Antonio
Skármeta
(Antofagasta, Chile, 1940 - Santiago, Chile 2024)
El
ciclista del San Cristobal
Desnudo en el tejado
Premio de Casa de las Américas, 1968
(Buenos Aires : Editorial Sudamericana, 1969, 139 págs.)
(La Habana: Premio Casa de Las Americas, 1969, 133 págs.)
“...y
abatíme tanto, tanto
que fui tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance...”
San Juan de La Cruz
Además era el día de mi
cumpleaños. Desde el balcón de la Alameda vi cruzar parsimoniosamente el
cielo ese Sputnik ruso del que hablaron tanto los periódicos y no tomé
ni así tanto porque al día siguiente era la primera prueba de ascensión
de la temporada y mi madre estaba enferma en una pieza que no seria más
grande que un closet. No me quedaba más que pedalear en el vacio con la
nuca contra las baldosas para que la carne se me endureciera firmeza y
pudiera patear mañana los pedales con ese estilo mio al que le dedicaron
un articulo en “Estadio”. Mientras mamá levitaba por la fiebre,
comencé a pasearme por los pasillos consumiendo de a migaja los queques
que me habla regalado la tía Margarita, apartando acuciosamente los
trozos de fruta confitada con la punta de la lengua y escupiéndolos por
un costado que era una inmundicia. Mi viejo salla cada cierto tiempo a
probar el ponche, pero se demoraba cada vez cinco minutos en revolverlo, y
suspiraba, y después le metía picotones con los dedos a las presas de
duraznos que flotaban como náufragos en la mezcla de blanco barato, y
pisco, y orange, y panimávida.
Los dos necesitábamos cosas que
apuraran la noche y trajeran urgente la mañana. Yo me propuse suspender
la gimnasia y lustrarme los zapatos; el viejo le daba vueltas al gula con
la probable idea de llamar una ambulancia, y el cielo estaba despejado, y
la noche muy cálida, y mamá decía entre sueños “estoy incendiándome”,
no tan débil como para que no la oyéramos por entre la puerta abierta.
Pero esa era una noche tiesa de
mechas. No aflojaba un ápice la crestona. Pasar la vista por cada
estrella era lo mismo que contar cactus en un desierto, que morderse hasta
sangrar las cutículas, que leer una novela de Dostoiewski. Entonces papá
entraba a la pieza y le repetía a la oreja de mi madre los mismos
argumentos inverosímiles, que la inyección le bajarla la fiebre, que ya
amanecía, que el doctor iba a pasar bien temprano de mañana antes de
irse de pesca a Cartagena.
Por último le argumentamos trampas a
la oscuridad. Nos valimos de una cosa lechosa que tiene el cielo cuando
está trasnochado y quisimos confundirla con la madrugada (si me apuraban
un poco hubiera podido distinguir en pleno centro algún gallo
cacareando).
Podría ser cualquier hora entre las
tres y las cuatro cuando entré a la cocina a preparar el desayuno. Como
si estuvieran concertados, el pitido de la tetera y los gritos de mi madre
se fueron intensificando. Papá apareció en el marco de la puerta.
—No me atrevo a entrar —dijo.
Estaba gordo y pálido y la camisa le
chorreaba simplemente. Alcanzamos a oír a mamá diciendo: que venga el
médico.
—Dijo que pasaría a primera hora en
la mañana —repitió por quinta vez mi viejo.
Yo me habla quedado fascinado con los
brincos que iba dando la tapa sobre las patadas del vapor.
—Va a morirse —dije.
Papá comenzó a palparse los
bolsillos de todo el cuerpo. Señal que quería fumar. Ahora le costaría
una barbaridad hallar los cigarrillos y luego pasaría lo mismo con los
fósforos y entonces yo tendría que encendérselo en el gas.
—¿Tú crees?
Abrí las cejas así tanto, y
suspiré.
—Pásame que te encienda el
cigarrillo.
Al aproximarme a la llama, noté
confundido que el fuego no me dañaba la nariz como todas las otras veces.
Extendí el cigarro a mi padre, sin dar vuelta la cabeza, y
conscientemente puse el meñique sobre el pequeño manojo de fuego. Era lo
mismo que nada. Pensé: se me murió este dedo o algo, pero uno no podía
pensar en la muerte de un dedo sin reírse un poco, de modo que extendí
toda la palma y esta vez toqué con las yemas las cañerías del gas, cada
uno de sus orificios, revolviendo las raíces mismas de las llamas. Papá
se paseaba entre los extremos del pasillo cuidando de echarse toda la
ceniza sobre la solapa, de llenarse los bigotes de mota de tabaco.
Aproveché para llevar la cosa un poco más adelante, y puse a tostar mis
muñecas, y luego los codos, y después otra vez todos los dedos. Apagué
el gas, le eché un poco de escupito a las manos, que las sentía secas, y
llevé hasta el comedor la cesta con pan viejo, la mermelada en tarro, un
paquete flamante de mantequilla. Cuando papá se sentó a la mesa, yo
debía haberme puesto a llorar. Con el cuello torcido hundió la vista en
el café amargo como si allí estuviera concentrada la resignación del
planeta, y entonces dijo algo, pero no alcancé a oírlo, porque más bien
parecía sostener un incrédulo diálogo con algo intimo, un riñón por
ejemplo, o un fémur. Después se metió la mano por la camisa abierta y
se mesó el ensamble de pelos que le enredaban el pecho. En la mesa habla
una cesta de ciruelas, damascos y duraznos un poco machucados. Durante un
momento las frutas permanecieron vírgenes y acunadas, y yo me puse a
mirar a la pared como si me estuvieran pasando una película o algo. Por
último agarré un prisco y me lo froté sobre la solapa hasta sacarle un
brillo harto pasable. El viejo nada más que por contagio levantó una
ciruela.
—La vieja va a morirse —dijo.
Me sobé fuertemente el cuello. Ahora
estaba dándole vueltas al hecho de que no me hubiera quemado. Con la
lengua le lamí los conchos al cuesco y con las manos comencé a apretar
las migas sobre la mesa, y las fui arrejuntando en montoncitos, y luego
las disparaba con el índice entre la taza y la panera. En el mismo
instante que tiraba el cuesco contra un pómulo, y me imaginaba que tenía
manso cocho en la muela poniendo cara de circunstancia, creí descubrir el
sentido de por qué me habla puesto incombustible, si puede decirse. La
cosa no era muy clara, pero tenía la misma evidencia que hace pronosticar
una lluvia cuando el queltehue se viene soplando fuerte: si mamá iba a
morirse, yo también tendría que emigrar de¡ planeta. Lo del fuego era
como una sinopsis de una película de miedo, o a lo mejor era puro
blá-blá mío, y lo único que pasaba era que las ¡das al biógrafo me
habían enviciado.
Miré a papá, y cuando iba a
contárselo, apretó delante de los ojos sus mofletudas palmas hasta hacer
el espacio entre ellas impenetrable.
—Vivirá —dije—. Uno se asusta
con la fiebre.
—Es como la defensa del cuerpo.
Carraspeé.
—Si gano la carrera tendremos plata.
La podríamos meter en una clínica pasable.
—Si acaso no se muere.
Escupí sobre el hombro el cuesco
lijadito de tanto meneallo. El viejo se alentó a pegarle un mordiscón a
un durazno harto potable. Oímos a mamá quejarse en la pieza, esta vez
sin palabras. De tres tragadas acabé con el café, casi reconfortado que
me hiriera el paladar. Me eché una marraqueta al bolsillo, y al
levantarme, el pelotón de migas fue a refrescarse en una especie de
pocilla de vino sólo en apariencia fresca, porque desde que mamá estaba
en cama las manchas en el mantelito duraban de a mes, pidiendo por lo
bajo.
Adopté un tono casual para
despedirme, medio agringado dijéramos.
—Me voy.
Por toda respuesta, papá torció el
cuello y aquilató la noche.
—¿A qué hora es la carrera? —preguntó,
sorbiendo un poco del café.
Me sentí un cerdo, y no precisamente
de esos giles simpáticos que salen en las historietas.
—A las nueve. Voy a hacer un poco de
precalentamiento.
Saqué del bolsillo las horquetas para
sujetarme las bastillas, y agarré de un tirón la bolsa con el equipo.
Simultáneamente estaba tarareando un disco de los Beatles, uno de esos
psicodélicos.
—Tal vez te convendría dormir un
poco sugirió papá—. Hace ya dos noches que...
—Me siento bien —dije, avanzando
hacia la puerta.
—Bueno, entonces.
—Que no se te enfríe el café.
Cerré la puerta tan dulcemente como
si me fuera de besos con una chica, y luego le aflojé el candado a la
bicicleta desprendiéndola de las barras de la baranda. Me la instalé
bajo el sobaco, y sin esperar el ascensor corrí los cuatro pisos hasta la
calle. Allí me quedé un minuto acariciando las llantas sin saber para
dónde emprenderla, mientras que ahora si soplaba un aire madrugado, un
poco frío, lento.
La monté, y de un solo envión de los
pedales resbalé por la cuneta y me fui bordeando la Alameda hasta la
Plaza Bulnes, y le ajusté la redondela a la fuente de la plaza, y
enseguida torcí a la izquierda hasta la boite del Negro Tobar y me
ahuaché bajo el toldo a oír la música que salía del subterráneo. Lo
que fregaba la cachimba era no poder fumar, no romper la imagen del atleta
perfecto que nuestro entrenador nos habla metido al fondo de la cabeza. A
la hora que llegaba entabacado, me olla la lengua y pa' fuera se ha dicho.
Pero además de todo, yo era como un extranjero en la madrugada
santiaguina. Tal vez fuera el único muchacho de Santiago que tenía a su
madre muriéndose, el único y absoluto gil en la galaxia que no habla
sabido agenciarse una chica para amenizar las noches sabatinas sin
fiestas, el único y definitivo animal que lloraba cuando le contaban
historias tristes. Y de pronto ubiqué el tema del cuarteto, y
precisamente la trompeta de Lucho Aránguiz fraseando eso de “No puedo
darte más que amor, nena, eso es todo lo que te puedo dar”, y pasaron
dos parejas silenciosas frente —al toldo, como cenizas que el malón del
colegio habla derramado por las aceras, y había algo lúgubre e
inolvidable en el susurro del grifo esquinero, y parecía surgido del mar
plateado encima de la pileta el carricoche del lechero, lento a pesar del
brío de sus caballos, y el viento se venia llevando envoltorios de
cigarrillos, de chupetes helados, y el baterista arrastraba el tema como
un largo cordel que no tiene amarrado nada en la punta shá-shá-dá-dá-
y salió del subterráneo un joven ebrio a secarse las narices traspirado,
los ojos patinándole, rojos de humo, el nudo de la corbata dislocado, el
pelo agolpado sobre las sienes, y la orquesta le metió al tango,
sophisticated, siempre el mismo, siempre uno busca lleno de esperanzas, y
los edificios de la Avenida Bulnes en cualquier momento podían caerse
muertos, y después el viento soplarla descoyuntador, haría veletas de
navío, barcazas y mástiles de los andamiajes, haría barriles de alcohol
de los calefactores modernos, transformarla en gaviotas las puertas, en
espuma los parquets, en peces las radios y las planchas, los lechos de los
amantes se incendiarían, los trajes de gala los calzoncillos los
brazaletes serían cangrejos, y serían moluscos, y serían arenilla, y a
cada rostro el huracán le darla lo suyo, la mascara al anciano, la
carcajada rota al liceano, a la joven virgen el polen más dulce, todos
derribados por las nubes, todos estrellados contra los planetas,
ahuecándose en la muerte, y yo entre ellos pedaleando el huracán con mi
bicicleta diciendo no te mueras mamá, yo cantando Lucy en el cielo y con
diamantes, y los policías inútiles con sus fustas azotando potros
imaginarios, a horcajadas sobre el viento, azotados por parques altos como
volantines, por estatuas, y yo recitando los últimos versos aprendidos en
clase de castellano, casi a desgano, dibujándole algo pornográfico al
cuaderno de Aguilera, hurtándole el cocaví a Kojman, clavándole un
lápiz en el trasero al Flaco Leiva, yo recitando, y el joven se apretaba
el cinturón con la misma parsimonia con que un sediento de ternura
abandona un lecho amante, y de pronto cantaba frívolo, distraído de la
letra, como si cada canción fuera apenas un chubasco antes del sereno, y
después bajaba tambaleando la escalera, y Luchito Aránguiz agarraba un
solo de de uno en trompeta y comenzaba a apurarlo, y todo se hacia jazz, y
cuando quise buscar un poco del aire de la madrugada que me enfriase el
paladar, la garganta, la fiebre que se me rompía entre el vientre y el
hígado, la cabeza se me fue contra la muralla, violenta, ruidosa, y me
aturdí, y escarbé en los pantalones, y extraje la cajetilla, y fumé con
ganas, con codicia, mientras me iba resbalando sobre la pared hasta poner
mi cuerpo contra las baldosas, y entonces crucé las palmas y me puse a
dormir dedicadamente.
Me despertaron los tambores,
guaripolas y clarines de algún glorioso que daba vueltas a la noria de
Santiago rumbo a ninguna guerra, aunque engalanados como para una fiesta.
Me bastó montarme y acelerar la bici un par de cuadras, para asistir a la
resurrección de los barquilleros, de las ancianas míseras, de los
vendedores de maní, de los adolescentes lampiños con camisas y botas de
moda. Si el reloj de San Francisco no mentía esta vez, me quedaban justo
siete minutos para llegar al punto de largada en el borde del San
Cristóbal. Aunque a mi cuerpo se lo comían los calambres, no habla
perdido la precisión de la puntada sobre la goma de los pedales. Por lo
demás habla un sol de este volado y las aceras se velan casi despobladas.
Cuando crucé el Pío Nono, la cosa
comenzó a animarse. Noté que los competidores que bordeaban el cerro
calentando el cuerpo, me piropeaban unas miradas de reojo. Distinguí a
López del Audax limpiándose las narices, a Ferruto del Green trabajando
con un bombín la llanta, y a los cabros de mi equipo oyendo las
instrucciones de nuestro entrenador.
Cuando me uní al grupo, me miraron
con reproche pero no soltaron la pepa. Yo aproveché la coyuntura para
botarme a divo.
—¿Tengo tiempo para llamar por
teléfono?
El entrenador señaló el camarín.
—Vaya a vestirse.
Le pasé la máquina al utilero.
—Es urgente expliqué—. Tengo que
llamar a la casa.
—¿Para qué?
Pero antes de que pudiera
explicárselo, me imaginé en la fuente de soda del frente entre niños
candidatos al zoológico y borrachitos pálidos marcando el número de
casa para preguntarle a mi padre... ¿qué? ¿Murió la vieja? ¿Pasó el
doctor por la casa? ¿Cómo sigue mamá?
—No tiene importancia —responda—.
Voy a vestirme.
Me zambullí en la carpa, y fui
empiluchándome con determinación. Cuando estuve desnudo proceda a
arañarme los muslos y luego las pantorrillas y los talones hasta que
sentí el cuerpo respondiéndome. Comprimí minuciosamente el vientre con
la banda elástica, y luego cubrí con las medias de lanilla todas las
huellas granates de mis uñas. Mientras me ajustaba los pantaloncillos y
apretaba con su elástico la camiseta, supe que iba a ganar la carrera.
Trasnochado, con la garganta partida y la lengua amarga, con las piernas
tiesas como de mula, iba a ganar la carrera. Iba a ganarla contra el
entrenador, contra López, contra Ferruto, contra mis propios compañeros
de equipo, contra mi padre, contra mis compañeros de colegio y mis
profesores, contra mis mismos huesos, mi cabeza, mi vientre, mi
disolución, contra mi muerte y la de mi madre, contra el presidente de la
república, contra Rusia y Estados Unidos, contra las abejas, los peces,
los pájaros, el polen de las flores, iba a ganarla contra la galaxia.
Agarré una venda elástica y fui
prensándome con doble vuelta el empeine, la planta y el tobillo de cada
pie. Cuando los tuve amarrados como un solo puñetazo, sólo los diez
dedos se me asomaban carnosos, agresivos, flexibles.
Salí de la carpa. “Soy un animal”,
pensé cuando el juez levantó la pistola, “voy a ganar esta carrera
porque tengo garras y pezuñas en cada pata”.El pistoletazo y de dos
arremetidas filudas, cortantes sobre los pedales, cogí la primera cuesta
puntero. En cuanto aflojó el declive, dejé no más. que el sol se me
fuera licuando lentamente en la nuca. No tuve necesidad de mirar muy
atrás para descubrir a Pizarnick del Ferroviario, pegado a mi trasera.
Sentí piedad por el muchacho, por su equipo, por su entrenador que le
habría dicho “si toma la delantera, pégate a él hasta donde aguantes,
calmadito, con seso, ¿entiendes?”, porque si yo quería era capaz ahí
mismo de imponer un tren que tendría al muchacho vomitando en menos de
cinco minutos, con los pulmones revueltos, fracasado, incrédulo. En la
primera curva desapareció el sol, y alcé la cabeza hasta la virgen del
cerro, y se veía dulcemente ajena, incorruptible. Decidí ser
inteligente, y disminuyendo bruscamente el ritmo del pedaleo, dejé que
Pizarnick tomara la delantera. Pero el chico estaba corriendo con la
biblia en el sillón: aflojó hasta ponérseme a la par, y pasó fuerte a
la cabeza un muchacho rubio del Stade Francais. Ladeé el cuello hacia la
izquierda y le sonreí a Pizarnick. “¿Quién es?”, le dije. El
muchacho no me devolvió la mirada. “¿Qué?”, jadeó. “¿Quién es?”,
repetí. “El que pasó adelante.” Parecía no haberse percatado que
íbamos quedando unos metros atrás. “No lo conozco”, dijo. ¿Viste
qué máquina era?” “Una Legnano” repuse. “¿En qué piensas?”
Pero esta vez no conseguí respuesta. Comprendí que habla estado todo el
tiempo pensando si ahora que yo había perdido la punta, debía pegarse al
nuevo líder. Si siquiera me hubiese preguntado, yo le habría prevenido;
lástima que su biblia transmitía con solo una antena. Una cuesta más
pronunciada, y buenas noches los pastores. Pateó y pateó hasta
arrimársele al rucio, y casi con desesperación miró para atrás
tanteando la distancia. Yo busqué por los costados a algún otro
competidor para meterle conversa, pero estaba solo a unos veinte metros de
los cabecillas, y al resto de los rivales recién se les asomaba las
narices en la curvatura. Me amarré con los dedos el repiqueteo del
corazón, y con una sola mano ubicada en el centro fui maniobrando la
manigueta. ¡Cómo podía estar tan solo, de pronto! ¿Dónde estaban el
rucio y Pizarnick? ¿Y González, y los cabros del club, y los del Audax
Italiano? ¿Por qué comenzaba ahora a faltarme el aire, por qué el
espacio se arrumaba sobre los techos de Santiago, aplastante? ¿Por qué
el sudor hería las pestañas y se encerraba en los ojos para nublar todo?
Ese corazón mío no estaba latiendo así de fuerte para meterle sangre a
mis piernas, ni para arderme las orejas, ni para hacerme más duro el
trasero en el sillín, y más coces los enviones. Ese corazón mío me
estaba traicionando, le hacia el asco a la empinada, me estaba botando
sangre por las narices, instalándome vapores en los ojos, me iba
revolviendo las arterias, me rotaba en el diafragma, me dejaba
perfectamente entregado a un ancla, a mi cuerpo hecho una soga, a mi falta
de gracia, a mi sucumbimiento.
—¡Pizarnick! —grité—. ¡Para,
carajo, que me estoy muriendo!
Pero mis palabras ondulaban entre sien
y sien, entre los dientes de arriba y los de abajo, entre la saliva y las
carótidas. Mis palabras eran un perfecto círculo de carne: yo jamás
había dicho nada. Nunca había conversado con nadie sobre la tierra.
había estado todo el tiempo repitiendo una imagen en las vitrinas, en los
espejos, en las charcas invernales, en los ojos espesos de pintura negra
de las muchachas. Y tal vez ahora —pedal con pedal, pisa y pisa,
revienta y revienta— le viniera entrando el mismo silencio a mamá —y
yo iba subiendo y subiendo y bajando y bajando— la misma muerte azul de
la asfixia —pega y pega rota y rota— la muerte de narices sucias y
sonidos líquidos en la garganta —y yo torbellino serpenteo turbina
engranaje corcoveo— la muerte blanca y definitiva —¡a mi nadie me
revolcaba, madre!— y el jadeo de cuántos tres cuatro cinco diez
ciclistas que me irían pasando, o era yo que alcanzaba a los punteros, y
por un instante tuve los ojos entreabiertos sobre el abismo y debí
apretar así duramente fuertemente las pestañas para que todo Santiago no
se lanzase a flotar y me ahogara llevándome alto y luego me precipitara,
astillándome la cabeza contra una calle empedrada, sobre basureros llenos
de gatos, sobre esquinas canallas. Envenenado, con la mano libre hundida
en la boca, mordiéndome luego las muñecas, tuve el último momento de
claridad: una certeza sin juicio, intraducible, cautivadora, lentamente
dichosa, de que si, que muy bien, que perfectamente hermano, que este
final era mío, que mi aniquilación era mía, que bastaba que yo
pedaleara más fuerte y ganara esa carrera para que se la jugara a mi
muerte, que hasta yo mismo podía administrar lo poco que me quedaba de
cuerpo, esos dedos palpitantes de mis pies, afiebrados, finales, dedos
ángeles pezuñas tentáculos, dedos garras bisturíes, dedos
apocalípticos, dedos definitivos, deditos de mierda, y tirar el timón a
cualquier lado, este u oeste, norte o sur, cara y sello, o nada, o tal vez
permanecer siempre nortesudesteoestecarasello, moviéndome inmóvil,
contundente. Entonces me llené la cara con esta mano y me abofeteé el
sudor y me volé la cobardía; ríete imbécil me dije, ríete poco
hombre, carcajéate porque estás solo en la punta, porque nadie mete
finito como tú la pata para la curva del descenso.
Y de un último encumbramiento que me
venía desde las plantas llenando de sangre linda, bulliciosa, caliente,
los muslos y las caderas y el pecho y la nuca y la frente, de un
coronamiento, de una agresión de mi cuerpo a Dios, de un curso
irresistible, sentí que la cuesta aflojaba un segundo y abrí los ojos y
se los aguanté al sol, y entonces sí las llantas se despidieron humosas
y chirriantes, las cadenas cantaron, el manubrio se fue volando como una
cabeza de pájaro, agudo contra el cielo, y los rayos de la rueda hacían
al sol mil pedazos y los tiraban por todas partes, y entonces oí, ¡oí
Dios mío!, a la gente avivándome sobre camionetas, a los muchachitos que
chillaban al borde de la curva del descenso, al altoparlante dando las
ubicaciones de los cinco primeros puestos; y mientras venía la caída
libre, salvaje sobre el nuevo asfalto, uno de los organizadores me baldeó
de pé a pá riéndose, y veinte metros adelante, chorreando, riendo,
fácil, alguien me miró, una chica colorina, y dijo “mojado como un
joven pollo”, y ya era hora de dejarme de pamplinas, la pista se
resbalaba, y era otra vez tiempo de ser inteligente, de usar el freno, de
ir bailando la curva como un tango o un vals a toda orquesta.
Ahora el viento que yo iba inventando
(el espacio estaba sereno y transparente) me removía la tierra de las
pupilas, y casi me desnuco cuando torcí el cogote para ver quién era el
segundo. El Rucio, por supuesto. Pero a menos que tuviera pacto con el
diablo podría superarme en el descenso, y nada más que por un motivo
bien simple que aparece técnicamente explicado en las revistas de
deportes y que puede resumiese así, yo nunca utilizaba el freno de mano,
me limitaba a plantificar el zapato en las llantas cuando se esquinaban
las curvas. Vuelta a vuelta, era la única fiera compacta de la ciudad con
mi bicicleta. Los fierros, las latas, el cuero, el sillín, los ojos, el
foco, el manubrio, eran un mismo argumento con mi lomo, mi vientre, mi
rígido montón de huesos.
Atravesé la meta y me descolgué de
la bici sobre la marcha. Aguanté los palmoteos en el hombro, los abrazos
del entrenador, las fotos de los cabros de “Estadio”, y liquidé la
Coca-Cola de una zampada. Después tomé la máquina y me fui bordeando la
cuneta rumbo al departamento.
Una vacilación tuve frente a la
puerta, una última desconfianza, tal vez la sombra de una incertidumbre,
el pensamiento de que todo hubiera sido una trampa, un truco, como si el
destello de la Vía Láctea, la multiplicación del sol en las calles, el
silencio, fueran la sinopsis de una película que no se darla jamás, ni
en el centro, ni en los biógrafos de barrio, ni en la imaginación de
ningún hombre.
Apreté el timbre, dos, tres veces,
breve y dramático. Papá abrió la puerta, apenitas, como si hubiera
olvidado que vivía en una ciudad donde la gente va de casa en casa
golpeando portones, apretando timbres, visitándose.
—¿Mamá? —pregunté.
El viejo amplió la abertura,
sonriendo.
—Está bien —me pasó la mano por
la espalda e indicó el dormitorio—. Entra a verla.
Carraspeé que era un escándalo y me
di vuelta en la mitad del pasillo.
—¿Qué hace?
—Está almorzando —repuso papá.
Avancé hasta el lecho, sigiloso,
fascinado por el modo elegante con que iba echando las cucharadas de sopa
entre los labios. Su piel estaba lívida y las arrugas de la frente se le
habían metido un centímetro más adentro, pero cuchareaba con gracia,
con ritmo, con... hambre.
Me senté en la punta del lecho,
absorto.
—¿Cómo te fue? —preguntó,
pellizcando una galleta de soda.
Esgrimí una sonrisa de película.
—Bien, mamá. Bien.
El chal rosado tenía un fideo cabello
de ángel sobre la solapa. Me adelanté a retirarlo. Mamá me suspendió
la mano en el movimiento, y me besó dulcemente la muñeca.
—¿Cómo te sientes, vieja?
Me pasó ahora la mano por la nuca, y
luego me ordenó las mechas sobre la frente.
—Bien, hijito. Hazle un favor a tu
madre, ¿quieres?
La consulté con las cejas.
—Ve a buscar un poco de sal. Esta
sopa está desabrida.
Me levanté, y antes de dirigirme al
comedor, pasé por la cocina a ver a mi madre.
—¿Hablaste con ella? ¿Está
animada, cierto?
Lo quedé mirando mientras me rascaba
con fruición el pómulo.
—¿Sabes lo que quiere, papá?
¿Sabes lo que mandó a buscar?
Mi viejo echó una bocanada de humo.
—Quiere sal, viejo. Quiere sal. Dice
que está desabrida la sopa, y que quiere sal.
Giré de un envión sobre los talones
y me dirigí al aparador en busca del salero. Cuando me disponía a
retirarlo, vi la ponchera destapada en el centro de la mesa. Sin usar el
cucharón, metí hasta el fondo un vaso, y chorreándome sin lástima, me
instalé el liquido en el fondo de la barriga. Sólo cuando vino la
resaca, me percaté que estaba un poco picadito. Culpa del viejo de mierda
que no aprende nunca a ponerle la tapa de la cacerola al ponche. Me serví
otro trago, qué iba a hacerle.
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