Sergio Ramírez
(Masatepe, Nicaragua, 1942-)
Son de pascuas
Cuentos
(Managua, Nicaragua: Editorial Nicaragüense, 1963);
Cinco cuentos
(incluye un cuento por autor de los escritores nicaragüenses
Juan Aburto, Mario Cajina-Vega, Fernando Gordillo, Sergio Ramírez y Fernando Silva)
(Managua, Nicaragua: Ediciones Venta, 1964, 47 págs.);
Cuentos completos
(México: Alfaguara, 1996, 340 págs.);
Cuentos completos
(México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1997, 340 págs.)
La muchacha olía a polvo barato y
le sudaban las manos cuando entró desesperada a la oficina de teléfonos en
donde el telefonista bostezaba largamente en su taburete de cuero de tambor con
las patas más altas que los taburetes normales. Su aparato era como un gran
reclinatorio y de atrás salía una serie infinita de hilos delgaditos de todos
colores en una sola trenza y de vez en cuando se oía el rrrrrr por unas tapitas
que tenía la caja.
—Me da con el Comando de Santa
Teresa —dijo la mujer inclinándose sobre la baranda que dividía al telefonista
del público. Le dio vuelta a la manigueta medio sonámbulo y empezó a pedir con
Santa Teresa:
—Aló Santa Teresa, Santa Teresa
haló... Haló, compadré, qué tal de Nochebuena, y el pase, ¿ya salió?... Ahhhh...
no se pique mañana 25 que tiene franco... ah... jaaa, jaaaa... vea, déme allí
con el Comando, bueno, bueno, bueno... allí está el Comando niñá, andá hablá
allá a la pared...
Dejó enchufado el chunche y se
salió a la puerta de la oficina que quedaba en la calle real en una casa alta
con unas cuatro gradas de piedra pegadita al telégrafo y al correo y al otro lado
el cuartel G. N. Más arriba de los techos y de los palos de coco el cielo de
diciembre estaba completamente encendido y un friíto helaba la nariz, los pies
y las costillas, y la camisa del telefonista por fuera se movía sobre su
vientre mientras recostado en el marco de la puerta sonreía en un éxtasis de
nochebuena, oyendo el tronar de los cohetes a lo largo, las músicas, los
voceríos.
La muchacha se estaba comunicando
con el Comando de Santa Teresa desde el teléfono de la pared y hablaba empinándose para alcanzar el aparato
mientras con una mano sostenía sobre su oreja el escuchador.
—Vea, por favor me llama al raso
Gutiérrez que aquí le habla su esposa dígamele, holaaá, ah... ve Miguel te
hablé porque la niña se está muriendo... ah, ¿qué? ¡Sí, muriendo.
Esto último lo dijo ya gritando
para hacerse oír y el telefonista la miró de reojo mientras se estiraba en el
escaño de la oficina.
—Que se está muriendo, sí... el
doctor dice que es crup... ¿ah? Crup, crup... Ah, no, yo te aviso porque es mi
obligación, si yo ya sé que no te importo, pero es por tu hija... holá... sí,
está grave, grave, grave.
Lo dijo como una sentencia cortada
en cada palabra y gesticulando con la mano que le quedaba libre.
La voz de la muchacha se iba por
el hilo del teléfono, cruzando la Nochebuena de los pueblos del sur, arriba de
los cafetales de Masatepe y San Marcos, por entre las palmeras, los naranjos,
los limoneros, los palos de mango, los chagüites, en la espesura de maderos,
chilamates, ojoches, tigüilotes, guachipilines, a la orilla de los cementerios
llenos de begonias, jalacates, milflores, lirios del valle, arriba del zacatito
tierno, los caminos carreteros, las luces de los caseríos, los alambrados, hasta
Santa Teresa, desde donde la voz del marido borracho le llegaba cortada. Ella
le hablaba con desesperación, con un llanto rabioso reprimido. Era mujer
probada, valiente, decidida y si no que lo dijera aquel trapecio en lo alto de
las varas de la maroma en donde hacía sus pruebas mortales, el balancín de la
muerte, el paso de Satanás. Pero ahora lo llamaba porque era su hija y no para
que lo hiciera por ella sino por la niña que se moría, allá en la carpa del
Circo Rosita, con espectáculos bajo la luna, “quince artistas de fama
internacional, cuatro graciosos payasos, trapecistas, equilibristas,
malabaristas, monos, cabros amaestrados, ilusionistas, en su recorrido triunfal
por Centro y Suramérica...”
La gran Melania, estrella del
trapecio de la maroma, sollzaba ahora pegada al teléfono llamando a su marido, Guardia
Nacional acantonado en Santa Teresa.
—Ve, por última vez te digo... ¿vas
a venir o no? Si es
tu obligación y estás franco mañana, te espero... pero ¿por qué? ¿Que no es tu
hija?
Bajo las estrellas de Navidad por
la calle real venía el pase del niño Jesús, con olores de incienso y reseda,
entre las lámparas de gasolina, la música bullanguera, los pastores, los
cantos, la ternura del pueblo caminando a pasos lentos mientras los cohetes reventando.
El telefonista se salió otra vez a asomarse y cruzó los brazos sonriente.
—Por última vez... ¿venís o no?
¿Querés hallarla muerta?... Si a mí nunca me has dado nada, pero es tu hija aunque no querrás... y está gravísima,
gravísima...
La gran Melania tenía ahora una
vena repintada a un lado del cuello como cuando iba a lanzarse en el pase de la
muerte aplaudido en la Concha, en San Juan, en Niquinohomo, en Santa Teresa,
bajo la luz de las lámparas tubulares y los candiles, y que anunciaban en
grandes letras los carteles de la maroma.
Por la puerta de la oficina
entraba el son de pascuas. Llegó corriendo la hija mayor de la mujer rechinando
sus zapatos nuevos.
—Que ya murió, mamá, que se vaya,
ya murió la niña...
La mujer oyó a su hija pero se quedó un ratito más sin decir
nada, con el aparato en la oreja y siempre empinándose. Después lo soltó y el
chunche se quedó balanceando en el aire cernido que pasaba por la oficina.
—Son uno veinte —dijo el
telefonista y desconectó la clavija.
Diciembre de 1963
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