Antonio Skármeta
(Antofagasta, Chile, 1940 - Santiago, Chile 2024)

Hombre con el clavel en la boca

No pasó nada y otros relatos

(Santiago de Chile: Pehuén, 1985, 110 págs.)

Sinto ânsias, desejos
Mas não com meu ser todo. Alguma cousa
No íntimo meu, alguma coisa ali,
Fria, pesada, muda permanece.

FERNANDO PESSOA

      La muchacha bordeó los árboles con el impulso veloz de una mujer sola en un lugar público, entre digno, cauteloso y distraído, como si la soledad fuera una vergüenza y las bocas de todos los hombres estuvieran a punto de llegar a lamerle el cuello o morderle los labios.
       Fingió ese aspecto de llevar un destino hasta que hubo atravesado el ancho de la plaza. Cuando llegó al límite, se detuvo concediéndose un largo respiro. Los hombros libraron su rigidez, la barbilla cayó tumbada por una sonrisa, y los codos se aliviaron en un gesto alentador para sí misma. Se había sorprendido otra vez hija de las tensiones y formalidades que despreciaba, de la desconfianza, de la miseria de artificios en la cara, del egoísmo de inútiles dignidades. Pensó: «Igual caminaba desde la salida del colegio hasta la casa. Igual iba al cine los domingos. Todas caminábamos igual. Como si la soledad nos transformara en putas».
       Los hombres y mujeres de la plaza levantaron las muñecas y pusieron atención a la hora. Compararon relojes, atisbaron calles laterales, miraron hacia el cielo como esperando que toda esa inquietud fuera amarrada en algo. Estaban juntos, pero al modo como siguen juntos los que sobreviven a una fiesta muy animada; manoteando el brazo del tocadiscos cuando ya no hay música posible para complacer a todos. Faltaban segundos y nadie quería que el año se fuera como quien despacha una carta en el buzón.
       Miraban otra vez a las esquinas. Insistían también en el cielo, llevaban las muñecas a los oídos, y la chica sintió que la brisa hacía temblar su flor sobre la oreja.
       Entonces supo que había un hombre a sus espaldas.
       Y en el exacto segundo de los abrazos, supo también que ese era el hombre que la estaba abrazando; no con un abrazo de año nuevo frontal, estridente y enfático, sino con la mitad de un abrazo, una insinuación, como se cuelga alguien de un hombro familiar, pero también con la suavidad de quien sabe que ese hombro es frágil.
       Ella quiso quedarse en ese silencio ignorante y divertido, prendida en esa captura anónima, claudicando del resto de la escena, los personajes, el decorado de luces irreales, la ciudad, Portugal y la galaxia, pero ya había girado su cuello y ya curioseaba, con una leve tensión en los ojos, los rasgos del muchacho que solo le dedicó una sonrisa distraída, relajada, accidental, como si llevara tres noches pendiendo de su hombro y ya aburrido de charlar con ella se dedicase a considerar las pequeñas excentricidades de los transeúntes, los gritos y los saludos, igual que si fuese un juez de gritos y saludos.
       Con mucha destreza, el joven prendió con la lengua el tallo del clavel que tenía en la boca, y con una curiosa pirueta lo depositó entre las comisuras del labio izquierdo. Allí lo retuvo con la mandíbula apretada.
       Ese fue el momento en que la chica corrigió en su mente «feliz año nuevo» y dejó que su propia fluidez hablara por ella.
       —Por si acaso, ese es mi hombro —dijo.
       —Sí, ya sé —farfulló el joven (más joven que ella), sin mirarla (pero arreglándoselas para mirarla)—. Me colgué del tuyo porque el mío ya no me interesa.
       Para conseguir hablarle sostuvo el tallo del clavel con los dientes. Ella alzó la mano libre y le punzó la flor con un dedo.
       —¿Parece como que eres vegetariano, cierto?
       —No, no me los como. Me los dejo ahí en la boca simplemente.
       La concurrencia de la plaza comenzó a desbordarse febril hacia la esquina izquierda. Desde una calle lateral, precedida por bocinazos que acompañaban el estribillo «el pueblo unido jamás será vencido», avanzó una caótica columna de estudiantes y obreros. Ambos se dejaron conducir por la onda y descendieron la cuneta hasta quedar unidos a la cabeza de la marcha. Un viejo de nariz aguda, anteojos abultados, y el tranco visiblemente rengo, sostenía el palo de una inmensa bandera roja. Aunque la gente lo aplaudió con fervor mientras iba pasando, el hombre parecía ausente, nimbado de una pequeña gloria, atento a una música sinfónica que solo dictaba para él su propia cabeza.
       Marcharon un poco delante de él, sin soltarse, mientras que en la plaza se formaban rondas al compás del mismo estribillo. Por todos los huecos se asomaban botellas chorreantes. Provenían de las ventanillas de los coches o las infiltraban ciclistas embanderados. Los estampidos del champagne sonaban aislados entre los gritos, los cantos y las bocinas, revueltos por una brisa apenas fresca, exactamente como si no fuera invierno.
       El joven la apartó hasta el restaurante Piquinique y le indicó que se sentara en el snack bar. Pidieron dos sándwiches y un tinto de marca.
       —Bueno —dijo él—, yo me llamo Jorge.
       —Carmen —dijo la muchacha.
       Se pasaron las manos, se las apretaron, y esperaron el vino en silencio. En el intermedio se miraron un poco con sonrisas divertidas y gestos imprecisos. Ella concluyó que no estaba en el estilo del joven preguntar más cosas, aunque sí en el de ella. Pero finalmente tampoco preguntó nada. Trajeron el vino y tomaron la primera copa con una velocidad cómplice. La muchacha paladeó el gusto y el calorcillo en sus pómulos. Él se derrumbó riendo sobre el mesón y hundió la cara entre los brazos. Se sacudió algunos segundos mientras ella servía dos nuevas dosis, y luego levantó el rostro limpiándose las mejillas húmedas. Puso el clavel en la abertura que dejaban sus dientes centrales, imperfectos, y asintió para sí mismo esforzándose por no reír más.
       —Estoy muy contento —dijo en español.
       —Se ve —dijo la joven.
       —Estuve preso un año. Mi viejo estuvo preso cinco años, hasta que se fugó de la cárcel. Murió en Francia.
       La chica lo invitó con las cejas a que alzara su vino. Pusieron los sándwiches humeantes sobre el mesón y los comieron con avidez. Cuando solo quedaron unas migas desparramadas y el mozo hubo ultimado la botella en las copas con destreza profesional, el muchacho dijo:
       —Ahora pago y nos vamos a casa. Te quedas a dormir conmigo.
       Esperó la reacción a las novedades con un exceso de alerta, fuera de estilo. Estiró los labios hasta permitir que todos los dientes se exhibieran coronados por el clavel rojo con el agujero medio.
       —No quiero —dijo la muchacha.
       —¿No te gusto?
       —No, si de gustarme, me gustas.
       —¿Y entonces?
       —No quiero.
       El joven se mesó el pelo.
       —Lo que pasa es que te enojaste conmigo porque no me saco el clavel del hocico.
       Ella lamentó que no quedara nada en su copa. El joven le alcanzó la suya, y la muchacha sorbió un poquito, súbitamente seria. Golpeó una miga con un dedo y la recogió en la palma de la otra mano.
       —Hice una promesa cuando cayó el fascismo que me pasaría toda la primera noche del año con un clavel en el hocico —dijo, escarbándose suavemente una oreja—. Me puedo acostar contigo, pero no podría ni besarte ni lamerte por el problemita este.
       La chica se rascó la cabeza. Supo que en la sonrisa con que ahora lo miraba, terminaba de defraudarlo.
       —No puedo —dijo.
       El joven pagó la cuenta desembozando un bolsillo con arrugados billetes de poca monta.
       Caminaron, entre jirones de desfiles ruidosos y consignas persistentes, separados, en un silencio que él acentuó con la cabeza gacha y las manos profundas en los bolsillos. A metros del hotel, la muchacha decidió plantearle un consuelo:
       —Tengo un hijo de cinco años. Está conmigo en la pieza.
       Él pateó una pelota imaginaria y se encogió de hombros.
       —¿Y tu marido también?
       —No. Soy viuda.
       —¿Y entonces?
       Estaban en la puerta. Ella dijo:
       —Buenas noches.
       Él dijo:
       —Buenas noches.
       Y le volvió una espalda rotunda.
       La última visión que tuvo la chica fue la de su pelo enmarañado fundiéndose en la esquina con el fatigoso tranvía 11, Graça. Sacó un cigarro con destreza y luego le aplicó una precisa llamarada.
       La mucama estaba en su lecho leyendo una historieta de amoríos.
       —Todo bien, señora —se anticipó—. Todo perfecto.
       —¿No despertó?
       —Ni un poquito.
       —No sé cómo agradecerle.
       —¡Por favor, señora! ¿Estaba linda la plaza?
       —Sí —dijo.
       —¿Dio una vueltita?
       —Sí.
       —Año nuevo, vida nueva, ¿no es cierto?
       —Estuvo muy lindo.
       La mucama bostezó espontáneamente e intentó disimularlo con un pequeño cantito. La muchacha se desabotonó la blusa y puso el cigarrillo en el borde del cenicero.
       —¿A qué hora viaja?
       —A las diez. Despiérteme a las ocho, por favor.
       —Seguro. ¿Y adónde van, señora?
       —A Rumania.
       La chica estrechó la mano de la mujer en la puerta.
       —Fue muy gentil. Se lo agradezco.
       —Hasta mañana, señora.
       La mucama descendió los escalones y se dispuso a apagar la luz de la recepción. No acababa de pasar el picaporte del vestíbulo, cuando advirtió a un joven con un clavel en la boca asomado en la parte exterior de la mampara. Sin golpear, le indicaba con un dedo engarfiado que levantara el cerrojo. La mujer adelantó un oído, con curiosidad y reserva.
       —Una señorita —dijo el joven a través del vidrio—. No me acuerdo el nombre. Una que tiene un hijo.
       —Sí —dijo la criada— la chilena.
       El joven la miró gravemente y pestañeó con abundancia. Con un manotón desordenado, quiso reagrupar el pelo que se le derramaba en la frente, sin conseguirlo.
       —Exacto —dijo—. La chilena. Tengo que subir a verla.
       —Ya se acostó.
       —Bueno, no importa. Ábrame.
       La mucama levantó el cerrojo y el muchacho trepó los primeros escalones.
       —Mire que debe estar durmiendo.
       —¿Qué cuarto? —gritó el joven desde el segundo piso.
       —El once —dijo la mucama, asomándose a la escalera.
       El joven golpeó la puerta, pero no esperó a que le respondiesen. Accionó la manilla e irrumpió en la habitación. La muchacha se mostró desnuda, excepto por el pequeño calzón que estaba a punto de hacer resbalar sobre la cadera. El joven avanzó sin titubeos y desprendió la flor de su boca. La puso en el florero, junto con los otros claveles. Miró los pequeños senos de la joven y volvió a hundir las manos en los bolsillos.
       —Bueno —dijo, antes de abandonar la habitación— para otra vez sé más explícita.

Setúbal, Portugal, 1975.


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