Sergio Ramírez
(Masatepe, Nicaragua, 1942-)


El cobarde
Cuentos
(Managua, Nicaragua: Editorial Nicaragüense, 1963);
Cuentos completos
(México: Alfaguara, 1996, 340 págs.);
Cuentos completos
(México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1997, 340 págs.)



      En medio sol, el bus se estiraba sin prisa como un garrobo por la aburrida carretera; el aparato tenía dos horas de sudar sobre el asfalto y por fin el muchacho vio alzarse después de una vuelta una gran antena de radio, y más allá el cementerio, con cruces, como todos los cementerios; el trasto se fue parando poco a poco, el colector del bus se apeó, le dio un peso al guardia y el bus siguió adelante. La ciudad sudaba por todos sus campanarios y el muchacho comenzó a distribuir su mirada: la calle se fue haciendo más profunda hacia adelante y otro muchacho que iba sentado a su lado lo codeó y le dijo: —esa es la 21—, y dos guardias nacionales metieron a empujones a un hombre a una casa enorme, que parece que en un tiempo fue iglesia.
       Por fin el bus se fue a parar frente a una enorme iglesia bostezante y el muchacho supo que esa era la catedral, con sus leones y todo; y le pareció un enorme puño, con un gran aburrimiento de golpear en cada campanada. Se bajó y se sintió nuevo entre tanta cosa vieja: para allá, don Máximo Jerez daba las espaldas a la catedral, mirando para el comando. Como docena y media de choferes se acercaron al bus gritando: ¡Taxi! ¡Taxi! ¡Taxi! y se abalanzaron sobre las valijas: el muchacho se paró detrás del bus a que le bajaran las de él, y un chofer peinado con bastante brillantina se le acercó: ¿Taxi, bachiller? Aquel verde, mire, allá…
       El muchacho se fue a montar al viejo modelo recién pintado; abrió la puerta de atrás y se sentó. De repente, aquel «Taxi, bachiller» le agradó. Hacía tres meses llevaba un anillo de grado en el dedo y su familia lo mandaba a estrenar el título a la Universidad: lo matricularon en Derecho porque la gente decía que era «lo más fácil y bonito». Allí estaba, recién metido en una ciudad rara, caliente y extraña, comenzando una carrera por la que no sentía nada, nada. Comparó dos pensamientos y vio que sentía más por la muchacha que quedaba atrás, allá en el pueblo, que por su carrera. Y se abrió el primer botón de la camisa cuando el carro arrancó.
       El auto se fue por unos empedrados y fue a parar junto a una esquina.
       —Aquí es, bachiller.
       Se bajó con una confusión de extraños sentimientos y con unas ganas enormes de volverse a su casa; pero había un tanto más de doscientos kilómetros que el volverlos a recorrer podría matar a su padre del corazón. Conoció la pensión por el rótulo mal pintado y con mala ortografía: «SE ASEPTAN COMENZALES». Se parecía a la casa que sale en las geografías y que es donde vivió Rubén Darío: con una puerta en la esquina y un pilar en medio de la puerta. Una señora gorda salió a recibirlo.
       —¡Ah! ¿Usted es el muchacho de don Francisco?
       —Sí… sí, señora, yo soy…
       —Entre pues, muchacho; este viaje debe haberlo cansado mucho…
       Y con una valija en cada mano entró en la casa. Le pareció vacía y con muebles que no servían para nada; de una pared colgaba el retrato de un señor de barba.
       —Mire, aquí es su cuarto… ponga allí sus valijas… y allá quedan los servicios… cuando quiera algo solo me llama; ah… y si quiere comer ya… —no dijo nada; se apretó el labio de arriba contra los dientes y le dieron unas ganas enormes de ponerse a llorar.
       Cuando fue de tarde no hubo ningún cambio en aquel León; como las clases empezaban hasta el día siguiente, salió a dar una vuelta. Por primera vez en una ciudad extraña todo le parecía extraño: tanta casa viviendo más de lo suficiente, todo aquello levantado en otros siglos y que aún estaba en pie. Llegó a la Universidad y lo recibieron estudiantes con tijeras y grandes risas, cuando salió tenía la cabeza llena de caminos mal construidos; ya en la calle se sintió más solo y sentía el sabor del pelo en la boca y sobre los ojos.
       Llegó a la pensión de noche y la comida, bueno, le pareció que tenía alguna semejanza a comida; de todos modos se sentó a esperar que se fueran las horas.
       —¿Y piensa su papá pagarme por adelantado?
       Aquella voz le llegó de la señora que le miraba fijamente.
       —Creo que sí, señora… él no me dijo nada…
       —Ah pues, escríbale y le dice que así cobro yo… por si los enredos… Pero de todos modos, no se aflija, si el pago no viene a tiempo aquí hay casas en que por anillos, libros y otras cosas dan reales al interés, así me podrá pagar para mientras manda su papá…
       Esta vez tampoco quiso hablarle, pero no se afligió, su papá tenía con qué pagar adelantado y su anillo no se lo estaba empeñando a nadie… Suavemente se lo llevó a la boca como para protegerlo.
       Al día siguiente, los periódicos dijeron que había estallado una revolución en Chontales, ni siquiera pudo estrenar su título, ni su anillo ni su cabeza rapada, porque la Universidad estuvo abierta solo un día y la cerraron, se quedó solo en aquel León, la plata no llegó nunca y no podía volverse. A los días, salió su papá en la lista de los presos. Se llevó el anillo a la boca suavemente como para protegerlo.
       —¿Dónde es que empeñan, me dijo?
       La señora de la pensión lo miró y se levantó de su enorme silla.
       —Mire, aquí a la vuelta de la esquina, media cuadra; en la casa de puertas verdes, golpee.
       Se cruzó la calle, buscó la casa y golpeó. Una mujer flaca, de anteojos y con dos largas manos huesudas como signos de peso, salió a abrirle la puerta.
       —Vengo a…
       —Entre.
       —¿Cuánto quiere por ese anillo?
       La tremenda psicología preventiva y hasta gitana de la mujer lo asustó un poco.
       —Pues…
       —Cincuenta. No doy más.
       Toda discusión era en vano.
       —Bueno, ¿y por los libros?
       Extendió con las dos manos un Código Civil y un Derecho Romano; y hasta una Constitución que un tío le había dado «por si le servía».
       —Cuarenta por los dos.
       —Pero si están nuevecitos…
       —Tome pues, lléveselos.
       No tuvo más que hacer y también dejó los libros…
       —Ah… y no se olvide que son diez pesos más por el anillo y diez por los libros los que me va a devolver.
       Las últimas palabras las oyó ya en la calle. La ciudad sudaba de nuevo por todos sus campanarios. Estaba oscureciendo y las luces ya estaban encendidas.
       Se cruzó la calle, oyó un pito y alguien le gritó: ¡Taxi, bachiller!
       El anillo ya no estaba allí. Se subió a la acera, apretó fuertemente los noventa pesos y el carro se perdió lentamente a la vuelta de la esquina.



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