Sergio Ramírez
(Masatepe, Nicaragua, 1942-)


La suerte es como el viento
Clave de sol
(México, D.F.: Cal y Arena, 1992, 125 págs.);
Cuentos completos
(México, D.F.: Alfaguara, 1996, 340 págs.);
Cuentos completos
(México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1997, 340 págs.)



A Dora María Téllez

      La Raspadita fue como una tromba que entró en Ciudad Darío desordenando los vientos en las calles. Casi sentías que te levantaba la falda, te revolvía el pelo, soplaba en su tumulto y se te alborotaban en el alma unas ganas locas de comprarla empujándote a raspar y ganar mientras te cosquilleaba en el oído la cancioncita raspe y gane, raspe y gane, la suerte instantánea, raspe ya y no espere para mañana, si un símbolo aparece tres veces usted gana ese ansiado premio, un automóvil Daewoo Racer último modelo que te enseñaban a cada rato en la televisión, giraba frente a tus ojos y un coro cantaba un canto celestial, cuatro puertas, tocacintas estereofónico y radio FM, aire acondicionado, asientos reclinables y vidrios ahumados para que no te vieran si no querías que nadie te viera, un sueño inventado solo para usted, una delicia suprema las manos en el timón.
       ¿Quién en este mundo iba a pensar que el premio viniera a caer en Ciudad Darío, donde nunca cae nada, ni siquiera la lluvia? ¿Y que le tocara a las dos hermanas, que ni sabían manejar? Un carro de película, así como ese, jamás había entrado en Ciudad Darío.
       Nosotras, que por miedo a las monjas nunca habíamos raspado, al fin nos decidimos a probar. Regresábamos las tres del colegio un martes de febrero y tras mucho discutir y dudar, empujándonos entre risas nerviosas, entramos en la pulpería de don Benedicto. Las monjas a cada rato nos advertían que tentar la suerte era un pecado contra la virtud.
       —Que se arrechen las monjas, pero yo no me aguanto más —dijo la Mirta, que entró de primera.
       Don Benedicto había sido toda su vida agente de la Lotería Nacional común y corriente, a la que nunca le hicimos caso, pero la raspadita era una cosa distinta, algo nuevo que soplaba y soplaba por el pueblo, el viento díscolo de la tentación, no había quien no raspara, las aceras llenas de boletos raspados, una mortandad de ilusiones pisoteadas ya inservibles porque el premio siempre caía lejos y en Ciudad Darío se negaba a salir.
       Ya dentro de la pulpería nos tomamos una Pepsi para sosegarnos y nos quedamos dando vueltas cerca de la vitrina donde don Benedicto guardaba enllavados los boletos, dudando en atrevernos; por qué iba a ser prohibido, por qué iba a ser pecado, si era algo tan natural.
       Se lo dije, no compren el boleto entre las dos, ¿qué pasa si se ganan el carro? Allí van a ver la trifulca que van a armar, las conozco, ustedes no son hermanables; y ellas vienen y me dicen que no, que si compraban el boleto mitad y mitad era precisamente por ser hermanas, iban a manejar el carro un ratito cada una, riéndose porque no creían que fueran a ganarse nada, apenas era cosa de empezar a probar. ¿No había acaso tantos boletos muertos en las aceras?
       Jamás pensaron que al raspar iban a aparecer las tres figuritas del milagro, los tres carritos rojos de la ilusión. Compramos dos boletos, uno entre ellas dos, otro para mí. Ellas rasparon, fue Mirta la que raspó, ganaron, y después se envenenaron.
       Nos quedamos admirando las figuras, como embrujadas, como que no era cierto, cada una disputándose el turno para examinarlas, y todavía la Ernestina le preguntó a don Benedicto si era verdad aquello, alcanzándole el boleto, la mano en un solo temblor.
       Don Benedicto contó con el dedo los tres carritos. Los contó dos veces.
       —Es verdad —nos dijo, sin salir de su asombro—. ¡Vean qué cosa! Tantos que han raspado, y nada; y ustedes, a la primera de bastos, se sacan el carro.
       La Mirta le arrebató el boleto a don Benedicto, tiraron los libros en media calle, y corrieron, de vuelta a su casa, yo tras ellas arrastrada por aquel ventarrón que ahora era de alegría, la mamá, doña Ermelinda, ocupada en sus oficios en la cocina, costó que les entendiera lo que le anunciaban entre brincos y gritos y llantos. Ella las regañó, pidiéndoles sosiego, se secó las manos en el delantal, solicitó que le prestaran el boleto para revisarlo, la Mirta se lo dio; buscó en la gaveta de la máquina de coser sus anteojos, salió a la calle para comprobar a la luz del sol si era cierto, preguntando cómo era la cosa, ¿los tres carritos rojos valían, era suficiente? Y ellas que sí, brincando, y yo que sí, envidiosa, con solo escoger ese boleto de primera la agraciada hubiera sido yo, pero me entretuve buscando el billete de cinco córdobas entre las páginas del libro, y el billete bendito tanto que tardó en aparecer.
       Al principio fue la discusión del viaje a Managua, ir a buscar a Alberto para pedirle que las llevara en su jeep a cobrar el premio, que yo me fuera también con ellas. La mamá las sofrenaba, que se esperaran, no iban a coger solas el camino y con un hombre, ella tenía que acompañarlas, que aguardaran hasta el día siguiente, ¿dónde iban a dormir en Managua? ¿Acaso conocían Managua? Jamás habían estado en Managua, ¿cuánto tiempo iban a tardar en los trámites hasta que les entregaran el carro? Ella no tenía confianza en ese Alberto. ¿Y si Alberto se les emborrachaba? Por borracho, mujeriego y aventurero es que lo conocía ella.
       No hubo caso, ellas querían irse ya, pero la mamá diciéndoles que nada, había que esperar, nada de Alberto, buscar un chofer serio, ellas no sabían manejar, ¿quién se iba a traer manejando el carro? Alberto, volvían las dos. Y la señora, que ni le mentaran al tal Alberto, bonito estaría coger el camino con un hombre irresponsable que a su edad ya debería estar casado y de puro casquivano que era mantenía queridas hasta en Sébaco, las queridas y las cantinas eran su diversión.
       Dale de argumentar y discutir, y la casa ya llena de gente, el gentío venía a saber cómo era eso del carro, felicitando a doña Ermelinda que ordenaba y disponía como si el carro fuera su propiedad, enseñándole el boleto a todo el mundo, sin aflojarlo, señalando con el dedo tiznado los tres carritos rojos.
       A ninguna de las dos les gustó que doña Ermelinda se empezara a hacer la gata brava con el boleto, se lo leí en las caras. Tampoco les caía en gracia que siguiera despotricando contra Alberto, poniéndolo a cada rato por los suelos, lampaceando el piso con él, se había robado unas vacas de un potrero ajeno, el banco lo perseguía por estafa, un marido engañado lo quería matar.
       Fue la Ernestina la que dio comienzo al descalabro. Aprovechó un momento de descuido de la mamá y le arrancó el boleto de las manos en presencia de la multitud de curiosos, que ella iba a guardarlo; pero la Mirta, que ya andaba al acecho de las intenciones de la hermana, se le abalanzó encima, de ninguna manera, a ella le tocaba tenerlo porque era ella la que había raspado, y se dieron delante de toda la concurrencia la primera moqueteada; la Ernestina es la menor de las dos, pero la más fuerte y la más gorda, se defendió como un tigre y a la brava se quedó con el boleto mientras la Mirta lloraba, la mamá consolándola, que no importaba, si al fin y al cabo el carro les pertenecía mitad y mitad.
       Pero la Mirta no se conformó, era la más débil pero la más altanera, de ninguna manera el carro iba a ser de las dos, nada de mitad y mitad, era solo de ella y nada más de ella, que la Ernestina le devolviera ya mismo el boleto.
       —Ah, ¿conque así es la cosa? —dijo entonces la Ernestina—. Pues ahora el carro es solo mío. Y si querés más trifulca, trifulca vas a tener.
       Entonces, sucedió lo que yo estaba temiendo. La Mirta, sin dejar de llorar, amenazó a la Ernestina que si no le entregaba inmediatamente el boleto iba a contarle a la mamá algo tremendo. Se puso en medio de la salita de la casa y apretó los puños, temblando de rabia:
       —Voy a decir ahorita mismo lo que vos ya sabés, aquello muy feo que hiciste con aquel —le dijo a la Ernestina.
       —¿Qué? —contestó la otra, fingiéndose la valiente, pero con la voz ya apagada por el miedo—. ¿Qué es lo que yo ya sé? Vos no sabés nada.
       —Lo que vos bien sabés, no te me hagás la mosquita muerta. Voy a contar hasta cinco…
       Y la Ernestina, como una mansa palomita, fue y le entregó el boleto.
       —Bueno —le dijo—, pero quedamos en que el carro es de las dos.
       —Si acaso te invito algún día a montarte para que des una vueltecita hasta la carretera, sentite bien pagada —le respondió la Mirta, metiéndose el boleto lo más hondo que pudo en el brassier.
       Doña Ermelinda miró a los presentes con sonrisa forzada, como pidiéndoles excusas por todas aquellas groserías, mientras la Ernestina, derrotada, se apartaba a llorar en un rincón de la salita, sentada a plan en el suelo.
       La Mirta me llamó entonces y me propuso que buscáramos a Alberto para irnos de inmediato a Managua.
       —Aquí estamos perdiendo el tiempo —me dijo—. Si nos apuramos, antes de la noche estamos de vuelta con el carro.
       Pero mientras la oía, yo no le quitaba el ojo de encima a doña Ermelinda; aquella su sonrisa pública repartida a los presentes, por dentro lo que avisaba era tempestad. No se iba a tragar, así nomás, las insinuaciones que la Mirta había lanzado sobre su hermana.
       Ni que hubiera sido yo adivina. Sin importarle que la casa rebosaba de gente, doña Ermelinda, agenciada ya de una tajona que descolgó de un clavo en la pared, se fue acercando, muy calladita, midiendo sus pasos, al rincón donde la Ernestina se había sentado a llorar en el suelo.
       Se enrolló el cabo de la tajona en el puño y empezó a interrogarla, en sus cuentas, en secreto; pero el murmullo de su voz era tan sonoro y el silencio que se hizo tan profundo, que nadie se perdió palabra.
       —¿Qué es lo que no querés confesar? ¿Qué es eso que hiciste que yo no sé? —le decía, alzando la tajona—. ¡A mí, que soy tu madre, no me vas a andar con engaños ni carambadas! ¿Quién es ese con el que hiciste lo que hiciste?
       —La va a tajonear por tu culpa —le dije yo a la Mirta, muy asustada.
       —¿Y qué? —se encogió ella de hombros—. Que pague su mal gobierno. Dichosa debería sentirse que no la han panzoneado.
       Silbó el primer tajonazo, y a mí se me erizó la espalda. Pero la Ernestina, en lugar de responder a las preguntas que seguían lloviéndole junto con los chilillazos, más bien pareció sacar fuerzas del castigo. Se vino desde el rincón, otra vez enfurecida, perseguida por la mamá, y se le encaró a la Mirta, sin preocuparse en lo más mínimo de los tajonazos que no cesaban de cruzarle el lomo.
       —Dame ese boleto ahora mismo —le exigió.
       Las greñas del pelo se le habían pegado sobre la cara bañada en lágrimas. Daba miedo su aspecto.
       La Mirta la miró con desprecio.
       —Ni lo soñés —le respondió. Y sin retroceder, le lanzó en la cara una risotada de loca.
       —¡Que me lo des, te digo! —gritó la Ernestina y se le fue encima.
       La Mirta se le zafó, y corrió hasta la media calle, sus carcajadas cada vez más audaces. La gente que llenaba la casa se desbordó por la puerta, a encontronazos, para buscar sitio en la acera. En todas las puertas del vecindario aparecieron racimos de cabezas.
       —¡Mamá! —llamó la Mirta desde la calle, burlona—. ¡Te voy a decir lo que vos querés saber! ¡Te voy a decir con quién vive la Ernestina!
       La señora, afligida, con razón, porque el bochinche iba a ser ahora en plena calle, se olvidó de la Ernestina; y esforzándose por apartar a los curiosos que no la dejaban pasar, se salió, con la intención de obligar a la Mirta a meterse. Ya estaba en la acera, con la tajona en la mano, dispuesta a bajarse, pero de pronto se detuvo, encabritada contra los mirones.
       —¡Se me van todos de aquí! ¡Nadie tiene por qué estar oyendo lo que no debe! —le gritó furiosa al gentío de la acera, amenazando con la tajona—. ¿Y ustedes? —les gritó, todavía más alto, a los vecinos—. ¿Acaso les debo algo? ¡Métanse a sus casas!
       La concurrencia se desbandó, amuinada. Los vecinos cerraron sus puertas como ante el aviso de que anda suelto un perro con rabia. Solo yo quedaba, la única extraña, y decidí que era hora de irme también.
       La Ernestina corrió a alcanzarme.
       —No, no te vayás —me dijo, sujetándome por la manga de la blusa—. Tenés que acompañarme a Managua. En cuanto me devuelva el boleto esta loca, nos vamos a buscar a Alberto. Él nos lleva.
       —¡Voy a empezar otra vez a contar hasta cinco…! —gritó la Mirta, otra vez, desde media calle.
       La Ernestina, como si la hubiera picado un alacrán, se bajó a la calle.
       —¡Hacé lo que querás, no me importa! —le dijo a la Mirta—. Pero ahora mismo me vas a entregar ese boleto.
       Le temblaba la quijada, la cara pálida. Yo sentía que iba a ser capaz de cualquier cosa. Doña Ermelinda sintió lo mismo que yo, y se asustó.
       —Vengan, métanse a su casa —les ordenó, con mucha cautela.
       —Yo entro hasta que me dejen en paz. Decile a esta perdida que el boleto es mío y entro —respondió la Mirta.
       —Dame el boleto a mí, yo lo voy a guardar —le suplicó la mamá.
       —¿Y a cuenta de qué? —le dijo la Mirta, desafiante y altanera—. ¿Ya no querés oír de qué se trata el secreto? Una vez… —empezó.
       La Ernestina siguió avanzando.
       —¿No me vas a dar el boleto? —le dijo a la Mirta, casi ahogándose.
       —No —se cruzó de brazos la Mirta—. El carro es mío y solo mío. De nadie más.
       —Entonces, quedate con él, pero te vas a arrepentir —estalló en llanto la Ernestina y entró corriendo a la casa, se metió al aposento donde dormían las dos, y trancó la puerta.
       La señora corrió tras ella y empezó a golpearle la puerta, exigiéndole que saliera.
       La Mirta entró también.
       —No le va a sacar nada —me dijo—. Allí dejémosla, ya le va a pasar. Busquemos a Alberto y vámonos para Managua.
       —Ese carro es de las dos —le dije yo.
       —Solo vos sabés —me dijo ella—. Mío y de nadie más.
       —No seás así —le dije yo—. Puede pasar una desgracia.
       —Qué desgracia va a pasar —me dijo ella—. Si sigue jodiendo, se lo cuento todo a mi mamá. Eso es lo que va a pasar.
       La señora, al ver que la Ernestina no le abría la puerta, dio la vuelta por el patio y fue a llamarla por la ventana.
       —¡Se tomó todas las pastillas! ¡Se envenenó! —oímos gritar a doña Ermelinda.
       La Mirta se quedó clavada en el mismo lugar, y lo que hizo fue palparse el brassier. Yo corrí y llegué cuando la señora se estaba queriendo meter por la ventana, pero no podía, porque era muy enclenque para semejante esfuerzo. La aparté, y fui yo la que se metió.
       La Ernestina estaba desvanecida, boca abajo sobre la cama, como un saco de trapo. El vasito de pastillas, vacío, a su lado. Destranqué la puerta, entró la señora, y yo corrí a buscar a la Mirta, que seguía en el mismo lugar.
       —Hay que ir a llamar a Alberto, que preste el jeep para llevarla al hospital de Matagalpa —le dije—. Se tomó todo el vaso de pastillas para los nervios.
       —No, Alberto me tiene que llevar a mí a Managua —me contestó ella, como si nada estuviera pasando—. A mí no me va a negar ese favor. Yo sé por qué te lo digo.
       Hablaba de Alberto con gran soltura y seguridad, como si fuera propiedad particular de ella.
       —No seás bárbara —le dije—. Se puede morir tu hermana.
       —Es culpa de ella —me dijo, y volvió a palparse el brassier, como queriendo asegurarse de que el boleto seguía allí.
       Yo ya no le hice caso, cogí la calle y me fui a buscar a Alberto. Lo encontré, por dichas, en el momento en que encendía el jeep para irse a su finca.
       —¡Alberto! ¡La Ernestina se tomó un vaso de pastillas! ¡Se puede morir! ¡Tenés que llevarla al hospital de Matagalpa! —le grité.
       Él me miró, asustado. De lejos se notaba que su viaje a la finca era un pretexto, iba huyendo. Se quitó la gorra, y se rascó la cabeza.
       —¿Se envenenó por lo que yo tuve con ella? —me preguntó.
       —No, se envenenó por el carro que se sacaron en la raspadita —le contesté yo.
       Él siguió vacilando.
       —Yo voy con mucho gusto —me dijo—. ¿Pero no ves que la Mirta me denunció con su mamá, que yo vivo con la Ernestina? Ya me lo vinieron a decir. ¿Cómo voy a entrar en esa casa?
       —Tu nombre no ha salido para nada —lo urgí yo.
       —Bueno —dijo él—, pero en cuanto la Mirta me vea, me denuncia. ¿Y si me obligan a casarme?
       —¿Y si te pido que lo hagás por mí? —le dije.
       Él me miró, y se volvió a poner la gorra.
       —Subite, pues, al jeep —me dijo.
       Volvimos a la casa, Alberto atravesó la puerta sin mirar a la Mirta, que seguía parada en el dintel, entró directo al aposento, levantó a la Ernestina de la cama y la cargó en sus brazos para montarla en el jeep. La Mirta lo miraba furiosa.
       Doña Ermelinda se había desgajado en una silla, a llorar, olvidándose de que tenía la tajona siempre en la mano, enrollada por el cabo.
       Cuando Alberto atravesaba la puerta, cargando a la envenenada, la Mirta lo detuvo.
       —Alberto —le dijo muy sonriente—. ¿Ya sabés que me saqué el carro en la raspadita?
       Alberto la miró, confundido.
       —Sí, ya sé que se sacaron el carro entre las dos —le dijo, y quiso seguir adelante.
       La Mirta se le interpuso.
       —Entre las dos, no, yo me lo saqué sola —respondió ella, empurrada.
       Él se quedó callado, sin atreverse a seguir avanzando, mientras buscaba cómo acomodarse mejor el cuerpo de la Ernestina; su sueño era tan profundo, que roncaba de una manera extraña.
       —Bueno, lo que sea —dijo al fin Alberto, ya impaciente—. Dejame pasar, que no hay tiempo que perder.
       —Lo que sea no —le respondió la Mirta—. Ya te dije que fui yo la que me saqué el carro. Es un carro nuevecito. ¿Me querés llevar a Managua a cobrar el premio, o no?
       —Despuesito. Ahora tengo que llevar a tu hermana al hospital —le dijo él, como quien le habla a un niño díscolo.
       —Ah, bueno —se encrestó la Mirta—. Te la llevás porque es tu mujer. ¿Acaso no vivís con ella? Llevátela, pues, de una vez.
       Alberto, que es tan cabal, porque no es cierto que ande en las cantinas ni tenga queridas, ni haya estafado al banco, se puso rojo de lo furioso que estaba.
       —Estás celosa porque nunca te hice caso a vos —le dijo—. Y olvidate de que te voy a llevar a Managua a traer ese carro. Andate a pie, si querés.
       Doña Ermelinda, que mientras lloraba estaba oyéndolo todo, se vino hecha una furia, pero no contra Alberto, sino contra la Mirta.
       —¿Qué es lo que estás diciendo? —la enfrentó, revoleando la tajona.
       —La verdad —dijo la Mirta—. La Ernestina es la querida de este señor. No es la primera vez que la tiene entre sus brazos, como ahora. Otra más de sus queridas, si querés saber.
       —¡Sos una degenerada! —gritó la señora, y le cruzó la cara con la tajona.
       El tajonazo le cortó la mejilla a la Mirta, muy cerca del ojo, y le sacó la sangre. Cuando se tocó la cara y se vio la mano ensangrentada, para qué quiso más. Se puso histérica.
       —¡La degenerada es ella, y a mí me pegás! —gritó, entre sollozos horribles.
       —¡Me vas a entregar ahora mismo ese boleto! —le exigió la señora, levantando otra vez la tajona.
       La Mirta dejó de sollozar y se rio, con risa como del otro mundo. Se le empezaba a inflamar el ojo, la sangre le bajaba hasta la boca. Burlándose de su mamá, se sacó el boleto del brassier, y se lo enseñó.
       —Aquí está —le dijo—. Para que lo veás de lejos, porque no se lo estoy entregando a nadie. El carro es mío.
       Doña Ermelinda le dejó ir otro tajonazo, que por casualidad le dio en la mano, y el boleto cayó al suelo. Las dos, madre e hija, se abalanzaron a recogerlo, pero doña Ermelinda, sacando energías quién sabe de dónde, llegó primero y lo agarró. Y antes de que la Mirta alcanzara a reaccionar, la señora corrió con el boleto a la cocina.
       Alberto, desconcertado, corrió detrás de ella, siempre cargando a la Ernestina, corrió la Mirta, enfurecida, y corrí yo. La señora había apartado a un lado la porra de frijoles que se estaba cociendo en el fogón, y todavía alcanzamos a ver cuando lanzaba el boleto entre las llamas.
       El pedacito de cartulina se encogía, se achicharraba sin remedio. Una nada, un simple papel; los tres carritos rojos se pusieron de color café, después se volvieron negros, y desaparecieron para siempre hechos ceniza. Finalmente, doña Ermelinda agarró una astilla de leña y revolvió las brasas, con impulsos de cólera.
       La Mirta dejó oír un alarido espantoso, como un animal al que le han atravesado un cuchillo en el galillo. En una repisa de la cocina había una botella de herbicida Malathion, ella lo buscó con la vista en medio de su desvarío, agarró la botella y se la empinó, sin que nadie tuviera tiempo de arrebatársela. Fueron tres grandes tragos los que dio.
       Ahora sus alaridos eran de dolor. Se retorcía, se doblaba apretándose el estómago, y cayó de rodillas.
       El pobre Alberto. Corrió a dejar a la Ernestina en el jeep, y volvió, siempre en carrera, para cargar a la Mirta, que ya estaba echando espuma por la boca.
       —Venite conmigo, para que me ayudés —me dijo, mientras pasaba a mi lado con la otra envenenada en sus brazos.
       —¡Yo me voy a volver loca! —aulló la señora, y empezó a dar topetazos contra el tabique de la cocina.
       —Traétela también a ella —me ordenó Alberto.
       Yo obedecí y me le acerqué. En su desesperación, la señora no cesaba de azotar la cabeza contra el tabique.
       —Tenemos que irnos al hospital —le dije.
       Se resistía, no porque no quisiera acompañar a sus dos hijas moribundas, no era eso; era que estaba trastornada. Tuve que arrastrarla a la fuerza.
       Las puertas de la casa quedaron en pampas, mientras Alberto arrancaba el jeep y agarraba la carretera a Matagalpa a toda velocidad, ahuyentando a las gallinas y los chanchos que se le cruzaban en el camino. Una gallina voló sobre el vehículo y fue a estrellarse contra el parabrisas. Yo iba en el asiento delantero, a su lado. Ya en la carretera, pasado Sébaco, me rozó la mano, y como yo dejé la mano donde estaba, me la acarició.
       Les lavaron el estómago en el hospital. Les pusieron suero, las tuvieron en observación, se salvaron. La Ernestina se despertó preguntando por el boleto de la raspadita. En la cama de al lado, la Mirta guardaba silencio, emperrada. Es hoy todavía y no se hablan, andan por la casa como si no se conocieran, se van al colegio cada una por su lado.
       Las últimas veces que me aparecí por la casa, la mamá me salía a recibir con los ojos enrojecidos de tanto llorar:
       —¿Qué hago, qué hago? —me decía—. Esto es un infierno.
       Ya no regresé más. Ahora ninguna de las dos hermanas puede verme ni en pintura. Hasta doña Ermelinda me cogió ojeriza y ya ni por la calle puedo pasar, porque se sale a la puerta a lanzarme chifletas desconsideradas. La muy bruta, como si no supiera que de no ser por mí, se le mueren las dos hijas ambiciosas.
       Y no es solo eso. Le cogen el centavo que pueden, y se van a la pulpería de don Benedicto a comprar boletos de la raspadita. Han vendido lo que han podido, hasta el televisor, para seguir jugando. Raspan, raspan y raspan, y nada. Las tres figuritas con los carritos rojos nunca les han vuelto a salir.
       Cuando ocurrió el suceso, La Prensa lo sacó en grandes titulares en primera página, el miércoles 12 de febrero de 1992, al lado de una foto de la comandante Dora María Téllez, que daba su opinión, hablando de las ilusiones peligrosas que provocan los juegos de azar en una situación de empobrecimiento y miseria como la que vive el pueblo de Nicaragua, algo así. La noticia del periódico decía:

     Dos hermanas, ganadoras de un carro en el sorteo de La raspadita, decidieron envenenarse tras una agria disputa por la posesión del premio que, finalmente, y pese a que fueron salvadas, no pudieron cobrar, porque la madre de ambas lanzó al fogón de la cocina el billete premiado, donde se achicharró.
     El singular hecho se dio el fin de semana en Ciudad Darío, donde dos hermanas compraron el boleto a medias, poniendo 2.50 cada una, rasparon y ganaron el premio de la lotería instantánea. Desde ese momento se inició el pleito por quién manejaría el carro y quién tomaría posesión del mismo. El caso es que las dos querían conducir el auto. Una de las muchachas, al ver que no se ponían de acuerdo, decidió tomarse una puñada de pastillas tranquilizantes para quitarse la vida.
       La otra pensó que podía quedarse con el premio, pero no contó con la furia de la madre, que al ver que la ambición personal de cada una había causado semejante tragedia, tomó el boleto con los tres carritos pintados y lo tiró de una vez por todas al fuego. La otra hermana, al ver que sus ilusiones eran consumidas sin remedio por las llamas, se tomó un potente herbicida.
     Raspe y gane es el lema de la lotería instantánea que ha logrado gran preferencia entre el público ávido de obtener un premio. La modalidad anterior otorgaba un premio mayor de cincuenta mil córdobas, que nunca causó disputas como la relatada, porque el dinero es fácil de dividir. Pero en el caso de raspe y gane un carro el asunto se complicó, porque, ¿cómo partir un carro en dos?
     La tragedia ha conmovido a toda la población, antes llamada Metapa, después Chocoyos y hoy Ciudad Darío, cuna del más excelso poeta de la lengua castellana.
     Una amiga íntima de las dos hermanas fue entrevistada en Ciudad Darío por nuestro enviado especial, y accedió a darnos los detalles que anteceden, aunque se negó a proporcionar el nombre de las hermanas, y el suyo propio.

       Sí. La amiga soy yo, y es cierto que no quise dar mi nombre, ni el nombre de las dos desgraciadas, por consejo de Alberto. A nadie más entrevistaron. Todo está correcto, solo que no fue un fin de semana el suceso trágico, sino que empezó un martes, cuando las tres volvíamos del colegio y entramos a la pulpería de don Benedicto, empujadas por las ganas locas de probar fortuna, unas ganas que eran como un viento arremolinado. El viento fatal de la suerte, porque la suerte es como el viento.
       Una noche de estas soñé que me sacaba la raspadita, que me salían tres figuritas, tres caras de Alberto, Alberto tres veces con la gorra puesta. Se lo conté a él, un domingo que regresábamos del motel en su jeep, y se rio.
       —Es cierto. A vos te tocó la verdadera suerte —me dijo, y me acarició la mano.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar