Juan
Rulfo
(1918-1986)
Pedro Páramo (1955)
(continuación)
Por
el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que
vuelan al atardecer antes que la oscuridad les cierre los caminos. Luego,
unas cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el
día. Después salió la estrella de la tarde, y más tarde la luna.
El hombre y la mujer no estaban
conmigo. Salieron por la puerta que daba al patio y cuando regresaron ya
era de noche. Así que ellos no supieron lo que había sucedido mientras
andaban afuera.
Y esto fue lo que sucedió:
Viniendo de la calle, entró una mujer
en el cuarto. Era vieja de muchos años, flaca como si le hubieran
achicado el cuerpo. Entró y paseó sus ojos redondos por el cuarto. Tal
vez hasta me vio. Tal vez creyó que yo dormía.Se fue derecho a donde
estaba la cama y sacó de debajo de ella una petaca. La esculcó. Puso
unas sábanas debajo de su brazo y se fue andando de puntitas como para no
despertarme.
Yo me quedé tieso, aguantando la
respiración, buscando mirar hacia otra parte. Hasta que al fin logré
torcer la cabeza y ver hacia allá, donde la estrella de la tarde se
había juntado con la luna.
—¡Tome esto! —oí.
No me atrevía a volver la cabeza.
—¡Tómelo! Le hará bien. Es agua
de azahar. Sé que está asustado porque tiembla. Con esto se le bajará
el miedo.
Reconocí aquellas manos y al alzar
los ojos reconocí la cara. El hombre, que estaba detrás de ella,
preguntó:
—¿Se siente usted enfermo?
—No sé. Veo cosas y gente donde
quizá ustedes no vean nada. Acaba de estar aquí una señora. Ustedes
tuvieron que verla salir.
—Vente —le dijo él a la mujer—.
Déjalo solo. Debe ser un místico.
—Debemos acostarlo en la cama. Mira
cómo tiembla, de seguro tiene fiebre.
—No le hagas caso. Estos sujetos se
ponen en ese estado para llamar la atención. Conocí a uno en la Media
Luna que se decía adivino. Lo que nunca adivinó fue que se iba a morir
en cuanto el patrón le adivinó lo chapucero. Ha de ser un místico de
ésos. Se pasan la vida recorriendo los pueblos “a ver lo que la
Providencia quiera darles”; pero aquí no va a encontrar ni quien le
quite el hambre. ¿Ves cómo ya dejó de temblar? Y es que nos está
oyendo.
Como si hubiera retrocedido el tiempo.
Volví a ver la estrella junto a la luna. Las nubes deshaciéndose. Las
parvadas de los tordos. Y en seguida la tarde todavía llena de luz.
Las paredes reflejando el sol de la
tarde. Mis pasos rebotando contra las piedras. El arriero que me decía:
“¡Busque a doña Eduviges, si todavía vive!”
Luego un cuarto a obscuras. Una mujer
roncando a mi lado. Noté que su respiración era dispareja como si
estuviera entre sueños, más bien como si no durmiera y sólo imitara los
ruidos que produce el sueño. La cama era de otate cubierta con costales
que olían a orines, como si nunca los hubieran oreado al sol; y la
almohada era una jerga que envolvía pochote o una lana tan dura o tan
sudada que se había endurecido como leño.
Junto a mis rodillas sentí las
piernas desnudas de la mujer, y junto a mi cara su respiración. Me senté
en la cama apoyándome en aquél como adobe de la almohada.
—¿No duerme usted? —me preguntó
ella.
—No tengo sueño. He dormido todo el
día. ¿Dónde está su hermano?
—Se fue por esos rumbos. Ya usted
oyó adónde tenía que ir. Quizá no venga esta noche.
—¿De manera que siempre se fue? ¿A
pesar de usted?
—Sí. Y tal vez no regrese. Así
comenzaron todos. Que voy a ir aquí, que voy a ir más allá. Hasta que
se fueron alejando tanto, que mejor no volvieron. Él siempre ha tratado
de irse, y creo que ahora le ha llegado su turno. Quizá sin yo saberlo,
me dejó con usted para que me cuidara. Vio su oportunidad. Eso del
becerro cimarrón fue sólo un pretexto. Ya verá usted que no vuelve.
Quise decirle: “Voy a salir a buscar
un poco de aire, porque siento naúseas”; pero dije:
—No se preocupe. Volverá.
Cuando me levanté, me dijo:
—He dejado en la cocina algo sobre
las brasas. Es muy poco; pero es algo que puede calmarle el hambre.
Encontré un trozo de cecina y encima
de las brasas unas tortillas.
—Son cosas que le pude conseguir —oí
que me decía desde allá—.Se las cambié a mi hermana por dos sábanas
limpias que yo tenía guardadas desde el tiempo de mi madre. Ella ha de
haber venido a recogerlas. No se lo quise decir delante de Donis; pero
ella fue la mujer que usted vio y que lo asustó tanto.
Un cielo negro, lleno de estrellas. Y
junto a la luna la estrella más grande de todas.
—¿No me oyes? —pregunté en voz
baja.
Y su voz me respondió:
—¿Dónde estás?
—Estoy aquí, en tu pueblo. Junto a
tu gente. ¿No me ves?
—No, hijo, no te veo.
Su voz parecía abarcarlo todo. Se
perdía más allá de la tierra.
—No te veo.
Regresé al mediotecho donde dormía
aquella mujer y le dije:
—Me quedaré aquí, en mi mismo
rincón. Al fin y al cabo la cama está igual de dura que el suelo. Si
algo se les ofrece, avíseme.
Ella me dijo:
—Donis no volverá. Se lo noté en
los ojos. Estaba esperando que alguien viniera para irse. Ahora tú te
encargarás de cuidarme. ¿O qué no quieres cuidarme? Vente a dormir
aquí conmigo.
—Aquí estoy bien.
—Es mejor que te subas a la cama.
Allí te comerán las turicatas.
Entonces fui y me acosté con ella.
El calor me hizo despertar al filo de
la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra,
envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera
derritiéndose en un charco de lodo. Yo me sentía nadar entre el sudor
que chorreaba de ella y me faltó el aire que se necesita para respirar.
Entonces me levanté. La mujer dormía. de su boca borbotaba un ruido de
burbujas muy parecido al del estertor.
Salí a la calle para buscar el aire;
pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí.
Y es que no había aire; sólo la
noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto.
No había aire. Tuve que sorber el
mismo aire que caía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que
se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan
delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.
Digo para siempre.
Tengo memoria de haber visto algo así
como nubes espumosas haciendo remolinos sobre mi cabeza y luego enjuagarme
con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.
—¿Quieres hacerme creer que te
mató el ahogo, Juan Preciado? Yo te encontré en la plaza, muy lejos de
la casa de Donis, y junto a mí también estaba él, diciendo que te
estabas haciendo el muerto. Entre los dos te arrastramos a la sombra del
portal, ya bien tirante, acalambrado, como mueren los que mueren muertos
de miedo. De no haber habido aire para respirar esa noche de que hablas,
nos hubieran faltado las fuerzas para llevarte y contimás para
enterrarte. Y ya ves, te enterramos.
—Tienes razón Doroteo. ¿Dices que
te llamas Doroteo?
—Da lo mismo. Aunque mi nombre sea
Dorotea. Pero da lo mismo.
—Es cierto Dorotea. Me mataron los
murmullos.
“Allá hallarás mi querencia. El
lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo,
levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas, como una
alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno
quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y
la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí donde
el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si
fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida...”
—Sí. Dorotea. Me mataron los
murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido
juntando hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los
murmullos se me reventaron las cuerdas.
“Llegué a la plaza, tienes tú
razón. Me llevó hasta allí el bullicio de la gente y creí que de
verdad la había. Yo ya no estaba en mis cabales, recuerdo que me vine
apoyando en las paredes como si caminara con las manos. Y de las paredes
parecían destilar los murmullos como si se filtraran de entre las grietas
y las descarapeladuras. Yo los oía. Eran voces de gente; pero no voces
claras, sino secretas, como si me murmuraran algo al pasar, o como si
zumbaran contra mis oídos. Me aparté de las paredes y seguí por la
mitad de la calle; pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo,
delante detrás de mí. No sentía calor, como te dije antes; antes por el
contrario, sentía frío. Desde que salí de la casa de aquella mujer que
me prestó su cama y que, como te decía, la vi deshacerse en el agua de
su sudor, desde entonces me entró frío. Y conforme yo andaba, el frío
aumentaba más y más, hasta que se enchinó el pellejo. Quise retroceder
porque pensé que regresando podría encontrar el calor que acababa de
dejar; pero me di cuenta a poco andar que el frío salía de mí, de mi
propia sangre. Entonces reconocí que estaba asustado. Oí el alboroto
mayor en la plaza. ¿De modo que siempre volvió Donis? La mujer estaba
segura de que jamás lo volvería a ver.”
—Fue ya de mañana cuando te
encontramos. Él venía de no sé dónde. No se lo pregunté.
—Bueno, pues llegué a la plaza. Me
recargué en un pilar de los portales. Vi que no había nadie, aunque
seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en día de mercado. Un
rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las
ramas de un árbol en la noche, cuando no se ven ni el árbol ni las
ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un paso más. Comencé a
sentir que que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo
apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distinguir unas palabras
casi vacías de ruido: "Ruega a Dios por nosotros." Eso oí que
me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me
encontraron muerto.
—Mejor no hubieras salido de tu
tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?
—Ya te lo dije en un principio. Vine
a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi padre. Me trajo la
ilusión.
—¿La ilusión? Eso cuesta caro. A
mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con eso la deuda de
encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, sino una ilusión más;
porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me he dado tiempo
para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio
Dios. Sólo esa vida arrastrada que tuve, llevando de aquí para allá mis
ojos tristes que siempre mirando de reojo como buscando detrás de la
gente, sospechando que alguien me hubiera escondido a mi niño. Y todo fue
culpa de un maldito sueño. He tenido dos: a uno de ellos lo llamo el
"bendito" y al otro el “maldito”. El primero fue el que me
hizo soñar que había tenido un hijo. Y mientras viví, nunca dejé de
creer que fuera cierto; porque lo sentí entre mis brazos, tiernito, lleno
de boca y de ojos y de manos; durante mucho tiempo conservé en mis dedos
la impresión de sus ojos dormidos y el palpitar de su corazón. ¿Cómo
no iba a pensar que aquello fuera verdad? Lo llevaba conmigo a dondequiera
que iba, envuelto en mi rebozo, y de pronto lo perdí. En el cielo me
dijeron que se habían equivocado conmigo. Que me habían dado un corazón
de madre, pero un seno de una cualquiera. Ése fue el otro sueño que
tuve. Llegué al cielo y me asomé a ver si entre los ángeles reconocía
la cara de mi hijo. Y nada. Todas las caras eran iguales, hechas con el
mismo molde. Entonces pregunté. Uno de aquellos santos se me acercó y,
sin decirme nada, hundió una de sus manos en mi estómago como si la
hubiera hundido en un montón de cera. Al sacarla me enseñó algo así
como una cáscara de nuez: “Esto prueba lo que te demuestra.”
“Tú sabes cómo hablan raro allá
arriba; pero se les entiende. Les quise decir que aquello era sólo mi
estómago engarruñado por las hambres y por el poco comer; pero otro de
aquellos santos me empujó por los hombros y me enseñó la puerta de
salida: ‘Ve a descansar un poco más a la tierra, hija, y procura ser
buena para que tu purgatorio sea menos largo.’
“Ése fue el sueño ‘maldito’
que tuve y del cual saqué la aclaración de que nunca había tenido
ningún hijo. Lo supe ya muy tarde, cuando el cuerpo se me había
achaparrado, cuando el espinazo se me saltó por encima de la cabeza,
cuando ya no podía caminar. Y de remate, el pueblo se fue quedando solo;
todos largaron camino para otros rumbos y con ellos se fue también la
caridad de la que yo vivía. Me senté a esperar la muerte. Después de
que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a quedarse quietos. ‘Nadie
me hará caso’, pensé. Soy algo que no le estorba a nadie. Ya ves ni
siquiera le robé espacio a la tierra. Me enterraron en la misma sepultura
y cupe muy bien en el hueco de tus brazos. Aquí en este rincón donde me
tienes ahora. Sólo se me ocurre ser yo la que te tuviera abrazado a ti.
¿Oyes? Allá afuera está lloviendo. ¿No sientes el golpear de la
lluvia?”
—Siento como si alguien caminara
sobre nosotros.
Ya déjate de miedos. Nadie te puede
dar ya miedo. Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a estar
mucho tiempo enterrados.
Al amanecer, gruesas gotas de lluvia
cayeron sobre la tierra. Sonaban huecas al estamparse en el polvo blando y
suelto de los surcos. Un pájaro burlón cruzó a ras del suelo y gimió
imitando el quejido de un niño; más allá se le oyó dar un gemido como
de cansancio, y todavía más lejos, por donde comenzaba a abrirse el
horizonte, soltó un hipo y luego una risotada, para volver a gemir
después.
Fulgor Sedano sintió el olor de la
tierra y se asomó a ver cómo la lluvia desfloraba los surcos. Sus ojos
pequeños se alegraron. Dio hasta tres bocanadas de aquel sabor y sonrió
hasta enseñar los dientes.
“¡Vaya! —dijo—. Otro buen año
se nos echa encima.” Y añadió: “Ven, agüita, ven. ¡Déjate caer
hasta que te canses! Después córrete para allá, acuérdate que hemos
abierto a la labor toda la tierra, nomás para que te des gusto.”
Y soltó la risa. El pájaro burlón
que regresaba de recorrer los campos pasó casi frente a él y gimió con
un gemido desgarrado.
El agua apretó su lluvia hasta que
allá, por donde comenzaba a amanecer, se cerró el cielo y pareció que
la oscuridad, que ya se iba, regresaba. La puerta grande de la Media Luna
rechinó al abrirse, remojada por la brisa. Fueron saliendo primero dos,
luego otros dos, después otros dos y así hasta doscientos hombres a
caballo que se desparramaron por los campos lluviosos.
—Hay que aventar el ganado de
Enmedio más allá de lo que fue Estagua, y el de Estagua córranlo para
los cerros de Vilmayo —les iba ordenando Fulgor Sedano conforme salían—.
¡Y apriétenle, que se nos vienen encima las aguas!
Lo dijo tantas veces, que ya los
últimos sólo oyeron: “De aquí para allá y de allá para más allá.”
Todos y cada uno se llevaban la mano al sombrero para darle a entender que
ya habían entendido.
Y apenas había acabado de salir el
último hombre, cuando entró a todo galope Miguel Páramo, quien, sin
detener su carrera, se apeó del caballo casi en las narices de Fulgor,
dejando que el caballo buscara solo su pesebre.
—¿De dónde vienes a estas horas,
muchacho?
—Vengo de ordeñar.
—¿A quién?
—¿A que no lo adivinas?
—Ha de ser a Dorotea, la Cuarraca.
Es a la única que le gustan los bebés.
—Eres un imbécil, Fulgor; pero no
tienes tú la culpa.
Y se fue, sin quitarse las espuelas, a
que le dieran de almorzar.
En la cocina, Damiana Cisneros
también le hizo la misma pregunta:
—¿Pero de dónde llegas, Miguel?
—De por ahi, de visitar madres.
—No quiero que te enojes.
Disimúlalo. ¿Cómo se te hacen los huevos?
—Como a ti te gusten.
—Te estoy hablando de buen modo,
Miguel.
—Lo entiendo, Damiana. No te
preocupes. Oye, ¿tú conoces a una tal Dorotea, apodada la Cuarraca?
—Sí. Y si tú la quieres ver, allí
está afuerita.
—Siempre madruga para venir aquí
por su desayuno. Es una que trae un molote; en su rebozo y lo arrulla
diciendo que es su crío. Parece ser que le sucedió alguna desgracia
allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó.
Vive de limosna.
—¡Maldito viejo! Le voy a jugar una
mala pasada que hasta le harán remolino los ojos.
Después se quedó pensando si aquella
mujer no le serviría para algo. Y sin dudarlo más fue hacia la puerta
trasera de la cocina y llamó a Dorotea:
—Ven para acá, te voy a proponer un
trato —le dijo.
Y quién sabe qué clase de
proposiciones le haría, lo cierto es que cuando entró de nuevo se
frotaba las manos:
—¡Vengan esos huevos! —le gritó
a Damiana. Y agregó: —De hoy en adelante le darás de comer a esa mujer
lo mismo que a mí, no le hace que se te ampolle el codo.
Mientras tanto, Fulgor Sedano se fue
hasta las trojes a revisar la altura del maíz. Le preocupaba la merma
porque aún tardaría la cosecha. A decir verdad, apenas si se había
sembrado. “Quiero ver si nos alcanza.” Luego añadió: “¡Ese
muchacho! igualito a su padre; pero comenzó demasiado pronto. A ese paso
no creo que se logre. Se me olvidó mencionarle que ayer vinieron con la
acusación de que había matado a uno. Si así sigue...”
Suspiró y trató de imaginar en qué
lugar irían ya los vaqueros. Pero lo distrajo el potrillo alazán de
Miguel Páramo, que se rascaba los morros contra la barda. “Ni siquiera
lo ha desensillado”, pensó. “Ni lo hará. Al menos don Pedro es más
consecuente con uno y tiene sus ratos de calma. Aunque consiente mucho al
Miguel. Ayer le comuniqué lo que había hecho su hijo y me respondió:
‘Hazte a la idea de que yo fui, Fulgor; él es incapaz de hacer eso: no
tiene todavía fuerza para matar a nadie. Para eso se necesita tener los
riñones de este tamaño.’ Puso sus manos así, como si midiera una
calabaza. ‘La culpa de todo lo que él haga échamela a mí’.”
—Miguel le dará muchos dolores la
cabeza, don Pedro. Le gusta la pendencia.
—Déjalo moverse. Es apenas un
niño. ¿Cuántos años cumplió? Tendrá diecisiete. ¿No, Fulgor?
—Puede que sí. Recuerdo que se lo
trajeron recién, apenas ayer; pero es tan violento y vive tan de prisa
que a veces se me figura que va jugando carreras con el tiempo. Acabará
por perder, ya lo verá usted.
—Es todavía una criatura, Fulgor.
—Será lo que usted diga, don Pedro;
pero esa mujer que vino ayer a llorar aquí alegando que el hijo de usted
le había matado a su marido, estaba de a tiro desconsolada. Yo sé medir
el desconsuelo, don Pedro. Y esa mujer lo cargaba por kilos. Le ofrecí
cincuenta hectolitros de maíz para que se olvidara del asunto; pero no
los quiso. Entonces le prometí que corregiríamos el daño de algún
modo. No se conformó.
—¿De quién se trataba?
—Es gente que no conozco.
No tienes pues por qué apurarte,
Fulgor. Esa gente no existe.
Llegó a las trojes y sintió el calor
del maíz. Tomó en sus manos un puñado para ver si no lo había
alcanzado el gorgojo. Midió la altura: '“Rendirá —dijo—. En cuanto
crezca el pasto ya no vamos a requerir darle maíz al ganado. Hay de
sobra.”
De regreso miró el cielo lleno de
nubes: “Tendremos agua para un buen rato.” Y se olvidó de todo lo
demás.
—Allá afuera debe estar variando el
tiempo. Mi madre me decía que, en cuanto comenzaba a llover, todo se
llenaba de luces y del olor verde de los retoños. Me contaba cómo
llegaba la marea de las nubes, cómo se echaban sobre la tierra y la
descomponían cambiándole los colores... Mi madre, que vivió su infancia
y sus mejores años en este pueblo y que ni siquiera pudo venir a morir
aquí. Hasta para eso me mandó a mí en su lugar. Es curioso, Dorotea,
cómo no alcancé a ver ni el cielo. Al menos, quizá, debe ser el mismo
que ella conoció.
—No lo sé, Juan Preciado. Hacía
tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo. Y aunque lo
hubiera hecho, ¿qué habría ganado? El cielo está tan alto, y mis ojos
tan sin mirada, que vivía contenta con saber dónde quedaba la tierra.
Además, le perdí todo mi interés desde que el padre Rentería me
aseguró que jamás conocería la gloria. Que ni siquiera de lejos la
vería... Fue cosa de mis pecados; pero él no debía habérmelo dicho. Ya
de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que la hace a una
mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar
a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es
nomás la del infierno, más vale no haber nacido... El cielo para mí,
Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora.
—¿Y tu alma? ¿Dónde crees que
haya ido?
—Debe andar vagando por la tierra
como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por
el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del
vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me
hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos
intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando me senté
a morir, ella me rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la
vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas.
Ni siquiera hice el intento: “Aquí se acaba el camino —le dije—. Ya
no me quedan fuerzas para más.” Y abrí la boca para que se fuera. Y se
fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba
amarrada a mi corazón.
Llamaron a su puerta; pero él no
contestó. Oyó que siguieron tocando todas las puertas, despertando a la
gente. La carrera que llevaba Fulgor —lo conoció por sus pasos— hacia
la puerta grande se detuvo un momento, como si tuviera intenciones de
volver a llamar. Después siguió corriendo.
Rumor de voces. Arrastrar de pisadas
despaciosas como si cargaran con algo pesado. Ruidos vagos.
Vino hasta su memoria la muerte de su
padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la
puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo hecho de
ceniza, triste, como fue entonces. Y a una mujer conteniendo el llanto,
recostada contra la puerta. Una madre de la que él ya se había olvidado
y olvidado muchas veces diciéndole: “¡Han matado a tu padre!” Con
aquella voz quebrada, deshecha sólo unida por el hilo del sollozo.
Nunca quiso revivir ese recuerdo
porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego
quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras
muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara
despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro. Y otro y otro más,
hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no hubo nadie que se la
recordara.
—¡Descánselo aquí! No, así no.
Hay que meterlo con la cabeza para atrás. ¡Tú! ¿Qué esperas?
Todo en voz baja.
—¿Y él?
—Él duerme. No lo despierten. No
hagan ruido. Allí estaba él, enorme, mirando la maniobra de meter un
bulto envuelto en costales viejos, amarrado con sicuas de coyunda como si
lo hubieran amortajado.
—¿Quién es? —preguntó.
Fulgor Sedano se acercó hasta él y
le dijo:
—Es Miguel, don Pedro.
—¿Qué le hicieron? —gritó.
Esperaba oír: “Lo han matado.” Y
ya estaba previniendo su furia, haciendo bolas duras de rencor pero oyó
las palabras suaves de Fulgor Sedano que le decían:
—Nadie le hizo nada. Él solo
encontró la muerte.
Había mecheros de petróleo aluzando
la noche.
—... Lo mató el caballo —se
acomidió a decir uno.
Lo tendieron en su cama, echando abajo
el colchón, dejando las puras tablas, donde acomodaron el cuerpo ya
desprendido de las tiras con que habían venido tirando de él. Le
colocaron las manos sobre el pecho y taparon su cara con un trapo negro.
“Parece más grande de lo que era”, dijo en secreto Fulgor Sedano.
Pedro Páramo se había quedado sin
expresión ninguna como ido. Por encima de él sus pensamientos se
seguían unos a otros sin darse alcance ni juntarse. Al fin dijo:
—Estoy comenzando a pagar. Más vale
empezar temprano, para terminar pronto.
No sintió dolor.
Cuando le habló a la gente reunida en
el patio para agradecerle su compañía, abriéndole paso a su voz por
entre el lloriqueo de las mujeres, no cortó ni el resuello ni sus
palabras. Después sólo se oyó en aquella noche el piafar del potrillo
alazán de Miguel Páramo.
—Mañana mandas matar ese animal
para que no siga sufriendo —le ordenó a Fulgor Sedano.
—Está bien, don Pedro. Lo entiendo.
El pobre se ha de sentir desolado.
—Yo también lo entiendo así,
Fulgor. Y diles de paso a esas mujeres que no armen tanto escándalo, es
mucho alboroto por mi muerto. Si fuera de ellas, no llorarían con tantas
ganas.
El padre Rentería se acordaría
muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo
despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel
Páramo.
Recorrió las calles solitarias de
Comala, espantando con sus pasos a los perros que husmeaban en las
basuras. Llegó hasta el río y allí se entretuvo mirando en los remansos
el reflejo de las estrellas que se estaban cayendo del cielo. Duró varias
horas luchando con sus pensamientos, tirándolos al agua negra del río.
“El asunto comenzó —pensó—
cuando Pedro Páramo, de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue
creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de
mí: ‘Me acuso, padre, que ayer dormí con Pedro Páramo.’ ‘Me
acuso, padre, que tuve un hijo de Pedro Páramo.’ ‘De que le presté
mi hija a Pedro Páramo.’ Siempre esperé que él viniera a acusarse de
algo; pero nunca lo hizo. Y después estiró los brazos de su maldad con
ese hijo que tuvo. Al que él reconoció, sólo Dios sabe por qué. Lo que
sí sé es que yo puse en sus manos ese instrumento.”
Tenía muy presente el día que se lo
había llevado, apenas nacido.
Le había dicho:
—Don Pedro, la mamá murió al
alumbrarlo. Dijo que era de usted. Aquí lo tiene.
Y él ni lo dudó, solamente le dijo:
—¿Por qué no se queda con él,
padre? Hágalo cura.
—Con la sangre que lleva dentro no
quiero tener esa responsabilidad.
—¿De verdad cree usted que tengo
mala sangre?
—Realmente sí, don Pedro.
—Le probaré que no es cierto.
Déjemelo aquí. Sobra quien se encargue de cuidarlo.
—En eso pensé, precisamente. Al
menos con usted no le faltará el sustento.
El muchachito se retorcía, pequeño
como era, como una víbora.
—¡Damiana! Encárgate de esa cosa.
Es mi hijo.
Después había abierto la botella:
—Por la difunta y por usted beberé
este trago.
—¿Y por él?
—Por él también, ¿por qué no?
Llenó otra copa más y los dos
bebieron por el porvenir de aquella criatura.
—Así fue.
Comenzaron a pasar las carretas rumbo
a la Media Luna. Él se agachó, escondiéndose en el galápago que
bordeaba el río “¿De quién te escondes?”, se preguntó a sí mismo.
—¡Adiós, padre! —oyó que le
decían.
Se alzó de la tierra y contestó:
—¡Adiós! Que el Señor te bendiga.
Estaban apagándose las luces del
pueblo. El río llenó su agua de colores luminosos.
—Padre, ¿ya dieron el alba? —preguntó
otro de los carreteros.
—Debe ser mucho después del alba
—respondió él. Y caminó en sentido contrario al de ellos, con
intenciones de no detenerse.
—¿Adónde tan temprano, padre?
—¿Dónde está el moribundo, padre?
—¿Ha muerto alguien en Contla,
padre?
Hubiera querido responderles: “Yo.
Yo soy el muerto.” Pero se conformó con sonreír.
Al salir del pueblo precipitó sus
pasos.
Regresó entrada la mañana.
—¿Dónde estuvo usted, tío? —le
preguntó Ana, su sobrina—. Vinieron muchas mujeres a buscarlo. Querían
confesarse por ser mañana viernes primero.
—Que regresen a la noche.
Se quedó un rato quieto, sentado en
una banca del pasillo, lleno de fatiga.
—¡Qué fresco está el aire!, ¿no,
Ana?
—Hace calor, tío.
—Yo no lo siento.
No quería pensar para nada que había
estado en Contla, donde hizo confesión general con el señor cura, y que
éste, a pesar de sus ruegos, le había negado la absolución:
—Ese hombre de quien no quieres
mencionar su nombre ha despedazado tu Iglesia y tú se lo has consentido.
¿Qué se puede esperar ya de ti, padre? ¿Qué has hecho de la fuerza de
Dios? Quiero convencerme de que eres bueno y de que allí recibes la
estimación de todos; pero no basta ser bueno. El pecado no es bueno. Y
para acabar con él; hay que ser duro y despiadado. Quiero creer que todos
siguen siendo creyentes; pero no eres tú quien mantiene su fe; lo hacen
por superstición y por miedo. Quiero aún más estar contigo en la
pobreza en que vives y en el trabajo y cuidados que libras todos los días
en tu cumplimiento. Sé lo difícil que es nuestra tarea en estos pobres
pueblos donde nos tienen relegados; pero eso mismo me da derecho a decirte
que no hay que entregar nuestro servicio a unos cuantos, que te darán un
poco a cambio de tu alma, y con tu alma en manos de ellos ¿qué podrás
hacer para ser mejor que aquellos que son mejores que tú? No, padre, mis
manos no son los suficientemente limpias para darte la absolución.
Tendrás que buscarla en otra parte.
—¿Quiere usted decir, señor cura,
que tengo que ir a buscar la confesión a otra parte?
—Tienes que ir. No puedes seguir
consagrando a los demás si tú mismo estás en pecado.
—¿Y si suspenden mis ministerios?
—No creo que lo hagan, aunque tal
vez lo merezcas. Quedará a juicio de ellos.
—¿No podría usted..?
Provisionalmente, digamos... Necesito dar los santos óleos... la
comunión. Mueren tantos en mi pueblo, señor cura.
—Padre, deja que a los muertos los
juzgue Dios.
—¿Entonces, no?
Y el señor cura de Contla había
dicho que no.
Después pasearon los dos por los
corredores del curato, sombreados de azaleas. Se sentaron bajo una
enramada donde maduraban las uvas.
—Son ácidas, padre —se adelantó
el señor cura la pregunta que le iba a hacer—. Vivimos en una tierra en
que todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez.
Estamos condenados a eso.
—Tiene usted razón, señor cura.
Allá en Comala he intentado sembrar uvas. No se dan. Sólo crecen
arrayanes y naranjos; naranjos agrios. Y arrayanes agrios. A mí se me ha
olvidado el sabor de las cosas dulces. ¿Recuerda usted las guayabas de
China que teniamos en el seminario? Los duraznos, las mandarinas aquellas
que con sólo apretarlas soltaban la cáscara. Yo traje aquí algunas
semillas. Pocas; apenas una bolsita... después pensé que hubiera sido
mejor dejarlas allá donde maduraran, ya que aquí las traje a morir.
—Y sin embargo, padre, dicen que las
tierras de Comala son buenas. Es lástima que estén en manos de un solo
hombre. ¿Es Pedro Páramo aún el dueño, no?
—Así es la voluntad de Dios.
—No creo que en este caso intervenga
la voluntad de Dios. ¿No lo crees tú así, padre?
—A veces lo he dudado; pero allí lo
reconocen.
—¿Y entre ésos estás tú?
—Yo soy un pobre hombre dispuesto a
humillarse, mientras sienta el impulso de hacerlo.
Luego se habían despedido. Él,
tomándole las manos y besándoselas. Con todo, ahora aquí, vuelto a la
realidad. no quería volver a pensar más en esa mañana de Contla.
Se levantó y fue hacia la puerta.
—¿Adónde va usted, tío?
Su sobrina Ana, siempre presente,
siempre junto a él, como si buscara su sombra para defenderse de la vida.
—Voy a ir un rato a caminar, Ana. A
ver si así reviento.
—¿Se siente mal?
—Mal no, Ana. Malo. Un hombre malo.
Eso siento que soy.
Fue hasta la Media Luna y dio el
pésame a Pedro Páramo. Volvió a oír las disculpas por las
inculpaciones que le habían hecho a su hijo. Lo dejó hablar. Al fin ya
nada tenía importancia. En cambio, rechazó la invitación a comer con
él:
—No puedo, don Pedro, tengo que
estar temprano en la iglesia porque me espera un montón de mujeres junto
al confesionario. Otra vez será.
Se vino al paso, y cuando atardecía
entró directamente en la iglesia, tal como iba, lleno de polvo y de
miseria. Se sentó a confesar.
La primera que se acercó fue la vieja
Dorotea, quien siempre estaba allí esperando a que se abrieran las
puertas de la iglesia.
Sintió que olía a alcohol.
—¿Qué, ya te emborrachas? ¿Desde
cuándo?
—Es que estuve en el velorio de
Miguelito, padre. Y se me pasaron las canelas. Me dieron de beber tanto,
que hasta me volví payasa.
—Nunca has sido otra cosa, Dorotea.
—Pero ahora traigo pecados, padre. Y
de sobra.
En varias ocasiones él le había
dicho: “No te confieses, Dorotea, nada más vienes a quitarme el tiempo.
Tú ya no puedes cometer ningún pecado, aunque te lo propongas. Déjale
el campo a los demás.”
—Ahora sí, padre. Es de verdad.
—Di.
—Ya que no puedo causarle ningún
perjuicio, le diré que era yo la que le conseguía muchachas al difunto
Miguelito Páramo.
El padre Rentería, que pensaba darse
campo para pensar, pareció salir de sus sueños y preguntó casi por
costumbre:
—¿Desde cuándo?
—Desde que él fue hombrecito. Desde
que le agarró el chincual.
—Vuélveme a repetir lo que dijiste,
Dorotea.
—Pos que yo era la que le conchavaba
las muchachas a Miguelito.
—¿Se las llevabas?
—Algunas veces, si. En otras nomás
se las apalabraba. Y con otras nomás le daba el norte. Usted sabe: la
hora en que estaban solas y en que él podía agarrarlas descuidadas.
—¿Fueron muchas?
No quería decir eso; pero le salió
la pregunta por costumbre.
—Ya hasta perdí la cuenta. Fueron
retemuchas.
—¿Qué quieres que haga contigo,
Dorotea? Júzgate tú misma. Ve si tú puedes perdonarte.
—Yo no, padre. Pero usted sí puede.
Por eso vengo a verlo.
—¿Cuántas veces viniste aqui a
pedirme que te mandara al cielo cuando murieras? ¿Querías ver si allá
encontrabas a tu hijo, no, Dorotea? Pues bien, no podrás ir ya más al
cielo. Pero que Dios te perdone.
—Gracias, padre.
—Sí. Yo también te perdono en
nombre de él. Puedes irte.
—¿No me deja ninguna penitencia?
—No la necesitas, Dorotea.
—Gracias, padre.
—Ve con Dios.
Tocó con los nudillos la ventanilla
del confesionario para llamar a otra de aquellas mujeres. Y mientras oía
el Yo pecador su cabeza se dobló como si no pudiera sostenerse en alto.
Luego vino aquel mareo, aquella confusión, el irse diluyendo como en agua
espesa, y el girar de luces; la luz entera del día que se desbarataba
haciéndose añicos; y ese sabor a sangre en la lengua. El Yo pecador se
oía más fuerte, repetido, y después terminaba: “por los siglos de los
siglos, amén”, “por los siglos de los siglos, amén”, “por los
siglos...”
—Ya calla —dijo—. ¿Cuánto hace
que no te confiesas?
—Dos días, padre.
Allí estaba otra vez. Como si lo
rodeara la desventura. “¿Qué haces aqui? —pensó—. Descansa. Vete
a descansar. Estás muy cansado.”
Se levantó del confesionario y se fue
derecho a la sacristía. Sin volver la cabeza dijo a aquella gente que lo
estaba esperando:
—Todos los que se sientan sin pecado
puede comulgar mañana.
Detrás de él, sólo se oyó un
murmullo.
Estoy acostada en la misma cama donde
murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la
misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para
dormir. Entonces yo dormía su lado, en un lugarcito que ella me hacía
debajo de sus brazos.
Creo sentir todavía el golpe pausado
de su respiracón; las palpitaciones y suspiros con que ella arrullaba mi
sueño... Creo sentir la pena de su muerte... Pero esto es falso.
Estoy aquí, boca arriba, pensando en
aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por
un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como
el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta.
Siento el lugar en que estoy y
pienso...
Pienso cuando maduraban los limones.
En el viento de febrero que rompía los tallos de los helechos, antes que
el abandono los secara; los limones maduros que llenaban con su olor el
viejo patio.
El viento bajaba de las montañas en
las mañanas de febrero. Y las nubes se quedaban allá arriba en espera de
que el tiempo bueno las hiciera bajar al valle; mientras tanto dejaban
vacío el cielo azul, dejaban que la luz cayera en el juego del viento
haciendo circulos sobre la tierra, removiendo el polvo y batiendo las
ramas de los naranjos.
Y los gorriones reían; picoteaban las
hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las
espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa
época.
En febrero, cuando las mañanas
estaban llenas de viento, de gorriones y de luz azul. Me acuerdo.
Mi madre murió entonces.
Que yo debía haber gritado: que mis
manos tenían que haberse hecho pedazos estrujando su desesperación. Así
hubieras tú querido que fuera. ¿Pero acaso no era alegre aquella
mañana? Por la puerta abierta entraba el aire, quebrando las guías de la
yedra. En mis piernas comenzaba a crecer el vello entre las venas, y mis
manos temblaban tibias al tocar mis senos. Los gorriones jugaban. En las
lomas se mecían las espigas. Me dio lástima que ella ya no volviera a
ver el juego del viento en los jazmines; que cerrara sus ojos a la luz de
los días. ¿Pero por qué iba a llorar?
¿Te acuerdas, Justina? Acomodaste las
sillas a lo largo del corredor para que la gente que viniera a verla
esperara su turno. Estuvieron vacías. Y mi madre sola, en medio de los
cirios; su cara pálida y sus dientes blancos asomándose apenitas entre
sus labios morados, endurecidos por la amoratada muerte. Sus pestañas ya
quietas; quieto ya su corazón. Tú y yo allí, rezando rezos
interminables, sin que ella oyera nada sin que tú y yo oyéramos nada,
todo perdido en la sonoridad del viento debajo de la noche. Planchaste su
vestido negro, almidonando el cuello y el puño de sus mangas para que sus
manos se vieran nuevas, cruzadas sobre su pecho muerto, su viejo pecho
amoroso sobre el que dormí en un tiempo y que me dio de comer y que
palpitó para arrullar mis sueños.
Nadie vino a verla. Así estuvo mejor.
La muerte no se reparte como si fuera un bien. Nadie anda en busca de
tristezas.
Tocaron la aldaba. Tú saliste.
—Ve tú —te dije—. Yo veo
borrosa la cara de la gente. Y haz que se vayan. ¿Que vienen por el
dinero de las misas gregorianas? Ella no dejó ningún dinero. Díselos,
Justina. ¿Que no saldrá del purgatorio si no le rezan esas misas?
¿Quiénes son ellos para hacer la justicia, Justina? ¿Dices que estoy
loca? Está bien.
—Y tus sillas se quedaron vacías
hasta que fuimos a enterrarla con aquellos hombres alquilados, sudando por
un peso ajeno, extraños a cualquier pena. Cerraron la sepultura con arena
mojada; bajaron el cajón despacio, con la paciencia de su oficio, bajo el
aire que les refrescaba su esfuerzo. Sus ojos fríos, indiferentes.
Dijeron: "Es tanto." Y tú les pagaste, como quien compra una
cosa desanudando tu pañuelo húmedo de lágrimas, exprimido y vuelto a
exprimir y ahora guardando el dinero de los funerales...
Y cuando ellos se fueron, te
arrodillaste en el lugar donde había quedado su cara y besaste la tierra
y podrías haber abierto un agujero, si yo no te hubiera dicho: “Vámonos,
Justina, ella está en otra parte, aquí no hay más que una cosa muerta.”
—¿Eres tú la que ha dicho todo
eso, Dorotea?
—¿Quién, yo? Me quedé dormida un
rato. ¿Te siguen asustando?
—Oí a alguien que hablaba. Una voz
de mujer. Creí que eras tú.
—¿Voz de mujer? ¿Creíste que era
yo? Ha de ser la que habla sola. La de la sepultura grande. Doña
Susanita. Está aquí enterrada a nuestro lado. Le ha de haber llegado la
humedad y estará removiéndose entre el sueño.
—¿Y quién es ella?
—La última esposa de Pedro Páramo.
Unos dicen que estaba loca. Otros, que no. La verdad es que ya hablaba
sola desde en vida.
—Debe haber muerto hace mucho.
—¡Uh, sí! Hace mucho. ¿Qué le
oíste decir?
—Algo acerca de su madre.
—Pero si ella ni madre tuvo...
—Pues de eso hablaba.
—... O, al menos, no la trajo cuando
vino. Pero espérate. Ahora recuerdo que ella nació aquí, y que ya de
añejita desaparecieron. Y sí, su madre murió de la tisis. Era una
señora muy rara que siempre estuvo enferma y no visitaba a nadie.
—Eso dice ella. Que nadie había ido
a ver a su madre cuando murió.
—¿Pero de qué tiempos hablará?
Claro que nadie se paró en su casa por el puro miedo de agarrar la tisis.
¿Se acordará de eso la indina?
—De eso hablaba.
—Cuando vuelvas a oírla me avisas,
me gustaría saber lo que dice.
—¿Oyes? Parece que va a decir algo.
Se oye un murmullo.
—No, no es ella. Eso viene de más
lejos, de por este otro rumbo. Y es voz de hombre. Lo que pasa con estos
muertos viejos es que en cuanto les llega la humedad comienzan a
removerse. Y despiertan.
“El cielo es grande. Dios estuvo
conmigo esa noche. De no ser así quién sabe lo que hubiera pasado.
Porque fue ya de noche cuando reviví...”
—¿Lo oyes ya más claro?
—Sí.
“... Tenía sangre por todas partes.
Y al enderezarme chapotié con mis manos la sangre regada en las piedras.
Y era mía. Montonales de sangre. Pero no estaba muerto. Me di cuenta.
Supe que don Pedro no tenía intenciones de matarme. Sólo de darme un
susto. Quería averiguar si yo había estado en Vilmayo dos meses antes.
El día de San Cristóbal. En la boda. ¿En cuál boda? ¿En cuál San
Cristóbal? Yo chapoteaba entre mi sangre y le preguntaba: ‘¿En cuál
boda, don Pedro? No, no, don Pedro, yo no estuve. Si acaso, pasé por
allí. Pero fue por casualidad...’ Él no tuvo intenciones de matarme.
Me dejó cojo, como ustedes ven, y manco si ustedes quieren. Pero no me
mató. Dicen que se me torció un ojo desde entonces, de la mala
impresión. Lo cierto es que me volví más hombre. El cielo es grande. Y
ni quien lo dude.”
—¿Quién será?
—Ve tú a saber. Alguno de tantos.
Pedro Páramo causó tal mortandad después que le mataron a su padre, que
se dice casi acabó con los asistentes a la boda en la cual don Lucas
Páramo iba a fungir de padrino. Y eso que a don Lucas nomás le tocó de
rebote, porque al parecer la cosa era contra el novio. Y como nunca se
supo de dónde había salido la bala que le pegó a él, Pedro Páramo
arrasó parejo. Eso fue allá en el cerro de Vilmayo, donde estaban unos
ranchos de los que ya no queda ni el rastro... Mira, ahora sí parece ser
ella. Tú que tienes los oídos muchachos, ponle atención. Ya me
contarás lo que diga.
—No se le entiende. Parece que no
habla, sólo se queja.
—¿Y de qué se queja?
—Pues quién sabe.
—Debe ser por algo. Nadie se queja
de nada. Para bien la oreja.
—Se queja y nada más. Tal vez Pedro
Páramo la hizo sufrir.
—No creas. Él la quería. Estoy por
decir que nunca quiso a ninguna mujer como a ésa. Ya se la entregaron
sufrida y quizá loca. Tan la quiso, que se pasó el resto de sus años
aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado
al camposanto. Le perdió interés a todo. Desalejó sus tierras y mandó
quemar los enseres. Unos dicen que porque ya estaba cansado, otros que
porque le agarró la desilusión; lo cierto es que echó fuera a la gente
y se sentó en su equipal, cara al camino.
“Desde entonces la tierra se quedó
baldía y como en ruinas. Daba pena verla llenándose de achaques con
tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola. De allá para acá
se consumió la gente; se desbandaron los hombres en busca de otros ‘bebederos’.
Recuerdo días en que Comala se llenó de adioses y hasta nos parecía
cosa alegre ir a despedir a los que se iban. Y es que se iban con
intenciones de volver. Nos dejaban encargadas sus cosas y su familia.
Luego algunos mandaban por la familia aunque no por sus cosas, y después
parecieron olvidarse del pueblo y de nosotros, y hasta de sus cosas. Yo me
quedé porque no tenía adonde ir. Otros se quedaron esperando que Pedro
Páramo muriera, pues según decían les había prometido heredarles sus
bienes, y con esa esperanza vivieron todavía algunos. Pero pasaron años
y años y él seguía vivo, siempre allí, como un espantapájaros frente
a las tierras de la Media Luna.
“Y ya cuando le faltaba poco para
morir vinieron las guerras esas de los ‘cristeros’ y la tropa echó
rialada con los pocos hombres que quedaban. Fue cuando yo comencé a
morirme de hambre y desde entonces nunca me volví a emparejar.
“Y todo por las ideas de don Pedro,
por sus pleitos de alma. Nada más porque se le murió su mujer, la tal
Susanita. Ya te has de imaginar si la quería."
Fue Fulgor Sedano quien le dijo:
—Patrón, ¿sabe quién anda por
aquí?
—¿Quién?
—Bartolomé San Juan.
—¿Y eso?
—Eso es lo que yo me pregunto.
¿Qué vendrá a hacer?
—¿No lo has investigado?
—No. Vale decirlo. Y es que no ha
buscado casa. Llegó directamente a la antigua casa de usted. Allí
desmontó y apeó sus maletas, como si usted de antemano se la hubiera
alquilado. Al menos le vi esa seguridad.
—¿Y qué haces tú, Fulgor, que no
averiguas lo que pasa? ¿No estás para eso?
—Me desorienté un poco por lo que
le dije. Pero mañana aclararé las cosas si usted lo cree necesario.
—Lo de mañana déjamelo a mí. Yo
me encargo de ellos. ¿Han venido los dos?
—Sí, él y su mujer. ¿Pero cómo
lo sabe?
—¿No será su hija?
—Pues por el modo como la trata más
bien parece su mujer.
—Vete a dormir, Fulgor.
—Si usted me lo permite.
“Esperé treinta años a que
regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo
lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo,
sólo el tuyo, el deseo de ti. ¿Cuántas veces invité a tu padre a que
viniera a vivir aquí nuevamente, diciéndole que yo lo necesitaba? Lo
hice hasta con engaños.
“Le ofrecí nombrarlo administrador,
con tal de volverte a ver. ¿Y qué me contestó? ‘No hay respuesta —me
decía siempre el mandadero—. El señor don Bartolomé rompe sus cartas
cuando yo se las entrego’. Pero por el muchacho supe que te habías
casado y pronto me enteré que te habías quedado viuda y le hacías otra
vez compañía a tu padre.”
Luego el silencio.
“El mandadero iba y venía y siempre
regresaba diciéndome:
“—No los encuentro, don Pedro. Me
dicen que salieron de Mascota. Y unos me dicen que para acá y otros que
para allá.
“Y yo:
“—No repares en gastos, búscalos.
Ni que se los haya tragado la tierra.
“Hasta que un día vino y me dijo:
“—He repasado toda la sierra
indagando el rincón donde se esconde don Bartolomé San Juan, hasta que
he dado con él, allá, perdido en un agujero de los montes, viviendo en
una covacha hecha de troncos, en el mero lugar donde están las minas
abandonadas de La Andrómeda.
“Ya para entonces soplaban vientos
raros. Se decía que había gente levantada en armas. Nos llegaban
rumores. Eso fue lo que aventó a tu padre por aquí. No por él, según
me dijo en su carta, sino por tu seguridad, quería traerte a algún lugar
viviente.
“Sentí que se abría el cielo. Tuve
ánimos de correr hacia ti. De rodearte de alegría. De llorar. Y lloré,
Susana, cuando supe que al fin regresarías.”
—Hay pueblos que saben a desdicha.
Se les conoce con sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y
flaco como todo lo viejo. Éste es uno de esos pueblos, Susana.
“Allá, de donde venimos ahora, al
menos te entretenías mirando el nacimiento de las cosas: nubes y
pájaros, el musgo, ¿te acuerdas? Aquí en cambio no sentirás sino ese
olor amarillo y acedo que parece destilar por todas partes. Y es que éste
es un pueblo desdichado; untado todo de desdicha.
“Él nos ha pedido que volvamos. Nos
ha prestado su casa. Nos ha dado todo lo que podemos necesitar. Pero no
debemos estarle agradecidos. Somos infortunados por estar aquí, porque
aquí no tendremos salvación ninguna. Lo presiento.
“¿Sabes qué me ha pedido Pedro
Páramo? Yo ya me imaginaba que esto que nos daba no era gratuito. Y
estaba dispuesto a que se cobrara con mi trabajo, ya que teníamos que
pagar de algún modo. Le detallé todo lo referente a La Andrómeda
y le hice ver que aquello tenía posibilidades, trabajándola con método.
¿Y sabes que me contestó? ‘No me interesa su mina, Bartolomé San
Juan. Lo único que quiero de usted es a su hija. Ese ha sido su mejor
trabajo.’
“Así que te quiere a ti , Susana.
Dicen que jugabas con él cuando eran niños. Que ya te conoce. Que
llegaron a bañarse juntos en el río cuando eran niños. Yo no lo supe;
de haberlo sabido te habría matado a cintarazos.”
—No lo dudo.
—¿Fuiste tú la que dijiste: no lo
dudo?
—Yo lo dije.
—¿De manera que estás dispuesta a
acostarte con él?
—Sí, Bartolomé.
—¿No sabes que es casado y que ha
tenido infinidad de mujeres?
—Sí, Bartolomé.
—No me digas Bartolomé. ¡Soy tu
padre!
Bartolomé San Juan, un minero muerto.
Susana San Juan, hija de un minero muerto en las minas de La Andrómeda.
Veía claro. “Tendré que ir allá a morir”, pensó. Luego dijo:
—Le he dicho que tú, aunque viuda,
sigues viviendo con tu marido, o al menos así te comportas; he tratado de
disuadirlo, pero se le hace torva la mirada cuando yo le hablo, y en
cuanto sale a relucir tu nombre, cierra los ojos. Es, según yo sé, la
pura maldad. Eso es Pedro Páramo.
—¿Y yo quién soy?
—Tú eres mi hija. Mía. Hija de
Bartolomé San Juan.
En la mente de Susana San Juan
comenzaron a caminar las ideas, primero lentamente, luego se detuvieron,
para después echar a correr de tal modo que no alcanzó sino a decir:
—No es cierto. No es cierto.
—Este mundo que lo aprieta a uno por
todos lados, que va vaciando puños de nuestro polvo aquí y allá,
deshaciéndonos en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre.
¿Qué hemos hecho? ¿Porqué se nos ha podrido el alma? Tu madre decía
que cuando menos nos queda la caridad de Dios. Y tú la niegas, Susana.
¿Porqué me niegas a mí como tu padre? ¿Estás loca?
—¿No lo sabías?
—¿Estás loca?
—Claro que sí, Bartolomé. ¿No lo
sabías?
—¿Sabías, Fulgor, que ésa es la
mujer más hermosa que se ha dado sobre la tierra? Llegué a creer que la
había perdido para siempre. Pero ahora no tengo ganas de volverla a
perder. ¿Tú me entiendes, Fulgor? Dile a su padre que vaya a seguir
explotando sus minas. Y allá... me imagino que será fácil desaparecer
al viejo en aquellas regiones adonde nadie va nunca... ¿No lo crees?
—Puede ser.
—Necesitamos que sea. Ella tiene que
quedarse huérfana. Estamos obligados a amparar a alguien ¿No crees tú?
—No lo veo difícil.
—Entonces andando Fulgor, andando.
—¿Y si ella lo llega a saber?
—¿Quién se lo dirá? A ver, dime,
aquí entre nosotros dos, ¿quién se lo dirá?
—Estoy seguro que nadie.
—Quítale el “estoy seguro que”.
Quítaselo desde ahorita y ya verás como todo sale bien. Acuérdate del
trabajo que dio dar con La Andrómeda. Mándalo para allá a seguir
trabajando. Que vaya y vuelva. Nada de que se le ocurra acarrerar con la
hija. Ésa aquí se la cuidamos. Allá estará su trabajo y aquí su casa
adonde venga a reconocer. Díselo así, Fulgor.
—Me vuelve a gustar como acciona
usted, patrón, como que se le están rejuveneciendo los ánimos.
Sobre los campos del valle de Comala
está cayendo la lluvia. Una lluvia menuda, extraña para estas tierras
que sólo saben de aguaceros. Es domingo. De Apango han bajado los indios
con sus rosarios de manzanillas, su romero, sus manojos de tomillo. No han
traído ocote porque el ocote está mojado, y ni tierra de encino porque
también está mojada por el mucho llover. Tienden sus yerbas en el suelo,
bajo los arcos del portal, y esperan.
La lluvia sigue cayendo sobre los
charcos.
Entre surcos, donde está naciendo el
maíz, corre el agua en ríos. Los hombres no han venido hoy al mercado,
ocupados en romper sus surcos para que el agua busque nuevos cauces y no
arrastre la milpa tierna. Andan en grupos, navegando en la tierra anegada,
bajo la lluvia, quebrando con sus palas los blandos terrones, ligando con
sus manos la milpa y tratando de protegerla para que crezca sin trabajo.
Los indios esperan. Sienten que es un
mal día. Quizá por eso tiemblan debajo de sus mojados gabanes de paja;
no de frío, sino de temor. Y miran la lluvia desmenuzada y al cielo, que
no suelta sus nubes.
Nadie viene. El pueblo parece estar
solo. La mujer les encargó un poco de hilo de remiendo y algo de azúcar,
y de ser posible y de haber, un cedazo para colar el atole. El gabán se
les hace pesado de humedad conforme se acerca el mediodía. Platican, se
cuentan chistes y sueltan la risa. Las manzanillas brillan salpicadas por
el rocío. Piensan: “Si al menos hubiéramos traído tantito pulque, no
importaría; pero el cogollo de los magueyes está hecho un mar de agua.
En fin, qué se le va a hacer.”
Justina Díaz, cubierta con paraguas,
venía por la calle derecha que viene de la Media Luna, rodeando los
chorros que borbotaban sobre las banquetas. Hizo la señal de la cruz y se
persignó al pasar por la puerta de la iglesia mayor. Entró en el portal.
Los indios voltearon a verla. Vio la mirada de todos como si la
escudriñaran. Se detuvo en el primer puesto, compró diez centavos de
hojas de romero, y regresó, seguida por las miradas en hilera de aquel
montón de indios.
“Lo caro que está todo en este
tiempo —dijo, al tomar de nuevo el camino hacia la Media Luna—. Este
triste ramito de romero por diez centavos. No alcanzará ni siquiera para
dar olor.”
Los indios levantaron su puestos al
oscurecer. Entraron en la lluvia con sus pesados tercios a la espalda;
pasaron por la iglesia para rezarle a la Virgen, dejándole un manojo de
tomillo de limosna. Luego enderezaron hacia Apango, de donde habían
venido. “Ahi será otro día”, dijeron. Y por el camino iban
contándose chistes y soltando la risa.
Justina Díaz entró en el dormitorio
de Susana San Juan y puso el romero sobre la repisa. Las cortinas cerradas
impedían el paso de la luz, así que en aquella oscuridad sólo veía las
sombras, sólo adivinaba. Supuso que Susana San Juan estaría dormida;
ella deseaba que siempre estuviera dormida. Las sintió así y se alegró.
Pero entonces oyó un suspiro lejano, como salido de algún rincón de
aquella pieza oscura.
—¡Justina! —le dijeron.
Ella volvió la cabeza. No vio a
nadie; pero sintió una mano sobre su hombro y la respiración de sus
oídos. La voz en secreto: “Vete de aquí, Justina. Arregla tus enseres
y vete. Ya no te necesitamos.”
—Ella sí me necesita —dijo,
enderezando el cuerpo—. Está enferma y me necesita.
—Ya no, Justina. Yo me quedaré
aquí a cuidarla.
—¿Es usted, don Bartolomé? —y no
esperó la respuesta. Lanzó aquel grito que bajó hasta los hombres y las
mujeres que regresaban de los campos y que los hizo decir: “Parece ser
un aullido humano; pero no parece ser de ningún ser humano.”
La lluvia amortigua los ruidos. Se
sigue oyendo aún después de todo, granizando sus gotas, hilvanando el
hilo de la vida.
—¿Qué te pasa, Justina? ¿Por qué
gritas? —preguntó Susana San Juan.
—Yo no he gritado, Susana. Has de
haber estado soñando.
—Ya te he dicho que yo no sueño
nunca. No tienes consideración de mí. Estoy muy desvelada. Anoche no
echaste fuera al gato y no me dejó dormir.
—Durmió conmigo, entre mis piernas.
Estaba ensopado y por lástima lo dejé quedarse en mi cama; pero no hizo
ruido.
—No, ruido ni hizo. Sólo se la
pasó haciendo circo, brincando de mis pies a mi cabeza, y maullando
quedito como si tuviera hambre.
—Le di bien de comer y no se
despegó de mí en toda la noche. Estás otra vez soñando mentiras,
Susana.
—Te digo que pasó la noche
asustándome con sus brincos. Y aunque sea muy cariñoso tu gato, no lo
quiero cuando estoy dormida.
—Ves visiones, Susana.Eso es lo que
pasa. Cuando venga Pedro Páramo le diré que ya no te aguanto. Le diré
que me voy. No faltará gente buena que me dé trabajo. No todos son
maniáticos como tú, ni se viven mortificándola a una como tú. Mañana
me iré y me llevaré al gato y te quedarás tranquila.
—No te irás de aquí, maldita y
condenada Justina. No te irás a ninguna parte porque nunca encontrarás
quien te quiera como yo.
—No, no me iré, Susana. No me iré.
Bien sabes que estoy aquí para cuidarte. No importa que me hagas renegar,
te cuidaré siempre.
La había cuidado desde que nació .
La había tenido entre sus brazos. La había enseñado a andar. A dar esos
pasos que a ella le parecían eternos. Había visto crecer su boca y sus
ojos “como de dulce”. “El dulce de menta es azul. Amarillo y azul.
Verde y Azul. Revuelto con menta y yerbabuena.” Le mordía las piernas.
La entretenía dándole de mamar sus senos, que no tenían nada, que eran
como de juguete. “Juega —le decía—, juega con este juguetito tuyo.”
La hubiera apachurrado y hecho pedazos.
Allá afuera se oía el caer de la
lluvia sobre las hojas de los plátanos, se sentía como si el agua
hirviera sobre el agua estancada en la tierra.
Las sábanas estaban frías de
humedad. Los caños borbotaban, hacían espuma, cansados de trabajar
durante el día, durante la noche, durante el día. El agua seguía
corriendo, diluviando en incesantes burbujas.
Era la medianoche y allá afuera el
ruido del agua apagaba todos los sonidos.
Susana San Juan se levantó despacio.
Enderezó el cuerpo lentamente y se alejó de la cama. Allí estaba otra
vez el peso, en sus pies, caminando por la orilla de su cuerpo; tratando
de encontrarle la cara:
—¿Eres tú, Bartolomé? —preguntó.
Le pareció oír rechinar la puerta,
como cuando alguien entraba o salía. Y después sólo la lluvia,
intermitente, fría, rodando sobre las hojas de los plátanos, hirviendo
en su propio hervor.
Se durmió y no despertó hasta que la
luz alumbró los ladrillos rojos, asperjados de rocío entre la gris
mañana de un nuevo día. Gritó:
—¡Justina!
Y ella apareció en seguida, como si
ya hubiera estado allí, envolviendo su cuerpo en una frazada.
—¿Qué quieres, Susana?
—El gato. Otra vez ha venido.
—Pobrecita de ti, Susana.
Se recostó sobre su pecho,
abrazándola, hasta que ella logró levantar aquella cabeza y le
preguntó:
—¿Por qué lloras? Le diré a Pedro
Páramo que eres buena conmigo. No le contaré nada de los sustos que me
da tu gato. No te pongas así, Justina.
—Tu padre ha muerto, Susana.
Antenoche murió, y hoy han venido a decir que nada se puede hacer; que ya
lo enterraron; que no lo han podido traer aquí porque el camino era muy
largo. Te has quedado sola. Susana.
—Entonces era él —y sonrió—.
Viniste a despedirte de mí —dijo, y sonrió.
Muchos años antes, cuando ella era
una niña, él le había dicho:
—Baja, Susana, y dime lo que ves.
Estaba colgada de aquella soga que le
lastimaba la cintura, que le sangraba sus manos; pero que no quería
soltar: era como el único hilo que la sostenía al mundo de afuera.
—No veo nada, papá.
—Busca bien, Susana. Haz por
encontrar algo.
Y la alumbró con su lámpara.
—No veo nada, papá.
—Te bajaré más. Avísame cuando
estés en el suelo.
Había entrado por un pequeño agujero
abierto entre las tablas. Había caminado sobre tablones podridos, viejos,
astillados y llenos de tierra pegajosa:
—Baja más abajo, Susana, y
encontrarás lo que te digo.
Y ella bajó y bajó en columpio,
meciéndose en la profundidad, con sus pies bamboleando “en el no
encuentro dónde poner los pies”.
—Más abajo, Susana. Más abajo.
Dime si ves algo.
Y cuando encontró el apoyo allí
permaneció, callada, porque se enmudeció de miedo. La lámpara circulaba
y la luz pasaba de largo junto a ella. Y el grito de allá arriba la
estremecía:
—¡Dame lo que está allí, Susana!
Y ella agarró la calavera entre sus
manos y cuando la luz le dio de lleno la soltó.
—Es una calavera de muerto —dijo.
—Debes encontrar algo más junto a
ella. Dame todo lo que encuentres.
EI cadáver se deshizo en canillas; la
quijada se desprendió como si fuera de azúcar. Le fue dando pedazo a
pedazo hasta que llegó a los dedos de los pies y le entregó coyuntura
tras coyuntura. Y la calavera primero; aquella bola redonda que se deshizo
entre sus manos.
Busca algo más, Susana. Dinero.
Ruedas redondas de oro. Búscalas, Susana.
Entonces ella no supo de ella, sino
muchos días después entre el hielo, entre las miradas llenas de hielo de
su padre.
Por eso reía ahora.
Supe que eras tú, Bartolomé.
Y la pobre de Justina, que lloraba
sobre su corazón, tuvo que levantarse al ver que ella reía y que su risa
se convertía en carcajada.
Afuera seguía lloviendo. Los indios
se habían ido. Era lunes y el valle de Comala seguía anegándose en
lluvia.
Los vientos siguieron soplando todos
esos días. Esos vientos que habían traído las lluvias. La lluvia se
había ido; pero el viento se quedó. Allá en los campos la milpa oreó
sus hojas y se acostó sobre los surcos para defenderse del viento. De
día era pasadero; retorcía las yedras y hacía crujir las tejas en los
tejados; pero de noche gemía, gemía largamente. Pabellones de nubes
pasaban en silencio por el cielo como si caminaran rozando la tierra.
Susana San Juan oye el golpe del
viento contra la ventana cerrada. Está acostada con los brazos detrás de
la cabeza pensando, oyendo los ruidos de la noche; cómo la noche va y
viene arrastrada por el soplo del viento sin quietud. Luego el seco
detenerse.
Han abierto la puerta. Una racha de
aire apaga la lámpara. Ve la oscuridad y entonces deja de pensar. Siente
pequeños susurros. En seguida oye el percutir de su corazón en
palpitaciones desiguales. Al través de sus párpados cerrados entrevé la
llama de la luz.
No abre los ojos. El cabello está
derramado sobre su cara. La luz enciende gotas de sudor en sus labios.
Pregunta:
—¿Eres tú, padre?
—Soy tu padre, hija mía.
Entreabre los ojos. Mira como si
cruzara sus cabellos una sombra sobre el techo, con la cabeza encima de su
cara. Y la figura borrosa de aquí enfrente, detrás de la lluvia de sus
pestañas. Una luz difusa; una luz en el lugar del corazón, en forma de
corazón pequeño que palpita como llama parpadeante. “Se te está
muriendo de pena el corazón —piensa—. Ya sé que vienes a contarme
que murió Florencio; pero eso ya lo sé. No te aflijas por los demás; no
te apures por mí. Yo tengo guardado mi dolor en un lugar seguro. No dejes
que se te apague el corazón.”
Enderezó el cuerpo y lo arrastró
hasta donde estaba el padre Rentería.
—¡Déjame consolarte con mi
desconsuelo! —dijo, protegiendo la llama de la vela con sus manos.
El padre Rentería la dejó acercarse
a él; la miró cercar con sus manos la vela encendida y luego juntar su
cara al pabilo inflamado, hasta que el olor a carne chamuscada lo obligó
a sacudirla, apagándola de un soplo.
Entonces volvió la oscuridad y ella
corrió a refugiarse debajo de sus sábanas.
El padre Rentería le dijo:
—He venido a confortarte, hija.
—Entonces adiós, padre —contestó
ella—. No vuelvas. No te necesito.
Y oyó cuando se alejaban los pasos
que siempre dejaban una sensación de frío, de temblor y miedo.
—¿Para qué vienes a verme, si
estás muerto?
El padre Rentería cerró la puerta y
salió al aire de la noche.
El viento seguía soplando.
Un hombre al que decían el Tartamudo
llegó a la Media Luna y preguntó por Pedro Páramo.
—¿Para qué lo solicitas?
—Quiero hablar cocon él.
—No está.
—Dile, cucuando regrese, que vengo
de paparte de don Fulgor.
—Lo iré a buscar; pero aguántate
unas cuantas horas.
—Dile es cocosa de urgencia.
—Se lo diré.
El hombre al que decían el Tartamudo
aguardó arriba del caballo. Pasado un rato, Pedro Páramo, que nunca
había visto, se le puso enfrente:
—¿Qué se te ofrece?
—Necesito hablar directamente cocon
el patrón.
—Yo soy. ¿Qué quieres?
—Pues, nanada más esto. Mataron a
don Fulgor Sesedano. Yo le hacía compañía. Habíamos ido por el
rurrumbo de los “vertederos” para averiguar por qué se estaba
escaseando el agua. Y en eso andábamos cucuando vimos una manada de
hombres que nos salieron al encuentro. Y de entre la mumultitud aquella
brotó una voz que dijo: “Yo a ése le coconozco. Es el administrador de
la Memedia Luna.”
“A mí ni me totomaron en cuenta.
Pero a don Fulgor le mandaron soltar la bestia. Le dijeron que eran
revolucionarios. Que venían por las tierras de usté. ‘¡Cocórrale!
—le dijeron a don Fulgor—. ¡Vaya y dígale a su patrón que allá nos
veremos!’ Y él soltó la cacalda, despavorido. No muy de prisa por lo
pepesado que era; pero corrió. Lo mataron,cocorriendo. Murió cocon una
pata arriba y otra abajo.
“Entonces yo ni me momoví. Esperé
que fuera de nonoche y aquí estoy para anunciarle lo que papasó.”
—¿Y qué esperas? ¿Por qué no te
mueves? Anda y diles a ésos que aquí estoy para lo que se les ofrezca.
Que vengan a tratar conmigo. Pero antes date un rodeo por La
Consagración. ¿Conoces al Tilcuate? Allí estará. Dile que
necesito verlo. Y a esos fulanos avísales que los espero en cuanto tengan
un tiempo disponible. ¿Qué jaiz de revolucionarios son?
—No lo sé. Ellos ansí se
nonombran.
—Dile al Tilcuate que lo
necesito más que de prisa.
—Así lo haré, papatrón.
Pedro Páramo volvió a encerrarse en
su despacho. Se sentía viejo y abrumado. No le preocupaba Fulgor, que al
fin y al cabo ya estaba “más para la otra que para ésta”. Había
dado de sí todo lo que tenía que dar; aunque fue muy servicial, lo que
sea de cada quien. “De todos modos, los ‘tilcuatazos’ que se van a
llevar esos locos”, pensó.
Pensaba más en Susana San Juan,
metida siempre en su cuarto, durmiendo, y cuando no, como si durmiera. La
noche anterior se la había pasado en pie, recostado en la pared,
observando a través de la pálida luz de la veladora el cuerpo en
movimiento de Susana; la cara sudorosa, las manos agitando las sábanas,
estrujando la almohada hasta el desmorecimiento.
Desde que la había traído a vivir
aqui no sabía de otras noches pasadas a su lado, sino de estas noches
doloridas, de interminable inquietud. Y se preguntaba hasta cuándo
terminaría aquello. Esperaba que alguna vez. Nada puede durar tanto, no
existe ningún recuerdo por intenso que sea que no se apague.
Si al menos hubiera sabido qué era
aquello que la maltrataba por dentro, que la hacía revolcarse en el
desvelo, como si la despedazaran hasta inutilizarla.
Él creía conocerla. Y aun cuando no
hubiera sido así, ¿acaso no era suficiente saber que era la criatura
más querida por él sobre la tierra? Y que además, y esto era lo más
importante, le serviría para irse de la vida alumbrándose con aquella
imagen que borraría todos los demás recuerdos.
¿Pero cuál era el mundo de Susana
San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a
saber.
“Mi cuerpo se sentía a gusto sobre
el calor de la arena. Tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos,
desdobladas las piernas a la brisa del mar. Y el mar allí enfrente,
lejano, dejando apenas restos de espuma en mis pies al subir de su
marea...”
—Ahora sí es ella la que habla,
Juan Preciado. No se te olvide decirme lo que dice.
“... Era temprano. El mar corría y
bajaba en olas. Se desprendía de su espuma y se iba, limpio, con su agua
verde, en ondas calladas.
“—En el mar sólo me sé bañar
desnuda —le dije. Y él me siguió el primer día, desnudo también,
fosforescente al salir del mar. No había gaviotas; sólo esos pájaros
que les dicen ‘picos feos’, que gruñen como si roncaran y después de
que sale el sol desaparecen. Él me siguió el primer día y se sintió
solo, a pesar de estar yo allí.
“—Es como si fuera un ‘pico feo’,
uno más entre todos —me dijo—. Me gustas más en las noches, cuando
estamos los dos en la misma almohada, bajo las sábanas, en la oscuridad.
“Y se fue.
“Volví yo. Volvería siempre. El
mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos; rodea mi
cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi
cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo con él, entera. Me entrego
a él en su fuerte batir, en su suave poseer, sin dejar pedazo.”
“—Me gusta bañarme en el mar —le
dije.
“Pero él no comprende.
“Y al otro día estaba otra vez en
el mar, purificándome. Entregándome en sus olas.”
Pardeando la tarde, aparecieron los
hombres. Venían encarabinados y terciados de cerrilleras. Eran cerca de
veinte . Pedro Páramo los invitó a cenar a la mesa y esperaron callados.
Sólo se les oyó sorber el chocolate, y masticar tortilla tras tortilla
cuando les arrimaron los frijoles.
Pedro Páramo los miraba. No se le
hacían caras conocidas. Detrasito de él, en la sombra el Tilcuate.
—Patrones —les dijo cuando vio que
acababan de comer—, ¿ en que más puedo servirlos?
—¿Usted es el dueño de esto? —preguntó
uno abanicando la mano.
Pero otro lo interrumpió diciendo:
—¡Aquí yo soy el que hablo!
—Bien. ¿qué se les ofrece? —volvió
a preguntar Pedro Páramo.
—Como usté ve, nos hemos levantado
en armas.
—¿Y?
—Y pos eso es todo. ¿Le parece
poco?
—¿Pero porqué lo han hecho?
—Pos porque otros lo han hecho
también. ¿No lo sabe usté? Aguárdenos tantito a que nos lleguen
instrucciones y entonces le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya
estamos aquí.
—Yo sé la causa —dijo otro—. Y
si quiere se la entero. Nos hemos rebelado contra el gobierno y contra
ustedes porque ya estamos aburridos de soportarlos. Al gobierno por
rastrero y a ustedes porque no son más que unos móndrigos bandidos y
mantecosos ladrones. Y del señor gobierno ya no digo nada porque le vamos
a decir a balazos lo que le queremos decir.
—¿Cuánto necesitan para hacer su
revolución? —preguntó Pedro Páramo—. Tal vez yo pueda ayudarlos.
—Dice bien aquí el señor,
Perseverancio. No se te debía soltar la lengua. Necesitamos agenciarnos
un rico pa que no habilite, y qué mejor que el señor aquí presente. ¿A
ver tú, Casildo, como cuánto nos hace falta?
—Que nos dé lo que su buena
intención quiera darnos.
—Éste “no le daría agua ni al
gallo de la pasión”. Aprovechemos que estamos aquí para sacarle de una
vez hasta el maíz que trai atorado en su cochino buche.
—Cálmate, Perseverancio. Por las
buenas se consiguen mejor las cosas. Vamos a ponernos de acuerdo. Habla
tú, Casildo.
—Pos yo ahi al cálculo diría que
unos veinte mil pesos no estarían mal para el comienzo ¿Qué les parece
a ustedes? Ora que quién sabe si al señor éste se le haga poco, con eso
de que tiene sobrada voluntad de ayudarnos. Pongamos entonces cincuenta
mil. ¿De acuerdo?
—Les voy a dar cien mil pesos —les
dijo Pedro Páramo—. ¿Cuántos son ustedes?
—Semos trescientos.
—Bueno. Les voy a prestar otros
trescientos hombres para que aumenten su contingente. Dentro de una semana
tendrán a su disposición tanto los hombres como el dinero. El dinero se
los regalo, a los hombres nomás se los presto. En cuanto los desocupen
mándenmelos para acá. ¿Está bien así?
—Pero cómo no.
—Entonces hasta dentro de ocho
días, señores. Y he tenido mucho gusto en conocerlos.
—Sí —dijo el último al salir—.
Acuérdese que, si no nos cumple, oirá hablar de Perseverancio, que así
es mi nombre.
Pedro Páramo se despidió de él
dándole la mano.
—¿Quién crees tú que sea el jefe
de éstos? —le preguntó más tarde al Tilcuate.
—Pues a mí se me figura que es el
barrigón ese que estaba en medio y que ni alzó los ojos. Me late que es
él... Me equivoco pocas veces, don Pedro.
—No, Damasio, el jefe eres tú. ¿O
qué, no te quieres ir a la revuelta?
—Pero si hasta se me hace tarde. Con
lo que me gusta a mí la bulla.
—Ya viste pues de qué se trata,
así que ni necesitas mis consejos. Júntate trescientos muchachos de tu
confianza y enrólate con esos alzados. Diles que les llevas la gente que
les prometí. Lo demás ya sabrás tú cómo manejarlo.
—¿Y del dinero qué les digo?
¿También se los entriego?
—Te voy a dar diez pesos para cada
uno. Ahí nomás para sus gastos más urgentes. Les dices que el resto
está aquí guardado y a su disposición. No es conveniente cargar tanto
dinero andando en esos trajines. Entre paréntesis ¿Te gustaría el
ranchito de la Puerta de Piedra? Bueno pues es tuyo desde ahorita. Le vas
a llevar un recado al Licenciado Gerardo Trujillo, de Comala, y allí
mismo pondrá a tu nombre la propiedad. ¿Qué dices, Damasio?
—Eso ni se pregunta, patrón. Aunque
con eso o sin eso yo haría esto por puro gusto. Como si usted no me
conociera. De cualquier modo, se lo agradezco. La vieja tendrá por lo
menos con qué entretenerse mientras yo suelto el trapo.
—Y mira, ahi de pasada arréate unas
cuantas vacas. A ese rancho lo que le falta es movimiento.
—¿No importa que sean cebuses?
—Escoge de las que quieras, y las
que tantees pueda cuidar tu mujer. Y volviendo a nuestro asunto, procura
no alejarte mucho de mis terrenos, por eso de que si vienen otros que vean
el campo ya ocupado. Y venme a ver cada que puedas o tengas alguna
novedad.
—Nos veremos patrón.
—¿Qué es lo que dice Juan
Preciado?
—Dice que ella escondía sus pies
entre las piernas de él. Sus pies helados como piedras frías y que allí
se calentaban como en un horno donde se dora el pan. Dice que él mordía
los pies diciéndole que eran como pan dorado en el horno. Que dormía
acurrucada, metiéndose dentro de él, perdida en la nada al sentir que se
quebraba su carne, que se abría como un surco abierto por un clavo
ardoroso, luego tibio, luego dulce, dando golpes duros contra su carne
blanda; sumiéndose, sumiéndose más, hasta el gemido.Pero que le había
dolido más su muerte. Eso dice.
—¿A quién se refiere?
—A alguien que murió antes que
ella, seguramente.
—¿Pero quién pudo ser?
—No sé. Dice que en la noche en la
cual él tardó en venir sintió que había regresado ya muy noche, quizá
de madrugada. Lo notó apenas, porque sus pies, que habían estado solos y
fríos, parecieron envolverse en algo; que alguien los envolvía en algo y
les da calor. Cuando despertó los encontró liados en un periódico que
ella había estado leyendo mientras lo esperaba y que había dejado caer
al suelo cuando ya no pudo soportar el sueño. Y que allí estaban sus
pies envueltos en periódico cuando vinieron a decirle que él había
muerto.
—Se ha de haber roto el cajón donde
la enterraron, porque oye como un crujir de tablas.
—Sí, yo también lo oigo.
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—Esa noche volvieron a sucederse los
sueños ¿Porqué ese recordar intenso de tantas cosas? ¿Porqué no
simplemente la muerte y no esa música tierna del pasado?
—Florencio ha muerto, señora.
—¡Qué largo era aquel hombre!
¡Qué alto! Y su voz era dura. Seca como la tierra más seca. Y su figura
era borrosa, ¿O se hizo borrosa después?, como si entre ella y él se
interpusiera la lluvia. “¿Qué había dicho? ¿Florencio? ¿De cuál
Florencio hablaba? ¿del mío? ¡Oh!, porqué no lloré y me anegué
entonces en lágrimas para enjuagar mi angustia. ¡Señor, tú no existes!
Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero
tú te ocupas nada más de las almas. Y yo lo que quiero de él es su
cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el
temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido
del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré
de mis doloridos labios?”
Mientras Susana San Juan se revolvía
inquieta, de pie, junto a la puerta, Pedro Páramo la miraba y contaba los
segundos de aquel nuevo sueño que ya duraba mucho. El aceite de la
lámpara chisporreaba y la llama hacía cada vez más débil su parpadeo.
Pronto se apagaría.
Si al menos fuera dolor lo que
sintiera ella, y no esos sueños sin sosiego, esos interminables y
agotadores sueños, él podría buscarle algún consuelo. Así pensaba
Pedro Páramo, fija la vista en Susana San Juan, siguiendo cada uno de sus
movimientos. ¿Qué sucedería si ella también se apagara cuando se
apagara la llama de aquélla débil luz con que él la veía?
Después salió cerrando la puerta sin
hacer ruido. Afuera el limpio aire de la noche despegó de Pedro Páramo
la imagen de Susana San Juan.
Ella despertó un poco antes del
amanecer. Sudorosa tiró al suelo las pesadas cobijas y se deshizo hasta
el calor de las sábanas. Entonces su cuerpo se quedó desnudo, refrescado
por el viento de la madrugada. Suspiró y luego volvió a quedarse
dormida.
Así fue como la encontró horas
después el padre Rentería; desnuda y dormida.
—¿Sabe, don Pedro, que derrotaron
al Tilcuate?
—Sé que hubo alguna balacera
anoche, porque se estuvo oyendo el alboroto, pero de ahi en más no sé
nada. ¿Quién te contó eso, Gerardo?
—Llegaron unos heridos a Comala. Mi
mujer ayudó para eso de los vendajes. Dijeron que eran de la gente de
Damasio y que habían tenido muchos muertos. Parece que se encontraron con
unos que se dicen villistas.
—¡Qué caray, Gerardo! Estoy viendo
llegar tiempos malos. ¿Y tú qué piensas hacer?
—Me voy, don Pedro. A Sayula. Allá
volveré a establecerme.
—Ustedes los abogados tienen esa
ventaja; pueden llevarse su patrimonio a todas partes, mientras no les
rompan el hocico.
—Ni crea, don Pedro; siempre nos
andamos creando problemas. Además duele dejar a personas como usted, y
las diferencias que han tenido para con uno se extrañan. Vivimos
rompiendo nuestro mundo a cada rato, si es válido decirlo. ¿Dónde
quiere que le deje los papeles?
—No los dejes. Llévatelos. ¿O qué
no puedes seguir encargado de mis asuntos allá a donde vas?
—Agradezco su confianza, don Pedro.
La agradezco sinceramente. Aunque hago la salvedad de que me será
imposible. Ciertas irregularidades... Digamos... Testimonios que nadie
sino usted debe conocer. Pueden prestarse a malos manejos en caso de
llegar a caer en otras manos. Lo más seguro es que estén con usted.
—Dices bien. Gerardo. Déjalos
aquí. Los quemaré. Con papeles o sin ellos, ¿quién me puede discutir
la propiedad de lo que tengo?
—Indudablemente nadie, don Pedro.
Nadie. Con su permiso.
—Ve con Dios, Gerardo.
—¿Qué dijo usted?
—Digo que Dios te acompañe.
El licenciado Gerardo Trujillo salió
despacio. Estaba ya viejo; pero no para dar esos pasos tan cortos, tan sin
ganas. La verdad es que esperaba una recompensa. Había servido a don
Lucas, que en paz descanse, padre de don Pedro; después a don Pedro. La
verdad es que esperaba una compensación. Una retribución grande y
valiosa. Le había dicho a su mujer:
—Voy a despedirme de don Pedro. Sé
que me gratificará. Estoy por decir que con el dinero que él me dé nos
estableceremos bien en Sayula y viviremos holgadamente el resto de nuestro
días.
Pero ¿por qué las mujeres siempre
tienen una duda? ¿Reciben avisos del cielo, o qué? Ella no estuvo segura
de que consiguiera algo:
—Tendrás que trabajar muy duro
allá para levantar cabeza. De aquí no sacarás nada.
—¿Por qué lo dices?
—Lo sé.
Siguió andando hacia la puerta,
atento a cualquier llamado: “¡Ey, Gerardo! Lo preocupado que estoy no
me ha permitido pensar en ti. Pero yo te debo favores que no se pagan con
dinero. Recibe esto: un regalo insignificante.”
Pero el llamado no vino. Cruzó la
puerta y desanudó el bozal con que su caballo estaba amarrado al horcón.
Subió a la silla y, al paso, tratando de no alejarse mucho para oír si
lo llamaban, caminó hacia Comala sin desviarse del camino. Cuando vio que
la Media Luna se perdía detrás de él, pensó: “Sería mucho rebajarme
si le pidiera un préstamo.”
—Don Pedro, he regresado, pues no
estoy satisfecho conmigo mismo. Gustoso seguiré llevando sus asuntos.
Lo dijo, sentado nuevamente en el
despacho de Pedro Páramo, donde había estado no hacía ni media hora.
—Está bien, Gerardo. Allí están
los papeles, donde tú los dejaste.
—Desearía también... Los gastos...
El traslado... Un mínimo adelanto de honorarios... Algo extra, por si
usted lo tiene a bien.
—¿Quinientos?
—¿No podría ser un poco, digamos,
un poquito más?
—¿Te conformas con mil?
—¿Y si fueran cinco?
—¿Cinco qué? ¿Cinco mil pesos? No
los tengo. Tú bien sabes que todo está invertido. Tierras, animales. Tú
lo sabes. Llévate mil. No creo que necesites más.
Se quedó meditando. La cabeza caída.
Oía el tintineo de los pesos sobre el escritorio donde Pedro Páramo
contaba el dinero. Se acordaba de don Lucas, que siempre le quedó a deber
sus honorarios. De don Pedro, que hizo cuenta nueva. De Miguel su hijo:
¡cuántos bochornos le había dado ese muchacho!
Lo libró de la cárcel cuando menos
unas quince veces, cuando no hayan sido más. Y el asesinato que cometió
con aquél hombre, ¿cómo se apellidaba? Rentería, eso es. El muerto
llamado Rentería, al que le pusieron una pistola en la mano. Lo asustado
que estaba el Miguelito, aunque después le diera risa. Eso nomás
¿cuánto le hubiera costado a don Pedro si las cosas hubieran ido hasta
allá, hasta lo legal? Y lo de las violaciones ¿qué? Cuántas veces él
tuvo que sacar de su misma bolsa el dinero para que ellas le echaran
tierra al asunto: “¡Date de buenas que vas a tener un hijo güerito!”,
les decía.
—Aquí tienes, Gerardo. Cuídalos
muy bien, porque no retoñan.
Y él que todavía estaba en sus
cavilaciones, respondió:
—Sí, tampoco los muertos retoñan
—y agregó—: Desgradaciadamente.
Faltaba mucho para el amanecer. El
cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La luna
había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes
que nadie mira, a las que nadie hace caso. Estuvo un rato allí
desfigurada, sin dar ninguna luz, y después fue a esconderse detrás de
los cerros.
Lejos, perdido en la oscuridad, se
oía el bramido de los toros.
“Esos animales nunca duermen —dijo
Damiana Cisneros—. Nunca duermen. Son como el diablo, que siempre anda
buscando almas para llevárselas al infierno.” Se dio vuelta a la cama,
acercando la cara a la pared. Entonces oyó los golpes.
Detuvo la respiración y abrió los
ojos. Volvió a oír tres golpes secos, como si alguien tocara con los
nudos de la mano en la pared. No aquí, junto a ella, sino más lejos;
pero en la misma pared.
“¡Válgame! Si no serán los tres
toques de San Pascual Bailón, que viene a avisarle a algún devoto suyo
que ha llegado la hora de su muerte.”
Y como ella había perdido el
novenario desde hacía tiempo, a causa de sus reumas, no se preocupó;
pero le entró miedo y, más que miedo, curiosidad.
Se levantó del catre sin hacer ruido
y se asomó a la ventana.
Los campos estaban negros. Sin
embargo, lo conocía tan bien, que vio cuando el cuerpo enorme de Pedro
Páramo se columpiaba sobre la ventana de la chacha Margarita.
—¡Ah, qué don Pedro! —dijo
Damiana—. No se le quita lo gatero. Lo que no entiendo es por qué le
gusta hacer las cosas tan a escondidas; con habérmelo avisado, yo le
hubiera dicho a la Margarita que el patrón la necesita para esta noche, y
él no hubiera tenido ni la molestia de levantarse de su cama.
Cerró la ventana al oír el bramido
de los toros. Se echó, sobre el catre cobijándose hasta las orejas, y
luego se puso a pensar en lo que le estaría pasando a la chacha
Margarita.
Más tarde tuvo que quitarse el
camisón porque la noche comenzó a ponerse calurosa...
—¡Damiana! —oyó.
Entonces ella era muchacha.
—¡Ábreme la puerta Damiana!
Le temblaba el corazón como si fuera
un sapo brincándole entre las costillas.
—Pero ¿para qué, patrón?
—¡Ábreme, Damiana!
—Pero si ya estoy dormida, patrón.
Después sintió que don Pedro se iba
por los largos corredores, dando aquellos zapatazos que sabía dar cuando
estaba corajudo.
A la noche siguiente, ella, para
evitar el disgusto, dejó la puerta entornada y hasta se desnudó para que
él no encontrara dificultades.
Pero Pedro Páramo jamás regresó con
ella.
Por eso ahora, cuando era la caporala
de todas las sirvientas de la Media Luna, por haberse dado a respetar,
ahora, que estaba ya vieja, todavía pensaba en aquella noche cuando el
patrón le dijo: “¡Ábreme la puerta Damiana!”
Y se acostó pensando en lo feliz que
sería a estas horas la chacha Margarita.
Después volvió a oír otros golpes;
pero contra la puerta grande, como si la estuvieran aporreando a
culatazos.
Otra vez abrió la ventana y se asomó
a la noche. No veía nada; aunque le pareció que la tierra estaba llena
de hervores, como cuando ha llovido y se enchina de gusanos. Sentía que
se levantaba algo así como el calor de muchos hombres. Oyó el croar de
las ranas; los grillos; la noche quieta del tiempo de aguas. Luego volvió
a oír los culatazos aporreando la puerta.
Una lámpara regó su luz sobre la
cara de algunos hombres. Después se apagó.
“Son cosas que a mí no me interesan”,
dijo Damiana Cisneros, y cerró la ventana.
—Supe que te habían derrotado,
Damasio. ¿Por qué te dejas hacer eso?
—Le informaron mal, patrón. A mí
no me ha pasado nada. Tengo mi gente enterita. Ahi traigo setecientos
hombres y otros cuantos arrimados. Lo que pasó es que unos pocos de los
viejos, aburridos de estar ociosos, se pusieron a disparar contra un
pelotón de pelones, que resultó ser todo un ejército. Villistas, ¿sabe
usted?
—¿Y de dónde salieron ésos?
—Vienen del Norte, arriando parejo
con todo lo que encuentran. Parece, según se ve, que andan recorriendo la
tierra, tanteando todos los terrenos. Son poderosos. Eso ni quien se los
quite.
—¿Y por qué no te juntas con
ellos? Ya te he dicho que hay que estar con el que vaya ganando.
—Ya estoy con ellos.
—¿Entonces para qué vienes a
verme?
—Necesitamos dinero, patrón. Ya
estamos cansados de comer carne. Ya ni se nos antoja. Y nadie nos quiere
fiar. Por eso venimos, para que usted nos provea y no nos veamos urgidos
de robarle a nadie. Si anduviéramos remotos no nos importaría darle un
entre a los vecinos; pero aquí todos estamos emparentados y nos remuerde
robar. Total, es dinero lo que necesitamos para mercar aunque sea una
gorda con chile. Estamos hartos de comer carne.
—¿Ahora te me vas a poner exigente,
Damasio?
—De ningún modo, patrón. Estoy
abogando por los muchachos, por mí, ni me apuro.
Está bien que te acomidas por tu
gente; pero sonsácales a otros lo que necesitas. Yo ya te di. Confórmate
con lo que te di. Y éste no es un consejo ni mucho menos, ¿pero no se te
ha ocurrido asaltar Contla? ¿Para qué crees que andas en la revolución?
Si vas a pedir limosna estás atrasado. Valía más que mejor te fueras
con tu mujer a cuidar gallinas. ¡Échate sobre algún pueblo! Si tú
andas arriesgando el pellejo, ¿por qué diablos no van a poner otros algo
de su parte? Contla está que hierve de ricos. Quítales tantito de lo que
tienen. ¿O acaso creen que tú eres tu pilmama y que estás para
cuidarles sus intereses? No, Damasio. Hazles ver que no andas jugando ni
divirtiéndote. Dales un pegue y ya verás cómo sales con centavos de
este mitote.
—Lo que sea, patrón. De usted
siempre saco algo de provecho.
—Pues que te aproveche.
Pedro Páramo miró cómo los hombres
se iban. Sintió desfilar frente a él el trote de caballos oscuros
confundidos con la noche. El sudor y el polvo; el temblor de la tierra.
Cuando vio los cocuyos cruzando otra vez sus luces, se dió cuenta de que
todos los hombres se habían ido. Quedaba él, solo, como un tronco duro
comenzando a desgajarse por dentro.
Pensó en Susana San Juan. Pensó en
la muchacha con la que acababa de dormir apenas un rato. Aquel pequeño
cuerpo azorado y tembloroso que parecía iba a echar fuera su corazón por
la boca. “Puñadito de carne”, le dijo. Y se había abrazado a ella
tratando de convertirla en la carne de Susana San Juan. “Una mujer que
no era de este mundo.”
En el comienzo del amanecer, el día
va dándose vuelta, a pausas; casi se oyen los goznes de la tierra que
giran enmohecidos; la vibración de esta tierra vieja que vuelca su
oscuridad.
—¿Verdad que la noche está llena
de pecados, Justina?
—Sí, Susana.
—¿Y es verdad?
—Debe serlo, Susana.
—¿Y qué crees que es la vida,
Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra?
—No, Susana, no alcanzo a oír nada.
Mi suerte no es tan grande como la tuya.
—Te asombrarías. Te digo que te
asombrarías de oír lo que yo oigo.
Justina siguió poniendo orden en el
cuarto. Repasó una y otra vez la jerga sobre los tablones húmedos del
piso. Limpió el agua del florero roto. Recogió las flores. Puso los
vidrios en el balde lleno de agua.
—¿Cuántos pájaros has matado en
tu vida, Justina?
—Muchos, Susana.
—¿Y no has sentido tristeza?
—Sí, Susana.
—Entonces, ¿qué esperas para
morirte?
—La muerte, Susana.
—Si es nada más eso, ya vendrá. No
te preocupes.
Susana San Juan estaba incorporada
sobre sus almohadas. Los ojos inquietos, mirando hacia todos lados. Las
manos sobre el vientre, prendidas a su vientre como una concha protectora.
Había ligeros zumbidos que cruzaban como alas por encima de su cabeza. Y
el ruido de las poleas en la noria. El rumor que hace la gente al
despertar.
—¿Tú crees en el infierno,
Justina?
—Sí, Susana. Y también en el
cielo.
—Yo sólo creo en el infierno —dijo.
Y cerró los ojos.
Cuando salió Justina del cuarto,
Susana San Juan estaba nuevamente dormida y afuera chisporroteaba el sol.
Se encontró con Pedro Páramo en el camino.
—¿Cómo está la señora?
—Mal —le dijo agachando la cabeza.
—¿Se queja?
—No, señor, no se queja de nada;
pero dicen que los muertos ya no se quejan. La señora está perdida para
todos.
—¿No ha venido el padre Rentería a
verla?
—Anoche vino y la confesó. Hoy
debía de haber comulgado, pero no debe estar en gracia porque el padre
Rentería no le ha traído la comunión. Dijo que lo haría a hora
temprana, y ya ve usted, el sol ya está aquí y no ha venido. No debe
estar en gracia.
—¿En gracia de quién?
—De Dios, señor.
—No seas tonta, Justina.
—Como usted lo diga, señor.
Pedro Páramo abrió la puerta y se
estuvo junto a ella, dejando que un rayo de luz cayera sobre Susana San
Juan. Vio sus ojos apretados como cuando se siente un dolor interno; la
boca humedecida, entreabierta y las sábanas siendo recorridas por manos
inconscientes hasta mostrar la desnudez de su cuerpo, que comenzó a
retorcerse en convulsiones.
Recorrió el pequeño espacio que lo
separaba de la cama y cubrió el cuerpo desnudo, que siguió debatiéndose
como un gusano en espasmos cada vez más violentos. Se acercó a su oído
y le habló: “¡Susana!”, y volvió a repetir: “¡Susana!”
Se abrió la puerta y entró el padre
Rentería en silencio, moviendo brevemente los labios:
—Te voy a dar la comunión, hija
mía.
Esperó a que Pedro Páramo la
levantara recostándola contra el respaldo de la cama. Susana San Juan
semidormida estiró la lengua y se tragó la hostia. Después dijo: “Hemos
pasado un rato muy feliz, Florencio.” Y se volvió a hundir entre la
sepultura de sus sábanas.
—¿Ve usted aquella ventana, doña
Fausta, allá en la Media Luna, donde siempre ha estado prendida la luz?
—No, Ángeles. No veo ninguna
ventana.
—Es que ahorita se ha quedado a
oscuras. ¿No estará pasando algo malo en la Media Luna? Hace más de
tres años que está aluzada esa ventana, noche tras noche. Dicen los que
han estado allí que es el cuarto donde habita la mujer de Pedro Páramo,
una pobrecita loca que le tiene miedo a la oscuridad. Y mire: ahora mismo
se ha apagado la luz. ¿No será un mal suceso?
—Tal vez haya muerto. Estaba muy
enferma. Dicen que ya no conocía a la gente, y dizque hablaba sola. Buen
castigo ha de haber soportado Pedro Páramo casándose con esa mujer.
—Pobre del señor don Pedro.
—No, Fausta. Él se lo merece. Eso y
más.
—Mire, la ventana sigue a oscuras.
—Ya deje tranquila esa ventana y
vámonos a dormir, que es muy noche para que este par de viejas andemos
sueltas por la calle.
Y las dos mujeres, que salían de la
iglesia muy cerca de las once de la noche, se perdieron bajo los arcos del
portal, mirando cómo la sombra de un hombre cruzaba la plaza en
dirección de la Media Luna.
—Oiga, doña Fausta, ¿no se le
figura que el señor que va allí es el doctor Valencia?
—Así parece, aunque estoy tan
cegatona que no lo podría reconocer.
—Acuérdese que siempre viste
pantalones blancos y saco negro. Yo le apuesto a que está aconteciendo
algo malo en la Media Luna. Y mire lo recio que va, como si lo correteara
la prisa.
—Con tal de que no sea de verdad una
cosa grave. Me dan ganas de regresar y decirle al padre Rentería que se
dé una vuelta por allá, no vaya a resultar que esa infeliz muera sin
confesión.
—Ni lo piense, Ángeles. Ni lo
quiera Dios. Después de todo lo que ha sufrido en este mundo, nadie
desearía que se fuera sin los auxilios espirituales, y que siguiera
penando en la otra vida. Aunque dicen los zahorinos que a los locos no les
vale la confesión, y aun cuando tengan el alma impura son inocentes. Eso
sólo Dios lo sabe... Mire usted, ya se ha vuelto a prender la luz en la
ventana. Ojalá todo salga bien. Imagínese en qué pararía el trabajo
que nos hemos tomado todos estos días para arreglar la iglesia y que
luzca bonita ahora para la Natividad, si alguien se muere en esa casa. Con
el poder que tiene don Pedro, nos desbarataría la función en un
santiamén.
—A usted siempre se le ocurre lo
peor, doña Fausta. Mejor haga lo que yo: encomiéndelo todo a la Divina
Providencia. Récele un Ave María a la Virgen y estoy segura que nada va
a pasar de hoy a mañana. Ya después, que se haga la voluntad de Dios, al
fin y al cabo, ella no debe estar tan contenta en esta vida.
—Créame, Ángeles, que usted
siempre me repone el ánimo.Voy a dormir llevándome al sueño estos
pensamientos. Dicen que los pensamientos de los sueños van derecho al
cielo. Ojalá que los míos alcancen esa altura. Nos veremos mañana.
—Hasta mañana, Fausta.
Las dos viejas, puerta de por medio,
se metieron en sus casas. El silencio volvió a cerrar la noche sobre el
pueblo.
—Tengo la boca llena de tierra.
—Sí, padre.
—No digas: “Sí, padre”. Repite
conmigo lo que yo vaya diciendo.
—¿Qué va usted a decirme? ¿Me va
a confesar otra vez? ¿Por qué otra vez?
—Ésta no será una confesión,
Susana. Sólo vine a platicar contigo. A prepararte para la muerte.
—¿Ya me voy a morir?
—Sí, hija.
—¿Por qué entonces no me deja en
paz? Tengo ganas de descansar. Le han de haber encargado que viniera a
quitarme el sueño. Que se estuviera aquí conmigo hasta que se me fuera
el sueño. ¿Qué haré después para encontrarlo? Nada, padre. ¿Por qué
mejor no se va y me deja tranquila?
—Te dejaré en paz, Susana. Conforme
vayas repitiendo las palabras que yo diga, te irás quedando dormida.
Sentirás como si tú misma te arrullaras. Y ya que te duermas nadie te
despertará... Nunca volverás a despertar.
—Está bien, padre. Haré lo que
usted diga.
El padre Rentería, sentado en la
orilla de la cama, puestas las manos sobre los hombros de Susana San Juan,
con su boca casi pegada a la oreja de ella para no hablar fuerte, encajaba
secretamente cada una de sus palabras: “Tengo la boca llena de tierra”.
Luego se detuvo. Trató de ver si los labios de ella se movían. Y los vio
balbucir, aunque sin dejar salir ningún sonido.
“Tengo la boca llena de ti, de tu
boca. Tus labios apretados, duros como si mordieran oprimiendo mis
labios...”
Se detuvo también. Miró de reojo al
padre Rentería y lo vio lejos, como si estuviera detrás de un vidrio
empañado. Luego volvió a oír la voz calentando su oído:
—Trago saliva espumosa; mastico
terrones plagados de gusanos que se me anudan en la garganta y raspan la
pared del paladar... Mi boca se hunde, retorciéndose en muecas, perforada
por los dientes que la taladran y devoran. La nariz se reblandece. La
gelatina de los ojos se derrite. Los cabellos arden en una sola
llamarada...
Le extrañaba la quietud de Susana San
Juan. Hubiera querido adivinar sus pensamientos y ver la batalla de aquel
corazón por rechazar las imágenes que él estaba sembrando dentro de
ella. Le miró los ojos y ella le devolvió la mirada. Y le pareció ver
como si sus labios forzaran una sonrisa.
—Aún falta más. La visión de
Dios. La luz suave de su cielo infinito. El gozo de los querubines y el
canto de los serafines. La alegría de los ojos de Dios, última y fugaz
visión de los condenados a la pena eterna. Y no sólo eso, sino todo
conjugado con un dolor terrenal. El tuétano de nuestros huesos convertido
en lumbre y las venas de nuestra sangre en hilos de fuego, haciéndonos
dar reparos de increíble dolor, no menguando nunca, atizado siempre por
la ira del Señor.
“Él me cobijaba entre sus brazos.
Me daba amor.”
El padre Rentería repasó con la
vista las figuras que estaban alrededor de él, esperando el último
momento. Cerca de la puerta, Pedro Páramo aguardaba con los brazos
cruzados; en seguida, el doctor Valencia, y junto a ellos otros señores.
Más allá, en las sombras, un puño de mujeres a las que se les hacía
tarde para comenzar a rezar la oración de difuntos.
Tuvo intenciones de levantarse. Dar
los santos óleos a la enferma y decir: “He terminado.” Pero no, no
había terminado todavía. No podía entregar los sacramentos a una mujer
sin conocer la medida de su arrepentimiento.
Le entraron dudas. Quizá ella no
tenía nada de que arrepentirse. Tal vez él no tenía nada de que
perdonarla. Se inclinó nuevamente sobre ella y, sacudiéndole los
hombros, le dijo en voz baja:
—Vas a ir a la presencia de Dios. Y
su juicio es inhumano para los pecadores.
Luego se acercó otra vez a su oído;
pero ella sacudió la cabeza:
—¡Ya váyase, padre! No se
mortifique por mí. Estoy tranquila y tengo mucho sueño.
Se oyó el sollozo de una de las
mujeres escondidas en la sombra.
Entonces Susana San Juan pareció
recobrar vida. Se alzó en la cama y dijo:
—¡Justina, hazme el favor de irte a
llorar a otra parte!
Después sintió que la cabeza se le
clavaba en el vientre. Trató de separar el vientre de su cabeza; de hacer
a un lado aquel vientre que le apretaba los ojos y le cortaba la
respiración; pero cada vez se volcaba más como si se hundiera en la
noche.
—Yo. Yo vi morir a doña Susanita.
—¿Qué dices, Dorotea?
—Lo que te acabo de decir.
Al alba, la gente fue despertada por
el repique de las campanas. Era la mañana de diciembre. Una mañana gris.
No fría; pero gris. El repique comenzó con la campana mayor. La
siguieron las demás. Algunos creyeron que llamaban para la misa grande y
empezaron a abrirse las puertas; las menos, sólo aquellas donde vivía
gente desmañanada, que esperaba despierta a que el toque del alba les
avisara que ya había terminado la noche. Pero el repique duró más de lo
debido. Ya no sonaban sólo las campanas de la iglesia mayor, sino
también las del Santuario. Llegó el mediodía y no cesaba el repique.
Llegó la noche. Y de día y de noche las campanas siguieron tocando,
todas por igual, cada vez con más fuerza, hasta que aquello se convirtió
en un lamento rumoroso de sonidos. Los hombres gritaban para oír lo que
querían decir: “¿Qué habrá pasado?”, se preguntaban.
A los tres días todos estaban sordos.
Se hacía imposible hablar con aquel zumbido de que estaba lleno el aire.
Pero las campanas seguían, seguían, algunas ya cascadas, con un sonar
hueco, como de cántaro.
—Se ha muerto doña Susana.
—¿Muerto? ¿Quién?
—La señora.
—¿La tuya?
—La de Pedro Páramo.
Comenzó a llegar gente de otros
rumbos, atraída por el constante repique. De Contla venían como en
peregrinación. Y aun de más lejos. Quién sabe de dónde, pero llegó un
circo, con volantines y sillas voladoras. Músicos. Se acercaban primero
como si fueran mirones, y al rato ya se habían avecinado, de manera que
hasta hubo serenatas. Y así poco a poco la cosa se convirtió en fiesta.
Comala hormigueó de gente, de jolgorio y de ruidos, igual que en los
días de la función, en que costaba trabajo dar un paso por el pueblo.
Las campanas dejaron de tocar; pero la
fiesta siguió. No hubo modo de hacerles comprender que se trataba de un
duelo, de días de duelo. No hubo modo de hacer que se fueran antes, por
el contrario, siguieron llegando más.
La Media Luna estaba sola, en
silencio. Se caminaba con los pies descalzos; se hablaba en voz baja.
Enterraron a Susana San Juan y pocos en Comala se enteraron. Allá había
feria. Se jugaba a los gallos, se oía la música; los gritos de los
borrachos y de loterías. Hasta acá llegaba la luz del pueblo, que
parecía una aureola sobre el cielo gris. Porque fueron días grises,
tristes para la Media Luna. Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto.
Juró vengarse de Comala:
—Me cruzaré de brazos y Comala se
morirá de hambre.
Y así lo hizo.
El Tilcuate siguió viniendo:
—Ahora somos carrancistas.
—Está bien.
—Andamos con mi general Obregón.
—Está bien.
—Allá se ha hecho la paz. Andamos
sueltos.
—Espera. No desarmes a tu gente.
Esto no puede durar mucho.
—Se ha levantado en armas el padre
Rentería. ¿Nos vamos con él, o contra él?
—Eso ni se discute. Ponte al lado
del gobierno.
—Pero si somos irregulares. Nos
consideran rebeldes.
—Entonces vete a descansar.
—¿Con el vuelo que llevo?
—Haz lo que quieras, entonces.
—Me iré a reforzar al padrecito. Me
gusta cómo gritan. Además lleva uno ganada la salvación.
—Haz lo que quieras.
Pedro Páramo estaba sentado en un
viejo equipal, junto a la puerta grande de la Media Luna, poco antes de
que se fuera la última sombra de la noche. Estaba solo, quizá desde
hacía tres horas. No dormía. Se había olvidado del sueño y del tiempo:
“Los viejos dormimos poco, casi nunca. A veces apenas si dormitamos;
pero sin dejar de pensar. Eso es lo único que me queda por hacer.”
Después añadió en voz alta: “No tarda ya. No tarda.”
Y siguió: “Hace mucho tiempo que te
fuiste, Susana. La Luz era igual entonces que ahora, no tan bermeja; pero
era la misma pobre luz sin lumbre, envuelta en el paño blanco de la
neblina que hay ahora. Era el mismo momento. Yo aquí, junto a la puerta
mirando el amanecer y mirando cuando te ibas, siguiendo el camino del
cielo; por donde el cielo comenzaba a abrirse en luces, alejándote, cada
vez más desteñida entre las sombras de la tierra.
“Fue la última vez que te vi.
Pasaste rozando con tu cuerpo las ramas del paraíso que está en la
vereda y te llevaste con tu aire sus últimas hojas. Luego desapareciste.
Te dije: ‘¡Regresa, Susana!’”
Pedro Páramo siguió moviendo los
labios, susurrando palabras. Después cerró la boca y entreabrió los
ojos, en los que se reflejó la débil claridad del amanecer.
Amanecía.
A esa misma hora, la madre de Gamaliel
Villalpando, doña Inés, barría la calle frente a la tienda de su hijo,
cuando llegó y, por la puerta entornada, se metió Abundio Martínez. Se
encontró al Gamaliel dormido encima del mostrador con el sombrero
cubriéndole la cara para que no lo molestaran las moscas. Tuvo que
esperar un buen rato para que despertara. Tuvo que esperar a que doña
Inés terminara la faena de barrer la calle y viniera a picarle las
costillas a su hijo con el mango de la escoba y le dijera:
—¡Aquí tienes un cliente!
¡Alevántate!
El Gamaliel se enderezó de mal genio,
dando gruñidos. Tenía los ojos colorados de tanto desvelarse y de tanto
acompañar a los borrachos, emborrachándose con ellos. Ya sentado sobre
el mostrador, maldijo a su madre, se maldijo a sí mismo y maldijo
infinidad de veces a la vida, “que valía un puro carajo”. Luego
volvió a acomodarse con las manos entre las piernas y se volvió a dormir
todavía farfullando maldiciones:
—Yo no tengo la culpa de que a estas
horas anden sueltos los borrachos.
—El pobre de mi hijo. Discúlpalo,
Abundio. El pobre se pasó la noche atendiendo a unos viajantes que se
picaron con las copas. ¿Qué es lo que te trae por aquí tan de mañana?
Se lo dijo a gritos, porque Abundio
era sordo.
—Pos nada más un cuartillo de
alcohol, del que estoy necesitado.
—¿Se te volvió a desmayar la
Refugio?
—Se me murió ya, madre Villa.
Anoche mismito, muy cerca de las once. Y conque hasta vendí mis burros.
Hasta eso vendí porque se me aliviara.
—¡No oigo lo que estás diciendo!
¿O no estás diciendo nada? ¿Qué es lo que dices?
—Que me pasé la noche velando a la
muerta, a la Refugio. Dejó de resollar anoche.
—Con razón me olió a muerto.
Fíjate que hasta yo le dije al Gamaliel: “Me huele que alguien se
murió en el pueblo.” Pero ni caso me hizo; con eso de que tuvo que
congeniar con los viajantes, el pobre se emborrachó. Y tú sabes que
cuando está en ese estado, todo le da risa y ni caso le hace a una.
¿Pero qué me dices? ¿Y tienes convidados para el velorio?
—Ninguno, madre Villa. Para eso
quiero el alcohol para curarme la pena.
—¿Lo quieres puro?
—Sí, madre Villa. Pa emborracharme
más pronto. Y démelo rápido que llevo prisa.
—Te daré dos decilitros por el
mismo precio y por ser para ti. Ve diciéndole entretanto a la difuntita
que yo siempre la aprecié y que me tome en cuenta cuando llegue a la
gloria.
—Sí, madre Villa.
—Díselo antes de que acabe de
enfriar.
—Se lo diré. Yo se que ella
también cuenta con usté pa que ofrezca sus oraciones. Con decirle que se
murió compungida porque no hubo ni quien la auxiliara.
—¿Qué, no fuiste a ver al padre
Rentería?
—Fui. Pero me informaron que andaba
en el cerro.
—¿En cuál cerro?
—Pos por esos andurriales. Usté
sabe que andan en la revuelta.
—¿De modo que también él? Pobres
de nosotros, Abundio.
—A nosotros qué nos importa eso,
madre Villa. Ni nos va ni nos viene. Sírvame la otra. Ahi como que se
hace la disimulada, al fin y al cabo el Gamaliel está dormido.
—Pero no se te olvide pedirle a la
Refugio que ruegue a Dios por mí, que tanto lo necesito.
—No se mortifique. Se lo diré en
llegando. Y hasta le sacaré la promesa de palabra, por si es necesario y
pa que usté se deje de apuraciones.
—Eso, eso mero debes hacer. Porque
tú sabes cómo son las mujeres. Así que hay que exigirles el
cumplimiento en seguida.
Abundio Martínez dejó otros veinte
centavos sobre el mostrador.
—Déme el otro cuartillo, madre
Villa. Y si me lo quiere dar sobradito por ahi es cosa de usté. Lo único
que le prometo es que éste sí me lo iré a beber junto a la difuntita;
junto a mi Cuca.
—Vete pues, antes que se despierte
mi hijo. Se le agria mucho el genio cuando amanece después de una
borrachera. Vete volando y no se te olvide darle mi encargo a tu mujer.
Salió de la tienda dando estornudos.
Aquello era pura lumbre; pero como le habían dicho que así se subía
más pronto, sorbió un trago tras otro, echándose aire en la boca con la
falda de la camisa. Luego trató de ir derecho a su casa, donde lo
esperaba la Refugio; pero torció el camino y echó a andar calle arriba,
saliéndose del pueblo por donde lo llevó la vereda.
—¡Damiana! —llamó Pedro Páramo—.
Ven a ver qué quiere ese hombre que viene por el camino.
Abundio siguió avanzando, dando
traspiés, agachando la cabeza y a veces caminando en cuatro patas.
Sentía que la tierra se retorcía, le daba vueltas y luego se le soltaba;
él corría para agarrarla y cuando ya la tenía en sus manos se le
volvía a ir; hasta que llegó frente a la figura de un señor sentado
junto a una puerta. Entonces se detuvo:
—Denme una caridad para enterrar a
mi mujer —dijo.
Damiana Cisneros rezaba: “De las
asechanzas del enemigo malo, líbranos, Señor.” Y le apuntaba con las
manos haciendo la señal de la cruz.
Abundio Martínez vio a la mujer de
los ojos azorados, poniéndole aquella cruz enfrente, y se estremeció.
Pensó que tal vez el demonio lo había seguido hasta allí, y se dio
vuelta, esperando encontrarse con alguna mala figuración. Al no ver a
nadie repitió:
—Vengo por una ayudita para enterrar
a mi muerta.
El sol le llegaba por la espalda. Ese
sol recién salido, casi frío, desfigurado por el polvo de la tierra.
La cara de Pedro Páramo se escondió
debajo de las cobijas como si se escondiera de la luz, mientras que los
gritos de Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los campos:
“¡Están matando a don Pedro!”
Abundio Martínez oía que aquella
mujer gritaba. No sabía que hacer para acabar con esos gritos. No le
encontraba la punta a sus pensamientos. Sentía que los gritos de la vieja
se debían estar oyendo muy lejos. Quizá hasta su mujer los estuviera
oyendo, porque a él le taladraban las orejas, aunque no entendía lo que
decía. Pensó en su mujer, que estaba tendida en el catre, solita, allá
en el patio de su casa, adonde él la había sacado para que se serenara y
no se apestara pronto. La Cuca, que todavía ayer se acostaba con él,
bien viva, retozando como una potranca, y que lo mordía y le raspaba la
nariz con su nariz. La que le dio aquel hijito que se les murió apenas
nacido, dizque porque ella estaba incapacitada: el mal de ojo y los fríos
y la rescoldera y no sé cuántos males tenía su mujer, según le dijo el
doctor que fue a verla ya a última hora, cuando tuvo que vender sus
burros para traerlo hasta acá, por el cobro tan alto que le pidió. Y de
nada había servido... La Cuca, que ahora estaba allá aguantando el
relente, con los ojos cerrados, ya sin poder ver amanecer, ni este sol ni
ningún otro.
—¡Ayúdenme! —dijo—. Denme
algo.
Pero ni siquiera él se oyó. Los
gritos de aquella mujer lo dejaban sordo.
Por el camino de Comala se movieron
unos puntitos negros. De pronto los puntitos se convirtieron en hombres y
luego estuvieron aquí, cerca de él. Damiana Cisneros dejó de gritar.
Deshizo su cruz. Ahora se había caído y abría la boca como si
bostezara.
Los hombres que habían venido la
levantaron del suelo y la llevaron al interior de la casa.
—¿No le ha pasado nada a usted,
patrón? —preguntaron.
Apareció la cara de Pedro Páramo,
que sólo movió la cabeza.
Desarmaron a Abundio, que aún tenía
el cuchillo lleno de sangre en la mano:
—Vente con nosotros —le dijeron—.
En buen lío te has metido.
Y el los siguió.
Antes de entrar en el pueblo les
pidió permiso. Se hizo a un lado y allí vomitó una cosa amarilla como
de bilis. Chorros y chorros, como si hubiera sorbido diez litros de agua.
Entonces le comenzó a arder la cabeza y sintió la lengua trabada.
—Estoy borracho —dijo.
Regresó a donde estaban esperándolo.
Se apoyó en los hombros de ellos, que lo llevaron a rastras, abriendo un
surco en la tierra con la punta de los pies.
Allá atrás, Pedro Páramo, sentado
en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo. Sintió que su
mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus rodilla; pero
no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de
sus pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: “Todos
escogen el mismo camino. Todos se van.” Después volvió al lugar donde
había dejado sus pensamientos.
“—Susana —dijo. Luego cerró los
ojos—. Yo te pedí que regresaras...
“... Había una luna grande en medio
del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna
filtrándose sobre tu cara.No me cansaba de ver esa aparición que eras
tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de
estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana,
Susana San Juan.”
Quiso levantar su mano para aclarar la
imagen; pero sus piernas la retuvieron como si fuera de piedra. Quiso
levantar la otra mano y fue cayendo despacio, de lado, hasta quedar
apoyada en el suelo como una muleta deteniendo su hombro deshuesado.
—Esta es mi muerte —dijo.
El sol se fue volteando sobre las
cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él,
vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban
de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se
detenía y parecía como si también se detuvieran el tiempo y el aire de
la vida.
“Con tal de que no sea una nueva
noche”, pensaba él.
Porque tenía miedo de las noches que
le llenaban de fantasmas. De eso tenía miedo.
“Sé que dentro de pocas horas
vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le
negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré
que oírlo; hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera
su voz.”
Sintió que unas manos le tocaban los
hombros y enderezó el cuerpo, endureciéndolo.
—Soy yo, don Pedro —dijo Damiana.
¿No quiere que le traiga su almuerzo?
Pedro Páramo respondió:
—Voy para allá. Ya voy.
Se apoyó en los brazos de Damiana
Cisneros e hizo el intento de caminar. Después de unos cuantos pasos
cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un
golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón
de piedras.
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