Sergio Ramírez
(Masatepe, Nicaragua, 1942-)


De los efectos de las bombas caseras
De tropeles y tropelías
(San Salvador: Editorial Universitaria, 1972);
Cuentos completos
(México: Alfaguara, 1996, 340 págs.);
Cuentos completos
(México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1997, 340 págs.)



      Pasadas las ceremonias del día en que se le condecoró con la Orden Isabel la Católica en el Grado de Gran Comendador, S. E. convidó a algunos de los circunstantes a acompañarle a Los Amores de Abraham, un selecto lupanar de su confianza, para celebrar la presea. Avanzada la fiesta, y mientras se desgranaban las risas argentinas y tintineaban las copas de fino bacarat, por un apuro del cuerpo S. E. debió concurrir al retrete, y no bien se había sentado en la taza de china cuando debajo suyo se produjo el estallido de una bomba casera.
       Sus guardias y edecanes, que acudieron corriendo al lugar de los hechos, encontraron a S. E. cubierto de pólvora y con las cejas ardidas, sosteniéndose los calzones del uniforme militar de gala con las manos y vociferando frente a la puerta descerrajada, en medio de una humareda.
       Las putas, músicos y cantineros fueron prendidos de inmediato y los interrogatorios, que se iniciaron en el burdel esa misma noche, dieron los indicios de una vasta conspiración, que para ser sofocada precisó de la Ley Marcial decretada en todo su rigor y de la inmediata instalación de un Consejo de Guerra que empezó a funcionar conforme al Código de Enjuiciamiento Militar heredado de la antigua ocupación de los Cuerpos de Marina de los Estados Unidos de América.
       Fueron primeras en comparecer ante el Consejo de Guerra las mujeres de Los Amores de Abraham, que a preguntas del Fiscal Militar implicaron gravemente a muchas de sus relaciones, entre las que se contaban hijos de prominentes ciudadanos, quienes al ser llevados ante el Consejo comprometieron con sus dichos a sus padres, y a otros ciudadanos no menos distinguidos, todos los cuales fueron conducidos prisioneros, incomunicados e interrogados por la policía secreta, y solo tras muchos días pasados a la orden del Consejo de Guerra ante el cual hicieron revelaciones que daban mérito para enjuiciar a familiares, vecinos, empleados, quienes al rendir declaración bajo promesa de ley mencionaban como sabedores a los médicos que los curaban, que al pasar el interrogatorio no tenían más remedio que acusar sus conexiones con otros pacientes, y estos pacientes sacaban a luz todo lo que sabían de la culpabilidad de los abogados que les llevaban sus asuntos; y los abogados mencionaron a otros clientes suyos, y estos clientes a funcionarios del gobierno de S. E. cuyos testimonios conducían a la captura de militares en servicio, a quienes se detenía en los cuarteles o durante el curso de un arresto que ellos mismos andaban haciendo. Y los oficiales confesaban cuán comprometidos estaban parientes lejanos de S. E., que una vez presos dieron la lista de los seudónimos que usaban para conspirar contra parientes consanguíneos de S. E., que se sentaban con él en su misma mesa; y mientras las cárceles siguen llenándose de gente que nunca él sospechara, S. E. viene pensando que él también forma parte de la conspiración y que por lo tanto es mejor declarar una amnistía general que cubra toda clase de delitos atentatorios contra la seguridad del Estado y demás que les sean conexos.



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