Sergio Ramírez
(Masatepe, Nicaragua, 1942-)
Un lecho de bauxita en Weipa
Nuevos cuentos
(León, Nicaragua: Editorial Universitaria, 1969);
Cuentos completos
(México: Alfaguara, 1996, 340 págs.);
Cuentos completos
(México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1997, 340 págs.)
A Beltrán Morales
Otra vez, la avioneta.
—Por lo menos hora y media de viaje en ese camino angosto que siempre da a un abismo —dijo Harry—, y el carro parece que va a entrar en cada vuelta a una pulpería. Salud.
—Por la salud del alma —brindó Walter—. Y no me aflijo por unos días encerrado, total. Mi mujer se ha dado también sus vacaciones.
La avioneta pasó de nuevo bajo el cielo cerrado y era como un ángel lejano llevando su música, parecía tañer su música en el viento de lluvia que atraía y empujaba los acordes y era un coro el que cantaba. Quieto, mirando al cielo raso esperó la siguiente ronda del avión. Pero ahora tronaba y la lluvia se desató de verdad, la sentía derramarse contra los vidrios de los ventanales tras las cortinas cerradas, chorreando de las jardineras a las baldosas, fluyendo hacia las alcantarillas. A esa hora la lluvia solo era un rumor, un concierto de sonidos fuera de la habitación, una cortina plomiza en la calle y sobre los árboles, cubriendo el horizonte invisible, las alamedas de cipreses, los cerros y las quebradas profundas, donde estarían corriendo los arroyos sucios y desbordados y otra vez la avioneta ya casi inaudible, adivinándola solo por el ir y venir de la canción cerca lejana cerca que baja del cielo escamoso, azogue, furia, mansedumbre, la humedad y un silencio milenario, una quietud intocable. Se había despertado con esa sensación de intimidad que la lluvia lleva hasta los huesos, entre el tibio acomodo de la frazada de lana gris y las sábanas blancas. El viento estremece las puertas en su sombrío reino del silencio, la casa poseída por una gran oscuridad, todas las cortinas cerradas, los sillones, los cuadros, las consolas, como recién depositados en un orden sin mácula, envueltos en el abandono de todo lo intocado, el reino. Los automóviles levantan cortinas de agua en la carretera, pitan a lo lejos entre la neblina.
En la inmensa y abarcante luna del tocador donde reposan los objetos rituales de su esposa, puede verse asomar, lejano y demacrado en el fondo, como en una fotografía borrosa.
—Vamos para viejos, Oreamuno.
—Sí, linda, vamos.
—¿Me lo vas a cuidar, Harry?
—Puro cursillo, Julie. De esta no se me escapa.
—No quiero oír quejas cuando vuelva. Tengo mis agentes.
—No podés tener queja, amor —dijo Walter, serio.
—Quién sabe —sonrió Julie—. A saber.
Son las cinco y veinte en el reloj colocado arriba de su cabeza en el espaldar y adivina los movimientos precisos que seguirán al acto de levantarse: las pantuflas están al pie de la cama y la bata de seda roja doblada sobre el sillón en el que acostumbra leer, bajo la lámpara de flecos; tomar una toalla de lo alto del clóset, ir a examinar su rostro temprano al espejo del gabinete, abrir la pequeña puerta y buscar el frasco de Listerine para las abluciones matinales, dejar luego la bata sobre el banquito de mármol —revestirse con la bata sacerdotal es una ceremonia efímera— y así desnudo sentarse en el ara de china color beige con un libro entre las manos, el que maneja sobre el tanque junto al rollo de papel coquetamente recubierto con una funda de croché encintada. Un libro matinal como un misal, el mismo vedado a otras manos y a otras horas.
—¿Pero no hacen preguntas, Harry?
—No hombre, el cura ese es de todo tiro. Allí nadie tiene pasado. Uno es su propia conciencia, hablás si querés. Si no, te quedás callado y santas paces.
—Es que vos te imaginás, qué papel el mío, confesándome en público.
—Te digo: a nadie se obliga.
Descorre la cortina rosa en la que navegan unos cisnes blanquísimos y abre las llaves para probar el calor del agua.
Otra vez el coro del avión pasa revoloteando sobre su cabeza:
De colores,
de colores se visten
los campos en la primavera…
Olerías a lápiz, Marylin, a tiza, a polvo fino de tajador, a pupitre, a todos los aromas neutros del patio de recreo y a un basquetbol lento y sonso jugado en enaguas largas y a sudor pegando tu cabello a la frente, a tus bolsas anchas del uniforme rayado de azul, olerías, y a tu provisión de mangos, guayabas, almendras, a tu piel blanca y tibia bajo las medias de hilo negro y a la combinación de bogotana tiesa, a vaselina tu cabello recogido en cola de caballo, a una luz en las tinieblas brillando, al punto rojizo al pie de la imagen en la capilla misteriosa colmada de guirnaldas y floreros de china, a tu encierro, a dormitorio y guarda de prefecta, a velada de premiación y tú disfrazada de ángel forrada de raso a corito tímido y piano reservado, a entrega de notas, Marylin, excelencia, aplicación, reverencia, conducta, cinta azul, hija de María, congreganta, misión apostólica, postulanta, a clausura inviolable de la comunidad, a colación, a refrigerio, a merienda, a velo y uniforme de gala, a escapulario e inglés hamilton francés godard gramática bruño, a útiles, a secante, a tintero, a cuadernos rayados de veinticuatro páginas, a empatador y plana limpia, a costura y labor y a bastidor, a hábito pasado de sudor, a canto gregoriano, a misa de revestidos, a campana para el almuerzo y campana para la cena, Marylin, ahora sonríes y vas frente a la madre superiora el quinto año le entrega este presente en su día nuestra madre y ella la mano en tu mejilla encendida, gracias cariño, a baño comunal prendida de la cadena y el agua pegando el camisón a tu cuerpo, a ocho sábanas cuatro fundas dos costales para ropa sucia seis combinaciones seis uniformes un uniforme de gala doce tobilleras dos pares de zapatos seis blúmers seis sostenes dos velos, a cara furtiva que entra volando por la ventana del dormitorio y desdoblada a la hora del estudio, a cantemos el amor de los amores, a Dios está aquí, a cielos y tierra, a candelabro, a coro, a mantel eucarístico, a órgano, a custodia, a lirios del valle, a esos largos corredores de piedra por los que caminabas sonámbula y perdida, a esas ventanas enrejadas tras las que tu mano hacía señas, a ese patio embaldosado donde caías y se raspaban tus rodillas hasta sangrar, a ese portón tras el que desaparecías como en una condena, a esa inocencia florecida de tu cuerpo Marylin, a eso olerías, como hueles esta noche, a melena, a lápiz labial, cuando lentamente vas desnudándote en mis brazos.
—A ojo de buen cubero.
—A mí póngame poquito, licenciado. Está muy temprano para beber.
Había destapado la botella y colocado los vasos sobre la repisa de vidrio. Solo puso whisky y hielo.
—Licenciado, ¿serán suficientes dos semanas? Es el tiempo que estaré en Dallas.
—No dude de mí. Cuando vuelva, tendrá sobre su escritorio la certificación.
—Bueno, es que hace tanto tiempo. Seis meses.
—Usted sabe que estos trámites legislativos, tantas vueltas que tiene la cosa, las concesiones son asuntos patrióticos.
El americano rio abiertamente y le dio un acceso de tos. Tenía el cuello henchido y la cabeza rapada, usaba unos zapatos de clown y una corbata de bilis. Se puso de pie y se apoyó en el escritorio metálico.
—Míster Thomas, si no es molestia para usted, ¿puedo enviarle una facturita a su oficina?
—Oh —Thomas sonrió sin ganas.
—Cosa poca, ciertos gastos. Vacaciones de mi mujer. Y usted sabe: no todo es rosas, hay sus reticentes, le dan largas a la cosa.
Thomas volvió a reír. Tosía.
—¿Cuándo vuelve su esposa?
—Una semana más, creo.
—Dígale hola de mi parte, licenciado. Hasta su vista.
La corrigió mentalmente y le abrió la puerta. Después la cerró con suavidad. Abajo, en la calle, hay una presa de tráfico, se oye subir el ruido infernal. Bosteza y gira en su silla. Aprieta el botón del intercomunicador. Pronto, en la puerta, aparecerá su secretaria, alta y fresca, inundándole los sentidos de agua de colonia.
Qué noche tan cruda, Marylin, qué desolados nuestros ojos en la noche ucraniana tan plena de estrellas sosegadas, helados en el viento azul que baja del cielo pálido, muji, andrómeda, mi mano en tu cuello como de cisne, el lecho de nieve y la manta de armiño, anduvimos en los infiernos del trópico, ardimos en la Isabelita, bogamos hacia Cayena asidos al árbol mayor encima del tempestuoso mar azul, adormilados en los bancos de coral y después, tú alta, tú vidente, tú arpía, cuclillo, paguro, calentando en tu mano polluelos de somorgujo y gálbula, soplando sobre sus delicadas cabezas un hálito tibio y haciendo el amor en un lecho de bauxita en Weipa, frente al terso y delicado mar de Timor, paseándonos de la mano en Sidney mientras en la plaza cundida de palomas violetas y color de cenizas apagadas nos llegaban las vociferaciones de los compradores de lana que atestaban el salón de ventas del Royal Exchange y del cielo escardado bajaban lluvias de menudo vellón, y tus ojos claros yendo y viniendo sobre la muerte de Sardanápalo, acariciando con tu mano San André en Moreau y nuestro encuentro casi furtivo con parejas enamoradas en el patio de banderas del Robert College de Estambul y llovía arena gruesa, lastimosa, cruel en el desierto de Libia, Maisa Brega junto a la barda que protegía del viento los árboles jóvenes que ya crecidos dan fijeza a las dunas y una mano húmeda y quieta sobre la mía, la tuya sobre la mía después golpeando rítmica y sosegada en el dorso mientras nos entume la cara este viento helado del Vansee aunque es verano en Berlín y nos aventuraremos en la balandra. Y Trípoli y Marbella, el lago Invernada en Los Andes de Chile, nuestro paseo vesperal por el puente del río Krka, tu ojo en el arbotante, mi ojo en la ojiva flamígera redentora unicornia y la cruel y lenta despedida en el albergue de Game Lodge en Kenia, entre pieles y cabezas disecadas, desde cuando y donde no te volví a ver, libertada, prisionera, duradera, matrera, fiera, era, era un sueño constelado descendiendo, un rumor de mar deshaciéndose en el crepúsculo de África Boreal, una mano aprisionando el corazón de una paloma san nicolás, tenaceando en la herida con tus dedos, la caricia de cenizas, los sarmientos, las bugambilias coronándote, tú roja teñida de cármenes en la atardecida, pasionarias, un pañuelo, un bulbo quemado de flash, una hoja, un espasmo, un misterio.
—Siempre brindando.
—Esa es la vida.
—¿Cuándo es que vuelve tu mujer?
—Hoy.
—¿De veras hoy?
—Ajá.
—Adiós entonces soltería.
—Así parece.
—Pero el retiro espiritual, no me digás que no funcionó. Se te ve cambiado —dijo Harry con sorna.
—Vos y tus estupideces —respondió Walter con disgusto. Estaban almorzando en el club junto a la piscina y usaba sus anteojos de sol. Se los compuso al responder.
Harry siguió comiendo sin hablar. Los bañistas eran solo tres, el cielo estaba nublado.
—Si no aprovechaste tu acercamiento a Dios —dijo Harry, untando mantequilla en el pan—, ¿algo aprovechaste, o no?
—¿De qué estás hablando ahora, viejo?
—Con Dios o con el diablo. The flesh, you old fucker.
—Lo de viejo, pasa.
—Sos divertido, hermano. La otra noche salimos con mi mujer a dar una vuelta en el carro. Pasamos por tu casa, el tocadiscos a todo volumen, luces. ¿Tiene fiesta Walter?, me preguntó Louise. Bebe solo, por gusto, le dije. Me paré despacio, del otro lado del boulevard.
—¿Me andás espiando?
—Y los cursillos —dijo Louise—, ¿de nada les han servido? No generalicés, mi alma. Son igualitos todos. Bueno, ¿y qué malo está haciendo Walter? Tomarse sus tragos, punto. Te apuesto a que no está solo —dijo—, y vos sabés que las mujeres huelen a la legua eso. Son terribles.
—¿Eso qué?
—El olor a hembra, el almizcle.
Y en septiembre, Marylin, andabas como un venadito asustado entre tus compañeras del St. Brigide College en Baton Rouge, cuando está el otoño desnudando los castaños y veías correr el agua rojiza de los ríos y a los negros de torso desnudo paleando con sus azadones a lo lejos, y los graneros como iglesias, mientras Miss Anthonie Cornellie te recitaba a Marlowe con su extraño método de enseñar inglés, sus lentes bifocales colgando de la cadenita de oro y sus labios macerados entonando los versos, pero tú no entendías su gorjeo, ida hacia el cielo del atardecer en el que sobrevolaban unas aves ligeras y extrañas y a tu lado unas flores montaraces se pudrían en un florero de yeso sobre la chimenea de la salita donde aprendías, recostada en el sillón cubierto por una funda adornada con dibujos mustios, Miss Cornellie paseándose de un lado a otro, de la puerta a la ventana, de la ventana al estante de libros, delgada y quejumbrosa, su historia resumida en el hecho de ser hija de un violinista segundo de la Boston Pops, cuando con su voz de flauta parecía anunciar su estirpe de señorita soltera descendiente de los fieros dueños de plantaciones de Louisiana, domadores de negros y de caballos, pero tú Marylin soñando en el amado que tarda más allá del atardecer y los campos y el fresco aroma del heno que entra por la ventana, volviendo tu rostro hacia el trópico al tiempo que la señorita enlista los verbos irregulares en la pizarra y va conjugándolos como poniendo en sus sitios sacramentales las cábalas de un conjuro y de lejos estás oyendo el timbre que llama a la merienda en el comedor bañado de luz que tiene techo de cristal como un invernadero y dices adiós a la profesora al salir corriendo a juntarte en la vereda con tus coterráneas y ella se quedó con la tiza en la mano en un ademán malogrado de escribir algo y la taza de té, los donuts y las rodajas de limón, hablando secretamente en español después que ha pasado la tutora que las obliga a hablar en inglés vadeando las mesas y está presente contigo el que aguarda que termines tu educación bilingüe, las artes florales, el cuidado del hogar, la presentación en público, las modas y el maquillaje apropiado, St. Brigide que era un sueño en tu almohada con el boleto de avión en la cartera de piel de ternera lista en la mesita de noche para el viaje a los Estados muy temprano, Maison Blanche donde con tu madre escogieron todo lo mejor y necesario, blusas finas y ropa interior de primera, zapatos y vestidos de coctel, pantalones para los fines de semana con los chicos y las chicas en sus autos descubiertos y los dancings y los asados en los parques públicos con un tocadiscos portátil y tu regreso el día esperado y anunciado en las páginas sociales con tu fotografía, una mujer casadera, preparada y el que te aguarda siempre baila contigo en las tertulias, en las fiestas de bienvenida y estrecha tu mano al encontrarte con un calor que no hallas en ningún otro de los que te rodean, y va contigo y conversan y le cuentas las locuras de las compañeras tirándose con todo y ropa a la piscina, escondiéndose de los gringos visitantes en sus coches descubiertos, y así como contabas tus carreras y tus risas así cuento yo de espaldas a la noche estas hebras doradas de tu pelo, una a una estas pequeñas, minúsculas manchitas de tu cuello.
—Vos sabés que yo soy una tumba —le dijo Harry pagando la cuenta.
—Te vas a reír de mí, desgraciado, pero me hace falta mi mujer —dijo, levantándose.
—El eterno animal de costumbres.
—O de costumbres de animales —lo palmeó.
—No te olvidés.
—¿De qué?
—Las flores. Una canasta de flores en la sala es suficiente para la catarsis.
Sonrió muy débilmente. Seguía poniéndose plomizo el cielo, las nubes formándose muy bajo y el anillo de cordilleras lejanas, que rodea la ciudad, desaparecía. El agua de la piscina estaba inmóvil y los meseros almorzaban en la cocina, desiertas las cuadras, los campos de golf, el estacionamiento.
—Aunque no lo creás, no hallo las horas de que venga.
Harry ya no habló. Caminaron por el corredor, silbando los dos tonadas distintas.
—Voy a dormir un rato —dijo Harry—. Al fin sábado.
—Te llamo el lunes.
—Bueno. Acordate de las flores —y encendió el carro.
Lo despidió con la mano, asintiendo.
Rosas rojas, pensó. Un bouquet sobre el aparador.
Marylin, a ti te recibo en la sala de ceremonias, amplia, abierta, iluminada, sin secretos, mullidos divanes, sillones de cómodos espaldares, alfombras de pared a pared, cuadros abstractos, estatuas de bronce y floreros de porcelana y cristal de murano, música invisible que emana de los parlantes escondidos tras los fanales de luz indirecta, y puedes sentarte soberana para escuchar a Bach emerger como un arrullo desde todos los tubos de esos órganos de orfebrería ocultos en la sombra, accionados por unos dedos fantásticos que nos llevan de sueño en sueño, a ti te permito atravesar este recinto ritual reservado para las ocasiones memorables, los quince años de Luscinda que termina su educación en idiomas en Berna; el bachillerato de Fred estudiando electromecánica en Loyola University, los aniversarios matrimoniales en que lucimos nuestros rostros deferentes y circunspectos y la orquesta se acomoda al fondo de este salón sobre el estrado improvisado y toca el vals del aniversario que bailamos rodeados de un aplauso afectuoso. Solo tú puedes penetrar estas selladas murallas, este lugar de las ofrendas, este sitial de las piras incensarias. Solo tú, Marylin, casta y alta, orgullosa y soberbia, diáfana y segura, puedes pasearte aquí como en tu reino, encender los pabilos y apagar las luces eléctricas, desnudarte para envolverte en ese inmenso llanto del sax de Charlie Rouse todo lo acompasado que tú quieras, desprenderte de tus gasas de vestal, la gran sacerdotisa del misterio, virgen en el lecho del pastor que llena los vasos de vodka Smirnoff y abre en tu nombre las latas de jugo de tomate.
Pidió vía a la derecha y cuando doblaba frente a la estatua de León Cortés en el viejo aeropuerto de La Sabana, una lluvia fina comenzó a desprenderse; apurados, cabeceaban los caballitos criollos del paseo de niños, buscando refugio. Estaba nublado y hacía frío. Subió el zíper de su jacket hasta el cuello, puso el limpiabrisas y cuando entró a la autopista Cañas llovía ya recio y encendió el radio: Katchaturian y un poco de estática. El limpiabrisas va descorriendo incesantemente las cortinas de agua que caen sobre el vidrio. Los otros vehículos se adivinan como esfuminados en la banda contraria detrás de la alameda y algunos han encendido las luces. Miró el reloj del tablero: mala suerte, amor. Si no aterriza el avión, un día más sin ti. Mierda de lluvia día y noche. Te irás a dormir a Panamá. Ni quien le hiciera el desayuno ni nada. Las empleadas eran dos hermanas achacosas, de solo ver llover se enfermaban y no llegaban al servicio desde hacía una semana. Lo preparaba él mismo, hirviendo café dificultosamente sin conocer el manejo de la cocina, trastajeando en todas las alacenas para hallar una taza, la cucharita, el café soluble, la azucarera. Era todo lo que tenía en el estómago hoy antes del almuerzo. Optó por mezclar el café con una medida de whisky y eso lo reconfortó admirablemente. No había que romper el hilo. Después llamó a su secretaria a la oficina y le fue informado que nadie lo esperaba. Sábado, los clientes aparecían el lunes, todos en casos urgentes. Se estuvo mirando la lluvia por el ventanal de la sala y oyendo música un rato.
Cuando escampó decidió salir y pasó buscando a Harry por el bufete. El avión no llegaba hasta las cinco y se fueron a almorzar. Era preferible en fin a andarse dando vueltas bajo el cielo oscuro.
Puerto Cabezas es triste bajo los aguaceros, las calles como potreros llenas de lodo y hay que ir saltando los charcos los domingos por la mañana para asistir al oficio de la iglesia morava con su torre de madera frente a un plazón desierto sembrado de jícaros desnudos y las nubes de zancudos que bullen sobre el campanario. Y el mar que es tibio y aceitoso, ramas de cocoteros en las corrientes, palos, remos, latas de kerosene, sillas viejas, el mar que es el basurero, cierto día un ahogado esponjoso entre las breñas o una barcaza a la que el viento ha roto su amarre y se va a la deriva ante los ritos y los ojos desorbitados de los pescadores, como fantasmas en la costa, en medio de la rayería, el viento de huracán que puja sobre los techos de zinc a la medianoche y el agua que viene anegando la tierra y sube cubriendo los pilotes y así amanece, todo inundado y sucio.
Tenía una pizarra y un pizarrín, un silabario mantilla y un salbeque de lona y con mi paraguas mango de concha nácar apagado de viejo me atravesaba los barrancos para llegar a la escuela morava donde aprendí la religión y a cantar los himnos en inglés. El propio pastor Míster Rupert era el maestro. Después en un remolcador me vine hasta Puerto Limón cuando tenía quince años. Siempre me crie entre negros, en Puerto Cabezas, en Puerto Limón. Allá quitándole los zapatos a mi padre borracho y sobándole la espalda a mi madre reumática, poniéndole fomentos de alcohol, aquí enqueridada con un guardavías de la Northern, esperándolo hasta casi medianoche con el portaviandas, oyendo sonar los pitos de esos trenes que vienen a San José y que son los más tristes del mundo. Bailando en dancings de negros, bebiendo con ellos, acostándome con ellos, la rara, la blanca, la extraña en esos barrios con casas de barandales de madera y tiestos de flores, pisos de tambo y ropa tendida, olor a alquitrán y a fritanga, a moho y a excusado, a kerosene, a ropa sucia, a pulgas, a aguas de lluvia estancadas y los cuartos de los burdeles con imágenes de santas en las paredes, traspasadas por puñales de oro en sus corazones, colchones húmedos, bacinicas y papel plateado forrando las ventanas. Un día ya cuando yo era de la vida hubo en Limón una riña entre borrachos, uno de ellos estaba en mi mesa, le cortaron la cara con un vidrio de botella; estuve dos meses en la cárcel y como no había celda de mujeres dormía en la pieza del jefe del resguardo. Él me dio para venir a San José y aquí ha cambiado mi suerte, licenciado.
Contra toda previsión llegó al aeropuerto al tiempo que un sol tibio comenzaba a brillar en el cielo aún opaco. Solo una garúa mojaba el vidrio delantero y quitó el limpiabrisas, en el espejo retrovisor examinó su rostro y alisó el ralo cabello con la mano izquierda. Contra el tiempo, no hay, y disminuyó la velocidad al acercarse a la terminal, pero de todos modos uno se conserva como puede, son mentiras que los tragos envejecen, ni divertirse tampoco, la rutina, el aburrimiento envejecen. Ahora con la cara mitad de vuelta, a espaciar las salidas, decorarlas, ni una niña dentro de la casa. Por la mañana, después del desayuno en la cocina, había atravesado la sala ceremonial para correr las cortinas y en el camino, sobre la alfombra encontró un peinecito de plástico con unas hebras de cabello amarillento, lo recogió y lo miró a trasluz; se lo guardó en el bolsillo y lo tiró por la ventanilla ya de camino. También recogió los vasos y los llevó hasta la cocina; limpió delicadamente con el pañuelo las marcas de rouge en uno de ellos; no supo qué hacer luego con el pañuelo y lo apagó en el agua del lavadero como una brasa, después lo metió en el recipiente de la basura, accionando el pedal para abrir la tapa. Todo estaba en orden para la vuelta a la normalidad. No olía a alcohol la estancia ni a mujer. El aroma de la carne había sido barrido por la lluvia tempranera. Ya para salir, se asombró de su rostro avejentado frente al espejo de moldura repujada; agachó la cabeza y con ojos de carnero examinó su cabello, adivinando atrás la odiosa tonsura. Encendió un cigarrillo frente al espejo y agitó la mano con el fósforo para apagarlo. Fue hasta el cenicero de bronce y depositó el palito con ternura. Comienzan los actos refinados en el reino sellado.
—El avión viene en tiempo, señor.
Los pisos de cemento y las sillas volteadas sobre las mesas a la hora del desayuno de todas nosotras las niñas, la sinfonola cubierta con su paño de lágrimas, las luces rojas y verdes apagadas visibles las telarañas sobre los focos y en la tarima de la orquesta todos los instrumentos en paz, los atriles, como esqueletos de animales domésticos, unas gallinas rascando entre las mesas y el barman limpiando los vasos con lentitud, silbando con desgano y mis vestidos en el ropero color vino con estampas de N. S. de los Ángeles pegadas con almidón en las puertas, Pedro Infante recortado de la carátula de un cancionero y fotos de desconocidos sacadas de revistas, los vestidos escotados en orden y mi cama, la ventana dando a un patio de luz lleno de cajillas de cerveza y trastos inservibles, vestidos provocativos, tafetán y tul y punto y tela de espejo y chillantes encierros de tu carne en descenso, en metamorfosis hacia la vejez sin nombre, el arribo a la playa sin estero y la luz de una luna ocre mortecina sepulcral, mi llegada hasta el fin, el final y allí está Dios o no está contra la pared y su lámpara votiva y si no quién, madrecita, farandulera, potrancona, bebedora, sos insaciable, el pastor Rupert que fue el primero y el más grosero, estamos bien hasta el alma, trago de almíbar, un hijo en el fondo de la entraña decapitado sabe lo que es eso, lechuza solitaria cada vez que se necesita un abortivo a tiempo o un alambre especie de ganzúa que entra por la testa, el calendario de colores, la luz de colores, la música de colores, estrella solitaria vencida la luz que arrojan las tinieblas del día hasta aquí no más llegamos hasta aquí nos quedamos y yo estaba en un camino sola y con el alma acuitada y unas sombras altas venían de los árboles camineros y pregunté si me oían y nadie solo una voz esta es tu suerte y seguí despertate Marylin te dormiste, arriba, no me grite licenciado que no soy sorda y si le gusta bueno y si no pues también, llueve en el puerto licenciado, ¿o solo es el mar?
—Era lo que yo te decía.
—¿Qué es lo que decías? —preguntó Walter.
—Vos das risa con las putas.
—¿Por qué?
—Siempre preguntándoles babosadas: ¿por qué estás en esta vida, que no tenés familia, y tu mamá?
—Estás inventando —dijo molesto.
—Como que yo no te he oído.
—Bueno, y si así fuera, ¿que no son gente también? ¿No tienen sus sentimientos?
—Su corazoncito.
—Alguna causa hay por la que caen tan bajo.
—Te digo que sos risible: las usás y luego las compadecés. Sos de los que dicen, perdóname Señor este mal paso que voy a dar.
—Creo que ese no es el punto, Harry, sé serio.
—Yo creo una cosa; y es que pese a todo, los cursillos de cristiandad te llegaron al alma; ¿no te decía que se te ve distinto, otro rostro, como iluminado? Y ahora oíte, ni el padre Ferrán.
—Estás bastante loco, te garantizo. Vos me llevaste al retiro ese, perdonado. Pero no me volvés a conseguir para otra. Te lo juro.
—Sí, hombre, volvés a ir; no ves que el pecado necesita su remisión, su castigo inmediato, la penitencia terrenal; allá los curas, todos los del movimiento te absolvemos en asamblea, una absolución mutua; entonces quedás limpio otra vez para ver si sos fuerte ante el pecado, y el mundo sigue girando.
—Eso último es de programa radial.
—Pero te digo que volvés. A todos nos gusta.
—Nos gusta ¿qué?
—Confundir las ganas con las intenciones. Voy a ir al baño —dijo, y se paró, iba riéndose.
—Vos aprendiste más que yo, ya sabés predicar —dijo Walter.
—Yo soy reincidente —siguió de largo Harry—, y buen practicante.
—Entonces, eras negra de verdad —preguntó.
—Pero con el alma blanca —se rio la muchacha.
—Y tu piel ¿qué? Tenés el pelo rubio.
—La naturaleza, licenciado. Cuando tenga un hijo, dicen que me va a salir negrito.
—Marylin, esto merece un trago —y se paró, yendo al bar adosado en la pared, un armario con puertas de caoba y revestido de espejos en el interior.
—Repítame eso del colegio en los Estados Unidos, licenciado. Me gusta oírlo.
Se sonrió y siguió sirviendo los tragos.
—Cuénteme, hombre.
—Mejor otro día.
—Allá nosotras tenemos cuentos que inventamos, o se los oímos a otras, los leemos en las novelas; empiezan así: yo era buena gente de la buena sociedad, caí desde arriba hasta aquí por un mal paso, tenía una buena educación, era mimada. Bébase su trago.
—Te estoy oyendo.
—Mi papá me manda razones, que me vaya, que me va a dar un viaje a Europa, pero no he querido. Te ves muy ceremonioso, así bueno y sano, como con tus clientes, licenciado.
—Tenés tus cosas —dijo.
—Había una muchacha jovencita, lindo cuerpo, ojos zarcos, el pelo largo hasta la cintura, era una belleza. Lloraba al momento en que iban a pagarle y así sacaba más, contando su desgracia, que había encontrado a su marido con otra y por eso era de la vida, venganza.
—Ahora sí vamos a emborracharnos, me has puesto afligido.
—¿Por qué?
—Ese tu cuento de negros.
Se puso de pie y fue a correr la cortina. Tras el ventanal había una luz rojiza en el cielo, de incendio lejano.
—Póngase aquel disco que me gusta.
—¿Extraños en la noche?
—Sí, ese.
Desapareció un momento tras la puerta de roble guarnecida de flores y la música comenzó a brotar de los parlantes ocultos. Marylin recobró su vestido del piso y se calzó, al mismo tiempo que subía el zíper a sus espaldas.
—¿Te llamás de verdad Marylin? —le preguntó.
—Ese es el nombre de batalla —dijo con una traba en la boca.
Sonó el teléfono y lo levantó extrañado, como con un ala inquieta en la mano. Hablaba lejano, como en otro país, en otro sueño, en otra tarde, en otro crepúsculo. Cuando dejó el aparato, Marylin estaba en la puerta, balanceando su bolso de plástico barato.
—¿Para dónde vas?
—A la casa. Me ha entrado la tristeza.
Al rato oyó el rumor creciente y apoyado sobre la baranda del balcón, vio descender el trident, atravesar la pista y enfilar hacia la rampa, las minúsculas luces azules titilando en lo alto de la cola y en las alas. La vio de última, esbelta, ágil, saludar con su mano enguantada de blanco y agitar los dijes de su pulsera de esmeraldas. Saludó una vez más ya caminando sobre la pista y él le lanzó un beso con la mano. Acto seguido aplastó el cigarrillo con el pie.
—Me has hecho mucha falta, nena.
—Y vos Oreamuno, si supieras cuánto…
La besó junto a la boca. Su piel sabía a cosméticos.
—¿Ninguna novedad?
—Ninguna.
—¿Bien portado?
—Me extraña, nena.
—¿Y los ejercicios espirituales aquellos?
—Ah, los cursillos. El loco de Harry.
—Te traigo discos, corbatas.
Entró a la autopista cuando ya oscurecía y su rostro en el espejo fue, al mirarse otra vez, el mismo de siempre.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar