Sergio Ramírez
(Masatepe, Nicaragua, 1942-)


¿Te dio miedo la sangre?
(Caracas: Monte Ávila, 1977, 281 págs.)


A Peter, A Inke


LOS SUCESOS DE ESTA HISTORIA

Sangre 1

      El Turco, el Jilguero y el Indio Larios secuestran con engaño el Coronel G.N. Catalino López en Guatemala y se lo llevan al burdel de Lasinventura en Mixco, donde purga su maldad.

Sangre 2

      Santiago Taleno, alias el Turco, recorre con su padre todos los caminos, entra a la academia militar y pasa a ser edecán de el hombre; pero lo agarran preso y va a parar a la jaula.

Sangre 3

      El trío de Los Caballeros y Chepito el cantinero, hablan de su vida, de sus duelos y canciones en El Copacabana junto al lago de Managua; y recuerdan al Jilguero.

Sangre 4

      Mientras va por la montaña perseguido por la Guardia, Mauricio Rosales, alias El Jilguero, recuerda a su abuelo que fue candidato a la presidencia y le robaron las elecciones; y a su hermana que fue candidata a Miss Nicaragua y le robaron las elecciones; así como otros sucesos.

Sangre 5

      El Coronel G.N. Catalino López, de los primeros guardias enviados a combatir a Sandino, habla de su falsa herida y su cobardía y de la cabeza de Pedrón Altamirano traída a Managua.

Sangre 6

      El indio Larios, conspirador de la vieja guardia contra el hombre muere en su exilio de Guatemala, y aquí se habla del viaje de su hijo, de regreso con su cadáver para enterrarlo en León.

PRIMERA PARTE

    La alondra nació antes que todos los seres y que la misma tierra. Su padre murió de enfermedad cuando la tierra aún no existía. Permaneció cinco días insepulto, hasta que la alondra, ingeniosa por la fuerza de la necesidad, enterró a su padre en su cabeza.
            Aristófanes, Las aves


—¿Mató chancho tu mama?
¿Te dio miedo la sangre?

      JUEGO INFANTIL NICARAGÜENSE


CAPÍTULO I

Sangre Capt. 1

      Rojo sangre azul marino verde botella repasó el Jilguero mientras aguardaba, contando los vidrios emplomados de la mampara que al fondo del salón de lustre se abría sobre sus goznes hacia las profundidades del billar, café oscuro amarillo oro y otra vez rojo sangre; y el Turco, que regresa de inspeccionar el puesto de guardia al otro lado de la cañada, se queda de pie junto a la hoguera ya casi extinguida del campamento, y le dice al Jilguero que se acuerde: visto desde la acera de enfrente a esa hora del mediodía, El Jardín de Italia, parecía una gruta; que se acuerde que a través del hueco de aquel viejo zaguán de la sexta avenida las paredes repasadas con una mano de pintura de aceite brillaban escamosas, reflejando la luz de las lámparas fluorescentes suspendidas del cielo raso, los lustradores sumergidos en ella, de rodillas, en el gastado pico de mosaicos frente a los tronos de palo; solo las mangas de los pantalones de los clientes, sus zapatos asentados sobre las plantillas metálicas, visibles para él en su puesto de vigilancia, de espaldas al escaparate de La Samaritana donde un maniquí polvoso exhibía una camisola de tricot. Vos te habías alejado unos pasos sobre la misma acera, colocándote en la puerta de El Cairo, Jilguero, y desde allí sí alcanzabas a ver íntegro el interior de El Jardín de Italia.
       Y el Jilguero toma un tizón para dar fuego a su cigarrillo, el último de su paquete de Esfinge que alcanzó aún para una ronda entre los hombres sentados alrededor de la fogata; y mientras le ilumina el rostro la brasa, asiente: la mampara de colores que ocultaba la entrada del billar, los futbolines inmóviles en un rincón del zaguán, las antiguas máquinas traganíqueles de manubrios herrumbrados, la huérfana de uniforme blanco que sentada formal frente a su pupitre recibía los pagos del lustre y cambiaba menudo para las máquinas, bien que se acuerda; y guardián su ojo sobre el coronel, voluminoso y vestido de palm-beach color army, húmeda y tersa la piel de tan recién bañado, el último hacia el fondo de la fila de altos sillones.
       Una chispa de luz cogió al azar y por un instante el cristal de sus lentes gruesos al inclinar la cabeza devastada por el rasurado número cero, dedicado a examinar el lustrado con parsimoniosa atención de cegato; y el breve resplandor te llegó desde la cueva, Jilguero, también en tu mira las espaldas remendadas a parches del anciano lustrador que afanado cumplía la maniobra de pasar el cepillo de una mano a la otra tras el cubo del zapato sin disminuir la velocidad, en la pared esmaltada de rosa, sobre la cabeza del coronel, el cuadro mural con la sirena hombruna empinándose una botella de refresco.

AGUAS GASEOSAS “TU Y YO”
Pídalas Ud. sin riesgo de su salud


      Entonces, Jilguero, entre los bocinazos de los carros, el pregón de los vendedores de lotería, el llanto de uno de los críos de la india que vendía perrajes sentada en la acera, oímos sonar claramente el toque breve, solitario, del cepillo contra la caja dando por concluida la operación de lustre.
       Sí, se suelta los cordones de las botas el Jilguero mientras mantiene el cigarrillo en la boca, me ajusté el sombrerito de rey de los chivos y crucé veloz la calle sorteando los vehículos, pasé junto a la trompa recalentada de un bus que arrimaba a la cuneta y entré a El Jardín de Italia en el preciso momento en que el coronel se ponía de pie, resbalándose desde la altura de su trono, y se llevaba la mano al bolsillo metiéndola debajo de la falda de su saco holgado, para pagar. Ante mi reverencia, sus ojos magnificados y borrosos tras los lentes de culo de botella, me buscaron la cara con dificultad.
       —¿Qué se le ofrece? —preguntó arisco.
       El asunto de las vedettes, ¿no se acordaba, señor coronel? Sacó un inhalador Vicuatronol y se lo pasó por las ventanillas de la nariz, examinándome, tomándome las medidas. Y vos, no sin temor de que fuera a reconocerte, pendejo Jilguero, se ríe el Turco empujándolo cariñosamente, ya sentado en la rueda de los uniformados de kaki, caras de colegiales en vacaciones; lo habíamos vestido según la ocasión, corbata bochinchera, sombrerito de pluma, zapatos combi- nados, su cartapacio plástico y anteojos Ray-Ban, y te acordarás del mejor consejo que te dimos, Jilguero matrero, hablar como mexicano de cabaret.
       Lo siguió a la parte más umbrosa del salón, donde estaba la huerfanita sentada en vigilancia de su caja de caudales bajo el cuadro de San Vicente de Paúl.

No destruyas estas máquinas que son propiedad
de la niñez desvalida de nuestra Guatemala

Obras de Monseñor Girón Perrone.


      El coronel le pagó a la niña y caminó luego en dirección al portón de la calle, el Jilguero siempre detrás. Y ya en la acera, volvió remorosamente a examinarte.
       —¿Anda allí las fotos? —señaló el cartapacio.
       Y vos, que el álbum artístico lo tenían tus socios, que esos dos socios estaban esperando en El Portal, y cogiéndole el brazo te agachaste a mirar la hora en su propio reloj de pulsera, para darle a comprender que ya estaban en atraso.
       —¿Y eso dónde queda? –preguntó indeciso; y le molestaría seguramente la luz de la calle porque empezaban a ponérsele llorosos los ojos que él se limpiaba metiéndose el pañuelo debajo de los lentes.
       —Una cervecería muy concurrida aquí no más, a la vuelta de su hotel, mi coronel –y extendiendo la mano del cartapacio le mostraba que solo teníamos que bajar unas cuadras por la misma sexta avenida.
       Pavoneándose con cierto fastidio, aceptó. Empezamos a andar, el Turco al otro lado de la calle llevándonos el paso de santo entierro, vigilante de cada tropiezo, porque como al coronel le costaba distinguir los obstáculos había que movilizarlo despacio, si no, se atropellaba contra los transeúntes; despacio y con buena letra haciéndole yo su camino, ayudándolo a cruzar las esquinas; pues si lo mataba un carro, ¿qué gracia tenía?
       Y viendo que no habría ya vuelta atrás porque pasaba yo con mi procesión frente al Hotel Panamerican, y el coronel, inocente como iba de la verdad de su destino no había intentado meterse, se adelantó el Turco casi a la carrera para llegar de primero a El Portal y prevenir al Indio.
       Sin aliento entró al salón traficado por los parroquianos del mediodía que bulliciosos se acomodaban, se saludaban de lejos, juntaban mesas, traían asientos, ordenaban sus primeras tandas de cerveza, el humo de sus cigarrillos empezando a condensarse en el techo forrado de cañas de bambú y adornado con redes de pescador, las aspas negras de los abanicos sin movimiento. El Indio ojeaba su Imparcial sentado en la barra y el Turco, aflojándose la corbata, ocupó la banqueta vecina. Ya venía, Indio, hermano, ya estaba agarrado. Y como buscando un disimulo sacó su peine para peinarse intranquilo ante el espejo del bar, en el que se reflejaban abigarradas las botellas.
       El Indio tiró el cabo del cigarrillo al suelo cubierto de colillas, y cuando lo destripó alcanzándolo con la punta del zapato quedó al desnudo su tobillo magro, sin calcetines, como andaba siempre; se quitó los anteojos, dobló el periódico poniéndoselo debajo del sobaco, y giró en su banqueta para dar la cara a la puerta, una cara ya en nada altiva, Jilguero, se le pintaba para entonces el agobio de la edad.
       En la puerta seguían atropellándose los empleados públicos, los agentes viajeros, los cajeros de banco; trataban de adivinar desde lejos un lugar libre, enamorándoles una mesa a los saloneros que pasaban bandejas en alto haciéndose los merecidos. Las doce y media en el reloj eléctrico de la Alka-Seltzer arriba de la estantería de licores.
       Nos quedamos aparentando serenidad, el Indio vuelto hacia la puerta y yo de frente al espejo, esperando ver aparecer al Jilguero con su cautivo; pero al Jilguero aquel camino por la sexta avenida se le hacía de hule; el coronel, aunque se dejaba llevar, le cargaba su peso flojo encima, remoloneando en veces al querer aparentar marcialidad, y el Jilguero lo empujaba y le metía plática, impresionándolo con el cuento de que las damiselas de la troupé fantasma se quemaban en el anhelo de tratarlo en persona, Tania la diabólica que era la estrella fulgente del strip-tease más que ninguna, lo había visto retratado en el periódico en traje militar de gala entre la concurrencia del entierro, lo soltaba, acuérdese de mí cuando se esté gozando de Tania, coronel, si se lleva la partida de muchachas a Nicaragua, Tania es suya.
       —¿De dónde es esa Tania? –me preguntó entonces con su ladrido seco, siempre severo para no rebajarse a mi confianza.
       No tenía país, coronel, nadie sabe de dónde viene ni para dónde va, es una diosa de carne, eso es todo. Suerte para usted el funeral.
       Ya pasábamos el parasol de la Foto Eichenberg ya estábamos frente a La Gafita de Oro, ya entrábamos a la galería, ya nada faltaba para llegar a El Portal. Y se me va deteniendo, empurrado.
       —¿Suerte? ¿Por qué suerte?
       Y yo, aturdido de aflicción, deshaciéndome en lisonjas, porque si no venía él de delegado de su patria a las honras fúnebres no se llevaba a las vedettes, dicho sea con todo respeto a la memoria del señor presidente Castillo Armas, mi señor coronel, quitándome reverente el sombrerito; y aunque no me cambió su cara de palo, ofendido ante mi irrespeto de meterle un cadáver sagrado en el negocio de las desnudas, se acordaría de seguro de Tania la Diabólica como yo se la había pintado y no me replicó ningún regaño; me volvió a abandonar su peso y así seguimos adelante hasta la puerta de la cervecería, y ya pasábamos frente al rey de cartón clavado junto al dintel, su espada desenvainada y en la barriga la leyenda que el Indio siempre le repetía al cantinero a manera de pomposo saludo al entrar a la cantina.


¡Alto! Aquí nadie pasa
sin dejar de saludar
al Rey del Portal
que lo quiere invitar


y ya entrábamos, cantando Pedro Infante a todo volumen en la roconola ya vamos llegando a Pénjamo ya brillan allá sus cúpulas y al no avistarlos a ustedes, yo ansioso me empinaba entre el gentío, Turco, pero los descubrí al fin en la barra y el Indio me hizo de señas con los anteojos en la mano, que lo pasara al reservado; y qué dificultad atravesar a la ballena entre las sillas, repitiendo compermisos ante los clientes molestos que se obligaban a ponerse de pie para cedernos el paso.
       Pero lo lograste, Jilguero. Vadeando el salón cogieron por el pasadizo, directo al reservado, como se le decía a la pieza contigua a los mingitorios, donde había cajillas de cerveza, lampazos y sillas rotas, pero también una mesa preparada para acomodar clientes cuando se rebalsaba el salón.
       Como la puerta, crecida por la humedad, se tallaba en el marco, solo a empujones logré arrancarla.
       —Siéntese aquí, mi coronel, si me hace el favor –aparté una silla y soplé sobre ella para limpiarla; después se la sostuve por el espaldar, mientras lo guiaba a aflojar encima su nalgatorio. Le ofrecí de fumar, pero no quiso, de beber, y tampoco, todo lo rechazaba a puros gestos cortantes. Colocó impaciente los brazos sobre la lámina de la mesa en que había pintada una corcholata gigante de la cerveza Gallo, y acercando la cabeza a la carátula de su reloj de pulsera se estuvo en procura de adivinar la hora. El socket colgado de un cordón verduzco, no tenía bujía y por el pasadizo llegaba al salón más bulla que luz.
       —¿Y sus socios? –me preguntó frunciendo la nariz, por asco al tufo a desinfectante de excusado que llenaba el cuartito, y yo, despreocupándolo, que estaban terminando de atender a otro cliente importante de Panamá, que ya no iban a tardar, cuando en eso, como por cosa de magia negra de mis palabras, van apareciendo ustedes.
       El coronel siguió con la cabeza el movimiento de las sombras que se escurrían dentro de la pieza y ocupaban los lugares vacíos en los costados de la mesa; sobresaltado oyó el arrastrarse de la puerta sobre la arenilla del piso, la conmoción del tabique al ser encajada otra vez la hoja, el golpe rotundo del pasador, y el agitarse de la cadena del picaporte, que tardó en cesar.
       Qué cara desangrada cuando después de haber atrancado la puerta te diste vuelta hacia él, Jilguero; acercaba las manos a las sienes tratando de darse mejor visión, empeñado en descubrirnos la figura, descubrir al Indio que ya colocado a su derecha puso sobre la mesa su Imparcial que lentamente comenzó a desenrollarse, el Indio que calmadamente rasgó un fósforo, tardándose en darle fuego al cigarrillo, y entonces la luz de la llama le habrá permitido finalmente averiguarle las facciones, y le habrá calado la sonrisa maligna porque en sobresalto se apartó de ella, poniéndome los ojos a mí, Jilguero.
       Cabal. Acechaba la estampa tiesa y muy severa del Turco, sentado a su mano izquierda; pero imperturbable ante aquel examen desesperado mirabas hacia el frente, en dirección del Indio, en actitud de esperar órdenes, el Indio que solo vigilaba el palillo de fósforo achicharrándose entre sus dedos. Y cuando lo sopló, yo me puse detrás del coronel. Era mi seña.
       Como si de pronto se hubiera recobrado de su alarma, quiso ponerse de pie; con celeridad buscó impulsarse hacia arriba apoyando las manos en el borde de la mesa, pero estorbado por su peso se paralizó en un ademán de todas maneras inútil; y al sentir que una mano, tu mano urgida, Jilguero, lo camiseaba sacándole de la bolsa del saco su pistola, ya sin esperanzas abandonó los brazos en los flancos.
       —¿Qué me van a hacer pues? –bajó la cabeza enronquecido.

Sangre Cap. 1

      Contra el sol, los pescadores lo verían arrimar canaleteando en la tranquilidad de la barra, lo verían arrastrar la panga fuera de las aguas sedosas y vararla en la arena, bajar con una criatura en brazos, defendiéndola del resplandor bajo una sombrilla de mujer, y caminar por la avenida ornada de palmeras secas a lo largo de los rieles soterrados. Trinidad tras sus pasos cargando un atado de ropa en la cabeza, en silencio bajo el solazo hacia el parque enmontado; tal vez algunos de los hombres del embarcadero lo seguirían a distancia para verlo subir la escalinata del kiosko, y cerrando la sombrilla de seda tomar posesión de aquellas ruinas donde en los años siguientes viviría con sus hijos, Trinidad el mayorcito, y él, llevados por Taleno el padre ese día a San Juan del Norte, él en brazos.
       Porque nació a lo mejor en San Carlos y de allá venían, más arriba del río, pasando los raudales y entrando ya en aguas del lago, o acaso en El Castillo, o en Sábalo, en cualquier orilla del río San Juan; pero no se acuerda o es que Taleno el padre (q.e.p.d.) nunca se lo confió; tampoco quiso revelarle nunca cómo había sido su madre, solo que su rostro era sereno, como el rostro mismo de la virtud. Taleno el padre le arrancaba a sus mujeres los hijos tempranos, para criarlos a su semejanza y por eso es que no guarda él recuerdo de su madre, a la que acaso vio alguna vez en su sueño como una niña sin pechos jugando con una muñeca de trapo en un patio dormido detrás del que tal vez pase un río porque se oye el agua correr. Y Taleno el padre diría que quién quitaba y aquella niña del sueño no fuera en verdad el retrato de ella, pues cuando se le huyó estaba aún tan tierna que ya parida no le bajó nunca leche por no tener senos.
       San Juan del Norte con un mar lejano bramando detrás de unas dunas blancas, brillantes como vidrio molido; escombros de almacenes y oficinas bancarias, de hoteles, casinos de juego y lupanares, agencias de vapores y consulados, palacetes con los armazones de las cúpulas a flor de viento tupidas de parásitas, los nombres de sus dueños o sus efigies tallados en los frontispicios, las raíces nudosas y gruesas de los eucaliptos y los tamarindos de las que fueron alamedas emergiendo entre las cuarteaduras de los pisos de mármol y haciendo saltar las losas, ramas que entran con sus follajes siempre verdes por los ventanales, una cantina que se llamó La Maison Dorée ahora al aire libre como un parque, alrededor de las mesitas de hierro las delgadas silletas vienesas que al amanecer, al entrar la neblina, parecen recién abandonadas como después de una fiesta; una caja fuerte de la altura de un hombre tirada a media calle, en arco sobre sus puertas, F. Alf. Pellas & Cía. en letras amarillas, lápidas de los cementerios de extranjeros con nombres en hebreo, en alemán, en italiano, arrastradas por las corrientes de lluvia hasta la playa y ocupadas por las lavanderas para tender la ropa a secar, una draga inmóvil que se eleva en el estuario del puerto entre los tupidos gamalotes que ceden con lentitud al vaivén de las aguas como una llanura verde soplada por el viento del Atlántico, garzas que vienen volando de la selva y descienden raudas en la playa aceitosa, nubes de zancudos y jejenes congregados alrededor de las lámparas tubulares en las noches, el rugido de los pumas y el coro de los sapos, y en la oscurana el viento paseando por el puerto, el hablar en susurros de los hombres acuclillados en el muelle atestado de jaulas de monos congos, y se despierta a veces en el kiosko, asustado por los aullidos de los monos cautivos, porque las jaulas ya no se acumulan solo en el embarcadero, también en la costa a lo largo del estuario, sobre la arena de las dunas, dentro de las mansiones derruidas, cada noche saliendo de la selva más cazadores con los monos presos en jaulas de madera trenzadas con bejucos y los gritos alzándose desde todos los confines de San Juan del Norte.
       Unas sábanas viejas cuelgan del ático del kiosko para darles algún abrigo del viento que llega recio desde las dunas, la cúpula de latón del kiosko sostenida por columnatas de fierro, una baranda de forjaduras escrespadas alrededor, y sobre la plataforma de tablas unos atriles ensarrados, el promontorio en que se asienta oculto por el zacatal amarillo que desborda de los arrietes del parque, las macollas altas y tupidas nubladas de moscas, entre las que deambulan los chanchos comiendo jícaros podridos y mangos rojizos pringados de negro; y se ve de pie en las gradas del kiosko porque no está Taleno el padre, casi nunca está por andar ausente en sus cacerías, y Trinidad le ayuda a la mujer negra, canosa y descalza que les hace la comida, a soplar la llama del fogón levantado con tenamastes en el parque. Desaparece Taleno el padre como si ya nunca fuera a volver y la señal de su regreso la da la zopilotera que se revuelve frente al kiosko, atareada en descarnar los cueros de las fieras curándose al sol.
       Y abandonan un día San Juan del Norte para irse a puerto Cabezas a bordo de un remolcador, y con ellos se van también los demás pobladores que a la voz de Taleno el padre dejan sus tambos y lo siguen en busca de un lugar llamado La Misericordia junto al río Macuelizo, donde es fama que se han denunciado placeres de oro tan espléndidos que las arenas del lecho se divisan amarillear de lejos, y los pies, al meterlos en el agua se impregnan de un pegajoso polvo dorado; y la procesión de moradores atraviesa la alameda en dirección del muelle, llevan cargados sus enseres, sus lámparas tubulares, sus taburetes y sus santos, sus petates y sacos de bramante, alguno un tabanco de cocina a cuestas, los molenderos, sus pocas gallinas y detrás sus perros, y ya a bordo de las pangas que los ponen mar afuera para alcanzar el remolcador, empieza un canto con música de mandolinas que se repite de un bote a otro mientras los que se ausentan se alejan hacia la boca del estero como si nada más pasearan, mientras sus ranchos asentados sobre los pilotes se llenan de animales de monte que salen a hacer en ellos sus querencias, y solo rugidos, aullidos, chachalaqueos, aleteos, permanecen entre las paredes derruidas. Y cuando ya navegan a lo largo de la línea de la costa, Trinidad asomándose a la borda pregunta si aquel país divisado desde el remolcador es el mismo de donde ahora vienen; y Taleno el padre les señala entonces que todo aquello azul en la lejanía es en verdad lo mismo: Nicaragua.
       Pero buscando oro con las tropas de güirises tampoco consiguen nada y más bien, por causa de los charrales y las espinas se van quedando desnudos; y abatidos por la vergüenza de enseñar las nalgas por entre las roturas del pantalón, Taleno el padre se pasa meses lavando arena sin ver nunca un solo resplandor; ni la Misericordia, ni las Ánimas de Alamicamba por donde también se miente sobre riquezas de minerales. Y cuando perdida la ilusión de seguir rodando fortuna se dispersa la congregación de seguidores, se quedan solos los tres, errantes por muchas soledades de la costa atlántica, ya Taleno el padre dedicado a su oficio de comerciante buhonero; y por dónde no andan entonces cargados de valijas viejas y cajas de cartón sin que a Taleno el padre le venga tampoco beneficio de riqueza de aquel duro peregrinar, remontados ríos adentro, por abras, caseríos, sacas de madera, colocando ropa cosida, sombreros, cortes de dril, espejos de mano, cintas, jabones de olor, curarina, pomada roja Solka, cholagogo, purgativos; se acuerda de Prinzapolka, de Kukra, de Waspam, de Wambla, se acuerda de las interminables playas de troncos quemados, del zumbido incansable de las sierras derribando los pinos que atropellándose encadenados van después hacia el mar, arrastrados por la corriente; noches enteras en pipantes, arrimando a las riberas de los ríos techados por la selva, a pie por veredas, con las valijas a cuestas Taleno el padre y las cajas de cartón cargadas por los niños descalzos, cogiéndoles la noche en ranchos abandonados de los que ahuyentan primero a las serpientes golpeando con palos el suelo en que van a acostarse, pueblos inesperados donde pastores moravos parecidos al hombre del almanaque Bristol levantan iglesias de madera que no tienen campanarios, misioneros bautistas vestidos de paño negro y cuello de baquelita que discuten de religión de un pipante a otro con frailes franciscanos montados a horcajadas sobre cargas de plátanos; mercando, durmiendo junto a los raicilleros, los huleros, los cazadores de pieles, los braceros, en cuchitriles tufosos a humo y sudor donde allí mismo en el suelo se desfogan los caminantes con las mujeres de prostíbulos desterradas a aquellas remotidades, o tientan a las ajenas arrastrándose hacia ellas y con solo sentir el calor de una entrepierna se pagan, desvelados bajo un mismo bramante con Taleno el padre, acostarse o amanecer en el olor a fermento de las camisas y los trapos puestos a orear cerca de los fogones, buscar su lugar a gatas bajo las hamacas colgadas, tensas bajo el peso de un cuerpo, de dos cuerpos, reconocer en esos aposentos comunes a los forasteros ya vistos en otros sitios, en otros cruces, adivinarlos quizá por sus sombreros, o por sus mismas ropas, tan cercanos siempre sus rostros pero tan extraños, verlos tender sus capotes ahulados para mejor dormir, oír a otro leer cancaneante a la luz de un candil un ejemplar descuadernado de El Conde de Montecristo; y entre los cuerpos dormidos, el concierto de sus respiraciones que tienen algo de feroz, sus pláticas en sueños y sus toses dolidas como quejidos, el hervor de sus ronquidos, los animales cautivos arañando sus prisiones de alambre con las uñas.
       Y noches adelante, lucecitas perdidas de aserraderos, motores lejanos de minerales y de nuevo por los ríos, una plana que transporta la imagen de un Jesús del silencio entre matas de corozo, vendado y prendido de manos, la túnica blanca al viento; un ranchito incendiado en la orilla y un hombre parado sobre los carbones que dice adiós agitando su sombrero, el ruido distante de los árboles que se desploman sobre la selva y el vuelo en alharaca de los pájaros sobre el sitio donde estuvo la copa; y voces que como guiándolos hacia un lugar que solo puede presentirse, gritan extraviadas en la espesura.
       ¡Por aquí pasó el general Sandino! y la respuesta más lejos, ¡qué le parece, amigo!, perdiéndose las voces; y en otro punto de la marcha, encuentran en la falda de una colina el fuselaje deshecho de un avión, y de entre las guías de las parásitas que cubren la carlinga, saca Trinidad una brújula que guarda gozoso; y pasos adelante, cuando les queda libre la visión al disiparse la neblina, ven colgando de la rama de un espino un esqueleto movido por la brisa, flojo y cubierto de lama verde su uniforme de marino norteamericano, un mechón rubio de pelo reseco en el cráneo pelado y unos gusanos dorados y luminosos que reptan por sus extremidades descarnadas para caer al suelo, y se transparentan también tras los anteojos de aviador puestos sobre las cuencas vacías. Y ellos se alejan, y después todo el día les llueve, lluvia y lluvia, cerrazón y lluvia.

Sangre Cap. 1

       El Jilguero mira por unos instantes su rostro borrosamente reflejado en la superficie de la guitarra como en el agua de una poza quieta cuando Chepito se la alcanza sacándola debajo del mostrador, la guitarra negra con incrustaciones de conchanácar que permanece allí muda desde la muerte de Lázaro, su dueño, tan frágil el instrumento que a veces maravillado solía decir: “es como una mujer”, mientras la sostenía entre sus brazos. Y el Jilguero se acoda despaciosamente, con gusto, contra la caja y comienza a pulsarla, preparándose para oírla sonar como si el arpegio fuera a venir más bien de lejos.
       Ni Raúl, ni Pastorita han podido encontrar un sustituto todavía y por eso es que el trío de Los Caballeros ya no toca, barre el tablado Chepito, saca el aserrín húmedo que cubre la pista de baile y en el aserrín van revueltas colillas, corcholatas, envoltorios de Esfinge, lleva el montón hasta la pasarela y después que la basura cae al agua regándose en una cortina, golpea la escoba contra el borde; no hay nadie más que ellos dos a esa hora del mediodía en El Copacabana, el Jilguero con los pies encaramados sobre una mesa y Chepito en sus oficios divisando sus botas vaqueras entre los tableros forrados con papel periódico y los vericuetos de sillas vacías, los cajones de los atriles verdes de la orquesta que tiene cada uno pintada una palmera fosforescente al frente, el techo de zinc adornado de banderillas multicolores de papel de la china y cordones de bujías azules y rojas que a lo largo de las vigas se prolongan hasta la pasarela que comunica con la tierra firme el night-club levantado sobre pilotes en el lago; y junto a la baranda del pasadizo, cajillas de cerveza Victoria, botellas de Spur y Canada Dry cubiertas de polvo pegajoso y llenas de agua de lluvia con cucarachas ahogadas, sifones plateados metidos en javas y un barril de lata para el hielo.
       Y Chepito vuelve a entrar, guarda la escoba y oculta la boca con la palma de la mano para reírse gozoso en secreto cuando oye al Jilguero cantar una canción que es música y letra de Raúl, no sé si fuiste real en mi vida o solo una aparición, mujer, se acompaña y repite el trozo de letra en busca del tono, se calla y soca las clavijas de la guitarra mirándola fijamente como si la interrogara, y continúa; y Chepito coge un trapo, lo humedece en el agua del lavatrastos y mientras frota con energía el mostrador del bar sigue atento al Jilguero, midiéndolo como si desde ya quisiera saber su reacción ante lo que va a proponerle, si vos quisieras te podías venir al trío y reponer al otro caballero que mataron, a Lázaro; pero Pastorita tiene temor de solicitártelo pensando que a lo mejor te vas a ofender.
       El Jilguero rasguea con todos los dedos la encordadura, su mano abierta golpea la capa y sonriente lo alza a ver, ¿por qué iba a ofenderme la propuesta? Si será pendejo el Pastorita, y vuelve a la guitarra y cae el pelo en su cara cuando la hace sonar de nuevo, cuidadoso, vigilándola, como si ahora le fuera a responder al fin a voluntad, mientras Chepito no deja de frotar la tabla escarbada a navaja, ensombrecida por el alcohol derramado y el sudor de las manos; y al hablar en un solo tono apurado de voz, parece repetir diligente y emocionado una lección; es que como es oficio rebajado el de guitarrista, y la otra vez que Pastorita se encontró a Carlos tu hermano en una fiesta donde fue él a amenizar, le reclamó que te estaban perdiendo a vos con eso de parrandas y serenatas.
       Mi vida es mi vida, se encoge de hombros el Jilguero y busca otros aires en la guitarra; y Chepito le pide entonces que por qué no se echa La Moralimpia y el Jilguero asiente, la busca primero silbando y ya luego en el registro, qué casualidad, mentás a mi hermano y aquí estoy, esperándolo a que venga a buscarme para un volado que vamos a ir a hacer, a las dos quedó de pasar por mí, ¿qué horas serán ya, Chepito? Chepito no usa reloj pero va a la ventana y se asoma a ver el cielo, ya irá cayendo la una; y encandilado por el fulgor del mediodía de abril permanece mirando a la costa donde fue velado Lázaro, su cuerpo tendido en una sábana sobre la arena mientras ajustaban para comprarle su caja, sus cuatro cirios fijados en unos guijarros, Lázaro que había muerto una madrugada acuchillado en El Copacabana, vuelve al mostrador y empaña con el aliento los vasos, los seca y los acomoda en el estante, en este lugar que un día se va hundir igual que el Hipódromo Xolotlán, pensando en las galerías anegadas que se ven desde la misma ventana. Y el Jilguero se resbala en las silletas hasta pegar la nuca en el espaldar, o como el malecón, porque afuera están también los muros de un malecón derruido e inundado contra cuyas crestas de cemento, aún visibles, baten los excrementos.
       ¿Vos estabas aquí la vez que mataron a Lázaro? Y asiente Chepito, nublado el rostro por una pena instantánea cada vez que se le interroga sobre los hechos, aquí mismo estaba parado yo, señala su sitio; y ya cayó de verdad la una porque la sirena del cuerpo de bomberos atraviesa en el calor inmóvil la ciudad y el Jilguero vuelve a recordar en voz alta que a las dos, sin falta, tiene que llegar a buscarlo su hermano; pero Chepito ha empezado a contar que él se había ya desvestido de su disfraz de bailarín caribe, ya acabado el último show, y los músicos de la Orquesta Champú de Cariño, qué ratos se habían despedido. Los Caballeros andaban por los chinamos de la costa en busca de la ocasión, por ser las fiestas agostinas, cuando se toparon con un forastero; a ese hombre se le puso la obsesión de llevárselos hasta Jinotega en serenata, protestándole Los Caballeros que estaba loco, eso quedaba lejos de Managua; pero él porfiaba que la mujer de sus sueños donde vivía era en Jinotega y que no llevarle serenata esa noche iba a significar una traición muy grande; y así les anduvo detrás suplicándoles y exigiéndoles, humillándoles de cantina en cantina y de ruleta en ruleta con los billetes en la mano, que pidieran el precio que quisieran, él les ponía incluso carro expreso ida y vuelta; que no fuera necio, lo rechazaban pacíficamente ellos, y si tanto era pues su rigio, allí andaban montones de tríos más por el malecón. Pero el tipo obstinado, o Los Caballeros, o nadie.
       Y de un estanco de la costa llamado Flor de Azalea, cercano al parque 27 de Mayo, se vinieron para El Copacabana a dejarme guardadas como siempre sus guitarras; entraron, todavía en la discusión, y cuando Lázaro al trasponer la puerta dijo “con permiso que voy a orinar”, el hombre lo siguió, se le acercó sonriente en ademán de abrazarlo y por puro gusto, por pura alevosía, le clavó en la espalda el cuchillo. “O Los Caballeros, o nadie”, repitió todavía al sacárselo.
       Y evoca Chepito el crimen como si el pasado se hundiera en una gran resaca, en un gusto a vómito o cerveza derramada, y la guitarra estuviera aún allí sobre el mismo tambo marcado por las suelas de las parejas, sus cuerdas rotas y rizadas, el asesino que salió huyendo por los breñales de la costa sin soltar el cuchillo, nunca va a poder olvidarse de la sangre que le cubría el rostro a Lázaro como si le brotara de los mismos ojos, los semblantes impávidos de los otros dos Caballeros que ni siquiera habían soltado sus instrumentos hasta que Raúl aflojó de pronto las lágrimas y ya llorando se arrodilló a ponerle su chaqueta de dril en la cara del cadáver que había quedado ligeramente volteado hacia la derecha, la mano de requintar bajo el peso del cuerpo, y entre los dedos abiertos la sangre reseca; después apareció un juez, vestido de leva encima de la pijama rayada, abriéndose paso por en medio de la aglomeración de curiosos llegados desde los puestos del malecón al cundir la novedad, contenidos por un pelotón de guardias en la pasarela. Agosto de 1952, ya va para dos años, se sienta ahora junto al Jilguero.
       Y lástima que no llegaste a conocerlo, ni estuviste en su vela; Raúl y Pastorita, sin consuelo, su lamento mayor era que ellos quedaban como mancos, mejor les hubieran volado una mano antes que matarles a Lázaro; y hasta dar el amanecer estuvieron acordándose en la costa de sus serenatas, de sus apuestas, de sus escándalos y sus pendencias de cantina, de las veces que habían caído presos juntos después de andar cantando y bebiendo y echándole mueras al gobierno delante de los mismos guardias en mediacalle, de sus jugaderas de póker semanas enteras, de sus retos a guitarra para ver quién requintaba de entre ellos mejor, siempre Lázaro el campeón, el mejor guitarrista de Nicaragua, y sino que lo dijera aquel hecho, cuando fue citado en secreto a un hotel de mar abandonado en las cercanías de San Juan del Sur, porque alguien apeado de un barco quería acompañamiento para cantar unos tangos y ese alguien no era otro que Carlos Gardel en persona, todo ardido de quemaduras el cuerpo y con la cara deformada de cicatrices iba errante por el continente haciendo estaciones en los puertos y por el país donde pasaba mandaba a convidar al mejor guitarrista para cantar, y ese honor en Nicaragua fue de Lázaro; toda la noche se estuvieron en aquel mano a mano, pero Lázaro no le pudo ver la cara a Gardel porque se la tapaba con su sombrero. Al amanecer se despidieron y ya nunca supo más de él.
       Y el dolor de pensar que un hombre como Lázaro, semejante artista, no tuviera más que un par de zapatos; al día siguiente del deceso fueron Los Caballeros a su pieza, en una cuartería del barrio Quinta Nina, para sacar su mudada más regular y vestirlo; y allí vieron su camastro de hierro, hundido hasta tocar el suelo, sus trapos sucios regados por el piso, su vestido azul de gabardina para las presentaciones de gala ya brillante como un espejo por tantas planchadas, colgado contra la pared y defendido de la suciedad por un periódico desdoblado; pero no hallaron su segundo par de zapatos que Raúl juraba le había visto puesto un día, unos zapatos café combinados con blanco; y vieron también su espejo constelado de fotos de artistas internacionales de la canción, y abajo de una en que aparecían Los Caballeros apoyados en el cabezal de sus guitarras, este es el mejor trío de las Américas, puesto por su mano. Y el mismo Lázaro fotografiado aparte cuando simple aficionado, flaquito y encorvado para alcanzar el micrófono con la boca, cantando con el pie apoyado en una silleta y atrás el rostro furtivo de un niño derrotado que espiaba.
       Y de sus vigilias en la banca maldita de la placita del ferrocarril, de que se orinaban en concurso parando el chorro sin levantarse de la banca, ni dejar de silbar, a quien más tardara meando mientras silbaba, conversando de suicidas con los que habían brindado el mismo día en que se habían cortado los pulsos, ya notándoseles al beber una tristeza que era como un gran abismo, de los que apostaban sus mujeres jugando a los dados cuando ya habían perdido sus casas, de cómo era la lividez de las caras de las adúlteras a la luz del día, de las falsificaciones de billetes hechas por los poderosos en las alturas sin que se dieran cuenta los pobres, de túneles secretos que iban de las sacristías de las iglesias a los colegios de monjas para que los curas pudieran entrar sin ruido a los aposentos de las niñas internas, del verdadero lugar donde estaba sepultado el cadáver de Sandino, enterrado y vuelto a desenterrar para que nadie diera nunca con la tumba, imaginándose la conmoción popular que habría si un día viniera a Nicaragua el trío Los Panchos, cosa que olvidaban pronto por ser aquello mucha fantasía; por el aeropuerto Las Mercedes pasaban a veces esos famosos en viaje a otros países, como una vez Agustín Lara acompañado de María Félix, pero los rodeó la guardia y nadie pudo acercárseles, a no ser el hombre que se presentó a saludarlos a la pista de aterrizaje. Y sentados en la banca maldita ensayaban también a componer sus canciones, Raúl era entre ellos quien mejor don de compositor tenía; amanecía y se elevaban triunfantes en su cadencia las voces en la placita donde esperaban el primer tren los carretoneros, sentados en los pescantes; o se oían venir esas voces del encierro de sus piezas en Campo Bruce o la Quinta Nina, en San Judas, cuando ensayaban en el día ante el silencio del barrio que se aquietaba profundamente en reverencia a su arte, sin dar las caras Los Caballeros como ladrones que fueran a dedicarse en la noche a cantar y en el día se ocultaran, devotos al referirse en las letras a las mujeres un día divisadas y gozadas en sueños, mujeres orgullosas a las que reprochaban su perfidia porque después se casaban y al encontrárselas en la calle, dueñas de sus boleros, ni siquiera volteaban a verlos.
       De Yolanda Voladora se acordaron frente al cuerpo de Lázaro tendido en la arena, la trapecista salvadoreña del Gran Circo Atayde que una noche se consiguieron los tres, después de la función, llevándosela por la costa al cuarto de Lázaro, en las cercanías de la carpa. Lázaro, por ser dueño de la cama tuvo el derecho de entrar de primero, comprometido a silbarles al acabar, para seguir los turnos; pero la puerta cerrada se quedó quieta como si Lázaro y la trapecista se hubieran muerto adentro, y ellos, sentados en el canjilón de la calle, cuando apercataron ya era de día. Se aquerenció con Lázaro Yolanda Voladora y le dijo adiós al trapecio; amaneció pidiéndole los platos para lavárselos, pero él nunca había tenido un solo plato, ni siquiera una triste cuchara, y en las sesiones de la banca maldita se les quejaba después a los otros caballeros no hallar qué hacer con ella metida dentro de le pieza, vuelta que daba se la topaba en aquel espacio tan reducido, o acostada, como si su dedicación hubiera sido empollar en la cama, y la necedad de estarle recomendando no volver muy noche, como si no hubiera sido aquél su oficio, callejear de noche; y es que Lázaro era enemigo de concubinatos porque después venían las preñeces, un ratito en lo oscuro soportaba a las mujeres, pero tenerlas a las costillas todo el santo día, le quitaba el gusto al romance. Y aún así, de ratito en ratito, había regado por el mundo tres hijos, a uno de ellos que lustraba debajo de la cúpula del Templo de la Música en el Parque Central llegó a conocerlo Chepito, de los otros sabía solo de oídas. Y apremiado, solicitaba consejo Lázaro a Los Caballeros, “¿qué hago, muchachos?”. Yolanda Voladora tosía la noche entera sentada en la cama y él hasta a sus compromisos empezaba a faltar por no dejarla sola. ¿Y si acaso aquél toser era tisis? “Llevala a examinar a la Sanidad”, le recomendaban Los Caballeros, pero él no se atrevía a ofenderla.
       Y un día apareció a la banca maldita con el alegre cuento de que ya estaba otra vez soltero, Yolanda Voladora se había ido para Sonsonate, el lugar de donde era, dejándole un papel con su dirección, por si acaso él iba por aquellos lados de El Salvador en alguna caravana artística, la buscara; y de esa aventura salió el fox lento de Raúl que comenzaba Yolanda, Yolanda, la flor de todos, un viento te trajo, el vendaval te llevó.
       ¿Y el sueño de Lázaro? Lázaro tuvo una vez un sueño y fue que se habían ido Los Caballeros a cantar a un país extranjero de Sudamérica, y ya bien noche una noche en El Ocotal, el pueblo de Lázaro en la frontera con Honduras, entraban en los radios sus voces con su canto en una clara sintonía; actuaban en un programa radiofónico de Cochabamba, o de Guayaquil, y en el pueblo lo que amanecía era la fama de esta transmisión; al abrirse las puertas en la neblina de la mañana se miraban deslumbradas unas a otras las gentes, como si hubiera ocurrido en la noche un milagro triunfal, y es que Lázaro ambicionó siempre que cuando alguien lo recordara fuera con su guitarra en brazos y no con las manos mudas, como en la costa tendido, con su vestido azul de gabardina de las presentaciones de gala y la cara lavada con agua tibia para despegarle la sangre, con su único par de zapatos sin cordones, velándose sin flores.
       El Jilguero, distraído, mueve la cabeza, esa es la tuerce de ser artista en este país; y Chepito, con los ojos húmedos, reconoce que sí, es una gran tuerce, pero tal vez si vos aceptás, Los Caballeros se arman de nuevo. ¿Habrá pasado ya más de una hora? Vuelve a coger el Jilguero, inquieto, la guitarra; porque Carlos es hombre cumplido y le prometió que a las dos en punto. Y regresa Chepito a la ventana, cabal, las dos. Pues esa vida me hubiera gustado, Chepito, siento amor por la guitarra sin ser más que un triste principiante, pero reponer a Lázaro no es cosa de soplar y hacer botellas; y Chepito se le acerca con urgencia para reforzar su alegato, pero si vos tocás lindo, palabra, el mismo Pastorita siendo tan exigente me lo ha dicho, “no consiento que nadie le ponga mano a esa guitarra de Lázaro si no es el Jilguero”.
       Y pitan en eso afuera y se lanza hacia la puerta el Jilguero pero lo detiene Chepito, que no se desespere porque es el camión del hielo, y se aleja a recibir la entrega de ese día; el Jilguero vuelve a sentarse desilusionado y desde su rincón ve el cubo transparente arrastrado con las tenazas negras sobre el aserrín húmedo de la plataforma, cortado allí mismo por el serrucho que hace saltar una lluvia de virutas blancas a medida que la hoja se acerca al corazón de la marqueta, duro y estriado; se van abriendo las mitades hasta que cae una de ellas y el cargador de torso desnudo con el bramante al hombro la lleva por la pasarela hasta depositarla en el barril, arrastra el otro hombre con las tenazas la mitad sobrante y se seca el sudor, apartándose con el dorso de la mano la granizada de frías partículas que le ha quedado en el rostro; y de pronto ya se ha ido el camión y Chepito vuelve junto al Jilguero quien se recobra como de una distracción mortal y trastejea por última vez en la guitarra, si no entra al trío Los Caballeros es por una babosada delicada en la que anda metido; y se le acerca ahora más Chepito, casi lo roza y le deja ver en detalle las arrugas del rostro cuarentón que es como el de un muchacho de esos envejecidos prematuramente por tanto masturbarse, como decía Lázaro. ¿Qué babosadas son esas, Jilguero?
       Y el Jilguero le pasa la guitarra, ¿conocés al capitán Santiago Taleno, Chepito? Y Chepito, la voz demasiado grave y cavernosa para la apariencia de su figura frágil, lo envuelve en su intimidad de cómplice, claro que lo conoce, lo ha visto porciones de veces retratado en el periódico, a espaldas de el hombre en los banquetes ¿no es el jefe de edecanes?, y se acuerda de otra cosa en ese mismo momento pero no muestra sorpresa, para no revelar que había sido capaz de olvidarlo: y a la vez que lo conocí personalmente, aquí mismo en El Copacabana acompañado de tu mismo hermano ¿yo te he contado ese episodio, Jilguero? Es un episodio extraño; era en noviembre del año pasado, para la campaña esa de Miss Nicaragua donde estuvo metida de candidata tu hermanita. Ya no había clientes porque era pasada la medianoche y estaba yo cerrando, cuando afuera, en la oscurana de la costa oí unos pujidos; me asomé a la pasarela y eran dos bultos de hombres que estaban agarrándose a las trompadas, un enorme rato estuvieron dándose parejo, caía uno, se levantaba el otro, sin hablarse nada, sin insultarse. Pasarían una media hora pegándose y al fin acabaron y se quedaron platicando en la costa, y al ver ellos que yo tenía todavía luces encendidas se vinieron para acá, a pedirme que les sirviera. Y eran ese capitán Taleno, lo reconocí por las fotos, y Carlos, todos revolcados y magullados, con sangre en la camisa; Taleno de gala blanca, tu hermano de smoking tropical. Yo no quería servirles, por la hora y porque aquello lo veía raro, dos que se zopapean y después beben. Pero militar es militar, este negocio es de un militar, y uno siempre tiene miedo, así que los atendí, y aquí se quedaron bebiendo hasta las seis de la mañana. Es hoy, pues, y todavía no me explico: para malmatarse en esa forma tenían que ser enemigos, pero, ¿traguearse después? Y el Jilguero, risueño, se incorpora y lo aparta suavemente de su camino, pues así es como se hacen las grandes amistades, a vergazos.

Sangre cap. 1

      Y dijo que se iba a ver qué jodidos había pasado con Carlos, caminó en dirección a la puerta y ya para salir se detuvo un momento en la pasarela; se quedó escuchando hacia algo en la distancia, y casi levantó la mano, asombrado, para pedir silencio en el silencio.
       Tropieza con la raíz de un árbol oculta bajo las hojas en el suelo pantanoso, se escurre de costado y clava la culata del fusil en tierra buscando parar la caída pero el Turco lo alcanza por debajo de la axila, lo alza y lo pone de nuevo en marcha bajo la cortina de lluvia; van a tientas cogidos en fila india y atrás siente el tirón de la mano de Raúl, agarrado a su faja, cuando también está a punto de resbalar, el Turco a la delantera conduciéndolos en la cerrazón, y ellos dejándolos dóciles detenerse trecho a trecho para afirmar las botas en el lodo flojo antes de dar el siguiente paso, días llevándolos en busca de un río que deben cruzar. Y otra vez es el jinete de tricornio y levita del anuncio de los colorantes fijos de Putnam quien levanta desafiante el brazo y enseña el puño al tropel de perseguidores en descenso por la pendiente empinada de una colina.
       Pero aquel atardecer del sábado de agosto, cuando su padre, al volver de Managua en el tren de las cinco y sin despojarse de la leva del dril a rayas que usaba para sus visitas de pesame y sus viajes a la capital, había penetrado por la puerta de la trastienda al recinto de su botica para barricarse bajo llave sin encender luces, el jinete de la calcomanía adherida al gabinete de preparar medicinas, aún estaba inmóvil. Sus piernas demasiado cortas dejaban colgar libres los estribos y no sabía revolear la rienda en el aire, azotarle las ancas al caballo que relinchaba ciego, atemorizado por la oscuridad; pero tampoco necesitaba correr porque el tropel de perseguidores no conseguía avanzar, estática la nube de polvo al desmoronar las patas de sus bestias los terrones de la pendiente.
       Sin hacer caso de la esposa que al sonido de la campanilla del coche salió a recibirlo a la acera, el padre, el vestido de dril ajado, calvo y fornido, el brillo de la bujía ya prendida en el techo reflejándose en los huesos frontales de su cráneo, había avanzado errático por entre los muebles de la sala con el paso rotundo de un ebrio, para encerrarse en la botica; solo más tarde, ante los incesantes golpes de ella contra la puerta de la trastienda, se había escuchado su voz hostil que parecía siempre impregnada de polvos medicinales, pidiendo que lo dejaran en paz.
       Y ahora que oye a sus espaldas el murmullo de las hojas sopladas por el vendaval entre las ramas, también crecen en él los ecos dilatados de los aplausos que frenéticos y lejanos resonaron en la soleada quietud del domingo, el día siguiente al encerramiento de su padre, una solitaria cascada arrastrada hasta el aposento de sábanas revueltas donde su madre, amanecida en vela, vigilaba a Liliana dormida en la cuna y le ordenaba en susurros a los hermanos asomarse por las hendijas de la puerta medianera, para que trataran de distinguir entre las sombras de los estantes si el padre hacía algún movimiento; pero Carlos se resistía a avanzar, y él, su rostro contra el seno de la madre que olía a leche derramada, solo escuchaba repetirse aquel aplauso acercado en oleadas vibrantes por el viento del domingo vacío, llegándole junto con voces de hombres que en algún lugar lanzaban vivas, gritos cortados entre carreras sordas, ahuyentados por disparos al aire para resurgir después cuadras más lejos, convertidos en alaridos desafiantes.
       Pasado el mediodía cesaron los aplausos, y la calle se fue llenando de pasos nutridos y apurados, un tropel que se aproximaba entre reventar de cohetes y explosiones de bombas de mecate, una humareda que se propagaba espesa nublando la cuadra por encima de la altura de los techos; y encaramados a la puerta, agarrándose a los barrotes de la cancela, veían avanzar a la multitud, y como si la casa se hubiera quedado de pronto sin paredes, al llegar la manifestación frente a su mirador, los gritos invadieron libremente el aposento y Liliana en la cuna empezó a llorar.
       Una convención de partidos opositores al régimen reunida en el local de un cine vigilado por tropas militares acarreadas desde Managua, había proclamado a su abuelo anciano candidato a la presidencia de la república esa mañana. Las delegaciones departamentales habían llegado desde días antes en trenes a Masaya, grupos de forasteros sudorosos que olían a vinagre y a perfume de peluquería; iban vestidos de levas almidonadas, usaban relojes de leontina y corbatas como servilletas, comían sentados en las aceras de los alrededores del mercado los almuerzos repartidos en hojas de plátano por los comités cantonales, abanicándose con sus sombreros mientras se paseaban en torno al kiosco y por las alamedas del parque Julio Cesar donde también habían acampado en hamacas al aire libre una vez desbordadas las pensiones, discutiendo con alarde de manos sobre la forma de botar en unas elecciones limpias a la dictadura. Y ahora, entre los convencionales directivos, severos y decididos, avanzaba el anciano brazo a brazo por la media calle, ocupando su puesto en la primera fila de la procesión entusiasmada que alzaba sus banderas desteñidas con violencia por el sol. Venía ya candidato en triunfo a su casa, el consultorio médico donde vivía calle de por medio con su hijo natural.
       La madre le había mandado razón con Carlos desde el día antes, pero no fue sino avanzada la noche del domingo cuando pudo el anciano cruzar la calle, despedidos ya los últimos partidarios que regresaban a sus barrios con las instrucciones para la propaganda electoral, o quienes, esperando por algo que ya no iba a suceder, se habían quedado rezagados, paseándose por los corredores del consultorio, y se resignaban finalmente a irse calle abajo, con sus banderas enrolladas en las astas.
       Se acercó a la puerta de la trastienda seguido por la nuera y los dos nietos varones y tocó repetidas veces con los nudillos; tras largo rato sin obtener respuesta pidió una mecedora y se sentó frente a la puerta cerrada, balanceándose suavemente, y a manera de una plática cordial, como si hubiera tenido de frente al hijo, empezó a relatarle el desarrollo de la gran convención que lo había escogido por unanimidad para dar la gran batalla cívica en las urnas; no había quien lo parara, la oposición iba directa al triunfo.
       Se oyó entonces el leve arrastrarse de un papel, y bajo la hendija apareció escurrida una hoja que el anciano recogió, agachándose penosamente sin dejar su mecedora; colocó los anteojos, y recostado muy atrás para alcanzar la luz eléctrica del cielo raso, leyó meditabundo. Cuando terminó, quitándose los anteojos se volteó en ademán desesperanzado hacia la nuera. Luego miró cegato hacia lo alto de la puerta, como si la voz del hijo fuera a provenir de arriba, y le reclamó dulzón por qué no había tenido la confianza de consultarle a él desde sus primeros dolores, dejándose coger por una dolencia maligna; no habría necesitado ir hasta la capital por un diagnóstico tardío, solo era cosa de cruzar la calle. Y el imprevisto sonido en encierro de la voz cortante del hijo pareció tomarlo por sorpresa como si ya no la esperara, la voz cáustica diciéndole que de nada le hubiera servido porque él no era más que un médico ensarrado por la política, que se fuera mejor a perder sus elecciones. Se calló, como al final de un acto de magia adivinatoria, y entonces el anciano, con el temblor perlático de su mano recorrida por un enjambre de venas azules resaltadas a flor de piel, puso la hoja sobre el tapete de croché de una mesita cercana a la mecedora y dejando atrás a la madre que no acertaba a comenzar a llorar, abandonó con andar vacilante pero altivo la casa. Y cuando Carlos lo ayuda a bajar las gradas de la acera él lo ve irse, su traje de lino blanco de siempre plegado en las asentaderas como el fuelle de un acordeón, y colgándole en juego libre sobre los hombros huesudos; el sombrero panamá recién salido de la hormadura cogido contra el pecho con ambas manos.
       Más que su rostro de anciano guarda el de su foto de juventud reproducida asiduamente en los periódicos opositores llegados con retraso de días a Masaya, el fotograbado columnar orlado por los clavos con que había sido fijado al taco de madera, solitario en el apretado mar de letras de caja de las primeras páginas de aquellas sábanas de cuatro caras que dejaban los dedos manchados de tinta al contacto, sus rasgos de adolescente serio e instruido desdibujados por el desgaste de la placa, borrosos en el apagado contraste los ojos saltones y la boca entreabierta, las orejas caídas, el cabello partido por enmedio y prominente la manzana de Adán, las anchas solapas y el diminuto nudo de la corbata en el cuello almidonado de la camisa sin mácula, un cliché que venía siendo sacudido del polvo de los estantes desde comienzos del siglo, cuando al regresar de Francia titulado de médico-cirujano por el Hospital Charcot de la Salpêtière, los familiares de sus pacientes habían salido a la calle a levantar firmas para proponerlo a la presidencia de la república, movidos por el asombro ante sus operaciones que eran las primeras realizadas en el país, y que él ejecutaba con la misma confianza tanto en caballerizas mal alumbradas como en aposentos.
       Frustrada por dictaduras y cuartelazos, intervenciones armadas de la marina norteamericana, fraudes y escamoteos, esa candidatura se había mantenido pendiente por décadas en espera de su día, cada resucitado suyo un partidario acérrimo junto con sus descendientes; nunca dejarían los moradores de acudir a las puertas y descubrirse al verlo atravesar por los barrios, ladeado por el peso de su valijín negro en camino de las visitas de enfermos que también lo llevaban ciudad afuera montado al pescante de su coche de caballos, y tampoco entonces dejarían las gentes de las comarcas de salirle al paso, parar el tiro de bestias agarrándolas por los bocados, e invitarlo a bajarse para ofrecerle de beber, siempre adornado con sartas de flores su retrato en los estancos, en las galleras y las pulperías, alumbrado por veladoras en las hornacinas de las ermitas rurales, presente en los altares de novenario en los ranchos y en las fincas, ofrecido en los mercados por los vendedores de reliquias, ensalmos y conjuros.
       En uno de los aposentos de la casona esquinera, desde entonces clausurado, había muerto recién llegada a Masaya su esposa francesa, acabada por las fiebres palúdicas; y a pesar de la pompa de sus funerales, pues su cadáver enflorado al descubierto había sido velado con música de cuerdas y recitaciones en los salones del club social, y el cortejo de su entierro hubo de llegar tarde en la noche al cementerio por causa de los discursos que se sucedían interminables en las esquinas del recorrido, ya nadie se acordaba de aquella muchacha extranjera, rechoncha y de escasa estatura, a la que también la municipalidad había acordado dedicar un parque junto a la laguna, nunca después construido. El anciano parecía así haber habitado el consultorio en tenaz soltería toda su vida, como un verdadero santo civil de cuyo cuido se encargaba una cofradía de mujeres voluntarias, que por turnos barrían la casa, aseaban su ropa y le preparaban la comida.
       Dormía al fondo del corredor, el sombrero y el valijín a su lado sobre la cama, sin desvestirse, sucio y desordenado el aposento hasta el cual las cófrades, embargadas por el respeto, no entraban a barrer; hojas de viejas revistas sanitarias descuadernadas se paseaban indolentes por el piso, pilas de tratados quirúrgicos se acumulaban en los rincones húmedos; y contra las paredes, unas urnas maqueadas en negro y de talladuras solemnes, en cuyos tramos se alineaba una colección de frascos de tapas esmeriladas que guardaban tumores malignos, fetos siameses y vísceras sacadas en autopsias a cadáveres de hombres célebres, entre ellas un cerebro extraño y descomunal que era el de Rubén Darío.
       Recuerda haber entrado furtivo muchas veces al aposento para contemplar el recipiente bañado de polvo tras cuyo cristal se entreveía, suspendida en un líquido ambarino, la masa gigante de sesos desinflados que el anciano solía sacar al patio para mostrarla a los forasteros llegados en peregrinación, a las formaciones escolares vestidos de uniforme, el dedo índice detenido largo rato en la circunvolución de Broca, donde había residido el numen de las musas.
       La única de aquellas mujeres devotas, que venciendo la barrera del respeto alzada enderredor del aposento se había atrevido en un tiempo a trasponer su umbral para barrerlo, resultó un día de tantos preñada; y aunque sus partidarios estuvieron listos a defenderlo de quien quisiera tramar en contra de su honra, sobretodo de sus enemigos políticos, él se presentó voluntariamente al registro civil a reconocer al hijo, le puso como él, Desiderio, y lo dio a criar a sus hermanas solteras.
       Muchas veces a la hora del almuerzo escucharía a su padre, la calva brillante y sudorosa inclinada sobre el plato humeante mientras cuchareaba la sopa, remojar su rencor contra aquellas tías mezquinas que lo habían confinado a comer en la cocina y lo ocupaban para hacer los mandados como cualquier hijo de casa, y ya crecido se lo habían disputado a muerte al hermano para entregárselo como lego a los padres salesianos; pero perdieron la partida y él lo envió a León, su cofre y su tijera de lona liada con mecates manifestados en el tren, a seguir la carrera de medicina. Se pasó largos años fracasando en los estudios, y su figura robusta, la caspa desprendida sobre los hombros de su gabacha remendada de eterno practicante y sus pantalones brincacharco, se hizo tan familiar en la facultad como sus enconos y su misantropía; bilioso y apartado de cualquier trato se encerraba en su vieja pieza del barrio Laborío y solo salía para poner inyecciones a domicilio, para irse a cumplir sus guardias en el hospital, o a visitar en las rondas del rastro público a la lavandera que le alistaba la ropa y con la que vivía maritalmente.
       Al cabo de los fracasos, recibió orden telegráfica de su padre de cambiarse a la facultad de Farmacia, convencido de que verlo de médico como él, iba a ser ya imposible; y cuando al fin volvió a Masaya graduado de boticario, ya estaba tomada en alquiler la casa frente al consultorio para que instalara su farmacia; para esos mismos días el padre lo propuso también como miembro del club social, y fue aceptado pese a varias chibolas negras que le echaron a la hora de la votación, a cuenta de haberse sacado de su hogar en Nandaime a una muchacha costurera, reina de las fiestas patronales de la localidad; mientras estaba la población en feria habían sido casados en un juzgado repleto de curiosos después de ser ambos llevados prisioneros ante el juez, bajo exhorto del padre de la reina.
       Una de las quejas más comunes de su madre, de aquellas que dejaba oír como el azar al tiempo de entregarse a devanar los hilos de su costura, era precisamente esa, haber tenido que firmar presurosa el libro de actas matrimoniales, no en su casa sino en un juzgado, haber atravesado cabizbaja el parque a la hora de repicar las campanas de la procesión, para casarse en la penumbra de una sacristía mientras reventaban las cargas cerradas, ya cancelado el baile de su coronación esa noche; no haber entrado de velo y corona por la puerta mayor de la iglesia parroquial, no conservar un álbum con sus fotos de novia.
       Si aquel escándalo innecesario lo había provocado solo para irritar al anciano, también para joderle la paciencia se convirtió, de una manera pasiva y vergonzante, en partidario del régimen; firmaba cuanto pliego de adhesión a el hombre le presentaban, servía sin paga en las mesas electorales como vigilante del partido oficial, y viajaba a la capital para asistir a los banquetes en homenaje de el hombre sin que nadie reparara en su presencia, arrinconado al extremo de una mesa y confundido entre delegaciones departamentales de empleados de administraciones de renta y maestras de primaria, para quienes nunca alcanzaba la comida.



CAPÍTULO II
Sangre cap. 2

      —¿Cómo que qué te vamos a hacer? –se guardó el Indio la pistola que el Jilguero le había alcanzado–; pues nada.
       Al coronel le brillaba de sudor la papera y le temblaba ligeramente; ponía la cara hacia la puerta cerrada evitando al Indio, y tampoco quería reparar en el Turco a pesar de que casi se rozaban los codos, y así, siempre pendiente de la puerta, rechazaba en un incesante agitar de la cabeza el paquete de cigarrillos que el Indio le paseaba ahora frente a los ojos, ofreciéndole de fumar.
       —Entonces, ¿un traguito, pues? Tal vez una cerveza –se embolsó sus cigarrillos el Indio, y el Jilguero siempre tras él, luchando por deshacerse el nudo de su corbata de colorines, aclaró que ya le habían ofrecido, pero en vano. Y al oírte, reaccionó el coronel como picado de culebra.
       —Usted, usted me trajo aquí engañado. ¿Y por qué, gran atrevido, me desarmó?
       Yo no acertaba a otra cosa que doblar repetidas veces la corbata antes de metérmela en el bolsillo de la camisa, medio ahuevado ante su furia, y le dejaba la palabra al Indio, que pensativo, seguía fumando. Al fin de cuentas, lo convenido era que él llevaría la voz cantante.
       —No hombre, Catalino, déjame explicarte –avanzó su asiento hacia él el Indio– no hay por qué ponerse así.
       —Irme de aquí inmediatamente es lo que quiero. ¿Y mi pistola? Devuélvame inmediatamente mi pistola –se atrevió a ordenarte con aplomo, Jilguero.
       —Pero si ni siquiera me permitís hablar a mí, tanto tiempo sin vernos y me recibís con esos modos, Catalino –intentó el Indio ponerle la mano en el brazo; pero el coronel, hosco se apartó de su contacto. Sudaba como si lo acabaran de bañar con todo y ropa.
       —Bueno, ¿qué es la cosa? ¿Qué quieren conmigo? –preguntó de repente, cortante.
       —Pues nada más hacerte una solicitud; –alzó el Indio los brazos en demanda de ser creído– y te pido mil perdones por la forma de traerte, pero yo les dije a los muchachos, ¿verdad, muchachos? “Yo conozco a Catalino cómo es de desconfiado, y si lo invitamos, no va a querer”.
       —Pero es que me han engañado, este señor, usted me engañó, me trajo aquí con mentiras y encima me camisea.
       El Indio había consumido su cigarrillo y antes de encender el siguiente, lo golpeaba contra el paquete. Y vos siempre mudo, Turco, como si no fuera con vos la cosa.
       —No le echés la culpa a él –señaló el Indio con el cigarrillo apagado al Jilguero, calmadamente–, si querés un culpable, aquí estoy yo.
       Y como si con aquello el Indio lo hubiera presentado, el Jilguero levantó sin más el sombrerito de la pluma, que conservaba aún en la cabeza; y cuando oyó tu nombre, pese a su furor, se vio que lo desencajaba la tristeza. El Indio aprovechó entonces para acometer su segundo intento de alcanzarle el brazo, y él ya no lo rechazó.
       —El asunto es rápido, Catalino. Los muchachos me han dado comisión de ser yo quien te lo exponga. ¿Quién más indicado que un viejo bróder, para hablarle a otro bróder? –gesticulaba adornadamente el Indio como si no pudiera haber posibilidad de duda en su apelación de amistad–. Pero antes quiero que me prometas tomarte con nosotros algo. No podemos hablar así, a boca seca.
       —¿Tomar? ¿Cómo tomar? –se encabritó en la silla, el temblor repuesto en su papera sudorosa–. ¡Si me tienen aquí preso y voy a estar tomando!
       El Indio, a pesar de sus brincos, no lo soltó, como si se tratara de domarlo.
       —¿Preso? Solo a vos se te puede ocurrir semejante barbaridad, Catalino por Dios. No has cambiado nada.
       Los ojitos brillantes del Indio nos pasaron revista despaciosamente tras la cortina de humo que le envolvía la cara, Turco.
       —Jilguero, abrí esa puerta –le ordenó–. Y acudiendo inmediatamente, como en obediencia militar, sacaste el pasador, y de un solo aventón la desencajaste.
       —Ya está, ya tenés abierta la puerta. ¿Quién te tiene preso?
       Era el momento en que pudo haber intentado empujar la mesa, tratar de lanzarse aunque fuera en cuatro patas al pasadizo, gritar. Nada hizo, nada dijo, serio. Ni siquiera volvió a reclamar su pistola. El Indio le acercó más el asiento entonces rodeándole con el brazo izquierdo el espaldar de la silla; se llevó luego una mano a la boca y zafándose la chapa postiza de la dentadura con extremo cuidado, la puso sobre la mesa encima del periódico.
       El coronel fijó primero los ojos en la chapa ensalivada, como si tardara en reconocer qué era aquello, y después en la boca consumida del Indio.
       —¿Ves? Ya ni dientes me quedan –apagó la voz, susurrándole, como se consuela a un niño en la oscuridad–, no tenés, pues, por qué tenerme miedo.
       —¿Miedo de qué cuenta? –respingó, siempre enronquecido el coronel.
       —Así me gusta –le dio el Indio una suave palmada en la rodilla y cogiendo la dentadura se la repuso en la boca, tan atolondradamente que parecía se la iba a tragar–. ¿Ahora sí, me vas a aceptar la cervecita, verdad?
       El coronel solo se desabotonó el saco y los faldones amplios colgaron a sus lados; y vos Jilguero, saliste entonces volando a traer la tanda de cervezas. Sin quitarse el cigarrillo de los labios, el humo metido en los ojos, el Indio se preocupó en servirle al coronel, ponerle el vaso lleno al alcance del tacto, y levantó luego el suyo en un brindis tardío, porque asiéndolo con ambas manos el coronel se lo bebía ya, ligero, arrugando la cara a cada trago como si se hubiera tratado de un purgante.
       —Te confieso que me tenés resentido –se limpió el Indio la boca con el dorso de la mano–. ¿Cómo se te ha podido ocurrir que yo quisiera hacerte algún mal?
       Y no le quitaba la vecindad, rodeándolo afectuoso con el brazo.
       —Es que vine engañado –insistió ya más tranquilo y empujó el vaso–. Y me dio cólera que me manosearan.
       —Pues para que no te quede cólera, aquí está tu pistola –se la empujó sobre la mesa, pero el coronel no la tocó, bien la vio cercana a él, pero no hizo por dónde agarrarla. Y vos, Jilguero, ya listo en la puerta para otra carrera al bar, que si otra cervecita.
       —No –se apuró en responder el coronel.
       —Una no es ninguna, ni siquiera hemos empezado a platicar el asunto –y sin darle tiempo de protestar, se despachó por la segunda tanda el Indio. Ya llenos otra vez los vasos, miró al suyo como para coger fuerza, o inspiración, el cigarrillo consumiéndose en su dedo inmóvil.
       —Pues a lo que íbamos, Catalino, la cosa es sencillamente que queremos volver a Nicaragua.
       Incrédulo, el coronel dejó caer la quijada, y arrugando el entrecejo nos miraba como si el resplandor de una luz que en el cuarto no existía, lo ofendiera.
       —Volver, se entiende, con todas las de ley, nada de clandestinidades. A vos te consta que si he tenido el defecto de ser algo violento, eso no me quita lo sincero. Ya estamos hastiados de vivir persiguiendo como locos el centavo, es la verdad. ¿Sabés a qué me dedico yo? A fabricante de piñatas, no me vas a creer.
       Se registró el bolsillo de la camisa cargado de lapiceros baratos y papeles doblados, y sacó una tarjetita de cartulina impresa en rojo y verde. Colocándose los anteojos la leyó con voz fúnebre.


TUMBO TUMBO TUMBO
Para los cumpleaños de sus adorados niños ponemos a la orden: sillitas, tableros, cristalería, servicio esmerado de refrescos e higiénicos sorbetes, vistosísimas piñatas. Muy pronto, proyección de películas especiales con aparatos sonoros.


      Mientras escuchaba la lectura el coronel mantenía el filo del vaso pegado a los labios en claro ocultamiento de una sonrisa, imaginándose de seguro al Indio, de delantal, dedicado a cocer el almidón para vestir sus piñatas. Pero vos lo sacaste de su alegre reflexión, Turco, porque te pusiste imprevistamente de pie y a la manera de un subalterno te le cuadraste, chocando los talones.
       —Permiso para hablar, coronel –solicité secamente.
       Él, aunque ya me sabía allí no me había oído todavía la voz; farfullando, sin atreverse a mirarme, dio a entender que él no tenía por qué apermisarme y bien podía hablar, si quería.
       —Si se me concede regresar estoy dispuesto a comparecer ante un consejo de guerra –fue todo mi discurso; pero permanecí, sin embargo, en posición de firme.
       —¿Te fijás, pues, Catalino? En tus manos nos encomendamos en cuerpo y alma –y otra vez le llenó el Indio el vaso de cerveza.
       —Pero eso no es conmigo –alegó, quitándose los anteojos y restregándolos contra la solapa del saco–, yo no soy autoridad de migración –y mientras se entretuvo en limpiar los lentes, permaneció con los ojos legañosos cerrados.
       —Nada, el que manda, manda –pareció querer barrer el Indio con su gesto las botellas y los vasos en la mesa de lata–. ¿Cómo vas a negarme a mí, que vos seguís siendo poderoso allá?
       Como si el coronel lo hubiera mantenido en espera, el Turco le pidió entonces permiso de sentarse. Confundido otra vez, no se resolvía a contestarle nada al principio, pero se lo concedió al fin.
       —Yo sé que a los hijos del hombre les llegan allá arriba con los cuentos de que yo ando aquí en planes de meterles una invasión, que yo les mandé a matar al padre. Inventos –negó en forma desconsolada el Indio–, ya me podés ver la traza pobre y jodida. ¿Cuestan acaso medio centavo las revoluciones? Y mi inocencia en la muerte de el hombre, ni jurártela vale la pena, aquí están mis manos limpias –y le enseñó las manos por el dorso y por las palmas.
       El coronel se quedó agachado, reflexionando indeciso y el Indio, como para cerrar su trato de intimidad con él, sacó un cigarrillo y prendiéndolo en la brasa del suyo se lo puso en los labios. Él lo recibió con un temblor de sorpresa en la boca pero el Indio no se lo soltó hasta que había dado una chupada.
       —Bueno, Larios... –empezó a dirigirse muy sumiso al Indio. Pero el Indio lo interrumpió dando un golpe en la mesa, tan fuerte que hizo saltar las botellas.
       —¿Cómo es eso de Larios? Yo para vos soy siempre el Indio, me doy por ofendido si ahorita mismo no me llamás Indio –a la cara del coronel subió una sonrisa amuinada.
       —Bueno pues, Indio –concedió, el Indio cabeceó satisfecho, como lavado de una afrenta–, yo les prometo hacer la fuerza, a ver si me oyen.
       —¡Gracias, Catalino! Yo sabía que vos a mí no me fallabas, ¿qué les dije, muchachos? –se puso de pie, eufórico, el Indio.
       —Conste, yo no puedo garantizarles nada –advirtió halagado el coronel.
       —Nada tenés que garantizarnos, tu intercesión es suficiente –y ordenó el Indio al Jilguero ir por una tercera tanda, para hacer un brindis final por el éxito de la gestión del coronel.
       —¿Por qué no pasamos mejor al salón y brindamos allá? Ya está despejado de clientela y vamos a sentirnos más cómodos –propuso el Jilguero.
       —Bueno, pero que sea la última y nos vamos –dijiste vos, Turco–, yo tengo mucho que hacer.
       —Todos tenemos que hacer, pero es cierto, saquemos de esta pocilga a Catalino, si lo metimos aquí por culpa del abarrotamiento de afuera.
       El Jilguero se acercó solícitamente tras el coronel y lo ayudó a incorporarse, afirmando bien los pies al recibirlo porque de nuevo le echaba el peso del cuerpo encima.
       —Tu pistola, no se te vaya a olvidar –cogió el Indio el arma de la mesa, y él mismo se la metió en el bolsillo del saco al coronel.
       La clientela del mediodía se había despedido ya del bar y solo unos cuantos bebedores rezagados, alejados entre sí, quedaban; las luces de colores de la roconola instalada en la entrada brillaban en la media oscuridad, deshaciéndose en espirales, y el cantinero, que tras el mostrador del bar secaba mecánicamente la tendalada de vasos con un giro veloz de la mano, saludó sonriente al Indio desde lejos, en ademán de desenvainar la espada de palo del rey de cartón.
       Al sentarnos de nuevo nos quedamos todos en el borde de los asientos, como a punto de despedirnos; vos preguntaste preocupado por la hora, Turco, y yo no soltaba mi cartapacio. Y cuando el Indio se paró para hacer su brindis, ya no se volvió a sentar. Bebimos los últimos tragos y nos callamos mientras esperábamos la cuenta, como si ya no hubiera habido más que decir, ni preguntar. El Indio daba algunos pasos tras el coronel, y presionándose la rabadilla, se desentumía.
       —No me va a quedar paz si no te confieso que la idea de las bailarinas fue mía, Catalino, ¿pero verdad que este Jilguero cumplió a la maravilla su papel? –y sonriente le agarró el Indio el espaldar de la silla– como anda metido siempre en esos ambientes de cabaret.
       —Me engañó pero de viaje –aceptó el coronel.
       —Es que el Jilguero conoce a todas las que pueden llamarse reales hembras nocturnas aquí en Guatemala –siguió riéndose el Indio. Vos, Jilguero, te habías ido a pagar el bar.
       —Yo conozco mejores que esas –bostezó el Turco–, señoras de hogar, niñas de colegios de monjas que se reúnen en lugarcitos muy discretos, muy íntimos. Sitios que uno ni se imagina, coronel.
       —¿Siempre te gusta alegrarte el ojo, Catalino? –lo tomó imprevistamente por los hombros el Indio.
       —¿Ah? –alcanzó él a balbucear, haciéndose el que no había oído bien.

Sangre cap. 2

      Entrando a Siuna en la costa un mes de marzo ya de tarde, frente a una casa de cabildo incendiada por los aviones yanquis, encuentran a un anciano que agoniza tendido sobre la batiente de una puerta carcomida por el fuego; su cabeza descansa a la altura de la ventanilla enrejada y junto a una de sus manos descarnadas, una mano como de santo poblano, está el hueco redondo de la manija. Lo rodean gentes forasteras repartidas sobre las piedras negras y ya cubiertas de lama de la casa en ruinas, y entre ellas hay un muchacho quinceañero sentado en un montón de ripio, el fuelle de su acordeón desplegado y los dedos puestos en las teclas, como en actitud de comenzar a tocar; y una mujer morena y entrada en carnes, cubierta con un sombrero aludo teñido en distintos colores que se extienden en círculo desde el arranque de la copa, de rodillas en el polvo aplacado de esa hora sin viento, exprime un pañuelo mojado en la boca desdentada del viejo, que se abre como un navajazo oscuro para recibir las gotas sucias.
       Y ya siguen ellos de lejos en busca de posada, si no es que arrecostado a una pared ardida del cabildo ven un bulto extraño envuelto en una sábana curtida, quieto el fantasma octogonal como un barrilete gigante que transpira humedad y olor a esmalte bajo el embozo, olor a manos sucias, a apuestas con billetes terrosos y centavos negros, a humo de candiles, a fritanga de feria, a cohetes de procesiones; y el viejo, sin abrir los ojos, levanta la mano izquierda para señalar su estrella enfundada y gorgotea algo que solo la mujer inclinada sobre su pecho entiende y repite después en voz alta, cabeceando al escuchar y transmitir cada palabra: que esa presencia arrimada al muro es su toro-rabón de juegos, su ruleta de pobre que ha andado toda la vida en el lomo, de jolgorio en jolgorio; durmió debajo de su mesa y le tuvieron allí mismo una vez un hijo, vio con él aguaceros, sequías y calamidades de guerras, descarrilamientos y crecidas de ríos, trances a cuchillo en garitos y en galleras, rodando fortuna, dando fortuna, quitando fortuna en todas las fiestas patronales de Nicaragua, a ver si alguien por vida suya se la compraba y pueda esta su mujer volverse a su pueblo de Malacatoya, de donde se la sacó manceba al terminar unas fiestas, para que ya no anduviera errante en esa vida de azares.
       La mujer se queda un rato oyendo sobre su pecho, pero el anciano se calla ya y entonces ella, diligente, le acomoda un lío de trapos debajo de la nuca y le soba luego parsimoniosa la armazón de las costillas, girando la cabeza a los forasteros; pobrecito, se acuerda de mí en su hora, exclama tristemente su voz chillona de pregón de frutas, la misma con la que ha repetido el mensaje.
       Taleno el padre deposita entonces en el suelo sus bártulos, se limpia las manos restregándoselas en las sentaderas del pantalón y se acuclilla junto a la pareja, inclinando la cabeza para alcanzar el oído de la mujer debajo del alón del sombrero y le habla en susurro para no dejarse oír de los demás, tal vez por vergüenza del negocio con un moribundo, ¿en cuánto deja el toro-rabón? Y la mujer, con su mismo chillido nasal, que dice él que lo cojan por una miseria, por treinta córdobas se cierra el trato. Taleno el padre mira reflexivo al viejo agonizante y casi a gatas se acerca otra vez al oído de la mujer bajo el sombrero, estirando la boca al modelar las palabras como si quisiera enamorarla, que está algo cara, porque nuevas esas ruletas, en Masaya donde las fabrican, cuestan apenas cuarenta. Y se pega otra vez la mujer al pecho del viejo al oírlo sisear: que es una pieza como no se imagina usted de fina, labrada de una sola troza de guayacán como las imágenes que ya no se hacen de los santos cristos crucificados. Y Taleno el padre, cauteloso en el trato, ahuyenta con un movimiento amoroso de la mano las moscas posadas en la frente del anciano, solo da veinte.
       Dásela en veinte, niña, y te vas para tu pueblo, transmite ya lo último el anciano a la mujer. Y Taleno el padre paga sin hablar, cuenta sobre el suelo las monedas alumbrado por el foco tubular que Trinidad arrima porque casi no se mira ya, monedas de diez centavos, de veinticinco centavos, lucias y de cantos desgastados, que la mujer envuelve en el pañuelo mojado y se guarda entre los senos. Ayudado por Trinidad levanta Taleno el padre la estrella ya conquistada y entre los dos la acarrean hasta el mesón, mientras lo dejan a él cuidando los bártulos; y ya para el segundo viaje, cuando llevan los tres las cajas y las valijas de mercancías, los alcanza en la calle la mujer, jadeante: que no les había entregado la torre del toro-rabón y las bolitas, la torrecita de hojalata con sus patas de alambre para fijarse al centro de la ruleta y las bolas gruesas, acuosas, guardadas en una cajita redonda de talco Para Mí, amarillo estriado, azul claro desvanecido en girones blancos en las profundidades de la transparencia, rojo de sangre, diluyéndose en agua; les sonríe como esperando alguna palabra la mujer, el sombrerón amarrado debajo de la barbilla con un cordón de zapatos que parece cortar la grasa de su papera sudorosa, qué se va a andar yendo para Malacatoya, si allá no tiene ya a nadie, y además, que esos reales apenas van a ajustar para mercarle su caja de talalate cuando dé el alma.
       Y ya en el mesón se sientan en el escaño frente a la mesa de comer, de cara al fogón donde cocinan con los rostros enrojecidos por las llamas las tres hermanas propietarias, y ninguno de ellos le quita el ojo a la joya envuelta que descansa contra una pared y que aún no han desnudado para verla; y mientras esperan que les sirvan la cena, Taleno el padre se para y va al cocinero a pedir un poco de contil que disuelve en agua sobre un pedazo de teja recogido en el patio; de entre los bártulos saca su cepillo de dientes, las cerdas amarillas doblegadas por el uso, y lo tiñe con el negrumo para escribir sobre la manta

Perteneciente a José Asunción (Chon) Taleno
Comprado en Siuna, abril de 1934


      Y mientras come apurado, los carrillos llenos de plátano cocido que se lleva a la boca en trozos humeantes, les explica que la marca es para que no se roben la estrella porque van a andar por muchas aglomeraciones de hombres en las fiestas de los santos patronales con ella. Y Trinidad, que sorbe su pocillo de café, mira el envoltorio, pueden llevarse el trasto y dejarnos la sábana, tata; y Taleno el padre, tragando, lo vuelve a ver entonces con rabia, solo con mierdadas salís vos, le dice.
       Y a la noche, acostados sobre la rugosidad de las tablas sin cepillar de la mesa de comer, impregnada de berrinche porque de seguro duermen allí otras veces otros niños forasteros, cada vez que se despiertan giran ansiosos las caras hacia la penumbra para ver si aún está allí, envuelta en el sudario, la ruleta, mientras Taleno el padre arrecostado en el tabique se deja vencer por el sueño en su vigilancia pero la protege con el cuerpo.
       En las bancas de los parques, en los atrios de las parroquias, en los portales de las casas municipales duermen desde entonces; debajo del toro-rabón se refugian cuando llueve, marchan de noche junto con las promesas en las romerías, atraviesan los vados de los ríos con las tropas de caminantes y montados, caravanas de carretas, alegría de voces y risas que celebran caídas en el agua, saludos y encuentros sorpresivos en la oscuridad, encaramados en plataformas de camiones de carga, en la góndola de los trenes, siempre con la estrella a cuestas para llegar sin falta a los pueblos las vísperas de fiesta; revientan en la plaza las alboradas, se queman los castillos de luces y las guirnaldas giratorias en los cielos, desgranan el chispero de sus carrizos las gigantes de pólvora y Taleno el padre, firme y vigilante, se yergue enjuto en su taburete frente a la ruleta, las alas vencidas del sombrero de fieltro terracota oscurecidas a parches por viejos sudores, el rostro veteado de color de hoja de tabaco, la camisa parda de mezcalina abotonada al cuello, inquieta la mirada y vivaces los ojos pequeños, masca su puro con distracción sonriente y se disuelve sereno en una bocanada de humo, la voz ronca al marcar las apuestas, atento a la boleta que cae desde la torre para saltar por los huecos negros, alcanzar los números rojos y pasarlos brincando hasta detenerse, fija, en su orificio; y el movimiento justo de su mano de tigre al recogerla, proclamando con un golpe de puño al ganador, o al tomar lo que se le debe por coimería.
       Los días no se le presentan sino cuando amanece o cuando va a atardecer mientras andan con Taleno el padre por esos pueblos del Pacífico, de fiesta en fiesta; sale de madrugada del escondrijo donde le ha tocado dormir, despierta a la dianas y al olor de la pólvora quemada de las cargas cerradas tempraneras, progresa desde los cerros la neblina o sube de las quebradas para rodear la carpa de caballitos, los palanquines de fierro mojados e inmóviles, la rueda chicago, la casa portátil de la ruleta mayor, los chinamos de palma, la armazón de varas de la barrera de toros, encienden las fiestas sus fogones, van lerdos los muleteros a hacer sus necesidades detrás de la iglesia. O atardece, y en los tramos de juegos de suerte improvisados en las veredas de un parque, en una calle real, se prenden las farolas de alumbre que arden pálidas entre las ramas, y comienza a juntarse la tropa errante de coimes, ilusionistas, sacasuertes y tahúres, un cura andarín entre ellos que bautiza en los atrios durante el día y le deja a Taleno el padre guardada su sotana en las noches, dedicándose a atraer paseantes a los solares donde esperan, acostadas en petates las mujeres que andan en su compañía.
       Es entonces, al oscurecer, cuando a Trinidad le vienen sus ganas angustiadas de hacerse rico, porque con la estrella ya se mira que no va a salir Taleno el padre de pobre; deambula por entre las mesas de juego hasta que llueve, o se apaga al final la música embullada de los discos rayados, metiéndose a las ruedas apretujadas de jugadores de caras tristes, vencidos de antemano, antes de abrir la garra y dejar que los billetes sudados se desarruguen solos sobre la carpeta húmeda, vigilando Trinidad junto con ellos los giros de la ruleta multicolor, viéndola desvanecer sus números de calendario, oyendo a la uña incrustada en el soporte torneado, tensa, rozar en lo alto los clavos veloces de cuerda quinta de guitarra, y quisiera decidir cuándo va a caer casa grande y cuándo casa chica para despertar una madrugada a Taleno el padre, sacarlo de su cueva debajo del toro-rabón y enseñarle las bolsas llenas de billetes, haber quebrado la ruleta, ganarle a los hombres adultos apuestas sucesivas en la mesa de dados manejando el cuchumbo con movimientos maestros del pulso, aunque sentenciado por Taleno el padre de que iba a rajarle el lomo a palos el día que se acercara a aquella mesa redonda prohibida que siempre permanece oculta en el encierro de una casa ruinosa alejada de la plaza, porque en los dados de hueso hay siempre el recuerdo de una cuchillada trapera, de algún suicidio por ruina o de alguna amistad para siempre perdida.
       Y está Taleno el padre instalado con su estrella frente al atrio de la iglesia parroquial de Comalapa, tal vez San Pedro de Lóvago, en espera de poder aprovecharse de la salida de la procesión, cuando llegan a buscarlo para preguntarle si no es hijo suyo un forasterito como de doce años al que ha desgraciado un toro por querer sortearlo; que un catrín alzaba en el palco de la barrera un billete de cinco córdobas, pidiendo un valiente para torear al animal ya doblegado en el bramadero, y el niño, subiéndose a como pudo por el varamen alcanzó la tarima y se presentó ante el hombre quien lo recibió con risas, haciendo burla delante de los otros espectadores de que aquel fuera tan chiquito y tan osado; pero que al fin aceptó, le pasaron al niño la manta colorada y se metió a la barrera arrastrándola, de tan grande que era; y lo primero que hizo el animal al verse libre de la soga en medio del bullicio de la música y el estallido de los morteros, fue venirse saltando en dirección al niño sin hacer caso del jinete y ensartarlo, desgarrarle la barriga y sacarle los intestinos que se desbordaron sobre el suelo de su caída; que habían andado preguntando en todos los tramos de la plaza y nadie daba razón de si tenía o no parentela.
       Y Taleno el padre escupe sobre el suelo adornado con un manto de trigo reventado, lo deja a él cuidando la estrella mientras vuelve y se va a la barrera tras el informante pero en el camino divisa acercarse en medio de una nube de polvo la lenta procesión en la que traen al corneado en andas, acostado en una cama de baldaquín sacada en préstamo de un aposento, una cama que con las cortinas de su pabellón al aire y sus pilares negros como mástiles parece un barco; y al toparse con ella los cargadores la hacen descender de sus hombros para que pueda comprobar si el niño es su hijo, mientras la gente que pasea por la plaza se empuja y se atropella para presenciar el encuentro y la banda de música toca desde la barrera echame ese toro pinto hijo de la vaca mora para sacarle la suerte delante de esta señora, bailando al compás los caballos sofrenados por sus jinetes.
       Con la cara sollamada y cubierta de la tierra en que ha caído, alza Trinidad con dificultad la cabeza para mirar a Taleno el padre, juega amuinado a enrollar en el dedo el cordón de un crucifijo colocado entre sus manos por la misma dueña de la cama, y se sonríe apenas; y mientras van alzándolo de nuevo, lo regaña furioso Taleno el padre, lo reprende porque anda allí por donde quiera como animal sin dueño mientras él se jode en la coimería buscándole el bocado, y todavía lo está regañando cuando le pide al viejo soldado la pana que contiene la gran flor de tripas azulosas y rosadas para cargarla él el resto de la procesión, y la va llevando al lado, cuidadoso de no tropezar como quien carga una reliquia; hasta que uno de los cargadores le pregunta a dónde va con destino esa cama, y ve Taleno el padre que los intestinos se han quedado quietos en el agua y responde que a ninguna parte.

Sangre cap. 2

      Eran aviones, exclama Chepito, y sus brazos abiertos simulan alas, aviones de combate que primero zumbaron lejos y después de atravesar Managua se alejaron hacia el sur; y el Jilguero le dijo adiós otra vez desde la pasarela, adiós con la mano en alto y tan apurado iba ya que al alcanzar la carrilera se escapó de caer. Y no lo vio más.
       Pastorita extiende un pañuelo en la silla antes de sentarse porque está recién mudado, pues unos aviones regaron papeletas, otros regaron balas; sucede que él había ido a Diriamba ese domingo para amenizar un bautizo y el lunes temprano esperaba frente al Reloj una camioneta para volverse a Managua, cuando aparecieron los aviones soltando aquellas hojas que se desgranaban cernidas sobre los techos y caían en las calles donde bandadas de muchachos, hombres grandes incluso, las perseguían en gran algarabía. Yo las veía revolotear sobre mi cabeza sin sospechar nada grave, ocurrencias de la Mejoral, pensaba, pero no dejó de entrarme cierta curiosidad y sin soltar la valija del acordeón me lancé al molote logrando una, húmeda de garúa.


VIVOS O MUERTOS
SE BUSCAN


y fotos y fotos pequeñas arrimadas unas a otras, toda la papeleta cubierta de fotos de personas militares y civiles. Y vengo yo, asustado ya por el suceso, y me fijo en una esquina de abajo, ideay ¿pues no es éste el Jilguero? Era él, la misma foto aquella de su bachillerato que siempre andaba en su cartera.
       Sin apartarle los ojos baraja Raúl, nervioso, el naipe ¿Y estaba retratado también su hermano Carlos, verdad? Y contesta que sí Pastorita, pero por no serle familiar su cara no lo reconoció de entrada; al que sí identifiqué de ya, es a ese tal Indio Larios que vos tanto mentás como valiente, Raúl, su mismo retrato antiguo de cuando era oficial de la guardia que publican cada vez que hay una insurrección.
       Y rebaja la voz Raúl, los atrae con un subrepticio aleteo de las manos para congregar estrechamente sus cabezas, entró clandestino desde Guatemala el Indio Larios y anduvo campante por Managua bajo distintos disfraces preparando el complot, unas veces en harapos de pordiosero, otras de dama elegante: en ropajes satinados de cola larga, constelado de joyas, departió en una fiesta oficial con el propio hombre, tapándose la cara con un abanico; y ¿han de creer ustedes? ni por sombras fue reconocido, el Indio Larios tan buscado, que fue uña y carne con tu coronel, Chepito; los dos caporales en volarse a Sandino obedeciéndole a el hombre, solo que al Indio Larios le agarró después un fuerte arrepentimiento por haber derramado una sangre masona igual a la de él, y para lavársela, se volteó. ¿Vos sabés, Pastorita? Tiene pactos con espíritus selectos, le quisieron poner ley fuga pero en la carrera se les escapó para siempre ¡a uno como él no lo tocan las balas! Y así querían agarrarlo preso ahora, a puras papeletas.
       Dudoso, Pastorita retira la cabeza del conciliábulo. ¿Crees vos eso de que entra invisible a las prisiones para conjurarse con los presos políticos? Y otros cuentos, de que ronda por el Campo de Marte en espíritu, o ese, de que pudo acercársele a el hombre a pesar de tanto guardaespalda. No, sería demasiada osadía. Y si no lo pueden tocar las balas, ¿qué miedo va a tener?, afirma Raúl ya en voz alta, pero Chepito les hace poco caso y urge a Pastorita a continuar, oír sobre el Jilguero es lo que le interesa.
       Pues nada más, vacila Pastorita en recobrar el hilo perdido, nada más que me vine todo el camino pensando solo en él, pobrecito el muchacho, ya lo jodieron, tal vez sea culpa de su hermano haberlo comprometido en eso; y le daba vueltas a la papeleta en mis manos, y los pasajeros contaban que los revolucionarios andaban huyendo desde el día anterior por los cafetales, perseguidos en las fincas de Carazo, por rumbo de San Marcos, por la Concha, por un lugar llamado Las Pilas. ¿Las Pilas?, lo interrumpe Raúl y otra vez los convoca, allí fue donde cogieron preso al hermano del Jilguero antes de matarlo, ese es un hecho que después voy a contarles. Sí, después contás, lo corta molesto Chepito, ajá pues, Pastorita.
       Al llegar la camioneta a Las Esquinas un guarderío espantoso, puros cascos de acero deteniendo a los vehículos a punta de ametralladoras; nos bajaron y nos registraron a todos mientras yo veía que no me maltrataran el acordeón, no se apartaba de mi pensamiento el Jilguero, ¿andará enmontañado por aquí el pobre? Y hasta me parecía presentir una sombra de él en los cafetales.
       Pero no andaba allí, niega sabidamente Raúl, solo su hermano estaba pero ya enterrado en un plantío; y Pastorita asiente y sigue, cuándo se iba a imaginar que al llegar él a su pieza en Campo Bruce, ya estuviera la G.N. esperándolo en la calle, la manzana ocupada como para un combate, y al que iban a agarrar era a un pobre músico; “va a pasar con nosotros”, me ordenaron y me metieron en un jeep, con todo y el acordeón. ¿Y a quién veo entonces? A Chepito en calzoncillos, esposado, y no nos dimos ni los buenos días, tanto era el culillo que llevábamos.
       ¿Te lo devolvieron al fin el acordeón?, le pregunta Raúl preocupado, y Pastorita niega, me dijeron que llegara el lunes por él, pero si se pierde o lo joden por estarlo traveseando, ya me llevó la mierda, no es mío. ¿Y con qué lo pago? Pues aquí Chepito puede hacerte la gestión con su coronel, se voltea con sorna Raúl. Y Chepito, incrédulo y dolido mueve la cabeza, el coronel en persona me vino a capturar; y se sienta con dificultad por el dolor en sus costillas.
       Estaba bien dormido y cuando sintió que le encendían la luz pensó que alguien lo llegaba a matar, como a Lázaro, un asesino con su cuchillo; pero eran soldados con rifles, orejas empistolados los que me rodeaban, tantos que no alcanzaban en el aposento pequeñito que a duras penas da para mi cama, siempre con el miedo de voltearme en la noche y caerme al agua si se quiebra una tabla podrida, un aposento que no es ni aposento, el coronel mandó a limpiar las cajillas y los trastos para que yo durmiera.
       Se protegió del resplandor y de su desnudez llevándose el brazo a los ojos, esquivándoles la cara a los guardias; y ya menos encandilado descubrió al coronel que bloqueaba con su gordura la puerta, en uniforme de fatiga y los brazos cruzados sobre el pecho, su anillo de piedra roja brillando como el ojo de una fiera entre los vellos de los dedos; daba órdenes mudas, haciéndose el inocente, y los orejas le registraban el cuartito, trastejeándole los cajones de pino, volteándole sobre el piso su ropa, revolviéndole sus pocos haberes, una flores gigantes de papel, sus zapatillas de baile, el traje de rumbero con las mangas tupidas de vuelos y la pechera de lentejuelas, el sombrero cordobés para bailar la jota. “¿Qué son todos esos disfraces?”, le preguntó burlesco un tal tenientillo Quesada que dirigía el registro, cogiendo el sombrero gitano con la punta de los dedos como si tuviera asco de llenarse de cuita; y Chepito, paciente, se acordaba de las palabras del Jilguero, “en este país no respetan lo que es el arte, Chepito”; y le explicó que esas eran cosas de su vestuario, las ocupaba para bailar en los shows nocturnos; y el tal tenientillo Quesada le consultó al coronel con la mirada, y el coronel desde la puerta asintió, era bailarín, como algo que no tuviera remedio.
       Los agentes terminaron el registro y le alcanzaron al tenientillo unas fotos encontradas en el fondo de uno de los cajones; y Chepito se sonríe, esos retratos no tenían que ver con nada, uno era de mi mamá que vive en Catarina, cuidadora de la finca “El Corozo” del coronel, el otro era Tuzo Portugués, el campeón de boxeo. Y no me pateen las flores que esas las trenzó mi mamá con sus manos, pero el tenientillo ni caso me hacía. “¿Y un tal Lázaro?” fue lo que me preguntó, revisando su lista a máquina.
       Con un lento movimiento de la mano saca Raúl una carta de la baraja, la mía es carta mayo, yo reparto; andaba buscando hasta a los muertos, hace ver, y eso es precisamente lo que Chepito le había respondido al tenientillo Quesada, Lázaro es un difunto, señor, aquí en este mismo night-club lo mataron; pero no me creía, el muy desgraciado, se arrecuesta con dificultad, quejándose de la punzada. El coronel reconoció entonces que era cierto, allí en El Copacabana habían matado a un guitarrista para unas fiestas de agosto; “Lázaro Cordero, dicen que muerto” anotó en una lista el tenientillo “ahora un tal Raúl Guevara. ¿Sabés vos dónde vive? ¿O también está muerto?”. Y Raúl dobla apenas las puntas de las cartas para ver su juego y las deja sobre la mesa; jugá vos, a vos te toca, lo urge Pastorita.
       Chepito, fracasando en un ademán dramático de desesperación, abrió los brazos menudos recorridos por gruesas venas y yo qué voy a saber, a lo mejor no vive en ningún lado, donde le coja la noche; y seguía el tenientillo atento a su lista, chequeándola con su lapicero. “¿Y ese José Asunción Pastora?”. Pues ese era el otro de Los Caballeros, conocía la dirección de su casa pero no podía dársela porque era muy enredada; “no te aflijás, te vas a venir con nosotros para que nos enseñés, y también dónde es que amanece ese otro músico Guevara”.
       A mí me capturaron en mi trabajo del plantel de Batahola, arrastra Raúl porque ha ganado, ni una semana tenía de haberlo conseguido y hoy que regreso ya libre me sale el capataz con que subversivos no admite él en la pedrera. Y no me paga ni siquiera los días trabajados, esa es la justicia, baraja las cartas y vuelve a repartirlas.
       El coronel le hizo de señas al tenientillo para que se apartara y le diera lugar frente a la cama. “Vos sabés el cariño que te tengo, Chepito” empezó su sermoneada, “yo lo traje de Catarina para acá, porque soñaba con la vida alegre de Managua, y allá lo único que hacía eran flores de papel con su mamá, ¿verdad?”. Y lo miraba a él y miraba también al tenientillo y a los demás guardias y orejas, como si estuviera presentándoles a un amigo; “y lo puse a administrarme El Copacabana, baila en el show por voluntad suya y como barman es de primera, honrado también en sus cuentas”, ajustándome alabanzas ante los guardias que mejor querían joderme de una vez, sin tanta remetálica. Desnudo y apendejado, no tuve más remedio que darle las gracias al coronel por sus palabras, y él entonces, que le dijera, pues, dónde estaba escondido ese tal Jilguero, “tené cuidado de decirme la verdad y no estarlo apañando que esto es delicado, es principal en un complot para agarrar la loma”.
       Y Chepito se afirmó en el filo de la cama, se compuso el cabello con un toque de la mano frente a un espejito invisible, y empezó a mover la quijada como si mascara chicle, tiempales de no mirar al Jilguero. Y al decir tiempales estiró la voz, queriendo indicar una inmensa lejanía. Entonces se apartó bravo el coronel para que así desnudo como estaba me llevaran, diciéndome todavía a la pasada que estaba bueno que me jodieran, por baboso. A culata moderata, se ríe Raúl y vuelve a arrastrar.
       Este Raúl nos va a acabar, ya le agarró la ganadera, finge quejarse Pastorita; mejor juguemos tablero y así tal vez veo aunque sea una. Chepito hace intento de pararse para ir en busca del tablero, pero no lo deja Raúl y va él mismo a sacarlo de debajo del mostrador donde también está guardada la guitarra de Lázaro.
       Por el Jilguero él hubiera sido capaz de dejarse matar, como de verdad casi lo matan, se soba el pecho Chepito; lo obligaron a beber cantimploras y cantimploras de agua salada, le dieron toques horribles con una aguja eléctrica. ¿Has sentido alguna vez ese dolor en los huevos, que te los quemen con un chuzo, Pastorita? A nadie se lo deseo. Y de ajuste le molieron a culatazos las costillas, pero él no iba a vender la visita que le había hecho el domingo el Jilguero, esperando a su hermano, para irse los dos a lo que iban. ¡Y tampoco revelarles que Carlos, el hermano, había estado bebiendo aquí una noche con el capitán Taleno, el otro del complot, después de casquinearse duro! Esa plática ya no pudo acabar de contársela al Jilguero, bien contada. “Le puede costar caro que lo vean bebiendo con opositores, capitán”, le había dicho en una de tantas Carlos; y Taleno, sin contestar nada, más bien se echó el trago que le tocaba; “no creás, desde hace tiempo vengo pensando en eso que tanto me dolió cuando me lo enrostraste”, le dijo despuesito, “pero es verdad, es oficio jodido ese de sacar bacinillas, aunque sean de oro”. ¿Pero qué era la cosa? ¿Por qué el pleito? quiere saber Pastorita; y es que por lo visto, Taleno había querido sacar a bailar a la hermana del Jilguero en la fiesta de candidatura del Club Internacional, y Carlos lo rechazó con estas palabras: “mi hermana no baila con guardias, menos con guardias sacabacinillas”.
       Y esa madrugada, aquí íngrimos los dos, Carlos oyó la reflexión de Taleno que fue algo larga, más o menos aceptando que él era un infeliz desgraciado sirviente, que no fuera a creer, muchas veces se le aclaraba la conciencia, no era para criado su destino. Y Carlos, antes de echarse por un lado de la boca el trago, porque la tenía muy inflamada y sangrante, le contestó que podía resultarle un oficio largo el de las bacinillas, porque después del padre se las iba a tener que seguir sacando al hijo, y quién quitaba, a lo mejor también al espíritu santo, salud. “Allí vamos a platicar sobre eso, salud”, bajó Taleno la voz. “Cuando guste”, fue la respuesta de Carlos, eso lo oí yo todo, haciéndome el ocupado en mis oficios.
       Y a la hora del interrogatorio, el tenientillo Quesada ese, se arrechaba cada vez más ante su obstinamiento y le gritaba que dejara de mascar el chicle, mandando a dos orejas abrirle a la fuerza la boca para sacárselo. “No tiene nada, son puras muecas”, le informaron, limpiándose la saliva de los dedos; en venganza le volvió a clavar el chuzo, “me vas a seguir engañando, mamplora de mierda”, y el coronel, ocupado en el interrogatorio de otros prisioneros, lo oía gritar de dolor ante los chuzazos pero se hacía el sordo, como si no se hubieran visto nunca en la vida.
       Al fin tuvieron que soltarlo, y hasta entonces lo llamó el coronel a su oficina, que pasara a perdonar, pero esos interrogatorios algo fuertes eran a veces necesarios, que no se fuera a poner resentido, siempre iba a quedar en su trabajo de El Copacabana, hasta en jeep lo mandó devuelta. Pues resentidos es babosada, se golpea Raúl las rodillas. ¿Y a nosotros que de verdad teníamos tiempo de no verle la cara al Jilguero, no nos refundieron por gusto? A Pastorita le aflojaron los dientes de una trompada, y abre Pastorita la boca para que le vean los dientes, tocándoselos uno a uno; y a mí me tuvieron desnudo, con amenazas de que ya iban a empezar conmigo, pero por dichas no me tocaron.
       Y pasa el tren de occidente para Miraflores frente a El Copacabana, tristes los pasajeros asomados a las ventanillas del vagón de segunda, apiñados de pie en las góndolas finales los campesinos, pita alejándose, costeando el lago y deja entre las breñas secas y amarillas de la costa una estela de humo gris que tarda en disiparse.

Sangre cap. 2

      Largo rato me quedé fumando en lo oscuro, tendido en mi tijera de la caseta de proyección, y antes de apagar el último cigarrillo comprobé, tanteando con la mano, el lugar en el piso donde quedaba en su taliz mi pistola; antes de dar con ella rocé mis zapatones húmedos, que iban a amanecer de seguro resecos, con las costras de lodo endurecidas alrededor de las suelas, y palpé también mi lámpara de pilas debajo de la almohada, volviéndome finalmente de costado para buscar mejor el sueño. Comenzaba a privarme cuando de la luneta donde acampaba mi tropa me llegaron unas risotadas y un arrastrarse de bancas; e incorporándome, pregunté qué era la cosa. “Aquí estos que me quieren abusar”, se quejó el niño sirviente que nos había dejado a dormir el alcalde. Qué jodidos más zánganos, me sonreí yo y me acosté de nuevo.
       Después solo me llegaban ya los ronquidos de los soldados y sus respiraciones concertadas, pero despuesito, también el canto extraño de unos pájaros, unos silbidos en la oscuridad llovida de afuera, que se contestaban desde distintos puntos; qué raro, reflexioné, un concierto de pájaros como si ya fuera a amanecer, no siendo ni medianoche; pero ideay, la montaña es la montaña. Al rato, hubo sobre mi cabeza en el techo un resbalar de tejas, y algo como un caminar en cuatro patas: ¿garrobos? Garrobos tan grandes como para botar tanta teja, no existían. ¿Zorros? Llevé la mano debajo de la almohada para alcanzar la lámpara, pero la dejé allí inmóvil, en contacto con el metal frío, porque ahora eran claramente pasos los que en forma apresurada descendían en dirección a la calle, desprendiendo una menuda lluvia de tierra que me bañaba la cara.
       Ya para entonces quise gritar una orden, pero no pude, porque se me atrapó la voz en el galillo, o fue que oí las primeras estampidas llenar el cine, desbandando en gritos y atropellos a mis guardias en busca de sus armas, o de la huida; pero enmedio de la tirazón feroz y alumbrados por los fogonazos, solo lograban dar vueltas locas, como ganado acorralado, arreados entre el desgobierno de las bancas al centro del salón por las sombras enemigas que parecían salir de las mismas paredes, pero que a través de la puerta entornada de la caseta yo podía ver columpiarse por los boquerones abiertos en el techo, y al desgajarse, caer detrás del parapeto de los escaños para disparar a quemarropa sin cesar de entonar sus vivas por encima de los que se oyó al desplomarse la puerta de la calle, el grueso despuntear de una ametralladora. Todas las salvas cesaron al callarse también la ametralladora, como si ella hubiera estado dando las órdenes, y comenzó entonces a oírse el tajo de los machetes cayendo filosos contra los huesos, desastillando en su remolinolas bancas y sacándole chispas al piso.
       Se callaron casi por completo los alaridos y el olor del humo denso y metálico de la pólvora me llegaba asfixiante a la cara bañada del sudor pegajoso que también se mojaba las espaldas y me corría por la entrepierna, mientras mi mano, extendida ahora hacia el suelo, rozaba apenas el taliz de la pistola, dominadas las yemas de los dedos por un hormigueo. Y así, bocabajo en la tijera, el último quejido confuso y apagado en llegarme entre el tumulto y las voces de los asaltantes, fue el de mi primo Mercedes, “me han matado”, repetía llamándome, cada vez como más lejos.
       Librado al peso de mi cuerpo me desguindé para buscar refugio debajo de la tijera, y tendido en el tablado de la caseta, sin moverme, escuché los resoplidos de las bestias y los relinchos en la calle, las voces de mando, los pasos con espuelas de los que se acercaban a requisar las armas, a cargar las mochilas y las cananas, a desnudar de los uniformes los cuerpos, riéndose alegremente; “¡todo nuevecito!”, decían ufanos, “¡qué catrines nos mandaron a estos los yanquis!”. Los pasos se alejaron luego, y oí el galope de su caballería y de nuevo sus vivas, “¡Viva el general Sandino! ¡Viva el general Pedro Altamirano!”. Y después ya perdiéndose el tropel, unos himnos cerriles cantados en coro en la lejanía.
       Tardé en recobrar el calor del cuerpo, en sentir que la sangre me corría otra vez desde la nuca y me entibiaba la espalda, bajándome a las extremidades que tomaban movimiento y salían así de su hielo; y hasta entonces, antes de arrastrarme fuera de mi escondite debajo de la tijera, me di cuenta precisa de que no era sudor lo que me mojaba en torrente los calzoncillos, sino mis propios orines, un momento antes hirvientes y ahora fríos. Avancé en cuatro patas y al asomarme como un animal medroso y apaleado a la puerta de la caseta, me encontré ante una visión de llamaradas que crepitaban velozmente, consumiendo las bancas y los cadáveres desnudos que al quemarse se retorcían y me hacían muecas de risa; los resplandores subían violentamente hasta lo alto del techo, y al iluminar los huecos que aparecían y desaparecían entre las sombras, dejaban ver pedazos de cielo limpio.
       Un fogazo de horno me ardía las pestañas, y antes de que la cortina de fuego se me pusiera delante de la puerta, sin olvidarme de mi pistola me lancé en carrera pisando los cuerpos amontonados y tropezando en aquel descuartizamiento con los escaños; salí a la calle, pistola en alto, disparando, y los vecinos que se habían reunido afuera se desbandaron en huida. El alcalde, envuelto en su chamarra, los oídos taponeados de algodón y untados en Vaporub, se adelantó hacia mí, saliendo del grupo que se arrimaba de nuevo cauteloso. “Guarde esa arma que está entre amigos, señor sargento”, me pidió.
       Me rodearon, pero en ademán permanente de retroceder, tal vez por miedo de mi pistola, o más probablemente distanciados de mi olor a berrinche. Indefenso y friolento, desnudo, dejaba que los perros me lamieran los pies llenos de sangre, hasta no ahuyentarlos el alcalde, siempre junto a mí embozado en su cobija, contemplándome y contemplando las llamas a las que señalaba con la misma mano en que sostenía una gran biblia, “obra de Pedrón Altamirano, señor sargento”. Después me dijo que en su casa podría asearme.
       Y amaneció el día y el cine no se apagaba; el tufo a carne chamuscada se había propagado por la población entera y todo fue que calentara el sol para que arrimaran volando los zopilotes, primero en círculos a gran altura, ya después agobiando los árboles cercanos, las ramas de los papaturros del solar perteneciente al cine cargadas por el peso del animalerío negro. “Qué va a hacerse con semejante fuego, no basta la ayuda de los vecinos, no alcanzan los cántaros ni los baldes, hemos arrimado una pipa ambulante, pero tampoco”, se asomaba de cuando en cuando el alcalde a su aposento para darme noticias del fuego; allí permanecía yo, arropado en una cobija que él mismo me había facilitado, y sentado en la cama temblaba con un frío igual al de las fiebres terciarias, vigilado por sus siete críos, la esposa, la madre y la suegra; la suegra había traído incluso una mecedora y sin quitarme ojo se balanceaba, arrullando al más chiquito de sus nietos; y a la hora del almuerzo los mayorcitos trajeron sus platos al aposento, para comer con ellos en el suelo, frente a mí. Entraban y salían también vecinos, se quedaban un rato hablando en voz baja y eran después repuestos en aquel turno por otros.
       Al promediar las doce del día era alto todavía el humo, aunque ya no había fuego, consumida toda la casa. Y de tan lejos se vería, que la columna en marcha lo divisó, y acudió al lugar. El suboficial al mando de la columna entró a buscarme al aposento, se me presentó cuadrándose, y yo, aunque tembeleque, me puse de pie como subalterno suyo que era y me cuadré también. Me preguntó por mi rango y mi número y me pidió un parte verbal de lo sucedido. El alcalde se adelantó con su biblia en el pecho y se quitó el sombrero; “el señor sargento estará impedido de hablar después de semejante lance, señor teniente, si de toda la columna solo él nos quedó de muestra”. Pero el suboficial le quitó la palabra, y le ordenó salir del aposento con toda su prole y demás familiares y vecinos.
       Como al quedar solos volví a sentarme sufridamente en la cama sin esperar su venia, me preguntó si es que acaso no me podía tener en pie por estar mal herido. Y yo, haciendo un movimiento triste con la cabeza, que no. “Entonces, vístase”, me ordenó seca, pero suavemente, “¿dónde están sus ropas?”. “Se quemaron”, le informé. Salió en busca del alcalde para que me proporcionara una mudada que me sirviera al menos para llegar hasta el cuartel del Ocotal; y el alcalde lo que me prestó fue una pijama de lanilla gastada, con olor a enfermo.
       No se había quitado ni siquiera el sombrero de campaña al entrar al aposento. Solícito se hizo cargo de mí, me ayudó a ponerme la pijama, y en su estrecha proximidad, al abotonarme la camisa, me parecía notar que me husmeaba disimuladamente porque de seguro al no más entrar su columna a la población le había llegado rumor de mi percance. Ya de pijama, le di mi informe verbal; que iba con rumbo a mi primera misión en las Segovias, que el teniente Hatfield USMC del cuartel general del Ocotal me había dado comisión de marchar a un rancherío como de cuarenta y pico de almas en la finca El Dulce Nombre adelante de San Fernando, para dispersar a los moradores, todos gente enemiga, y reconcentrarlos en caseríos distantes, que mis órdenes eran también las de arrasar los sembrados y quemar los ranchos; que habíamos acampado esa noche en San Fernando para seguir viaje a la madrugada, que el alcalde nos había habilitado el cine, ya clausurado, para dormir, y que allí es donde se había dado la batalla.
       Se necesitaba ser ciego para no ver que de entrada, lo de la batalla no me lo había creído; después de escucharme sin hacer una sola interrupción se sentó a mi lado en la cama; me ofreció un cigarrillo y fumamos juntos, dándose tiempo entre bocanada y bocanada. “Vengo de Palacagüina de arreglar un asunto extraño”, me dijo, botando la ceniza en el suelo; “se recibió de allá la denuncia de que hace dos meses los sandinistas entraron secretamente al pueblo, y como zorros de monte, sin que nadie los sintiera, se dedicaron a perjudicar las casas de todos los ciudadanos de fortuna, de todos los que en una forma u otra colaboran con los marinos, suministrándoles posada a los oficiales, vituallas a las patrullas, o algo. Pues quitaron las tejas sin que nadie oyera un solo crujido en los techos, teja por teja toda la noche hasta dejar pelado el enreglado; destornillaron después las puertas y ventanas, y arrastraron lejos las batientes, desbarrancándolas en una cañada. Y fíjese lo que son las casualidades de la vida”, me puso la mano en una rodilla, “al nomás amanecer comienza a caer un gran aguacero que para colmo de males se declara por todo el día, y aún da el siguiente y sigue lloviendo. Los ciudadanos destechados, fueron sorprendidos en sus camas por la lluvia que les soplaba por todas partes, como si hubieran estado acostados en media calle; no hallaban para dónde correr, chapaleando en los pisos anegados, sus enseres y sus muebles, sillas y cacerolas, nadando en las corrientes que atravesaban las casas de puerta a puerta. Para qué le cuento, aquello fue una verdadera fiesta en Palacagüina; a la gente no le importaba mojarse y corría de una casa en pampas a la otra para no perderse, muerta de risa, los trances desesperados de las señoras subidas a los roperos, el apuro de los maridos queriendo sacar con escobas el agua, ¡qué ocurrencia! si la corriente hasta ramas y gallinas había metido dentro de las casas; y cada vez que por esfuerzo de parar algún mueble que salía disparado navegando hacia la calle, uno de ellos caía de nalgas en el agua, eso lo celebraba la gente afuera con alegres gritos. Y por eso fuimos llamados nosotros, me ordenó la Comandancia de Marina disolver esas manifestaciones, hacer que la gente curiosa volviera a sus casas, y para lograrlo tuvimos que emplear culata”.
       Y se quedó un rato reflexivo, acodado sobre sus rodillas y replegado en él mismo, con la pierna cruzada, fumándose un nuevo cigarrillo. Muerto de risa el público y convencido de que Sandino recibe la ayuda de arriba, “Dios hablará por los segovianos”, dicen. “Sandino desenteja” y “Tata Chú echa el aguacero”. Se reía meditativo, y la risa, o el humo en los pulmones le provocó tos, una tos seca que contuvo llevándose el puño a la boca; “ya ve, sargento, lo peor es servir uno de hazmerreír” dijo, poniéndose de pronto serio, “¿cómo va a esperar que los marinos se traguen su historia? Los yanquis es cierto que son sencillotes, pero no tanto como para aceptar que un jefe de patrulla pierda a toda su gente en combate, y aparezca ileso y desnudo, en un aposento; eso es ofrecerles un consejo de guerra en bandeja de plata”.
       Me quedé boquiabierta de puro desánimo, mientras tanto él se paseaba por la pieza, hablándome no en un tono de regaño sino de consejo, dejando incluso traslucir una preocupación sincera por eso de que los americanos no fueran a dar crédito a lo de mi actuación valiente en un combate fatal. Se sentó de nuevo en la cama y me secreteó. “Pues a lo mejor no me lo va a creer, sargento, pero al no más entrar a este aposento y verlo encobijado, me dije: este es un hombre en desgracia; y a partir de allí, le he cogido cariño. Por eso mismo, le pido decirme toda la verdad, a ver en qué le puedo ayudar. Piénselo, piénselo”. Y desembozó al pararse su sonrisita ladina.
       Me dejó y se fue a controlar el asunto del entierro de mis soldados; iban a quedar en una zanja común en el panteón de San Fernando los restos carbonizados, porque los únicos cadáveres que se sacaban de las Segovias eran los de los marinos americanos, repatriados luego a los Estados Unidos; eso lo supe hasta ese momento, nuevo como andaba en la guerra, y me dolió por mi tía en Catarina, donde yo había reclutado a la mayoría de mi tropa, que no iba a poder ni velar el cuerpo de mi primo Mercedes; y tan ilusionada que nos había despedido, alentada por las ideas de mi papá de que los marinos nos iban a pagar los sueldos en bambas de oro.
       Mientras permanecí en el aposento del alcalde en espera de la hora de la marcha, me puse a considerar su oferta de auxilio; no, ese cuento de la batalla no lo iban a pasar los americanos, y de un consejo de guerra talvez no podría salvarme ni mi padrino de bautismo el presidente Moncada, avergonzado iba a estar más bien por haberme recomendado ante el propio coronel Cummings USMC para el enganche. Así que, aunque él solo fuera para mí en aquel momento de congoja un perfecto desconocido, no me vi en más remedio que entregármele a ciegas. Eso, o eso, me estaba poniendo a escoger: sus brazos abiertos, o el consejo de guerra.



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