Antonio
Skármeta
(Antofagasta, Chile, 1940 -)
Nupcias
El entusiasmo
(Santiago de Chile: Zig-Zag, 1967, 181 págs.)
Hacía mucho calor en el tren
subterráneo, y el joven, ubicado bajo el único ventilador que
funcionaba, había cruzado los brazos tras la cintura y simulaba estar
leyendo un cartón comercial la muchacha, incrédula, sólo después de
un prolongado momento se animó a hablar.
—Devuélvame el zapato —dijo en
voz baja.
El joven le concedió una veloz
ojeada, frunció el entrecejo, abrió las piernas para conservar la
estabilidad, y muy circunspecto volvió a su lectura.
—Por favor —dijo la muchacha un poco
más fuerte— tenga la bondad de devolverme el zapato.
Es realmente una belleza —pensó el
joven—. Si me habla una vez más entreabriendo esos labios, enterraré
mis dedos en su pelo, le remeceré la cabeza, la ‘besaré y dormiré’—una
siesta apoyado en sus senos. ¿Qué zapato?
—¿Cómo que qué zapato? ¡mi
zapato! ¿qué se ha imaginado?
“Dios me asista, pensó. O la
soledad me ha desquiciado y estoy delirando, o estoy realmente enamorado—,
de esta mujer.”
—No sé de qué me habla, señora
—replicó.
—¡Está bien claro de qué le
hablo! —protestó, golpeando con el pie descalzo el suelo del tren—.
Le hablo de una cosa que se llama zapato, de una cosa de cuero que se pone
en los pies y que sirve para caminar. ¡de eso le estoy hablando!
—“Dios me asista —se dijo el joven—.
¿cómo es posible que la ame con tantas ‘ansias?”
—¡En fin! —exclamó.
—¡Mi zapato! Devuélvame mi zapato,
jovenzuelo.
Sin que ella lo notara, introdujo
el zapato en el bolsillo posterior del pantalón, se le acercó, y una vez
a su lado se restregó las manos y luego se las contempló como diciendo
nada por aquí nada por allá, y después las elevó pidiendo al altísimo
resignación. a continuación se rascó la cabeza, y, en tanto ella lo
miraba hacer con una boca de este tamaño, se arrodilló y, tomándole el
pie entre las manos, se dio en estudiarlo sin afectación y con sincera
seriedad.
—Veamos cuál es su problema —Dijo,
mientras manipulaba el pie en todas direcciones, con una suerte de gestos
mecánicos al comienzo, que lentamente los fue suavizando hasta
convertirlos en caricias. acercó los labios a los dedos y estuvo a punto
de besarlos, pero se contuvo y suspiró hondamente su olor.
Protégeme, ángel mío, —pensó en
ese momento—. Si me falla él lenguaje o cometo una imprudencia, ella se
irá para siempre. Haz que sea amable, seductor e inteligente. No me
abandones, angelito de mierda. Deja que el inglés me brote, se me derrame
con gracia entre los dientes, que coja el ritmo de los sonetos de
Shakespeare, que Albert Finney me envidie, que no me patee el rostro con
este pedazo de sol que tengo entre mis manos.”
Entonces, disimulando el temor,
alzó.la mirada y se la clavó un momento en los ojos y sonrió un poco,.
aunque desesperadamente, tratando de decírselo, pero, ella no —le
sonrió en cambio, a pesar de que se adelantó hacia él y con un
movimiento, que le pareció una ráfaga de aire tibio y celeste, pasó
involuntariamente los dedos sobre el cabello de él, apenas rozándolo. El
muchacho descifró el gesto como una caricia, de allí que debió haberse
puesto a llorar. Pero no derramó, ni una sola lágrima, aunque, se le
humedecieron los ojos, aunque aspiró fuerte todo lo que tenía en las
narices, tragándoselo.
—Dios me asista —murmuró—. He
de saber su nombre. Antes de cogerle el rostro y presionar mis pulgares
contra sus mejillas, he de saber su nombre.
Se limpió los ojos con la punta de la
falda escocesa de la muchacha, y absorto continuó considerando el pie
descalzo, presa de un surtido de emociones.
—El -asunto es simple —dijo
después de un rato—. Es evidente que lo que a usted le falta es un
zapato. Si tuviera dos zapatos no le faltaba nada, porque lo que se estila
es que la gente ande con dos zapatos al mismo tiempo. Ese es mi caso. Mire
mis pies. ¿Cuántos zapatos ando trayendo? Cuéntelos. Uno y dos. Esto es
lo que se estila. Es muy rara la gente como usted que anda con un solo
zapato.
“Algo anda mal —pensó enseguida—.
Estoy antipático. Ahora se va a sacar el zapato que tiene puesto y me va
a golpear en la cabeza. Y ahora el tren —se está deteniendo en esta
estación, maldita suerte. —Voy a cruzar los dedos. Ya está. Pilato,
Pilato, que —no suba ningún cristiano o me tiraré al Hudson.”
Las puertas del tren se cerraron,
nadie subió y continuaron solos en el vagón.
—¡Oiga, escúcheme bien¡ dijo
ella.
—¡Sí, mi amor! —gritó él en
silencio.
Quiero que me devuelva el zapato —le
ordenó cogiéndole del nudo de la corbata—. ¿No se da cuenta de que es
muy feo andar robando los zapatos a la gente?
—¿Qué quiere que le diga? —protestó—.
Estoy de acuerdo con usted. No es nada de bonito andar robando los zapatos
a la gente. ¿Quiere saber qué pienso de los que roban zapatos? ¡Que son
ladrones! ¿Quiere saber qué más pienso? (Vamos a ser felices, eso es lo
que pienso. Nos bajaremos en el terminal. Para entonces habré investigado
tu cuerpo y tu ascendencia. ¿Sabes lo que vamos a hacer con el dinero de
la pensión? Entraremos a un bazar a comprar un tocadiscos y yo estaré
detrás tuyo besándote el pelo mientras seleccionas tu música,
cualquiera, cualquiera música estará bien, y te haré sentir mi calor
soplándote las orejas cuando estés considerando los ritmos y te rozaré
casualmente los senos y no necesitaré disculparme pues tú ya habrás
abierto por lo menos una vez mi camisa. ¿Quieres saber lo que pienso?
Aplastaré mi nariz contra tu ombligo, giraré con ella como un torniquete
sobre todo tu cuerpo, echaré al abismo un siglo de mi tiempo y
olfateándole te bautizaré con los mejores nombres cuando nos duchemos,
en el baño rosado del hotel mañana por la mañana y nos despertemos con
las gargantas cascadas y la boca seca y salgamos semivestidos al balcón a
estudiarnos a la luz del día. ¿Qué quieres que haga con tu zapato
ahora? ¿Sabes lo que haré? Me lo comeré ante tus ojos en señal de
amor.)
—No —dijo la muchacha—. No me
interesa saber qué más piensa. Como usted anda con sus dos zapatos y no
se va a resfriar, se aprovecha para burlarse.
Entonces el joven, humillado en su
hombría porque hacían de su amor cosa de virus y floras microbianas, se
levantó y le dejó caer a su lado en señal de abatimiento, y, tras un
segundo de meditación, acercó su cara a la oreja izquierda de ella, y
alguien podría decir que la besó.
Comprendo —le rezó.
Se agachó y desatando los cordones de
uno de sus zapatos se lo arrancó y se lo ofreció sin una mueca en el
rostro.
La joven cogió el zapato y pasó la
mano sobre su superficie, tan levemente, que el joven logró advertir que
lo estaba acariciando.
—Voy a abrirme el pecho algún día
y te haré que me aprietes el corazón con tus manos —rugió en
español.
La muchacha consideró los sonidos de
la frase —con cautela, sonrió, sin comprender, quedó seria, pasó la
mano por dentro del calzado, sonrió, puso el zapato a la altura de un
ojo, y metió el dedo índice en un inmenso agujero, y luego lo apartó y
miró —al joven a través de la suela rota.
“Ya está —se dijo—. Le pasé el
zapato roto, mi puta suerte. Ahora estará pensando que soy un vago —o
un vendedor ambulante, mi puta suerte.”
Se aproximó aun más a la muchacha, y
tomándola de los hombros comenzó a sacudirla mientras le iba hablando en
su lengua natal, implorando a todos los dioses que ella entendiera.
No me mires así pensando que estoy
loco —le dijo—. Antes de que pienses cualquier cosa de mí, déjame
que te lleve a mi pieza. Que los ángeles permitan que te tenga, un año
conmigo, y después piensa lo que quieras, y destrúyeme y búrlate y
acuéstate con otro en mi cama si te fallo, pero dame la chance de
deslumbrarte déjame mostrarte todo lo que es capaz de ser y de soñar un
animal cualquiera con hambre y sin ambiciones; seré capaz de decírtelo
en tu lengua cuando estés preparada para oírlo. No pienses nada de mí
ahora. Sé pura, sé inteligente; entíbiate sin palabras; haz un esfuerzo
para no diseccionarme y archivarme tan luego; haz que te contengas
mientras este silencio me crece y cobra forma, porque entonces sí seré
indestructible o ya no me importará que me destruyas.
Y entonces, como si un montón de
ángeles benevolentes hubiesen oído la oración, y hubiesen llenado con
su presencia el carro, la muchacha apoyó la cabeza contra el respaldo de
madera del banco, y el joven se echó sobre ella y la besó y la mordió
en los labios, y le acarició por sobre el vestido los senos, y ella posó
sus brazos sobre el cuello de él, y esos brazos húmedos le estaban ahora
cobijando, y si su boca hablara, diría casa, diría amante, diría
desayuno decente a las siete de la mañana, diría una carcajada de cuando
en cuando, y el olor de tu pelo y tu cuerpo, olor de tu cuerpo en cuyas
entrañas finalizaba la ruta donde nacía el ámbito en que su sueño de
muchacho chileno reposaría. quedo después de haberse gastado y
desintegrado entre las tabernas de Nueva York limpiando los restos de
comida sobre las,mesas y los pisos embaldosados, trabajando por unos
centavos con que comprar el derecho de matar cucarachas en la piezucha del
hotel y poseer un lecho para tenderse y clavar los ojos en la pared y
hundir las uñas en el colchón y vomitar la soledad nuestra de cada día
en una palangana celeste sobre el armario, y arrendar un pedazo de madera
donde posar el trasero, doblar las piernas, y contemplarse los pies
inflados, caldeados al rojo de tanto probar los asfaltos de la ciudad más
grande del mundo, amén, como decían en esa obra que había visto en el
Central Park; sin tener a alguien a quien comprarle un disco de Lucho
Gatica, en una de las tiendas sembradas de neones de la calle Cuarenta y
Dos y ofrendárselo en su cumpleaños, y estar siempre así, carente del
vocabulario preciso para profanar el silencio que como una peste se le
inflaba en el cuerpo, sin haber cultivado la potencia de su voz lo
suficiente para protestarle al ángel que ya no se acordara de él, para
reprocharle haberse quedado atrás dilapidando su propia suerte, su única
estrella, entre el mar y las montañas, en un instante de su tiempo en que
la fuerza y la alegría se le habían perdido en los límites de las
palabras, sin que nadie, ni siquiera el ángel se lo anunciara, y ahora
estaba allí, envalentonado por dos cervezas en el cuerpo que ya no
podían llevarlo más adelante, y el tren subterráneo, el tren gusano, el
tren templo, el tren muerte, el tren holocausto, estaba a punto de llegar
al terminal, y él, el muchacho con el zapato en la mano derecha tras de
su espalda, oyó otra vez a la joven pedirle su calzado, y mientras
simulaba leer un cartón comercial, trataba de torcer su español en un
inglés tibio, profundo, que le permitiera entregarle uno de sus zapatos
en señal de nupcias.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar