Juan
Rulfo
(México, 1918-1986)
La herencia de Matilde
Arcángel
(El Llano en llamas,
1953)
En Corazón de María vivían, no
hace mucho tiempo, un padre y un hijo conocidos como los Eremites; si
acaso, porque los dos se llamaban Euremios. Uno, Euremio Cedillo; otro,
Euremio Cedillo también, aunque no costaba ningún trabajo distinguirlos,
ya que uno le sacaba al otro una ventaja de veinticinco años bien
colmados.
Lo colmado estaba en lo
alto y garrudo de que lo había dotado la benevolencia de Dios Nuestro
señor al Euremio grande. En cambio al chico lo había hecho todo
alrevesado, hasta se dice que de entendimiento. Y por si fuera poco el
estar trabado de flaco, vivía, si es que todavía vive, aplastado por el
odio como por una piedra; y válido es decirlo, su desventura fue la de
haber nacido.
Quien más lo aborrecía
era su padre, por más cierto mi compadre; porque yo le bauticé al
muchacho. Y parece que para hacer lo que hacía se atenía a su estatura.
Era un hombrón así de grande, que hasta daba coraje estar junto a él y
sopesar su fuerza, aunque fuera con la mirada. A1 verlo uno se sentía
como si a uno lo hubieran hecho de mala gana o con desperdicios. Fue en
Corazón de María abarcando los alrededores, el único caso de un hombre
que creciera tanto hacia arriba, siendo que los de por ese rumbo crecen a
lo ancho y son bajitos; hasta se dice que es allí donde se originan los
chaparros; y chaparra es allí la gente y hasta su condición. Ojalá que
ninguno de los presentes se ofenda por si es de allá, pero yo me sostengo
en mi juicio.
Y regresando a donde
estábamos, les comenzaba a platicar de unos fulanos que vivieron hace
tiempo en Corazón de María.
Euremio grande tenía un
rancho apodado Las Ánimas, venido a menos por muchos trastornos, aunque
el mayor de todos fue el descuido.
Y es que nunca quiso
dejarle esa herencia al hijo que, como ya les dije, era mi ahijado. Se la
bebió entera a tragos de “bingarrote”, que conseguía vendiendo
pedazo tras pedazo de rancho y con el único fin de que el muchacho no
encontrara cuando creciera de dónde agarrarse para vivir. Y casi lo
logró. El hijo apenas si se levantó un poco sobre la tierra, hecho una
pura lástima, y más que nada debido a unos cuantos compadecidos que le
ayudaron a enderezarse; porque su padre ni se ocupó de él, antes
parecía que se le cuajaba la sangre de sólo verlo.
Pero para entender todo
esto hay que ir más atrás. Mucho más atrás de que el muchacho naciera,
y quizá antes de que Euremio conociera a la que iba a ser su madre.
La madre se llamó
Matilde Arcángel. Entre paréntesis, ella no era de Corazón de María,
sino de un lugar más arriba que se nombra Chupaderos, al cual nunca
llegó a ir el tal Cedillo y que si acaso lo conoció fue por referencias.
Por ese tiempo ella estaba comprometida conmigo; pero uno nunca sabe lo
que se trae entre manos, así que cuando fui a presentarle a la muchacha,
un poco por presumirla y otro poco para que él se decidiera a
apadrinarnos la boda, no me imaginé que a ella se le agotara de pronto el
sentimiento que decía sentir por mí, ni que comenzaran a enfriársele
los suspiros, y que su corazón se lo hubiera agenciado otro. Lo supe
después.
Sin embargo, habrá que
decirles antes quién y qué cosa era Matilde Arcángel. Y allá voy. Les
contaré esto sin, apuraciones. Despacio. Al fin y al cabo tenemos toda la
vida por delante.
Ella era hija de una tal
doña Sinesia; dueña de la fonda de Chupaderos; un lugar caído en el
crepúsculo como quien dice, allí donde se nos acababa la jornada. Así
que cuanto arriero recorría esos rumbos alcanzó a saber de ella y pudo
saborearse los ojos mirándola. Porque por ese tiempo, antes de que
desapareciera, Matilde era una muchachita que se filtraba como el agua
entre todos nosotros.
Pero el día menos
pensado, y sin que nos diéramos cuenta de que modo, se convirtió en
mujer. Le brotó una mirada de semisueño; que escarbaba clavándose
dentro de uno como un clavo que cuesta trabajo desclavar. Y luego se le
reventó la boca como si la hubieran desflorado a besos. Se puso, bonita
la muchacha, lo que sea de cada quien.
Está bien que uno no
esté para merecer. Ustedes saben, uno es arriero. Por puro gusto. Por
platicar con uno mismo, mientras se anda en los caminos.
Pero los caminos de ella
eran más largos que todos los caminos que yo había andado en mi vida y
hasta se me ocurrió que nunca terminaría de quererla.
Pero total, se la
apropió el Euremio.
Al volver de uno de mis
recorridos, supe que ya estaba casada con el dueño de Las Ánimas. Pensé
que la había arrastrado la codicia y tal vez lo grande del hombre.
Justificaciones nunca me faltaron. Lo que me dolió aquí en el estómago,
que es donde más duelen los pesares, fue que se hubiera olvidado ese
atajo de pobres diablos que íbamos a verla y nos guarecíamos en el calor
de sus miradas. Sobre todo de mí, Tranquilino Herrera, servidor de
ustedes, y con quien ella se comprometió de abrazo y beso y toda la cosa.
Aunque viéndolo bien, en condiciones de hambre cualquier animal se sale
del corral; y ella no estaba muy bien alimentada que digamos; en parte
porque a veces éramos tantos que no alcanzaba la ración, en parte porque
siempre estaba dispuesta a quitarse el bocado de la boca para que nosotros
comiéramos.
Después engordó. Tuvo
un hijo. Luego murió. La mató un caballo desbocado.
Veníamos de bautizar a
la criatura. Ella lo traía en sus brazos. No podría yo contarles los
detalles de por qué y cómo se desbocó el caballo, porque yo venía mero
adelante. Sólo me acuerdo que era un animal rociíllo. Pasó junto a
nosotros como una nube gris, y más que caballo fue el aire del caballo el
que nos tocó ver; solitario, ya casi embarrado a la tierra. La Matilde
Arcángel se había quedado atrás, sembrada no muy lejos de allí y con
la cara metida en un charco de agua. Aquella carita que tanto quisimos
tantos, ahora casi hundida, como si se estuviera enjuagando la sangre que
brotaba como manadero de su cuerpo todavía palpitante.
Pero ya para entonces no
era de nosotros. Era propiedad de Euremio Cedillo, el único que la había
trabajado como suya. ¡Y vaya si era chula la Matilde! Y más que
trabajado, se había metido dentro de ella mucho más allá de las orillas
de la carne, hasta el alcance de hacerle nacer un hijo. Así que a mí,
por ese tiempo, ya no me quedaba de ella más que la sombra o sí acaso
una brizna de recuerdo.
Con todo, no me resigné
a no verla. Me acomedí a bautizarles al muchacho, con tal de seguir cerca
de ella, aunque fuera nomás en calidad de compadre.
Por eso es que todavía
siento pasar junto a mí ese aire, que apagó la llamarada de su vida,
como si ahora estuviera soplando; como si siguiera soplando contra uno.
A mí me tocó cerrarle
los ojos llenos de agua; y enderezarle la boca torcida por la angustia:
esa ansia qué le entró y que seguramente le fue creciendo durante la
carrera del animal, hasta el fin, cuando se sintió caer. Ya les conté
que la encontramos embrocada sobre su hijo. Su carne ya estaba comenzando
a secarse, convirtiéndose en cáscara por todo el jugo que se le había
salido durante todo el rato que duró su desgracia. Tenía la mirada
abierta, puesta en el niño. Ya les dije que estaba empapada en agua. No
en lágrimas, sino del agua puerca del charco lodoso donde cayó su cara.
Y parecía haber muerto contenta de no haber apachurrado a su hijo en la
caída, ya que se le traslucía la alegría en los ojos. Como les dije
antes, a mí me tocó cerrar aquella mirada todavía acariciadora como
cuando estaba viva.
La enterramos. Aquella
boca, a la que tan difícil fue llegar, se fue llenando de tierra. Vimos
cómo desaparecía toda ella sumida en la hondonada de la fosa, hasta no
volver a ver su forma. Y. allí, parado como horcón, Euremio Cedillo. Y
yo pensando: “Si la hubiera dejado tranquila en Chupaderos, quizá
todavía estuviera viva.”
“Todavía viviría, se
puso a decir él, si el muchacho no hubiera tenido la culpa.” Y contaba
que “al niño se le había ocurrido dar un berrido como de tecolote,
cuando el caballo en que venían era muy asustón.” Él se lo advirtió
a la madre muy bien, como para convencerla de que no dejara berrear al
muchacho. Y también decía que “ella podía haberse defendido al caer;
pero que hizo todo lo contrario: Se hizo arco, dejándole un hueco al hijo
como para no aplastarlo. Así que, contando unas con otras, toda la culpa
es del muchacho. Da unos berridos que hasta uno se espanta. Y yo para qué
voy a quererlo. Él de nada me sirve. La otra podía haberme dado más y
todos los hijos que yo quisiera; pero éste no me dejó ni siquiera
saborearla.” Y así se soltaba diciendo cosas y más cosas, de modo que
ya uno no sabía si era pena o coraje el que sentía por la muerta.
Lo que sí se supo
siempre fue el odio que le tuvo al hijo.
Y era de eso de lo que yo
les estaba platicando desde el principio. El Euremio se dio a la bebida.
Comenzó a cambiar pedazos de sus tierras por botellas de “bingarrote”.
Después lo compraba hasta por barricas. A mí me tocó una vez fletear
toda una recua con puras barricas de “bingarrote” consignadas al
Euremio. Allí entregó todo su esfuerzo: en eso y en golpear a mi
ahijado, hasta que se le cansaba el brazo.
Ya para esto habían
pasado muchos años. Euremio chico creció a pesar de todo, apoyado en la
piedad de unas cuantas almas; casi por el puro aliento que trajo desde al
nacer. Todos los días amanecía aplastado por el padre, que lo
consideraba un cobarde y un asesino, y si no quiso matarlo, al menos
procuró que muriera de hambre para olvidarse de su existencia.
Pero vivió. En cambio el
padre iba para abajo con el paso del tiempo. Y ustedes y yo y todos
sabemos que el tiempo es más pesado que la más pesada carga que puede
soportar el hombre. Así, aunque siguió manteniendo sus rencores, se le
fue mermando el odio, hasta convertir sus dos vidas en una viva soledad.
Yo los procuraba poco.
Supe, porque me lo contaron, que mi ahijado tocaba la flauta mientras su
padre dormía la borrachera. No se hablaban ni se miraban; pero aun
después de anochecer se oía en todo Corazón de María la música de la
flauta; y a veces se seguía oyendo mucho mas allá de la media noche.
Bueno, para no alargarles
más la cosa, un día; quieto, de esos que abundan mucho en estos pueblos,
llegaron unos revoltosos a Corazón de María. Casi ni ruido hicieron,
porque las calles estaban llenas de hierba; así que su paso fue en
silencio, aunque todos venían montados en bestias. Dicen que aquello
estaba tan calmado y que ellos cruzaron tan sin armar alboroto, que se
oía el grito del somormujo y el canto de los grillos; y que más que
ellos, lo que más se oía era la musiquita de una flauta que se les
agregó al pasar frente a la casa de los Eremites, y se fue alejando,
yéndose, hasta desaparecer.
Quién sabe qué clase de
revoltosos serían y qué‚ andarían haciendo. Lo cierto, y esto
también me lo contaron, fue que, a pocos días, pasaron también sin
detenerse, tropas del gobierno. Y que en esa ocasión Euremio el viejo,
que a esas alturas ya estaba un tanto achacoso, les pidió que lo
llevaran. Parece que contó que tenía cuentas pendientes con uno de
aquellos bandidos que iban a perseguir. Y sí, lo aceptaron. Salió de su
casa a caballo y con el rifle en la mano, galopando para alcanzar a las
tropas. Era alto, como antes les decía, que más que un hombre parecía
una banderola por eso de que llevaba el greñero al aire, pues no se
preocupó de buscar el sombrero.
Y por algunos días no se
supo nada. Todo siguió igual de tranquilo. A mí me tocó llegar
entonces. Venía de “abajo” donde también nada se rumoraba. Hasta que
de pronto comenzó a llegar gente. Coamileros, saben ustedes: unos fulanos
que se pasan parte de su vida arrendados en las laderas de los montes, y
que si bajan a los pueblos es en procura de algo o porque algo les
preocupa. Ahora los había hecho bajar el susto. Llegaron diciendo que
allá en los cerros se estaba peleando desde hacía varios días. Y que
por ahí venían ya unos casi de arribada.
Pasó la tarde sin ver
pasar a nadie. Llegó la noche. Algunos pensamos que tal vez hubieran
agarrado otro camino. Esperamos detrás de las puertas cerradas. Dieron
las 9 y las 10 en el reloj de la iglesia. Y casi con la campana de las
horas se oyó el mugido del cuerno. Luego el trote de caballos. Entonces
yo me asomé a ver quiénes eran. Y vi un montón de desarrapados montados
en caballos flacos; unos estilando sangre, y otros seguramente dormidos
porque cabeceaban. Se siguieron de largo.
Cuando ya parecía que
había terminado el desfile de figuras oscuras que apenas si se
distinguía de la noche, comenzó a oírse, primero apenitas y después
más clara, la música de una flauta. Y a poco rato, vi venir a mi ahijado
Euremio montado en el caballo de mi compadre Euremio Cedillo. Venía en
ancas, con la mano izquierda dándole duro a su flauta, mientras que con
la derecha sostenía, atravesado sobre la silla, el cuerpo de su padre
muerto.
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