Sergio Ramírez
(Masatepe, Nicaragua, 1942-)


La banda del Presidente
Cuentos
(Managua, Nicaragua: Editorial Nicaragüense, 1963);
Cuentos completos
(México: Alfaguara, 1996, 340 págs.);
Cuentos completos
(México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1997, 340 págs.)



Y porque el país está en profunda crisis
de sus valores espirituales.


      Fue el último editorial contra el gobierno que se publicó en el periódico más combativo después de una serie de ya débiles intentos que se venían haciendo. Antes, en este periódico se vertía toda la saña contra los gobernantes y se criticaban hasta sus más mínimas acciones. Por su página editorial eran pasados a cuchillo día a día ministros, administradores, empleados menores. Pero en esta última semana el periódico vino clausurando poco a poco su encono y hoy aparece ya este último editorial: “profunda crisis de sus valores espirituales”. Después, absoluto silencio sobre política y cero críticas contra la administración. A simple vista esta podría ser la resultante de muchas causas, entre ellas, que el gobierno hubiera comprado a sus directores, cambios de opinión, etc. Pero esto fue sintomático de algo mucho más grave —o más feliz, según como queramos apreciarlo—: después las radiodifusoras de oposición omitían comentar los asuntos públicos en sus programas de noticias, la televisión clausuró sus entrevistas políticas y más aún, dejaron de publicarse las revistas especializadas sobre el asunto. La opinión pública no sufrió ningún trastorno por estos acontecimientos y, muy al contrario, se sintió feliz al desembarazarse de las diarias largas crónicas sobre política y políticos, ataques y contraataques, réplicas y agrias discusiones.
       Y todo quedó concluido cuando el periódico oficial que hablaba exclusivamente de asuntos gubernamentales dejó de circular por falta de lectores.
       Aquel país, en fin, abolió la política de sus medios de expresión en una convención silenciosa y sin apuros ni violencias. Fue un fenómeno fácil e inexplicable; la gente no quería leer política y los editores de diarios y programas de radio y TV los quitaron sin más, parte por voluntad del público y parte por voluntad propia.
       Después, comenzaron a morir los partidos políticos. Uno a uno iban perdiendo afiliados. Por supuesto, la cosa comenzó por los partidos de saloncito, en donde sus integrantes no volvieron a concurrir a las tertulias a leer manifiestos y libros sobre economía. Después, los más poderosos fueron perdiéndose, hasta que sus sedes generales fueron cerradas sin ningún alboroto y sus secretarios generales se dedicaron a sus oficios y abandonaron sus pretensiones presidenciales.
       Se terminaron también las pastorales de los obispos, las proclamas de los grupos populares, se disolvieron los comités de barrios y caseríos y los libreros no volvieron a importar libros sobre política ni nada parecido. Tranquilamente todo el mundo se dedicaba a sus trabajos y las relaciones familiares se hicieron más cordiales, hubo menos querellas judiciales.
       A la gente no le importaba ya el poder. Esto fue lo fundamental. Los generales y coroneles del ejército pidieron su baja y muchos soldados fueron licenciados. De inmediato se apreció que quienes dejaban su uniforme habían tenido alguna vez pretensiones al poder público. Pero a nadie le importaba esto. La cuestión de quién debería mandar fue relegada al último de los planos y se terminaron las audiencias presidenciales y la petición de puestos públicos y de prebendas. Al terminarse los partidos políticos también se acabaron las elecciones. Los diputados y senadores al comienzo se reunían esporádicamente, pero luego dejaron de hacerlo, el gobierno no dio más leyes ni decretos.
       Después suprimieron algunos ministerios. Se cerraron otras oficinas, se rebajaron los sueldos sin que nadie dijera nada. Aquel país entró en un periodo incomprensible de su historia. La gente se comportaba de esta manera y nadie lo extrañaba, como si toda su vida hubieran tenido ese régimen de vida, como si nada anormal estuviera pasando. No fue un largo proceso, una evolución hacia eso, sino que fue solo cuestión de meses. Las discusiones públicas se eliminaron solas, los partidos se suicidaron voluntariamente, los diputados por su gusto no volvieron a llegar a las sesiones.
       La abulia cayó sobre aquel país como una nube cargada de invierno y fue como un cielo plomizo y tranquilo, como si el aire se hubiera vuelto tibio y quieto. Una hipnosis terrible, un olvido total.
       Jaime Pic era el Señor Presidente de la República. Abogado, después agricultor, industrial, rico poderoso, llegó a ser Presidente cuando la convención de su partido lo eligió por unanimidad pues compró a más de la mitad de los convencionales, y tenía un consorcio económico con el anterior Presidente, y como el partido en el poder era su partido y este controlaba las elecciones, llegó por esto a la presidencia.
       Y Jaime Pic era el único que no estaba conforme con esta situación, absurda y novedosa.
       Había llegado a la presidencia hacía apenas siete meses y no había gozado del vértigo del poder lo suficiente para que de repente la situación viniera a ponerse de esta manera. Convocaba a una sesión de prensa y los periodistas no llegaban; emitía un boletín y los periódicos no lo publicaban. Quería hacer una convención de su partido y los afiliados no concurrían.
       Después renunció su secretario de prensa.
       Muchas noches Jaime Pic pasaba en vela pensando qué era lo que en realidad le ocurría a su pueblo. Creyó primero que quizá era alguna cosa pasajera pero se convenció de que no, pues ya duraba para largo. También presentía que tal vez el público se hubiera aburrido de los desmanes del gobierno y hubiera decidido hacer una huelga general. Pero tampoco, pues de esta corriente estática participaban también sus funcionarios de gobierno. Cuando alguien concurría a su despacho a ponerle su renuncia y él le preguntaba por qué, simplemente el funcionario encogía los hombros y daba la vuelta sin decir ni adiós. Estos pensamientos solo pasaban por la cabeza de Jaime Pic, porque de allí nadie, ni su misma esposa, se preocupaba de tales cuestiones. Cuando se sentaban a desayunar y él hablaba del asunto, ella comía en silencio. Cuando cambiaba de plática y empezaba a hablar de cine, la señora iniciaba una jovial conversación.
       Jaime Pic estaba por volverse loco. No tenía de que hablar porque sus funcionarios —los que aún quedaban— hacían tranquilamente el crucigrama en sus escritorios o jugaban a las cartas. Bajaba a las calles sonando el enorme pito de su carro blindado y la gente lo miraba ida, como si delante pasara un raro personaje de pesadilla o novela de misterio. Se terciaba la banda presidencial en el pecho y cruzaba las aceras con su escolta armada de ametralladoras y la gente le daba las espaldas no por desprecio, sino por indiferencia.
       Un día la escolta lo abandonó en media calle, dejaron sus ametralladoras en una cuneta y tranquilamente se perdieron en las esquinas. Su policía secreta no regresó nunca de las búsquedas a las cuales Jaime Pic los enviaba. En un partido de beisbol, al entrar Jaime Pic y su esposa al estadio los músicos no tocaron el himno ni el público se puso de pie, pues nadie reparó en la presencia del Señor Presidente.
       Ese día lloró Jaime Pic su desgracia.
       Su existencia como Presidente de una República sin instituciones, sin partidos, sin críticas, sin interés, era triste y desolada, como si un pingüino fuera obligado a vivir en el trópico.
       Mientras tanto la gente se dedicaba a sus quehaceres con empeño, los agricultores sembraban con alegría, los obreros producían con interés. Ciertas palabras iban poco a poco quitándose de la conciencia popular, tales como: elecciones, partido, candidato, congreso, puesto, ministro, sueldo, burocracia.
       Otro día el país amaneció sin ejército y los tanques y aviones de guerra comenzaron a oxidarse sin remedio.
       Pero ¡ay! Jaime Pic sufría lo indecible en su palacio con grandes ventanas de cristal. Su linda banda de tafetán de vivos colores con el escudo bordado en oro estaba llena de polvo porque su edecán dormía todo el día y su esposa leía también todo el día revistas de cine. Se terminaron para él las recepciones, los mítines, los discursos, los viajes oficiales, la corte de sus ad lateres, los honores, los himnos, las paradas militares, los saludos, los vítores. La dulce locura silenciosa de aquel país lo estaba trastornando.
       Como acto democrático Jaime Pic ensayaba, por ejemplo, bajar a los parques a hacer tertulias con sus conciudadanos, pero esto le resultaba mal siempre, pues la gente no apreciaba esto como desprendimiento del Presidente, sino como un acto anormal de cualquier hijo de vecino: conversar.
       Aquello era una tragedia para Jaime Pic. Un día colérico le dijo a su mujer que mejor iba a renunciar de su alto cargo y ella le preguntó:
       —¿Renunciar a qué?
       La abulia de la gente mató la política y mató a la figura del presidente. Jaime Pic era un tipo popular, buen conversador, amable, de maneras distinguidas. Pero solo eso. La gente le decía ya, con irrespeto para su condición de primer magistrado de la nación, “Jaimito Pic”.
       El Presidente Pic era un hombre chiquito y amanerado, de lentes finos con marcos de oro, amplia frente, cabellos ralos y manos pequeñas y cuidadas. Vestía de lino blanco por la mañana, y por la tarde, un traje gris y corbata roja, la banda presidencial en su pecho no faltaba nunca. Saludaba atentamente con el sombrero, crema por las mañanas y gris por las tardes.


       Grave, impetuoso, decidido y adolorido, el Señor Presidente Jaime Pic tomó una mañana al levantarse la decisión de su vida, tras haberla madurado toda la noche: dejar el poder.
       Pero dejar el poder simplemente, tomando sus valijas y marchándose con su mujer del palacio presidencial, ahora triste, silencioso y olvidado, no hubiera servido de nada, pues hubiera sido tan solo como cambiar de residencia. Maduró su plan y se decidió a ponerlo en práctica. A sus resultados sacrificaría su presidencia de la República: iba a provocar según sus intenciones una conmoción nacional, iba a rehabilitar el interés del público en la política, a crear una llaga para poner el dedo. Su plan iba a conmover de una vez por todas a sus absurdos ciudadanos olvidadizos y abúlicos, que despreciaban por quién sabe qué extraña razón el mejor de los placeres: la política dinámica, los discursos, las adulaciones, el forcejeo por los puestos, el presupuesto de la nación. Y después, vuelta la gente a sus antiguas manifestaciones, los periódicos a sus editoriales, las campañas, las discusiones, los partidos, el gobierno organizado de verdad —no este remedo de administración con viejos barredores y antiguas mecanógrafas ociosas—, él volvería con su candidatura y ganaría de nuevo la presidencia y entonces sí, iba a gozar de verdad de lo fantástico del poder, del boato, de las reverencias, de los himnos, de las recepciones, etcétera, etcétera.
       Y dio marcha a su plan.
       Hizo muy trabajosamente sus arreglos, porque nadie quería cooperar con él: por pura amistad la gente que él necesitaba se decidió a prestarle ayuda.
       Al fin, una noche todos los televisores y radios del país anunciaron una transmisión especial en cadena nacional. En las pantallas apareció la figura de un General con charreteras y medallas, de espada y todo. En sus hogares la gente escuchó tiros por todos los rumbos de la ciudad. Y el General en las pantallas, con cara hosca y ademanes serios habló al público:
       “Se informa al país que acaba de ser depuesto por las armas, en vista de la conveniencia nacional y de los supremos intereses de la patria, el Presidente de la República, Sr. Jaime Pic, quien sale exiliado para un país vecino. Desde este momento el control del gobierno queda en manos de las Fuerzas Armadas y quedan también abolidas todas las instituciones. Se decreta estado de sitio y se restringen las garantías constitucionales”.
       Después, el General, que era quien se iba a hacer cargo de la presidencia junto con otros militares, pidió al país serenidad y cordura en esos momentos difíciles. La gente, extrañada, se volvió a ver entre sí y todos encogieron los hombros. Desde el principio, habían reconocido al viejo actor de teatro retirado, quien metido en un disfraz de general les hablaba desde las pantallas y los radios.
       Soñolientos, apagaron sus receptores mientras los tiros de Jaime Pic seguían sonando por todos los rumbos.
       Desde esa noche, quedó el país definitivamente sin Presidente de la República.



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