Juan
Rulfo
(México, 1918-1986)
En la madrugada
(El llano en llamas,
1953)
San Gabriel sale de la niebla
húmedo de rocío. Las nubes de la noche durmieron sobre el pueblo
buscando el calor de la gente. Ahora está por salir el sol y la niebla se
levanta despacio, enrollando su sábana, dejando hebras blancas encima de
los tejados. Un vapor gris, apenas visible, sube de los árboles y de la
tierra mojada atraído por las nubes; pero se desvanece en seguida. Y
detrás de él aparece el humo negro de las cocinas, oloroso a encino
quemado, cubriendo el cielo de cenizas.
Allá lejos los cerros
están todavía en sombras.
Una golondrina cruzó las
calles y luego sonó el primer toque del alba.
Las luces se apagaron.
Entonces una mancha como de tierra envolvió al pueblo, que siguió
roncando un poco más, adormecido en el calor del amanecer.
Por el camino de
Jiquilpan, bordeado de camichines, el viejo Esteban viene montado en el
lomo de una vaca, arreando el ganado de la ordeña. Se ha subido allí
para que no le brinquen a la cara los chapulines.
Se espanta los zancudos
con su sombrero y de vez en cuando intenta chiflar, con su boca sin
dientes, a las vacas, para que no se queden rezagadas. Ellas caminan
rumiando, salpicándose con el rocío de la hierba. La mañana está
aclarando. Oye las campanadas del alba en San Gabriel y se baja de la
vaca, arrodillándose en el suelo y haciendo la señal de la cruz con los
brazos extendidos.
Una lechuza grazna en el
hueco de los árboles y entonces él brinca de nuevo al lomo de la vaca,
se quita la camisa para que con el aire se le vaya el susto, y sigue su
camino.
“Una, dos, diez”,
cuenta las vacas al estar pasando el guardaganado que hay a la entrada del
pueblo. A una de ellas la detiene por las orejas y le dice estirándole la
trompa: “Ora te van a desahijar, motilona. Llora si quieres; pero es el
último día que veras a tu becerro.” La vaca lo mira con sus ojos
tranquilos, se lo sacude con la cola y camina hacia adelante.
Están dando la última
campanada del alba.
No se sabe si las
golondrinas vienen de Jiquilpan o salen de San Gabriel; sólo se sabe que
van y vienen zigzagueando, mojándose el pecho en el lodo de los charcos
sin perder el vuelo; algunas llevan algo en el pico, recogen el lodo con
las plumas timoneras y se alejan, saliéndose del camino, perdiéndose en
el sombrío horizonte.
Las nubes están ya sobre
las montañas, tan distantes que sólo parecen parches grises prendidos a
las faldas de aquellos cerros azules.
El viejo Esteban mira las
serpentinas de colores que corren por el cielo: rojas, anaranjadas,
amarillas. Las estrellas se van haciendo blancas. Las últimas chispas se
apagan y brota el sol, entero, poniendo gotas de vidrio en la punta de la
hierba.
“Yo tenía el ombligo
frío de traerlo al aire. Ya no me acuerdo por qué. Llegué al zaguán
del corral y no me abrieron. Se quebró la piedra con la que estuve
tocando la puerta y nadie salió. Entonces creí que mi patrón don Justo
se había quedado dormido. No les dije nada a las vacas, ni les expliqué
nada; me fui sin que me vieran, para que no fueran a seguirme. Busqué
donde estuviera bajita la barda y por allí me trepé y caí al otro lado,
entre los becerros. Y ya estaba yo quitando la tranca del zaguán cuando
vi al patrón don Justo que salía de donde estaba el tapanco, con la
niña Margarita dormida en sus brazos y que atravesaba el corral sin
verme. Yo me escondí hasta hacerme perdedizo arrejolándome contra la
pared, y de seguro no me vio. Al menos eso creí.”
El viejo Esteban dejó
entrar las vacas una por una, mientras las ordeñaba. Dejó al último a
la desahijada, que se estuvo brame y brame, hasta que por pura lástima la
dejó entrar. “Por última vez —le dijo—; míralo y lengüetéalo;
míralo como si fuera a morir. Estás ya por parir y todavía te
encariñas con este grandulón.” Y a él: Saboréalas nomás, que ya no
son tuyas; te darás cuenta de que esta leche es leche tierna como para un
recién nacido.” Y le dio de patadas cuando vio que mamaba de las cuatro
tetas. “Te romperé las jetas, hijo de res.”
“Y le hubiera roto el
hocico si no hubiera surgido por allí el patrón don Justo, que me dio de
patadas a mí para que me calmara. Me zurró una sarta de porrazos que
hasta me quedé dormido entre las piedras, con los huesos tronándome de
tan zafados que los tenía. Me acuerdo que duré todo ese día entelerido
y sin poder moverme por la hinchazón que me resultó después y por el
mucho dolor que todavía me dura.
»¿Qué pasó luego? Yo
no lo supe. No volví a trabajar con él. Ni yo ni nadie, porque ese mismo
día se murió. ¿No lo sabía usted? Me lo vinieron a decir a mi casa,
mientras estaba acostado en el catre, con la vieja allí a mi lado
poniéndome fomentos y cataplasmas. Me llegaron con ese aviso. Y que
dizque yo lo había matado, dijeron los díceres. Bien pudo ser, pero yo
no me acuerdo.¿No cree usted que matar a un prójimo deja rastros? Los
debe de dejar, y más tratándose de un superior de uno. Pero desde el
momento que me tienen aquí en la cárcel por algo ha de ser ¿no cree
usted? Aunque, mire, yo bien que me acuerdo de hasta el momento que le
pegué al becerro y de cuando el patrón se me vino encima, hasta allí va
muy bien la memoria; después todo está borroso. Siento que me quedé
dormido de a tiro y que cuando desperté estaba en mi catre, con la vieja
allí a mi lado consolándome de mis dolencias como si yo fuera un
chiquillo y no este viejo desportillado que yo soy. Hasta le dije: ¡Ya
cállate! Me acuerdo muy bien que se lo dije, ¿cómo no iba a acordarme
de que había matado a un hombre? Y, sin embargo, dicen que maté a don
Justo. ¿Con qué dicen que lo maté? ¿Que dizque con una piedra, verdad?
Vaya, menos mal, porque si dijeran que había sido con un cuchillo
estarían zafados, porque yo no cargo cuchillo desde que era muchacho y de
eso hace ya una buena hilera de años.”
Justo Brambila dejó a su
sobrina Margarita sobre la cama, cuidando de no hacer ruido. En la pieza
contigua dormía su hermana, tullida desde hacía dos años, inmóvil, con
su cuerpo hecho de trapo; pero siempre despierta. Solamente tenía un rato
de sueño, al amanecer; entonces se dormía como si se entregara a la
muerte.
Despertaba al salir el
sol ahora. Cuando Justo Brambila dejaba el cuerpo dormido de Margarita
sobre la cama, ella comenzaba a abrir los ojos. Oyó la respiración de su
hija y preguntó: “¿Dónde has estado anoche, Margarita?” Y antes que
comenzaran los gritos que acabarían por despertarla, Justo Brambila
abandonó el cuarto, en silencio.
Eran las seis de la
mañana.
Se dirigió al corral
para abrirle el zaguán al viejo Esteban. Pensó también en subir al
tapanco, para deshacer la cama donde él y Margarita habían pasado la
noche. “Si el señor cura autorizara esto, yo me casaría con ella pero
estoy seguro de que armará un escándalo si se lo pido. Dirá que es un
incesto y nos excomulgará a los dos. Más vale dejar las cosas en
secreto.” En eso iba pensando cuando se encontró al viejo Esteban
peleándose con el becerro, metiendo sus manos como de alambre en el
hocico del animal y dándole de patadas en la cabeza. Parecía que el
becerro ya estaba derrengado porque restregaba sus patas en el suelo sin
poder enderezarse.
Corrió y agarró al
viejo por el cuello y lo tiró contra las piedras, dándole de puntapiés
y gritándole cosas de las que él nunca conoció su alcance".
Después sintió que se le nublaba la cabeza y que caía rebotando contra
el empedrado del corral. Quiso levantarse y volvió a caer, y al tercer
intento se quedó quieto. Una nublazón negra le cubrió la mirada cuando
quiso abrir los ojos. No sentía dolor, sólo una cosa negra que le fue
oscureciendo el pensamiento hasta la oscuridad total.
El viejo Esteban se
levantó ya alto el sol. Se fue caminando a tientas, quejándose. No se
supo cómo abrió la puerta y se echó a la calle. No se supo cómo llegó
a su casa, llevando los ojos cerrados, dejando aquel reguero de sangre por
todo el camino. Llegó y se recostó en su catre y volvió a dormirse.
Serían las once de la
mañana cuando entró Margarita en el corral, buscando a Justo Brambila,
llorando porque su madre le había dicho después de mucho sermonearla que
era una prostituta.
Encontró a Justo
Brambila muerto.
Que dizque yo lo maté.
Bien pudo ser. Pero también, pudo ser que él se haya muerto de coraje.
Tenía muy mal genio. Todo le parecía mal: que estaban sucios los
pesebres; que las pilas no tenían agua: que las vacas estaban reflacas.
Todo le parecía mal; hasta que yo estuviera flaco no le gustaba. Y cómo
no iba a estar flaco si apenas comía. Si me la pasaba en un puro viaje
con las vacas: las llevaba a Jiquilpan, donde él había comprado un
potrero de pasturas; esperaba a que comieran y luego me las traía de
vuelta para llegar con ellas de madrugada. Aquello parecía una eterna
peregrinación.
»Y ahora ya ve usted, me
tienen detenido en la cárcel y que me van a juzgar la semana que entra
porque criminé a don Justo. Yo no me acuerdo; pero bien pudo ser. Quizá
los dos estábamos ciegos y no nos dimos cuenta de que nos matábamos uno
al otro. Bien pudo ser. La memoria, a esta edad es engañosa; por eso yo
le doy gracias a Dios, porque si acaba con todas mis facultades, ya no
pierdo mucho, ya que casi no me queda ninguna. Y en cuanto a mi alma, pues
ahí también a El se la encomiendo.”
Sobre San Gabriel estaba
bajando otra vez la niebla. En los cerros azules brillaba todavía el sol.
Una mancha de tierra cubría el pueblo. Después vino la oscuridad. Esa
noche no encendieron las luces, de luto, pues don Justo era el dueño de
la luz. Los perros aullaron hasta el amanecer. Los vidrios de colores de
la iglesia estuvieron encendidos hasta el amanecer con la luz de los
cirios, mientras velaban el cuerpo del difunto. Voces de mujeres cantaban
en el semisueño de la noche: “Salgan, salgan, salgan, ánimas, de penas”
con voz de falsete. Y las campanas estuvieron doblando a muerto toda la
noche, hasta el amanecer, hasta que fueron cortadas por el toque del alba.
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