamos en la Cuesta de las Comadres nos pudieron ver
con buenos ojos los de Zapotlán. Esto era desde viejos tiempos.
Por otra parte, en la
Cuesta de las Comadres, los Torricos no la llevaban bien con todo mundo.
Seguido había desavenencias. Y si no es mucho decir, ellos eran allí los
dueños de la tierra y de las casas que estaban encima de la tierra, con
todo y que, cuando el reparto, la mayor parte de la Cuesta de las Comadres
nos había tocado por igual a los sesenta que allí vivíamos, y a ellos,
a los Torricos, nada más un pedazo de monte, con una mezcalera nada más,
pero donde estaban desperdigadas casi todas las casas. A pesar de eso, la
Cuesta de las Comadres era de los Torricos. El coamil que yo trabajaba era
también de ellos: de Odilón y Remigio Torrico, y la docena y media de
lomas verdes que se veían allá abajo eran juntamente de ellos. No había
por qué averiguar nada. Todo mundo sabía que así era.
Sin embargo, de aquellos
días a esta parte, la Cuesta de las Comadres se había ido deshabitando.
De tiempo en tiempo, alguien se iba; atravesaba el guardaganado donde
está el palo alto, y desaparecía entre los encinos y no volvía a
aparecer ya nunca. Se iban, eso era todo.
Y yo también hubiera ido
de buena gana a asomarme a ver qué había tan atrás del monte que no
dejaba volver a nadie; pero me gustaba el terrenito de la Cuesta, y
además era buen amigo de los Torricos.
El coamil donde yo
sembraba todos los años un tantito de maíz para tener elotes, y otro
tantito de frijol, quedaba por el lado de arriba, allí donde la ladera
baja hasta esa barranca que le dicen Cabeza del Toro.
El lugar no era feo; pero
la tierra se hacía pegajosa desde que comenzaba a llover, y luego había
un desparramadero de piedras duras y filosas como troncones que parecían
crecer con el tiempo. Sin embargo,
el maíz se pegaba bien y los elotes que allí se daban eran muy dulces.
Los Torricos, que para todo lo que se comían necesitaban la sal de
tequesquite, para mis elotes no, nunca buscaron ni hablaron de echarle
tequesquite a mis elotes, que eran de los que se daban en Cabeza del Toro.
Y con todo y eso, y con
todo y que las lomas verdes de allá abajo eran mejores, la gente se fue
acabando. No se iban para el lado de Zapotlán, sino por este otro rumbo,
por donde llega a cada rato ese
viento lleno del olor de los encinos y del ruido del monte. Se iban
callados la boca, sin decir nada ni pelearse con nadie. Es seguro que les
sobraban ganas de pelearse con los Torricos para desquitarse de
todo el mal que les habían hecho; pero no tuvieron ánimos.
Seguro eso pasó.
La cosa es que todavía
después de que murieron los Torricos nadie volvió más por aquí. Yo
estuve esperando. Pero nadie regresó. Primero les cuidé sus casas;
remendé los techos y les puse ramas a los agujeros de sus paredes; pero
viendo que tardaban en regresar, las dejé por la paz. Los únicos que no
dejaron nunca de venir fueron los aguaceros de mediados de año, y esos
ventarrones que soplan en
febrero y que le vuelan a uno la cobija a cada rato. De vez en cuando,
también, venían los cuervos; volando muy bajito y graznando fuerte como
si creyeran estar en algún lugar deshabitado.
Así siguieron las cosas
todavía después de que se murieron los Torricos.
Antes, desde aquí,
sentado donde ahora estoy, se veía claramente Zapotlán. En cualquier
hora del día y de la noche podía verse la manchita blanca de Zapotlán
allá lejos. Pero ahora las jarillas han crecido muy tupido y, por más
que el aire las mueve de un lado para otro, no dejan ver nada de nada.
Me acuerdo de antes,
cuando los Torricos venían a sentarse aquí también y se estaban
acuclillados horas y horas hasta el oscurecer, mirando para allá sin
cansarse, como si el lugar este les sacudiera sus pensamientos o el mitote
de ir a pasearse a Zapotlán. Sólo después supe que no pensaban en eso.
Únicamente se ponían a ver el camino: aquel ancho callejón arenoso que
se podía seguir con la mirada desde el comienzo hasta que se perdía
entre los del cerro de la Media Luna.
Yo nunca conocí a nadie
que tuviera un alcance de vista como el de Remigio Torrico. Era tuerto.
Pero el ojo negro y medio cerrado que le quedaba parecía acercar tanto
las cosas , que casi las traía junto a sus manos. Y de allí a saber que
bultos se movían por el camino no había ninguna diferencia. Así, cuando
su ojo se sentía a gusto teniendo en quien recargar la mirada, los dos se
levantaban de su divisadero y desaparecían de la Cuesta de las Comadres
por algún tiempo
Eran los días en que
todo se ponía de otro modo aquí entre nosotros. La gente sacaba de las
cuevas del monte sus animalitos y los traía a amarrar en sus corrales.
Entonces se sabía que había borregos y guajolotes. Y era fácil ver
cuántos montones de maíz y de calabazas amarillas amanecían
asoleándose en los patios. El viento que atravesaba los cerros era más
frío que otras veces; pero, no se sabía por que, todos allí decían que
hacía muy buen tiempo. Y uno oía en la madrugada que cantaban los gallos
como en cualquier lugar tranquilo, y aquello parecía como si siempre
hubiera habido paz en la Cuesta de las Comadres.
Luego volvían los
Torricos. Avisaban que venían desde antes que llegaran, porque sus perros
salían a la carrera y no paraban de ladrar hasta encontrarlos. Y nada
más por los ladridos todos calculaban la distancia y el rumbo por donde
irían a llegar. Entonces la gente se apuraba a esconder otra vez sus
cosas. Siempre fue así el miedo que traían los difuntos Torricos cada
vez que regresaban a la Cuesta de las Comadres.
Pero yo nunca llegué a
tenerles miedo. Era buen amigo de los dos y a veces hubiera querido ser un
poco menos viejo para meterme en los trabajos en que ellos andaban. Sin
embargo, ya no servía yo para mucho. Me di cuenta aquella noche en que
les ayudé a robar a un arriero. Entonces me di cuenta de que me faltaba
algo. Como que la vida que yo tenía estaba ya muy desperdiciada y no
aguantaba más estirones. De eso me di cuenta.
Fue como a mediados de
las aguas cuando los Torricos me convidaron para que les ayudara a traer
unos tercios de azúcar. Yo iba un poco asustado. Primero, porque estaba
cayendo una tormenta de esas en que el agua parece escarbarle a uno por
debajo de los pies. Después, porque no sabía adónde iba. De cualquier
modo, allí vi yo la señal de que no estaba hecho ya para andar en
andanzas.
Los Torricos me dijeron
que no estaba lejos el lugar adonde íbamos. “En cosa de un cuarto de
hora estamos allá”, me dijeron. Pero cuando alcanzamos el camino de la
Media Luna comenzó a oscurecer y cuando llegamos a donde estaba el
arriero era ya alta la noche.
El arriero no se paró a
ver quién venía. Seguramente estaba esperando a los Torricos y por eso
no le llamó la atención vernos llegar. Eso pensé. Pero todo el rato que
trajinamos de aquí para allá con los tercios de azúcar, el arriero se
estuvo quieto, agazapado entre el zacatal. Entonces le dije eso a los
Torricos. Les dije:
—Ese que está allí
tirado parece estar muerto o algo por el estilo.
—No, nada más ha de
estar dormido —me dijeron ellos—. Lo dejamos aquí cuidando, pero se
ha de haber cansado de esperar y se durmió.
Yo fui y le di una patada
en las costillas para que despertara; pero el hombre siguió igual de
tirante.
—Está bien muerto —les
volví a decir.
—No, no te creas,
nomás está tantito atarantado porque Odilón le dio con un leño en la
cabeza, pero después se levantará. Ya verás que en cuanto salga el sol
y sienta el calorcito, se levantará muy aprisa y se irá en seguida para
su casa. ¡Agárrate ese tercio de allí y vámonos! —fue todo lo que me
dijeron.
Ya por último le di una
última patada al muertito y sonó igual que si se la hubiera dado a un
tronco seco. Luego me eché la carga al hombro y me vine por delante. Los
Torricos me venían siguiendo.
Los oí que cantaban
durante largo rato, hasta que amaneció. Cuando amaneció dejé de
oírlos. Ese aire que sopla tantito antes de la madrugada se llevó los
gritos de su canción y ya no pude saber si me seguían, hasta que oí
pasar por todos lados los ladridos encarrerados de sus perros.
De ese modo fue como supe
qué cosas iban a espiar todas las tardes los Torricos, sentados junto a
mi casa de la Cuesta de las Comadres.
A Remigio Torrico yo lo
maté.
Ya para entonces quedaba
poca gente entre los ranchos. Primero se habían ido de uno en uno, pero
los últimos casi se fueron en manada. Ganaron y se fueron, aprovechando
la llegada de las heladas. En años pasados llegaron las heladas y
acabaron con las siembras en una sola noche. Y este año también. Por eso
se fueron. Creyeron seguramente que el año siguiente sería lo mismo y
parece que ya no se sintieron con ganas de seguir soportando las
calamidades del tiempo todos los años y la calamidad de los Torricos todo
el tiempo.
Así que, cuando yo maté
a Remigio Torrico, ya estaban bien vacías de gente la Cuesta de las
Comadres y las lomas de los alrededores.
Esto sucedió como en
octubre. Me acuerdo que había una luna muy grande y muy llena de luz,
porque yo me senté afuerita de mi casa a remendar un costal todo
agujerado, aprovechando la buena luz de la luna, cuando llegó el Torrico.
Ha de haber andado
borracho. Se me puso enfrente y se bamboleaba de un lado para otro,
tapándome y destapándome la luz que yo necesitaba de la luna.
—Ir ladereando no es
bueno —me dijo después de mucho rato—. A mí me gustan las cosas
derechas, y si a ti no te gustan, ahí te lo haiga, porque yo he venido
aquí a enderezarlas.
Yo seguí remendando mi
costal. Tenía puestos todos mis ojos en coserle los agujeros, y la aguja
de arria trabajaba muy bien cuando la alumbraba la luz de la luna. Seguro
por eso creyó que yo no me preocupaba de lo que decía:
—A ti te estoy hablando
—me gritó, ahora sí ya corajudo—. Bien sabes a lo que he venido.
Me espanté un poco
cuando se me acercó y me gritó aquello casi a boca de jarro". Sin
embargo, traté de verle la cara para saber de qué tamaño era su coraje
y me le quedé mirando, como preguntándole a qué había venido.
Eso sirvió. Ya más
calmado se soltó diciendo que a la gente como yo había que agarrarla
desprevenida.
—Se me seca la boca al
estarte hablando después de lo que hiciste —me dijo—; pero era tan
amigo mío mi hermano como tú y sólo por eso vine a verte, a ver cómo
sacas en claro lo de la muerte de Odilón.
Yo lo oía ya muy bien.
Dejé a un lado el costal y me quedé oyéndolo sin hacer otra cosa.
Supe cómo me echaba a
mí la culpa de haber matado a su hermano. Pero no había sido yo. Me
acordaba quién había sido, y yo se lo hubiera dicho, aunque parecía que
él no me dejaría lugar para platicarle cómo estaban las cosas.
—Odilón y yo llegamos
a pelearnos muchas veces —siguió diciéndome—. Era algo duro de
entendeder y le gustaba encararse con todos, pero no pasaba de allí. Con
unos cuantos golpes se calmaba. Y eso es lo que quiero saber: si te dijo
algo, o te quiso quitar algo o qué fue lo que pasó. Pudo ser que te haya
querido golpear y tú le madrugaste. Algo de eso ha de haber sucedido.
Yo sacudí la cabeza para
decirle que no, que yo no tenía nada que ver...
—Oye —me atajó el
Torrico—, Odilón llevaba ese día catorce pesos en la bolsa de la
camisa. Cuando lo levanté, lo esculqué y no encontré esos catorce
pesos. Luego ayer supe que te habías comprado una frazada.
Y eso era cierto. Yo me
había comprado una frazada. Vi que se venían muy aprisa los fríos y el
gabán que yo tenía estaba ya todito hecho garras, por eso fui a
Zapotlán a conseguir una frazada. Pero para eso había vendido el par de
chivos que tenía, y no fue con los catorce pesos de Odilón con lo que la
compré. Él podía ver que si el costal se había llenado de agujeros se
debió a que tuve que llevarme al chivito chiquito allí metido, porque
todavía no podía caminar como yo quería.
—Sábete de una vez por
todas que pienso pagarme lo que le hicieron a Odilón, sea quien sea el
que lo mató. Y yo sé quién fue —oí que me decía casi encima de mi
cabeza.
—De modo que fui yo?
—le pregunté.
—¿Y quién más?
Odilón y yo éramos sinvergüenzas y lo que tú quieras, y no digo que no
llegamos a matar a nadie; pero nunca lo hicimos por tan poco. Eso sí te
lo digo a ti.
La luna grande de octubre
pegaba de lleno sobre el corral y mandaba hasta la pared de mi casa la
sombra larga de Remigio. Lo vi que se movía en dirección de un tejocote
y que agarraba el guango que yo siempre tenía recargado allí. Luego vi
que regresaba con el guango en la mano.
Pero al quitarse él de
enfrente, la luz de la luna hizo brillar la aguja de arria, que yo había
clavado en el costal. Y no sé por qué, pero de pronto comencé a tener
una fe muy grande en aquella aguja. Por eso, al pasar Remigio Torrico por
mi lado, desensarté la aguja y sin esperar otra cosa se la hundí a él
cerquita del ombligo. Se la hundí hasta donde le cupo. Y allí la dejé.
Luego luego se
engarruñó como cuando da el cólico y comenzó a acalambrarse hasta
doblarse poco a poco sobre las corvas y quedar sentado en el suelo, todo
entelerido y con el susto asomándosele por
el ojo.
Por un momento pareció
como que se iba a enderezar para darme un machetazo con el guango; pero
seguro se arrepintió o no supo ya qué hacer, soltó el guango y volvió
a engarruñarse. Nada más eso hizo.
Entonces vi que se le iba
entristeciendo la mirada como si comenzara a sentirse enfermo. Hacía
mucho que no me tocaba ver una mirada así de triste y me entró la
lástima. Por eso aproveché para sacarle la aguja de arria del ombligo y
metérsela más arribita, allí donde pensé que tendría el corazón. Y
sí, allí lo tenía, porque nomás dio dos o tres respingos como un pollo
descabezado y luego se quedó quieto.
Ya debía haber estado
muerto cuando le dije:
—Mira, Remigio, me has
de dispensar, pero yo no maté a Odilón. Fueron los Alcaraces. Yo andaba
por allí cuando él se murió, pero me acuerdo bien de que yo no lo
maté. Fueron ellos, toda la familia entera de los Alcaraces. Se le
dejaron ir encima, y cuando yo me di cuenta, Odilón estaba agonizando. Y
sabes por qué? Comenzando porque Odilón no debía haber ido a Zapotlán.
Eso tú lo sabes. Tarde o temprano tenía que pasarle algo en ese pueblo,
donde había tantos que se acordaban mucho de él. Y tampoco los Alcaraces
lo querían. Ni tú ni yo podemos saber qué fue a hacer él a meterse con
ellos.
«Fue cosa de un de
repente. Yo acababa de comprar mi sarape y ya iba de salida cuando tu
hermano le escupió un trago de mezcal en la cara a uno de los Alcaraces.
El lo hizo por jugar. Se veía que lo había hecho por divertirse, porque
los hizo reír a todos. Pero todos estaban borrachos. Odilón y los
Alcaraces y todos. Y de pronto se le echaron encima. Sacaron sus cuchillos
y se le apeñuscaron y lo aporrearon hasta no dejar de Odilón cosa que
sirviera. De eso murió.
»Como ves, no fui yo el
que lo mató. Quisiera que te dieras cabal cuenta de que yo no me
entrometí para nada.»
Eso le dije al difunto
Remigio.
Ya la luna se había
metido del otro lado de los encinos cuando yo regresé a la Cuesta de las
Comadres con la canasta pizcadora vacía. Antes de volverla a guardar, le
di unas cuantas zambullidas en el arroyo para que se le enjuagara la
sangre. Yo la iba a necesitar muy seguido y no me hubiera gustado ver la
sangre de Remigio a cada rato.
Me acuerdo que eso pasó
allá por octubre, a la altura de las fiestas de Zapotlán. Y digo que me
acuerdo que fue por esos días, porque en Zapotlán estaban quemando
cohetes, mientras que por el rumbo donde tiré a Remigio se levantaba una
gran parvada de zopilotes a cada tronido que daban los cohetes.
De eso me acuerdo.
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