Juan
Rulfo
(México, 1918-1986)
Nos han dado la tierra
Originalmente publicado en
la revista Pan (de Guadalajara)
Nº 2, julio, 1945
(El llano en llamas, 1953)
Después de tantas horas de caminar
sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una
raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno ha creído a veces, en
medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se
podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de
grietas y de arroyos secos. Pero si, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que
ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea
ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Pero el pueblo está
todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.
Hemos venido caminando
desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde.
Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el
sol y dice:
—Son como las cuatro de
la tarde.
Ese alguien es Melitón.
Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento:
dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie.
Entonces me digo: "Somos cuatro." Hace rato, como a eso de las
once, éramos veintitantos; pero puñito a puñito se han ido
desperdigando hasta quedar nada más este nudo que somos nosotros.
Faustino dice:
—Puede que llueva.
Todos levantamos la cara y
miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y
pensamos: “Puede que sí.”
No decimos lo que
pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos
acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero
aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la
boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que
acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da
por platicar.
Cae una gota de agua,
grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como
la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más.
No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose
muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima
empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída
por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed,
¿Quién diablos haría
este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Hemos vuelto a caminar.
Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a
caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos
andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras
cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca
sobre el Llano, lo que se llama llover.
No, el Llano no es cosa
que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos
cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las
hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Y por aquí vamos
nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos
terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.
Yo siempre he pensado que
en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta peligroso
andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con “la
30” amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir
a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado
nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la
comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que
teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.
Vuelvo hacia todos lados y
miro el Llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los
ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas
salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten
la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero
nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para
enfriarnos del sol eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de
tepetate para que la sembráramos.
Nos dijeron:
—Del pueblo para acá es
de ustedes.
Nosotros preguntamos:
—¿El Llano?
—Sí, el Llano. Todo el
Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta
para decir que el Llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba
junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos
árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este
duro pellejo de vaca que se llama el Llano.
Pero no nos dejaron decir
nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso
los papeles en la mano y nos dijo:
—No se vayan a asustar
por tener tanto terreno para ustedes solos.
—Es que el Llano, señor
delegado...
—Son miles y miles de
yuntas.
—Pero no hay agua. Ni
siquiera para hacer un buche hay agua.
¿Y el temporal? Nadie les
dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva,
se levantará el maíz como si lo estiraran.
—Pero, señor delegado,
la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en
esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros
con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca
nada; ni maíz ni nada nacerá.
—Eso manifiéstenlo por
escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no
al Gobierno que les da la tierra.
—Espérenos usted,
señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es
contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que
hemos dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar
por donde íbamos...
Pero él no nos quiso
oír.
Así nos han dado esta
tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo,
para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí.
Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la
carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terrenal
endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.
Melitón dice:
—Esta es la tierra que
nos han dado.
Faustino dice:
—¿Qué?
Yo no digo nada. Yo
pienso: “Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el
que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le
ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál
tierra nos ha dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría
el viento para jugar a los remolinos.”
Melitón vuelve a decir:
—Servirá de algo.
Servirá aunque sea para correr yeguas .
—¿Cuáles yeguas? —le
pregunta Esteban.
Yo no me había fijado
bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él.
Lleva puesto un gabán que
le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una
gallina.
Sí, es una gallina
colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos
dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:
—Oye, Teban, ¿dónde
pepenaste esa gallina?
—Es la mía dice él.
—No la traías antes.
¿Dónde la mercaste, eh?
—No la merque, es la
gallina de mi corral.
—Entonces te la trajiste
de bastimento, ¿no?
—No, la traigo para
cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer;
por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.
—Allí escondida se te
va a ahogar. Mejor sácala al aire.
Él se la acomoda debajo
del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:
—Estamos llegando al
derrumbadero.
Yo ya no oigo lo que sigue
diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y él va
mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la
zangolotea a cada rato, para no, golpearle la cabeza contra las piedras.
Conforme bajamos, la
tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de
mulas lo que bajará por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos
gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano,
nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre
nosotros y sabe a tierra.
Por encima del río, sobre
las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes.
Eso también es lo que nos gusta.
Ahora los ladridos de los
perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del
pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.
Esteban ha vuelto a
abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata
las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen
detrás de unos tepemezquites.
—¡Por aquí arriendo
yo! —nos dice Esteban.
Nosotros seguimos
adelante, más adentro del pueblo.
La tierra que nos han dado
está allá arriba.
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