Sergio Ramírez
(Masatepe, Nicaragua, 1942-)


Nicaragua es blanca
Nuevos cuentos
(León, Nicaragua: Editorial Universitaria, 1969);
Cuentos completos
(México: Alfaguara, 1996, 340 págs.);
Cuentos completos
(México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1997, 340 págs.)



A Mario Cajina-Vega

      El libro de Brückner estaba perdido seguramente en alguno de los recovecos de la caseta, quizá debajo de pilas de reportes viejos que se iban acumulando desde la fundación del observatorio, escritos en la misma máquina Remington de siempre y en el mismo papel manifold rosado, informes que una vez concluidos todos los días se transmitían por telégrafo a los poblados para que fueran entregados a los agricultores al anochecer y allá iban los mensajeros a caballo, de finca en finca, por los cañaverales y los plantíos de café, dejando los telegramas circulares con los pronósticos de viento y de lluvia, o no los entregaban nunca y aparecían después las esquelas en las corrientes, navegando en forma de barquitos, o las quemaban en los fogones de sus casas cuando se acumulaban en los salbeques de lona, terciados en las grupas de las bestias de posta.
       Solo había un libro que contenía la escala de velocidad de los vientos perfeccionada por Beaufort en 1869, y este era el de Brückner, Teoría cíclica. Una vez comprobado que la velocidad propuesta en los cálculos que estaba haciendo desde el amanecer correspondía a 0.12 en la escala, todo estaría concluido. Ese día no presentó ningún reporte meteorológico; era diciembre y ya se sabía que no llovía y que la temperatura se enfriaba aun en las regiones a nivel del mar de la costa del Pacífico, como todos los años por ese tiempo. Pero ninguna condición climatológica actual, ninguna de las figuras atmosféricas corrientes, podría haber predicho lo que afanosamente trataba de comprobar con la carta del tiempo extendida sobre la mesa de trabajo, y trazadas con carbón índigo sobre las regiones predestinadas las isotermas y las isobaras con las que estaba familiarizado desde el día en que llegó al Instituto Geográfico de Nordhausen en Alemania becado por el gobierno del Gral. José Santos Zelaya, a seguir estudios de meteorología, y desde aquella fecha su sabiduría comenzó a abarcar la descripción de remolinos y ventiscas en el trópico; el apuntamiento de las líneas de borrasca, el cálculo de los vientos boreales y la medición de taigas y de tundras, todo lo cual destilaban sus informes diarios de media página.
       En Nordhausen había tenido como profesor al propio Marcus Bjerknes, quien le había dedicado un ejemplar de su Análisis de la masa aérea, perdido también en algún lugar de la caseta, pero que no le interesaba por el momento; era a Brückner a quien buscaba, más que todo por un sentido de rigor científico, pues sus cálculos eran ya claros, las flechas dibujadas con exactitud y calcadas sobre un mapa físico de Nicaragua impreso en Bélgica para el tiempo de las campañas de Justo Rufino Barrios, en cuya confección se había utilizado el sistema tolomeico para trazados hidrográficos, siguiéndose los cursos de los ríos en los cuadrantes solo por percepciones astronómicas. Bien sabía que podía hacer una comprobación de tipo elíptico utilizando la clasificación climatológica de Koeppen, pero el margen de error era más amplio; por el contrario, la escala de Beaufort era infalible.
       Pasaba ya la medianoche y afuera en el campo de maíz oía a los vientos soplar sobre las tierras desnudas, conociendo el nombre de cada uno de ellos como quien identifica a los pájaros por sus cantos aun en lo oscuro del amanecer; eran casi unos vientos domésticos a los que podía atrapar, descifrar y seguir los rumbos con la veleta instalada en lo alto de la caseta y medir sus acordes haciéndolos pasar por túneles metrobáricos. Y siguió en busca del libro, tan afanoso como al principio. Pero concediéndose un plazo hasta las dos de la madrugada, hora en que se resignaría a utilizar a Koeppen, y fue al escritorio a voltear las gavetas que no recordaba haber abierto desde mucho tiempo atrás y sobre el tablero del cual mantenía un anemómetro traído consigo de Nordhausen y que no llegó a utilizar por falta de una pieza pedida por correo pero que se extraviaría en los azares de la guerra que estalló por esos días y a la que siguió la clausura del Instituto, guerra que provocó también que lo pusieran en la lista negra y le embargaran sus pertenencias; fue hasta en 1922 que le restituyeron sus derechos y le concedieron el nombramiento de meteorólogo oficial y el Ministro de Instrucción Pública pidió todos los aparatos al exterior para constituir el observatorio, incluyendo un pluviómetro de Barren y un hidrógrafo, el más grande de Centroamérica, pero que el Ministro se llevó para colocarlo en la sala de su casa, creyendo que tocaba música. Desde entonces, el observatorio estaba en la misma caseta levantada en un maizal al este de la capital, más parecido a un kiosco de refrescos con su baranda de hierro forjado terminando en lancetas y su cúpula de latón, y por dentro igual a una oficina de telegrafía con sus manipuladores y belinógrafos, y él en mangas de camisa y ligas negras en los antebrazos, su visera verde en la frente y el cuello cerrado por un botón de hueso, como el uniforme de los generales de la guerra de Mena. Cercano a la caseta construyeron después un campo de aterrizaje de grava para la Panaire.
       Cuando fueron las dos de la madrugada o un poco después, el teléfono repicó en la sala de guardia del palacio presidencial y el imaginaria dio vuelta al manubrio para contestar.
       —Aquí habla la oficina de meteorología —dijo la voz en el hilo—, quiero hablar con el señor presidente.
       —Loco de mierda —dijo el guardia—, ¿no se le ocurre otra hora mejor para llamar?
       —Es que es un asunto urgentísimo —insistió.
       —Lo pueden joder por estar perturbando al gobierno —el guardia hizo señas a un ordenanza, moviéndose.
       —Que no digan después que no le avisé a él primero.
       El guardia pensó en un complot y se puso pálido. Tartamudeó apenas y, poniendo la mano sobre la bocina, le dijo al ordenanza que fuera a llamar al cabo de guardia.
       —Espérese, no se vaya a retirar.
       —Aquí espero —dijo la voz muy tranquila.
       El cabo de guardia fue buscado en el puesto de retén y se levantó ya con la idea de que se trataba de algo grave.
       —Deme la dirección —dijo—, que van a ir a interrogarlo a su casa. Y cuidado con moverse de allí.
       —Es con el señor presidente que quiero hablar —repitió impaciente. Entonces el asunto pasó al oficial de turno y de allí al primer edecán. El edecán habló.
       —Vea, allí usted, el que sea; no se puede despertar al hombre a estas horas de la noche; si tiene algo que informar, entiéndase conmigo. Soy militar de confianza.
       —El presidente… —suplicó con voz desmayada—, el presidente o no respondo.
       Y en su dormitorio de ventanas moriscas cubiertas por cortinajes de muselina, roperos con espejos en las puertas y piso de rombos, el presidente tomó soñoliento el teléfono, rodeado del estado mayor, de sus edecanes y de la guardia personal. En el espaldar de la silla austriaca junto al lecho, estaba su casaca y sobre el tejido de junco del asentadero, el tricornio y las polainas.
       —Bueno, ¿con quién tengo el gusto?
       —¿Es usted, señor presidente?
       —Bueno —volvió a repetir, tosió y escupió en un pañuelo de lino que le presentaron.
       —Señor presidente, qué gusto tengo en darle a usted antes que a nadie la noticia.
       —Aló —se limitó a decir, y miró a todos los que le rodeaban con aire interrogante.
       —¿Me está usted escuchando?
       —Sí, sí, ¿qué es lo que se le ofrece?
       —Va a nevar en Nicaragua.
       —Aló.
       —Ahora en diciembre. Viene una nevada sobre Nicaragua.
       El presidente tiró el teléfono al piso y corrió con furia los pabellones de la cama. Habló con los guardias detrás de los encajes como en un acto de ilusionismo.
       —Me lo agarran, ya.
       Y se apagaron los focos de las arañas del aposento. Todavía en el corredor, frente a la reproducción del cuadro de David, La coronación de Napoleón, el edecán alcanzó a oír «a pan y agua».
       Los cálculos fueron concluidos después de las dos. El presidente no fue viable para una conversación telefónica hasta las cuatro. Cuando oyó que la comunicación se interrumpía, estuvo llamando a la central creyendo que se trataba de un desperfecto en la línea. Ya amanecía en Managua y los voceadores pregonaban La Estrella de Nicaragua; entre las breñas de la costa del lago, los pordioseros buscaban su comida en los basureros; se abrían las carnicerías y se arrimaban los coches de caballos a la plazoleta de la estación del ferrocarril; había un suave aroma de pan y las bujías se apagaban por sectores en los rieles del alumbrado público, la mañana entrando en las fritangas del Mercado Oriental, en los burdeles y en las coimerías, amaneciendo en la bajada de Dambach y del Arbolito una cuadra abajo, media a la montaña, la plaza del Caimito llenándose de carretones, un camión de basura por las Delicias del Volga, Candelaria y un programa de marimba en La Voz de la Victoria, los tendidos telefónicos frente a la casa del dólar cubiertos de golondrinas, el hotel Lupone vacío y él aún con la hoja rosada del informe pasado en limpio en la mano para leerlo al presidente, vientos procedentes del noroeste a velocidad promedio de 0.12 en la escala de Koeppen y una prolongación del solsticio de invierno en el área ecuatorial producirán una precipitación de nieve líquida por enfriamiento de las capas atmosféricas inferiores y el aumento del diámetro de los cristales en los altos cirros. Aunque en una posición cercana a los 30º en el ecuador, regiones aún por determinar del país recibirán cerca de la fecha de Navidad nevadas considerables, las cuales será posible prever a medida que los vientos que vienen viajando procedentes de los mares polares sigan acercándose, constaba de dos páginas copiadas en ambas caras de la hoja.
       El director del observatorio meteorológico no fue sacado de la bartolina en la 5a. Sección de Policía y llevado ante el presidente sino después que se recibió un radiograma procedente de Washington, en el que se informaba que el barco meteorológico norteamericano Emile, navegando en aguas del Atlántico, había determinado el día anterior 14 de diciembre por medio del sistema prismático, que vientos helados de las regiones árticas llegarían a las costas del Pacífico de la región meridional de la América Central, posiblemente cerca de Navidad y en una consulta transmitida por el barco al centro de investigaciones del tiempo en Norfolk, Virginia, se pedía las coordenadas precisas que fueron obtenidas por computación y ofrecidas junto con toda la información del caso a The United Press, la que dio un primer despacho por la mañana del 15 desde New York.
       —Sentate, hombre.
       Había perdido el botón de hueso de la camisa y lucía sucio, barbado e incluso parecía estar descalzo.
       —El asunto ese de la nieve…
       —Va a nevar —dijo muy quedamente.
       —Sí, ya sabemos. Leete esto.
       —Es lo mismo que yo había calculado —dijo después de revisar el mensaje ligeramente—, solo que ellos siguieron un método radial.
       —Ajá, sí. Y vos, ¿cómo lo supiste?
       Se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón de franela y sacó la hoja rosada doblada en cuatro.
       —Aquí está —y se la alargó al presidente sentado detrás del escritorio que recordaba un catafalco, con sus cuatro garras de león y las armas de la República grabadas en el frente, pero el edecán la tomó y se la entregó con un saludo militar.
       —¿Dónde estudiaste estas cuestiones? —dijo leyendo.
       —En la Renania, en el Instituto de Nordhausen.
       —¿En qué tiempo?
       —Antes de la primera Guerra Mundial.
       —¿Y hasta ahora pudiste averiguar lo de la nieve?
       —Es que hasta ahora se da el caso, señor.
       —Sí, ya sé, ya sé.
       El presidente pidió fuego y le acercaron un encendedor de bronce en forma de águila imperial.
       —Mirá —le dijo llevándose a los labios la boquilla dorada—, yo creo que lo mejor va a ser que nos quedemos callados. Allí dejémoslos a ellos que arreglen el asunto como mejor les parezca, nosotros solo esperemos.
       Un estenógrafo tecleando con dos dedos recogía todas las palabras presidenciales. Después el presidente puso la boquilla en un cenicero y se llevó las manos al vientre; vestía un traje de cáñamo y calzaba sobrebotas de Prusia.
       —Si me permite —dijo el anciano.
       —Lo que yo digo —continuó el presidente— es que quedemos como que no ha pasado nada; vos te volvés a tu laboratorio y ellos que anuncien desde allá lo que va a venir; ¿me entendés?
       —Que si entiende —el edecán se inclinó sobre él. Negó con la cabeza.
       —Mirá, esta cuestión es de política internacional, y eso lo manejo yo. Entonces, quedamos en que oficialmente fueron los Estados Unidos los que descubrieron que va a caer nieve. ¿Ok? —y se paró del sillón forrado de damasco rojo—. Quedás libre, andá, vete —y caminó hacia una puerta oculta que daba a los jardines—. Que se me decrete fiesta nacional el propio día —le ordenó a su secretario. Y desapareció.
       El presidente pronunció un discurso muy emotivo frente a la concurrencia oficial el día que encendió las luces del gigantesco árbol de Navidad frente a la casa presidencial, un acto tradicional en el país. Dijo que deseaba a todos una Navidad blanca. Soplaba aire caliente del lado de la costa del lago, pero aun así las señoras ocupaban sus silletas plegadizas envueltas en chales de lana, o con abrigos de piel, gorros y manguitos y los caballeros lucían sobretodos y bufandas. Está próximo el día, anuncian nuestros amigos del norte, en que recibiremos como bendición del cielo una nevada; así que ya no tendremos nada que envidiarle a los países avanzados del viejo continente y de Norteamérica. El Ministro Americano sonrió, el presidente accionó la palanca y el árbol se encendió luminoso.
       —Dije que no le pusieran escarcha sintética, ¿para qué? —le iba contando la primera dama al presidente mientras se retiraban en su trinco, envueltos en una nube de polvo—, la vamos a tener natural.
       Febriles los albañiles trabajaron esos días construyendo chimeneas en las residencias y la Panaire estuvo transportando leña de abedul desde aserraderos en New Hampshire, lo mismo que pavos congelados de Miami, manzanas de California, ropa de invierno, esquíes, colchas eléctricas para las tiendas, en las que instalaron apresuradamente sistemas de calefacción. Las baratas tocaban por sus parlantes solo villancicos en inglés y todos andaban apresurados en las calles, con sus suéteres llamativos y sus gorros, mirando al cielo, pues la primera señal de la nevada, según los periódicos, sería la desaparición de las nubes y la formación de una capa plomiza muy baja, como en día de lluvia.
       —Buen día, señora Vázquez —se saludaban.
       —Oh, señor Rodríguez qué día tan hermoso.
       —Pronto me va a contar, verá qué frío.
       —Oh —y se reían, entrando en las tiendas para gozar de la calefacción.
       No obstante, a medida que se acercaba la fecha señalada —que los barcos meteorológicos habían determinado para el 24 de diciembre—, el calor se hacía cada vez más insoportable; el aire permanecía quieto y los niños gritaban de sofocación metidos en sus pullovers. Los vecinos sacaban a las aceras sus mecedoras y se sentaban a esperar cualquier señal que viniera del cielo reverberante y lleno de luz, que tenían sobre sus cabezas y que el pavimento devolvía en reflejos que ponían un sopor sobre los ojos. Sin la nieve, la ciudad era un esqueleto, preparada como estaba con sus farolas, las figuras de luces en las bocacalles, los adornos en las puertas, y el humo de las chimeneas deshaciéndose en el bochorno, los cencerros de los trineos importados sonando invisibles al doblar las esquinas.
       En la caseta, el anciano había abandonado todos sus instrumentos y se pasaba los días sentado junto a la verja y leyendo bajo el sol esplendoroso números atrasados del Observador Internacional del Tiempo, que correspondían al segundo trimestre de 1929. De cuando en cuando levantaba la vista y miraba al maizal, sonriendo beatíficamente, mientras los zanates volaban sobre la cúpula y se posaban en la veleta.
       El 24 de diciembre, el presidente, sus ministros, el estado mayor, el cuerpo diplomático y los invitados oficiales, tomaron sus lugares en el estrado oficial para el inicio del gran espectáculo; una vez que comenzara la nevada, se echarían a vuelo las campanas y sonarían las sirenas de bomberos, los pitos de los carros, las campanillas de los sorbeteros. El presidente había preparado también un discurso de ocasión y en primera fila de la tarima se sentía hervir bajo los pliegues de un inmenso abrigo de armiño que le había obsequiado la embajada de Canadá; tenía, además, sobre las piernas una manta escocesa y usaba un gorro de Mujik. Pero pasadas las seis de la tarde, ni siquiera refrescaba y algunos embajadores comenzaron a retirarse; las bujías amarillas estaban ya encendidas en los rieles y la música de las procesiones de barrio y los cohetes se oían por todos los rumbos, como en una Navidad cualquiera.
       —¿Para qué horas estaba programada la cosa? —preguntó el presidente.
       —El último informe de New York decía que entre las tres y las cinco.
       —¿No hay ninguna novedad?
       —Se telegrafió a Norfolk, pero nadie contesta. El operador dice que ya cerraron por hoy. Como es víspera de Navidad.
       —¿Así que no se puede hacer nada?
       —Me temo que no, señor.
       —Pero alguien tiene que pagar los platos —dijo entre dientes. Y dirigiéndose al edecán con voz de mando—: vayan a traerme otra vez al viejo aquel.
       Solo el gabinete quedaba con el presidente cuando llevaron al anciano. El entarimado situado en la Plaza de la República, frente a las gradas del Palacio Nacional, lucía abandonado como esos que sirven para las ceremonias de las fiestas patrias muy de mañana, y ya de noche todo el mundo los mira con indiferencia, mientras barren las calles.
       —Ajá, ¿con que iba a nevar, verdad?
       —Está nevando —afirmó sonriente el viejo.
       —Creés que yo estoy loco, ¿verdad?
       —Está nevando, señor presidente.
       —¿Vos sabés que podés ir a la cárcel de nuevo? Te voy a acusar de burla institucional a los Supremos Poderes del Estado. De eso es lo que te voy a acusar, vas a ver.
       —Mi informe estaba bueno. Solo que usted ya no me permitió presentarle mis últimos cálculos. Está nevando en Nicaragua pero no aquí, eso es.
       —Sentate —le ordenó—, explicate mejor, a ver.
       —Un error de ellos en la determinación del rumbo de la última masa de las corrientes frías y en el área de desplazamiento.
       —¿Por qué no me hablás en cristiano? —le dijo palmeándole la rodilla. Se había despojado del abrigo y se daba aire con un abanico de palma.
       —Lo mejor que podía hacer es regresarse a la casa presidencial, señor. No va a caer nieve hoy aquí ni nunca. Supongo que en este momento está nevando hacia el Atlántico, en el norte, por allí.
       La gente empezaba a llegar a Catedral para la Misa del Gallo.
       —De todos modos, quedás detenido —le dijo—. Preventivamente, no te preocupés. A ver qué pasa mañana.
       Y el trinco presidencial se regresó solo a las cuadras, yendo por calles desconocidas, porque el presidente y su señora volvieron en automóvil. Ni siquiera usaron el landó de ceremonias, por su parecido al trineo, que también era tirado por caballos y tenía instalada sobre el pescante la bandera de la República.
       —Estaba juntando el ganado cerca del río Mayales —declaró José López, un campesino de cuarenta y cinco años, a United Press—, cuando vi que bajaba del cielo una especie de lluvia de motas de algodón y el ganado estaba espantado de frío y pronto toda la sabana se cubrió de un manto blanco.
       —Eso se llama nieve —le aclaró el corresponsal.
       Y su mujer agregó:
       —El río se puso como de vidrio.
       La nevada cubrió las regiones montañosas y húmedas del país, en un área geográfica que comprende las selvas de la Costa Atlántica, los extensos ríos que desembocan en el mar Caribe, los poblados situados al este del gran lago de Nicaragua, las cordilleras que constituyen el macizo central de Isabelia hacia el norte.
       En Juigalpa, el termómetro marcaba anoche y esta mañana cinco grados bajo cero. Una nieve menuda y líquida caía sin interrupción sobre La Concordia, San Pedro de Lóvago y Santo Tomás; en Acoyapa y Comalapa las temperaturas oscilaban entre cinco y quince grados bajo cero. Un frío polar seguía reinando en el norte, incluyendo Palacagüina y Yalí y el cerro de El Chipote estaba hoy recubierto por una espesa capa de nieve; en la región de Terrabona el termómetro cayó a doce grados bajo cero, y eran quince grados bajo cero en Curinguás, donde numerosos animales murieron de hambre y de frío. Seguía nevando en Amerrisque y en Prinzapolka y se heló el río Escondido, dificultando el tráfico fluvial. Los poblados de Telpaneca, San Juan del Norte, Wiwilí y Malacatoya quedaron aislados por el espesor de la capa que cubría los caminos, según informaron a la capital las oficinas telegráficas.
       En Yeluca, Oculi y La Libertad, la gente miraba silenciosa la caída de la nieve desde las puertas de sus viviendas y muchos oraban en las iglesias.
       —Parece que estuviéramos en el cine —dijo un morador y se rio.
       Se han reportado muertos de frío y ya el supremo gobierno organizó un comité de auxilio.
       Aves acuáticas graznaban desesperadas volando sobre el río Siquia, que era como un espejo. Nicaragua es blanca.



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