Hernando Téllez
(Colombia, 1908-1966)

La canción de mamá
Cenizas para el viento y otras historias
(Bogotá: Librería Mundial, 1950, 216 págs.)


       ¿Saben ustedes que soy un criminal?
       No. No es esta la palabra. Soy menos que un criminal: un homicida. Un criminal, un asesino, es diferente. Yo no quería matar a nadie. Pero maté. ¿Para qué negarlo? Por eso soy un hombre desgraciado. ¡Y hace tantos años! ¿Sabían ustedes lo que es un hombre desgraciado? Probablemente hay entre ustedes muchos que no lo saben. Los felicito. Debe ser agradable vivir así. Pero todo esto es muy confuso. Y no encuentro la manera de que resulte más claro. Ustedes perdonen. Pero aquello fue tan absurdo. Tan absurdo y tan sencillo. Y tan fácil. Imagínense ustedes que yo tenía seis años... Pero no, este no es el orden del relato.
       Ustedes nada entenderían. ¿Cómo debo comenzar? ¡Ah!, sí señores, por mi madre. Mamá viajaba conmigo y con él, en el barco. Desde luego, yo fui el responsable de todo. No, de todo no, porque mi madre lo había dicho. ¿Conocen ustedes la canción? Seguro que la conocen. Y ahí estaba la amenaza, al final de la canción. Cuando vino el capitán del barco y me dijo que yo había hecho aquello y que no debía haberlo hecho, yo respondí que mamá tenía la culpa. Mamá estaba desvanecida sobre una silla, muy pálida. Me daba horror el mirarla. Y había mucha gente en torno mío. Yo lloraba, y gritaba que ella lo había dicho. Nadie me entendía, nadie quería creerme. Pero es la verdad, señores. Es la verdad. Si mamá no lo hubiera dicho tantas veces, yo no sería un homicida. Un fratricida. Pero quiero confesarles que al hacerlo no sentí miedo, sino una gran alegría porque eso era lo que mamá había dicho que debía hacerse. Y yo lo hice. No puedo negarlo. No lo he negado jamás. Las palabras de mi madre me dieron el impulso, la fuerza necesaria. No se requería mucha. ¡El era tan pequeñito y tan tierno! Y las madres son algo sagrado y misterioso. Y a los seis años uno se halla tan indefenso. Las madres lo toman a uno en sus brazos, a veces, y a veces lo rechazan. Y uno queda mohíno y amargado. Y las madres dicen, a veces, palabras terribles y a veces palabras dulces. Y amenazan. Y se encolerizan. Y lloran. Y nos besan y nos acarician y nos aman y nos odian. Es como andar por un valle ondulado. Aquí, el declive de la ternura; allá, el declive de la cólera; más acá, el del amor; más lejos, el del odio. ¡Seis miserables años! Un balbuceo de vida. ¿Qué podía yo hacer? Mamá no estaba conmigo en ese instante, Estábamos solos, él y yo, sobre cubierta. El en su cochecito y yo al lado, cerca de la baranda. Recuerdo el día, pleno de sol, sobre el mar. Yo llevaba puesta una gorra de marinero, comprada por mamá en el almacén del barco. Estas cosas no se olvidan, señores. Es inútil que pase el tiempo por encima de ellas. No consigue borrarlas. Otras se pierden, como si fueran a dar realmente al fondo del mar. Pero esto no vale la pena, ¿Qué les importa a ustedes que yo recuerde el color azul de mi gorra y el azul del cielo y el azul del agua? Lo que importa es lo otro. Pero, ¿por qué ocurrió? No sé, no sé. Yo había podido llamar a mamá, llamar a alguien, gritar. Y alguien hubiera venido seguramente. El marinero que pintaba las barras de hierro, estaba del otro lado y tal vez me habría oído. A esa hora, además, siempre paseaba el capitán. Todo esto ha quedado fijo en mi memoria. Durante algún tiempo se esfumó, se iba como perdiendo y borrando. Pero volvió a renacer, intacto: de pronto uno se siente hombre, y una noche en que el sueño no llega, en que la carne y el alma están tristes, retorna súbitamente la hora antigua, la hora que creíamos haber perdido para siempre. Aquello tenía, pues, que renacer. Pero mi madre no ha debido decir esas palabras. Yo no sabía entonces que hay palabras y palabras, que las madres dicen algunas terribles que son pura dulzura vuelta del revés. Yo no lo sabía. Uno no sabe nada hasta cuando está hecho hombre...
       Sí. Me acerqué al cochecito. Él dormía. Un tajo de sombra, proyectado por la capota le defendía la cara de los rayos del sol. “Mamá, ¿debo mecerlo?”. Desde lejos y a punto de cruzar el pasillo, camino de su camarote, me respondió con una seña afirmativa y una sonrisa. Lo miré. Seguía con los ojos cerrados. Moví el cochecito y, suavemente, suavemente, le di un impulso de cuna, el impulso del sueño, el impulso del mar en ese día de verano. Olas que se van y que regresan, que no acaban de irse, que no acaban de volver. Como el sueño. Como el vaivén de las cunas. Perdón, esto no debe interesarle a ustedes. Pero el mar es una cosa fascinadora. Yo estaba sobre su corriente, iba también, como el niño dormido, mecido por ella. Uno, dos; uno, dos; uno, dos. La ola va, la ola viene. La ola va, la ola viene. En el columpio de ese ritmo, el sueño se balanceaba. Los resortes del coche sonaban pautadamente. Como las olas. Como el mar. Mis manos seguían acunando, meciendo. La palpitación del barco repercutía en mis sienes, en mi pecho. Un día perfecto bajo un terrible sol. Recuerdo la alegría de esos instantes y la sensación de pegajosa humedad, bajo mi camiseta de colores. Todos en el barco debían estar durmiendo la siesta. Y mamá, desde luego. Por eso me había dejado de guardia, de guardia marino, vigilando el sueño de mi hermano. “Eres un niño mayor y juicioso”. Sí. Yo era un niño mayor y juicioso, un marinero que montaba guardia en el país de los sueños. Me sentía grande, importante y un poco dueño de todo: del barco, del sol, del mar, de las olas, de mi pequeño hermano, náufrago entre espumas de lino y de encajes. Las manecitas, de uñas casi azules, resaltaban gordezuelas y sonrosadas, en ese pequeño y frágil mar blanco de los linos y de los encajes.
       De pronto, estalló en sollozos. Fue algo súbito, sin transición, sin preparativos. Un llanto total y absoluto, rabioso e irremediable. Era como si en el sueño, lo hubieran herido, lo hubieran crucificado, le hubieran mostrado el rostro de la muerte. Yo, entonces, no pensé en estas cosas, que sólo se le ocurren a las gentes mayores y que a mí han venido a fuerza de recordar todo aquello. ¿Han oído ustedes llorar a un niño? Es algo que conturba y enerva más, mucho más que el llanto razonable de los hombres. Ese llanto parece que no va a concluir jamás. Como el llanto del agua en el hontanar de las rocas, el del niño da una sensación de angustioso remordimiento frente a la vida. El llanto del niño brota como un surtidor de dolor, reclamando no sabemos qué piedad, qué amor, qué voluptuosidad o qué misericordia.
       Y mi madre había dicho aquello, lo había dicho y cantado tantas veces, para mí, y para mi hermano que ni siquiera podía entender sus palabras. Y el llanto seguía inextinguible, desesperado, llenando el aire con su extremada vibración. Yo mecía y mecía el coche, primero con suavidad, después aligerando el ritmo, después con violencia. Y la criatura no cesaba. Era como una catástrofe, como si todo el mar quisiera desbordarse a través de los ojos infantiles. Sobre la cubierta, nadie. Por debajo del estrépito del llanto, o más allá, o por encima de ese estrépito, yo seguía oyendo la palpitación del barco y el resonar de las olas. El sol continuaba esplendiendo en el ámbito y el calor, la sofocación, el sudor y la angustia empezaban a vencerme. “Debo correr a donde mamá. Despertarla. Decirle que él está llorando”. No, Se fastidiará. “Hay que respetar la siesta de mamá, ¿entiendes?”. Sí. “Tú eres un niño mayor y juicioso”. Sí. “Un guardia marino que cuida el sueño de su hermano”. Sí, mamá, sí. Pero él sigue llorando, llora sin remedio. Voy a correr. Voy a despertar a mamá. “Mamá, el niño está llorando”. No. Lo tomaría a mal. “Tú no sirves para nada”. Me quedaré aquí. Como un guardia marino. Voy a arreglar bien mi gorra. De lado, como los verdaderos marineros. Moveré un poco más el coche. Así, así. Uno, dos, tres; uno, dos, tres; uno, dos, tres. Cállate, cállate, nene. No llores, no llores. Nada. Lo alzaré en mis brazos. Eso es, eso es. Se ha caído la pequeña sábana de lino. No importa. Y él no pesa casi nada. No llores, nene, no llores, por favor. Mira, mira el mar. Fíjate qué lindo es. No pesa casi nada este niño. Pero no llores, por Dios. Mamá va a venir pronto, pronto. ¿Quieres ir a la orilla del mar? Aquí, sobre la baranda. Así, así, sin llorar. ¿Otra vez? No, niño, no llores más. Mamá va a despertar. No pesas nada, hermanito. Eres como una pluma. Silencio, hermanito, silencio. ¿Pero por qué lloras? ¿Por qué? Vamos, vamos un poco más allá, hasta la punta del barco. Cuidado con esa silla. Bien. Ya está. Adelante, adelante. ¡Qué montón de lágrimas! Arrurrú mi niño, arrurrú mi... No. No más, no más hermanito. ¿Ves? Ya llegamos. Aquí termina el barco. Aquí comienza el mar. ¿Pero sigues llorando? Eres un niño malo, un niño malo. Voy a castigarte. Sí, te castigaré. ¿En la mejilla? No, hermanito. Me da lástima. Hay algo mejor. Sí. Ya me acuerdo. ¿Cómo es que lo canta mamá? Fíjate, así: “...los niños que lloran, niño, los arrojan al mar”. ¿Me oyes? ¿Me oyes? ¿No quieres callar? Bien. Eres malo. Muy malo. Y mamá lo ha dicho. Te echaré al mar. Te echaré al mar. La baranda es alta, pero aquí, por entre estas barras, pasará el niño malo que se va para el mar. Así, así. Adiós, hermanito, adiós... Cerré los ojos y esperé, esperé en vano para oír el golpe del pequeño cuerpo contra las olas...
       ¿Comprenden ustedes ahora por qué soy un hombre desgraciado?



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