Juan
Rulfo
(México, 1918-1986)
El hombre
(El llano en llamas,
1953)
Los pies del hombre se hundieron en
la arena dejando una huella sin forma, como si fuera la pezuña de algún
animal. Treparon sobre las piedras, engarruñándose al sentir la
inclinación de la subida; luego caminaron hacia arriba, buscando el
horizonte.
“Pies planos —dijo el
que lo seguía—. Y un dedo de menos. Le falta el dedo gordo en el pie
izquierdo. No abundan fulanos con estas señas. Así que será fácil.”
La vereda subía, entre
yerbas, llena de espinas y de malas mujeres. Parecía un camino de
hormigas de tan angosta. Subía sin rodeos hacia el cielo. Se perdía
allí y luego volvía a aparecer más lejos, bajo un cielo más lejano.
Los pies siguieron la
vereda, sin desviarse. El hombre caminó apoyándose en los callos de sus
talones, raspando las piedras con las uñas de sus pies, rasguñándose
los brazos, deteniéndose en cada horizonte para medir su fin: “No el
mío sino el de él”, dijo. Y volvió la cabeza para ver quién
había hablado.
Ni una gota de aire, sólo
el eco de su ruido entre las ramas rotas. Desvanecido a fuerza de ir a
tientas, calculando sus pasos, aguantando hasta la respiración: “Voy
a lo que voy”, volvió a decir. Y supo que era él el que hablaba.
“Subió por aquí,
rastrillando el monte —dijo el que lo perseguía—. Cortó las ramas
con un machete. Se conoce que lo arrastraba el ansia. Y el ansia deja
huellas siempre. Eso lo perderá.”
Comenzó a perder el
ánimo cuando las horas se alargaron y detrás de un horizonte estaba otro
y el cerro por donde subía no terminaba. Sacó el machete y cortó las
ramas duras como raíces y tronchó la yerba desde la raíz. Mascó un
gargajo mugroso y lo arrojó a la tierra con coraje. Se chupó los dientes
y volvió a escupir. E1 cielo estaba tranquilo allá arriba, quieto,
trasluciendo sus nubes entre la silueta de los palos guajes, sin hojas. No
era tiempo de hojas. Era ese tiempo seco y roñoso de espinas y de espigas
secas y silvestres. Golpeaba con ansia los matojos con el machete: “Se
amellará con este trabajito, más te vale dejar en paz las cosas”.
Oyó allá atrás su
propia voz.
“Lo señaló su propio
coraje —dijo el perseguidor—. Él ha dicho quién es, ahora sólo
falta saber dónde está. Terminaré de subir por donde subió, después
bajaré por donde bajó, rastreándolo hasta cansarlo. Y donde yo me
detenga, allí estará. Se arrodillará y me pedirá perdón. Y yo le
dejaré ir un balazo en la nuca... Eso sucederá cuando yo te encuentre.”
Llegó al final. Sólo el
puro cielo, cenizo, medio quemado por la nublazón de la noche. La tierra
se había caído para el otro lado. Miró la casa enfrente de él, de la
que salía el último humo del rescoldo. Se enterró en la tierra blanda,
recién removida. Tocó la puerta sin querer, con el mango del machete. Un
perro llegó y le lamió las rodillas, otro más corrió a su alrededor
moviendo la cola. Entonces empujó la puerta sólo cerrada a la noche.
E1 que lo perseguía dijo:
“Hizo un buen trabajo. Ni siquiera los despertó. Debió llegar a eso de
la una, cuando el sueño es más pesado; cuando comienzan los sueños;
después del ‘Descansen en paz’, cuando se suelta la vida en manos de
la noche con el cansancio del cuerpo raspa las cuerdas de la desconfianza
y las rompe”.
“No debí matarlos a
todos —dijo el hombre—. ”Al menos no a todos”. Eso fue
lo que dijo.
La madrugada estaba gris,
llena de aire frío. Bajó hacia el otro lado, resbalándose por el
zacatal. Soltó el machete que llevaba todavía apretado en la mano cuando
el frío le entumeció las manos. Lo dejó allí. Lo vio brillar como un
pedazo de culebra sin vida, entre las espigas secas.
El hombre bajó buscando
el río, abriendo una nueva brecha entre el monte.
Muy abajo el río corre
mullendo sus aguas entre sabinos florecidos; meciendo su espesa corriente
en silencio. Camina y da vuelta sobre sí mismo. Va y viene como una
serpentina enroscada sobre la tierra verde. No hace ruido. Uno podría
dormir allí, junto a él, y alguien oiría la respiración de uno, pero
no la del río. La hiedra baja desde los altos sabinos y se hunde en el
agua, junta sus manos y forma telarañas que el río no deshace en ningún
tiempo.
El hombre encontró la
línea del río por el color amarillo de los sabinos. No lo oía. Sólo lo
veía retorcerse bajo las sombras. Vio venir las chachalacas. La tarde
anterior se habían ido siguiendo, el sol, volando en parvadas detrás de
la luz. Ahora el sol estaba por salir y ellas regresaban de nuevo.
Se persignó hasta tres
veces. “Discúlpenme”, les dijo. Y comenzó su tarea. Cuando llegó al
tercero, le salían chorretes de lágrimas. O tal vez era sudor. Cuesta
trabajo matar. El cuero es correoso. Se defiende aunque se haga a la
resignación y el machete estaba mellado: “Ustedes me han de perdonar”,
volvió a decirles.
“Se sentó en la arena
de la playa —eso dijo el que lo perseguía—. Se sentó aquí y no se
movió por un largo rato. Esperó a que despejaran las nubes. Pero el sol
no salió ese día, ni al siguiente. Me acuerdo. Fue el domingo aquel en
que se me murió el recién nacido y fuimos a enterrarlo. No teníamos
tristeza, sólo tengo memoria de que el cielo estaba gris y de que las
flores que llevamos estaban desteñidas y marchitas como si sintieran la
falta del sol.”
“E1 hombre ese se quedó
aquí, esperando. Allí estaban sus huellas: el nido que hizo junto a los
matorrales; el calor de su cuerpo abriendo un pozo en la tierra húmeda.”
“No debí haberme
salido de la vereda —pensó el hombre. Por allá hubiera llegado.
Pero es peligroso caminar por donde todos caminan, sobre todo llevando
este peso que yo llevo. Este peso se ha de ver por cualquier ojo que me
mire; se ha de ver como si fuera una hinchazón rara. Yo así lo siento.
Cuando sentí que me había cortado un dedo, la gente lo vio y yo no,
hasta después. Así ahora, aunque no quiera, tengo que tener alguna
señal. Así lo siento, por el peso, o tal vez el esfuerzo me cansó”.
Luego añadió: “No debí matarlos a todos; me hubiera conformado con
el que tenía que matar; pero estaba oscuro y los bultos eran iguales...
Después de todo, así de a muchos les costará menos el entierro.”
“Te cansarás primero
que yo. Llegaré a donde quieres llegar antes que tú estés allí —dijo
el que iba detrás de él—. Me sé de memoria tus intenciones, quién
eres y de dónde eres y adónde vas. Llegaré antes que tú llegues.”
“Este no es el lugar
—dijo el hombre al ver el río—.“Lo cruzaré aquí y luego más
allá y quizá salga a la misma orilla. Tengo que estar al otro lado,
donde no me conocen, donde nunca he estado y nadie sabe de mí; luego
caminaré derecho, hasta llegar. De allí nadie me sacará nunca”.
Pasaron más parvadas de
chachalacas, graznando con gritos que ensordecían.
“Caminaré más
abajo. Aquí el se hace un enredijo y puede devolverme a donde no quiero
regresar.”
“Nadie te hará daño
nunca, hijo. Estoy aquí para protegerte. Por eso nací antes que tú y
mis huesos se endurecieron antes que los tuyos”.
Oía su voz, su propia
voz, saliendo despacio de su boca. La sentía sonar como una cosa falsa y
sin sentido.
¿Por qué habría dicho
aquello? Ahora su hijo se estaría burlando de él. O tal vez no. “Tal
vez esté lleno de rencor conmigo por haberlo dejado solo en nuestra
última hora”. Porque era también la mía; era únicamente la mía. É1
vino por mí. No los buscaba a ustedes, simplemente era yo el final de su
viaje, la cara que él soñaba ver muerta, restregada contra el lodo,
pateada y pisoteada hasta la desfiguración. Igual que lo que yo hice con
su hermano; pero lo hice cara a cara, José Alcancía, frente a él y
frente a ti y tú nomás llorabas y temblabas de miedo. Desde entonces
supe quién eras y cómo vendrías a buscarme. Te esperé un mes,
despierto de día y de noche, sabiendo que llegarías a rastras, escondido
como una mala víbora. Y llegaste tarde. Y yo también llegué tarde.
Llegué detrás de ti. Me entretuvo el entierro del recién nacido. Ahora
entiendo. Ahora entiendo por qué se me marchitaron las flores en la mano.”
“No debí matarlos a
todos —iba pensando el hombre—. No valía la pena echarme ese
tercio tan pesado en mi espalda. Los muertos pesan más que los vivos; lo
aplastan a uno. Debía de haberlos tentaleado de uno por uno hasta dar con
él; lo hubiera conocido por el bigote; aunque estaba oscuro hubiera
sabido dónde pegarle antes que se levantara... Después de todo, así
estuvo mejor. Nadie los llorará y yo viviré en paz. La cosa es encontrar
el paso para irme de aquí antes que me agarre la noche.”
El hombre entró a la
angostura del río por la tarde. E1 sol no había salido en todo el día,
pero la luz se había borneado, volteando las sombras; por eso supo que
era después del mediodía.
“Estás atrapado —dijo
el que iba detrás de él y que ahora estaba sentado a la orilla del río—.
Te has metido en un atolladero. Primero haciendo tu fechoría y ahora
yendo hacia los cajones, hacia tu propio cajón. No tiene caso que te siga
hasta allá. Tendrás que regresar en cuanto te veas encañonado. Te
esperaré aquí. Aprovecharé el tiempo para medir la puntería, para
saber dónde te voy a colocar la bala. Tengo paciencia y tú no la tienes,
así que ésa es mi ventaja. Tengo mi corazón que resbala y da vueltas en
su propia sangre, y el tuyo está desbaratado, revenido y lleno de
pudrición. Esa es también mi ventaja. Mañana estarás muerto, o tal vez
pasado mañana o dentro de ocho días. No importa el tiempo. Tengo
paciencia.”
E1 hombre vio que el río
se encajonaba entre altas paredes y se detuvo. “Tendré que regresar”,
dijo.
E1 río en estos lugares
es ancho y hondo y no tropieza con ninguna piedra. Se resbala en un cauce
como de aceite espeso y sucio. Y de vez en cuando se traga alguna rama en
sus remolinos, sorbiéndola sin que se oiga ningún quejido.
“Hijo —dijo el que
estaba sentado esperando—: no tiene caso que te diga que el que te mató
está muerto desde ahora”. ¿Acaso yo ganaré algo con eso? La cosa es
que yo no estuve contigo. ¿De qué sirve explicar nada? No estaba
contigo. Eso es todo. Ni con ella. Ni con él. “No estaba con nadie;
porque el recién nacido no me dejó ninguna señal de recuerdo.”
El hombre recorrió un
largo tramo río arriba.
En la cabeza le rebotaban
burbujas de sangre. “Creí que el primero iba a despertar a los
demás con su estertor, por eso me di prisa.” “Discúlpenme la
apuración”, les dijo. Y después sintió que el gorgoreo aquel era
igual al ronquido de la gente dormida; por eso se puso tan en calma cuando
salió a la noche de afuera, al frío de aquella noche nublada.
Parecía venir huyendo.
Traía una porción de lodo en las zancas, que ya ni se sabía cuál era
el color de sus pantalones.
Lo vi desde que se
zambulló en el río. Apechugó el cuerpo y luego se dejó ir corriente
abajo, sin manotear, como si caminara pisando el fondo. Después rebasó
la orilla y puso sus trapos a secar. Lo vi que temblaba de frío. Hacía
aire y estaba nublado.
Me estuve asomando desde
el boquete de la cerca donde me tenía el patrón al encargo de sus
borregos. Volvía y miraba a aquel hombre sin que él se maliciara que
alguien lo estaba espiando.
Se apalancó en sus brazos
y se estuvo estirando y aflojando su humanidad, dejando orear el cuerpo
para que se secara. Luego se enjaretó la camisa y los pantalones
agujerados. vi que no traía machete ni ningún arma. Sólo la pura funda
que le colgaba de la cintura, huérfana.
Miró y remiró para todos
lados y se fue. Y ya iba yo a enderezarme para arriar mis borregos, cuando
lo volví a ver con la misma traza de desorientado.
Se metió otra vez al
río, en el brazo de en medio, de regreso.
“¿Qué traerá este
hombre?”, me pregunté.
Y nada. Se echó de vuelta
al río y la corriente se soltó zangoloteándolo como un reguilete, y
hasta por poco y se ahoga. Dio muchos manotazos y por fin no pudo pasar y
salió allá a bajo, echando buches de agua hasta desentriparse.
Volvió a hacer la
operación de secarse en pelota y luego arrendó río arriba por el rumbo
de donde había venido.
Que me lo dieran ahorita.
De saber lo que había hecho lo hubiera apachurrado a pedradas y ni
siquiera me entraría el remordimiento.
Ya lo decía yo que era un
juilón. Con sólo verle la cara. Pero no soy adivino, señor licenciado.
Sólo soy un cuidador de borregos y hasta sí usted quiere algo miedoso
cuando da la ocasión. Aunque, como usted dice, lo pude muy bien agarrar
desprevenido y una pedrada bien dada en la cabeza lo hubiera dejado allí
bien tieso. Usted ni quien se lo quite que tiene la razón.
Eso que me cuenta de todas
las muertes que debía y que acababa de efectuar, no me lo perdono. Me
gusta matar matones, créame usted. No es la costumbre; pero se ha de
sentir sabroso ayudarle a Dios a acabar con esos hijos del mal.
La cosa es que no todo
quedó allí. Lo vi venir de nueva cuenta al día siguiente. Pero yo
todavía no sabía nada. ¡De haberlo sabido!
Lo vi venir más flaco que
el día antes con los huesos afuerita del pellejo, con la camisa rasgada.
No creí que fuera él, así estaba de desconocido.
Lo conocí por el arrastre
de sus ojos: medio duros, como que lastimaban. Lo vi beber agua y luego
hacer buches como quien está enjuagándose la boca; pero lo que pasaba
era que se había tragado un buen puño de ajolotes, porque el charco
donde se puso a sorber era bajito y estaba plagado de ajolotes. Debía de
tener hambre.
Le vi los ojos, que eran
dos agujeros oscuros como de cueva.
Se me arrimó y me dijo:
“¿Son tuyas esas borregas?” Y yo le dije que no. “Son de quien las
parió”, eso le dije.
No le hizo gracia la cosa.
Ni siquiera peló el diente. Se pegó a la más hobachona de mis borregas
y con sus manos como tenazas le agarró las patas y le sorbió el pezón.
Hasta acá se oían los balidos del animal; pero él no la soltaba,
seguía chupe y chupe hasta que se hastió de mamar. Con decirle que tuve
que echarle creolina en las ubres para que se le desinflamaran y no se le
fueran a infestar los mordiscos que el hombre les había dado.
¿Dice usted que mató a
toditita la familia de los Urquidi? De haberlo sabido lo atajo a puros
leñazos.
Pero uno es ignorante. Uno
vive remontado en el cerro, sin más trato que los borregos, y los
borregos no saben de chismes.
Y al otro día se volvió
a aparecer. Al llegar yo, llegó él. Y hasta entramos en amistad.
Me contó que no era de
por aquí, que era de un lugar muy lejos; pero que no podía andar ya
porque le fallaban las piernas: “Camino y camino y ando nada. Se me
doblan las piernas de la debilidad. Y mi tierra está lejos, más allá de
aquellos cerros.” Me contó que se había pasado dos días sin comer
más que puros yerbajos. Eso me dijo. ¿Dice usted que ni piedad le entró
cuando mató a los familiares de los Urquidi? De haberlo sabido se habría
quedado en juicio y con la boca abierta mientras estaba bebiéndose la
leche de mis borregas.
Pero no parecía malo. Me
contaba de su mujer y de sus chamacos.
Y de lo lejos que estaban
de él. Se sorbía los mocos al acordarse de ellos.
Y estaba reflaco, como
trasijado. Todavía ayer se comió un pedazo de animal que se había
muerto del relámpago. Parte amaneció comida de seguro por las hormigas
arrieras y la parte que quedó él la tatemó en las brasas que yo
prendía para calentarme las tortillas y le dio fin. Ruñó los huesos
hasta dejarlos pelones.
“El animalito murió de
enfermedad”, le dije yo.
Pero como si ni me oyera.
Se lo tragó enterito. Tenía hambre.
Pero dice usted que acabó
con la vida de esa gente. De haberlo sabido. Lo que es ser ignorante y
confiado. Yo no soy más que borreguero y de ahí en más no se nada.
¡Con decirles que se comía mis mismas tortillas y que las embarraba en
mi mismo plato!
¿De modo que ahora que
vengo a decirle lo que sé, yo salgo encubridor? Pos ahora sí. ¿Y dice
usted que me va a meter a la cárcel por esconder a ese individuo? Ni que
yo fuera el que mató a la familia esa. Yo sólo vengo a decirle que allí
en un charco del río está un difunto. Y usted me alega que desde cuándo
y cómo es y de qué modo es ese difunto. Y ahora que yo se lo digo, salgo
encubridor. Pos ahora sí.
Créame usted, señor
licenciado, que de haber sabido quién era aquel hombre no me hubiera
faltado el modo de hacerlo perdidizo. ¿Pero yo qué sabía? Yo no soy
adivino. Él sólo me pedía de comer y me platicaba de sus muchachos,
chorreando lágrimas.
Y ahora se ha muerto. Yo
creí que había puesto a secar sus trapos entre las piedras del río;
pero era él, enterito, el que estaba allí boca abajo, con la cara metida
en el agua. Primero creí que se había doblado al empinarse sobre el río
y no había podido ya enderezar la cabeza y que luego se había puesto a
resollar agua, hasta que le vi la sangre coagulada que le salía por la
boca y la nuca repleta de agujeros como si lo hubieran taladrado.
Yo no voy a averiguar eso.
Sólo vengo a decirle lo que pasó, sin quitar ni poner nada. Soy
borreguero y no sé de otras cosas.
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