Hernando Téllez
(Colombia,
1908-1966)
Debajo de las estrellas
Cenizas para el viento y otras historias
(Bogotá: Librería Mundial, 1950, 216 págs.)
Se acercó lentamente. Como yo
estaba tirado en el suelo, bajo el camión, ocupado en reparar el daño,
no podía ver sino sus pies, sin medias, metidos entre un par de
zapatillas de baño, y una parte de sus piernas, que la bata de delgada,
casi transparente tela, descubría a cada paso. Solté la llave inglesa
que tenía entre las manos y me puse a mirar, a mirar. Avanzaba
lentamente, cadenciosamente. De la casa al sitio donde yo me encontraba
la distancia sería de ochenta, tal vez cien metros. Ella atravesó el
porche y después de bajar los tres escalones de la entrada se dirigió
hacia la mole camión.
—¿Comenzó
temprano?
—Sí, señora.
—Mi marido no
podrá levantarse. ¿Qué horas son?
Hice un rápido
cálculo, de acuerdo con el sol, que apenas iniciaba su faena esa
mañana.
—Tal vez las
siete.
Las piernas iban
de un lado al otro, en un trayecto de un metro, y la abertura de la bata
me revelaba la carne pálida y hermosa que, con el ritmo del paso,
quedaba de pronto a la vista de la rodilla hacia arriba. Se paró cerca
de mi cabeza. Golpeó el suelo con el tacón de las sucias y envejecidas
zapatillas de baño, e inclinándose un poco (debía estar apoyada en el
chasís) me dijo:
—¿El daño es
muy grave?
Al inclinarse, el
borde de la bata le cubrió casi los pies. Pero sin esperar la
respuesta, volvió a erguirse, pues la bata subió de nuevo unos
centímetros y dejó a la vista otra vez la carne pálida y hermosa.
—No es grave,
señora —dije.
Tornó a
inclinarse. Pero no podía verme. El camión ara demasiado ancho.
Entonces se echó al suelo, arrodillada. Bajó la cabeza y así vi,
mucho antes que su rostro, sus senos que desbordaban por entre la
abertura de la bata.
—¿Qué quiere
usted? —le dije tomando en mis manos la llave inglesa para reanudar mi
faena. Comprendió mi turbación y debió leer en mis ojos cl terrible
deseo que me asaltaba, pues sonriendo con la malicia de quien sabe que
es dueño de la situación, respondió:
—Nada. ¿Por
qué?
Pero no movía
una mano para cerrar el cuello de la bata y los senos seguían
palpitantes, casi completamente desnudos, a mi alcance. Me hubiera
bastado con tirar la llave inglesa y alargar el brazo... Ella continuaba
mirándome con extraños ojos. Era una mujer completa. Una hembra,
como decimos nosotros, los hombres ordinarios, los hombres a quienes el
sistema social arroja debajo de un camión, para engrasar los ejes y
reponer las llantas picadas y vigilar los resortes. Me hubiera bastado
con alargar la mano. Y la alargué. Una tibieza, una suavidad de
terciopelo. Mis manos son grandes y toscas. Están llenas de
callosidades. Entre ellas cabían con plenitud esa suavidad y esa
tibieza. Atraje la cabeza hacia mí y nos besamos. Bajo el camión y
echados sobre la fierra como estábamos, el calor del día que empezaba
se sentía directo como una caricia impalpable.
Se incorporó
nerviosamente. Yo me deslicé al otro lado y me puse de pie. Di la
vuelta para volverla a encontrar. Tenía cierto aire de arrepentimiento,
pero al mismo tiempo de satisfacción. Me miró con sus extraños ojos
sensuales.
—Mi marido
está enfermo —dijo tranquilamente.
Yo seguía
mirándola con terrible deseo, casi sin entender sus palabras.
—Pasó una mala
noche —agregó.
Mis ojos buscaban
la curva de su pecho, de sus caderas, la línea de su cuerpo,
insidiosamente dibujado en la tela levísima de la bata.
—Tendrá que ir
al pueblo en busca del médico. Es el corazón otra vez.
Informaba con una
asombrosa imparcialidad de mujer acostumbrada por años a esos
accidentes. Había no se qué de inhumano en la precisión de su informe
y de sus órdenes. Hablaba con un desinterés de enfermera, con tina
falta absoluta de patetismo.
—Esta vez puede
ser grave —añadió sin afán, con la misma voz de siempre, y me
pareció que, al fijar los ojos en mí, trataba de sonreír. Me dio la
espalda y, lentamente, como había llegado, regresó a la casa.
*
Entre
la cama, el hombre parecía de cera amarillenta. O de marfil envejecido.
Como ese marfil que yo vi alguna vez en las puntas de un libro de misa
que llevaba una señora los domingos a la iglesia de mi pueblo. O de
pergarnino, aun cuando el pergamino no lo he visto jamás. Pero dicen
quienes lo conocen que se necesita que la muerte haga su trabajo para
que los seres y las cosas se parezcan al pergamino. Buen trabajo acababa
de hacer la muerte en ese rostro con una barba de veinte días,
entrecana y no muy tupida; sobre esos hombros, esos brazos y esas manos.
En las uñas descubrí unas manchitas amoratadas, como si la muerte
hubiera golpeado uno a uno, con martillo, los diez dedos de las manos.
—Ciérrele los
ojos —ordenó ella con el tono neutro e imparcial de quien dice “Cierre
esa puerta”. Obedecí. Los párpados no estaban fríos, y el débil
saldo de calor que en ellos encontré me sobresaltó. “Puede estar
vivo”, pensé. Y me incliné sobre la franela que le cubría el pecho,
corno había visto hacer al médico para oir el corazón.
—¿Qué hace
usted? —preguntó ella.
—Por si acaso
—le respondí.
—¿Pero no ve
que está muerto?
Yo pegué la
oreja sobre el lado izquierdo del pecho, y, a través del tejido de
algodón, sentí el pequeño nudo de carne de la tetilla. Suspendí
durante unos segundos mi respiración. Me pareció oir algo distante,
casi imperceptible, algo como el frote de un papel de seda entre los
dedos de un niño. Seguí oyendo. Nada. Era el roce de mi oreja sobre la
franela.
—¿Se
convenció? —dijo la mujer.
—Sí —le
respondí, incorporándome.
—Ahora vaya al
pueblo por el cajón y arregle con el señor cura.
Salí. Prendí el
camión y tomé la ruta del pueblo...
Regresé dos
horas después, con el cajón y cuatro amigos, entre ellos una mujer,
conocida de la patrona. Por la noche, en el velorio, aumentó la
concurrencia: seis mujeres y ocho hombres en total. Doña Paula —así
le decían a una de las mujeres— parecía la más enterada de las
ceremonias con la muerte. Sabía de sábanas, de cirios y de rezos.
Desnudó el cadáver y con la ayuda de dos de nosotros lo envolvió en
la misma sábana nada limpia que cubría el colchón de la cama. Como la
quijada del muerto había quedado entreabierta, en algo que parecía
un principio de carcajada o de grito, ella pidió un pañuelo grande —le
dieron uno de colores— y con impávida destreza lo anudó, pasándolo
por la cabeza, de manera que mi patrón parecía así un cadáver con
reuma. Doña Paula ordenó el traslado al cajón, faena que cumplimos
los hombres, sin que ella tocara nada, indicándonos los movimientos
precisos con la certidumbre de un buen jefe militar en operaciones de
campaña: “Cuidado”, “así no”, “por aquí”, “despacio,
despacio”, “cuidado con la cabeza”, “así, así”, hasta
calando la pesada masa inerte quedó incrustada, sin un solo maltrato,
entre las tablas. Luego dispuso la colocación del ataúd sobre la
mesa de la plancha, hizo prender los cuatro cirios que yo había
comprado en la funeraria y, obligándonos a todos a ponernos de
rodillas, comenzó a rezar: “Padre nuestro que estás en los cielos”,
etc.
La noche seguía
indiferente su milenario curso por entre las estrellas, los corazones y
las cosas. Salí al corredor, pues adentro el calor y la fatiga me
invitaban al sueño. No había mucha claridad a pesar de todo, a pesar
de las estrellas distantes. Era, sin duda, una noche de verano, más o
menos igual a todas las noches de esta tierra eternamente cálida como
una fragua de herrería. La temporada de las lluvias había pasado, pero
algo pesado, húmedo, sofocante, algo semejante al aliento de una boca
humana con fiebre se sentía flotar en la atmósfera.
Descendí los
tres escalones de la entrada y me dirigí a donde estaba el camión. Y a
su sombra, de espaldas a la casa, me tendí sobre la yerba y el polvo,
poseído de un desaliento infinito. Cerré los ojos y me pareció que el
mundo era upa cosa absurda y que lo único que valía la pena era
descansar así, como los muertos. Como mi patrón, que ahora
descansaba para siempre.
*
No
la sentí llegar. Debí dormir unos minutos. Pero ahí estaba ella,
ahora con su traje negro de viuda, las piernas sin medias y las feas
zapatillas de baño.
—Se quedaron
rezando —me dijo.
Y sin más, se
sentó a mi lado, sobre la tierra, protegida, como lo estaba yo, por la
sombra del camión. Yo veía la carne pálida y hermosa de sus piernas y
me sabía de memoria la diminuta, casi invisible vegetación de vello
que, a trechos, cubría esa misma carne.
—¡Qué
cansancio! —dijo, a tiempo que echaba hacia atrás todo su cuerpo. De
inmediato, al extenderse en el suelo, se precisó la curva de los senos,
la línea del vientre, el arco de las caderas. La miré al rostro. Y en
los ojos, en la boca descubrí no sé qué terrible y misteriosa
correspondencia con la llamarada interior que me estaba quemando los
riñones, que me hacía temblar las manos, que me sofocaba el aliento,
que me hacía trepidar el corazón. Y entonces caí sobre ella sin
decirle nada, y sin que ella dijera nada, como una ciega fuerza y con
una urgencia vital en qué me parecía probar un secreto rencor y una
suprema alegría.
Mientras el
placer parecía vengarnos provisionalmente del mundo y nos otorgaba el
olvido de todo, la noche seguía sobre nuestras cabezas, sobre nuestros
cuerpos, con su carga de estrellas y de silencio. Más allá de nos
otros, en la casa, seguía el velorio, con la muerte instalada en su
trono de madera, como un huésped privilegiado.
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