Hernando Téllez
(Colombia, 1908-1966)

Arcilla mortal
Cenizas para el viento y otras historias
(Bogotá: Librería Mundial, 1950, 216 págs.)


“...ese vértigo de la juventud hacia la muerte”.
                  Ana de Noailles



      Hemos vivido juntos 17 años. Nuestro hijo mayor cumplirá dentro de pocos días quince años. Para entonces estaremos solos, él, yo y los dos pequeños. Será una situación extraña y difícil de explicarles, aun cuando el mayor ha entendido algo, ha presentido vagamente los primeros síntomas de la ausencia. “¿Y papá no va a volver?”, me preguntó hoy, mientras yo trataba de vencer la obsesión del mismo recuerdo que empezaba a inquietarlo. “Sí, volverá”, le he dicho, poniendo en estas dos palabras un énfasis excesivo que me figuro debió parecerle extraordinario y, por lo mismo, sospechoso. Tuve que callar en seguida. Una palabra más y habría llorado, habría gritado para que me oyera él, para que me oyera todo el mundo: “No, no volverá nunca, ¡nunca!”. Comprendo que eso me hubiera hecho bien, hubiera aliviado el alma y el cuerpo de la infinita desazón que me posee. No escribo estas líneas para conmoverte —eso sería una nueva humillación— sino para tranquilizarme, para quedar en paz conmigo misma. No espero nada, pues bien sé lo pueril que es rebelarse contra lo irrevocable. Tú me enseñaste a aceptar con absoluta lealtad ciertos hechos de la vida, sobre los cuales carecen de poder la voluntad y el deseo de transformarlos y someterlos a la medida de nuestros propósitos. Ahora me hallo en frente de uno de esos hechos, el más grave, el más dramático de mi existencia, y resultaría inferior a la idea que tienes de mí, a la idea que para ti creaste de una mujer razonable y sensata, si pusiera en estas líneas un poco de la angustia, de la tormenta interior que me estremece. Acepto, pues, con lealtad, el hecho irrevocable de tu partida, de nuestra separación. Aun más: lo comprendo y sería capaz de explicarlo, de justificarlo, de defenderlo con vehemencia, con entusiasmo si fuera preciso, ante gentes extrañas que intentaran calificar indebidamente tu conducta. No te culpo, de ninguna manera. Y a la vida, solamente a la vida que es contradictoria y absurda, buena y mala a la vez, pero sobre la cual es muy poco lo que podemos influir con nuestras mezquinas fuerzas, echo toda la responsabilidad de lo que me acontece. La vida, en verdad, nos unió, hizo que nos amáramos, que fuéramos felices, que pudiéramos obtener unos años de dicha en un mundo en el cual abundan el dolor, la crueldad, la ingratitud.
       Mi aparición en tu existencia fue un suceso sin importancia. Recuerdo tus primeras palabras y la vaga actitud de cortesía con que fueron dichas. En el curso de la conversación me pareció adivinar en ti a un hombre interiormente distante, preocupado por cosas ajenas a las que se estaban discutiendo en esa alegre reunión de amigos. Algo había de prematuramente severo en tu frente. “¿Qué estará pasando en esa cabeza?”, me decía yo con femenina curiosidad. Me había acostumbrado a la espontánea y un poco bárbara franqueza de los demás, a la espléndida alegría de los hombres jóvenes que rodeaban mi vida. La curiosidad me llevó hacia ti revestida de cierta coquetería. Y confieso, sin rubor, la habilidad inconsciente que puse en esa primera escena de nuestro encuentro. Supe entonces cuáles eran tus trabajos, tus deseos, tus ambiciones.
      Confesaste, con infantil orgullo, tu juventud, tu pobreza, tu actitud ante la vida. El amor, dijiste, era un negocio costoso y difícil: querías coronar una carrera profesional y lograr cierta holgura económica y un adecuado lote de tranquilidad. Te mortificaba haber nacido pobre, y continuar siéndolo. Esa parecía una de las preocupaciones centrales de tu vida en aquel momento. Discutí con vehemencia todas esas opiniones, que creía eran el fruto de un escepticismo artificial y chocante. Mientras hablaba y reía, noté que observabas con cuidado y anhelo, con satisfacción, la línea de mi cuerpo, de mis manos, de mi cabeza. Para no interrumpir esa deliciosa inspección, continué hablando, hablando sin cesar, sin dar tregua a mi imaginación, en voz alta, con calor, con júbilo, con recóndita alegría. Había conseguido que te fijaras en mí, concretamente en mí, en lo que yo era como mujer, en lo que yo representaba como física expresión de belleza. Perdóname el tono de vanidad que pueda haber en estas palabras, pero no encuentro otras para traducir esa antigua sensación de plenitud vital que entonces me daban mi piel y mis músculos y el color de mis ojos y el de mis cabellos, el trazo de mis labios, y la suave dureza de mis senos. Bajo la luz de tus ojos inquisidores, me sentía desnuda, y ofrecía a tu mirada mi cuerpo de animal joven, modelado imperfectamente por el traje. Cuando terminé de hablar todavía estabas acariciándome con los ojos, todavía resbalaba sobre mi cuerpo la luz de tus ojos. Comprendí que de ahí en adelante nuestra intimidad sería fácil, porque tendría como fundamento el atractivo sensual que para ti irradiaba de mi propia juventud.
       Muchas veces en esta prolongada agonía de tu amor que han constituido los últimos años de nuestro matrimonio, me has dicho de qué manera avasalladora te invadió el deseo en aquel primer encuentro, en aquella primera conversación entre los dos, y cómo la obsesión de mi belleza, de mi cuerpo, te llevó a buscarme de nuevo, una y otra vez; cómo esa misma obsesión se torno tiránica al paso de los días, hasta derivar en cruel angustia. Yo me dejaba invadir por el oleaje de tu pasión y entraba con píe firme en el mar dulce y tormentoso de tu amor. La vida me regalaba todos los días el laurel de una victoria en la amorosa lucha, porque el deseo y mi belleza te ataban a mi vida.
       Nuestro matrimonio pareció a muchas personas un hecho insólito y absurdo. A pesar de mi juventud física, conservada cuidadosamente, yo resultaba una mujer de más edad que la tuya. Quince años más significaban para el criterio común de los amigos, un exceso de madurez que no armonizaba con tus años, tu incipiente carrera, y tu aspecto de estudiante prematuramente serio. Además, surgía el contraste de tu pobreza y de mi bienestar económico. Y esa fue tu máxima objeción a nuestro enlace. No querías aparecer en calidad de “protegido”, decías, de cazador de fortunas. Al casarte, no recibirías nada, no aceptarías nada. Seguirías llevando una modesta vida de estudiante al lado mío, mientras llegaba la hora de coronar tus estudios y comenzar, en serio, tu labor profesional. Fue convenido ese sencillo plan de existencia y un día —hace diez y siete años— nos casamos. Yo tenía treinta y cuatro años: una mujer en plenitud. Adivinaba el anticipado goce de tus manos y de tus ojos, en las suaves caricias y en las cálidas miradas de aquellas vísperas nupciales. El ímpetu de tus veintidós años iba a descansar por fin, en la tierra prometida y, hasta entonces, aplazada, de mi cuerpo. Iba por fin, a reposar tu angustia, a satisfacerse tu anhelo. La embriaguez de aquellos primeros días, no te apartó, sin embargo, de tus disciplinas. Tu voluntad de éxito, de triunfo personal sobre las contrarias fuerzas de la vida, oponía un límite razonable a todos los excesos, a todas las dulzuras. Trabajabas, investigabas, te desvelabas sobre los libros, con idéntica paciencia a la de tu época de soltería, en el pequeño y modesto hotel a donde apenas una media docena de veces me permitiste ir. Me amabas, me adorabas, me deseabas, pero te torturaba la idea de que pudieras seguir siendo pobre, al lado de una mujer con dinero, de una mujer que recibía renta, que tenía abogado, que podía ensanchar, cuando lo quisiera, las posibilidades y satisfacciones de su propia vida y de la tuya.
       Querías triunfar sin mi ayuda, equilibrar nuestros destinos, como decías, para no sentirte interiormente vejado. Qué minucioso cuidado ponía yo en disimular mi bienestar económico. Hubiera querido arruinarme, empobrecerme, y, en verdad, así lo quise y traté de conseguirlo, autorizando absurdas inversiones en papeles desprestigiados y en ruinosas empresas que, por desdicha para mí, prosperaban al poco tiempo, y solidificaban y ampliaban mi fortuna. Jamás te hablaba de esas cosas, y la más atroz contrariedad surgía para mí, cuando en presencia tuya se elogiaba mi sentido práctico, mi visión de mujer hábil. Suprimí de mi vida todo símbolo exterior de riqueza, de lujo. Mis trajes eran simples, sencillos, casi ordinarios. Guardados quedaron para siempre aquellos en que la tela y la deliciosa gracia de los adornos podría hacer pensar en un alto precio, en un gusto experimentado, en una marca famosa. Desnudé mis manos en donde hasta entonces la luz rompía sus astillas luminosas sobre la superficie de las piedras. Solamente quedó en ellas el anillo de bodas, testimoniando con su apagado resplandor, la verdad y la dicha de nuestra unión. Y mi cuello no conoció nunca más la caricia de los collares. Quería ser, aparecer como tú, pobre, sencilla, modesta.
       No supe nunca si llegaste a entender el significado de todas estas cosas que una mujer enamorada hace con el propósito de que se adviertan, pues jamás me dijiste una palabra y seguiste amándome lo mismo, mezclando a ese amor la recelosa idea de tu inferioridad económica. Esa idea ocasionó las primeras disputas, que, naturalmente se resolvieron en escenas de amor, de prolongadas y sabias caricias. La atracción física que ejercía sobre tus instintos, me daba el triunfo, me ganaba tu entusiasmo y tu afecto. Además, yo empezaba a interesarme en tus temas de meditación y durante tu ausencia, repasaba juiciosamente, como una colegiala, tus libros, tus cuadernos de apuntes. Encontrabas así, sorprendente y casi maravilloso que, de pronto, te solicitara una explicación acerca del significado de una palabra, de una afirmación especial, cuyo sentido no podía discernir claramente. Te entusiasmabas tratando de ofrecerme esa explicación y lo hacías con tanta maestría, con tan preciosa claridad, que yo seguía insistiendo sólo por el placer de oírte. Cuando, años más tarde, fuiste llevado a la cátedra, y tu fama de expositor, de maestro, se difundió por todas partes, me sentí orgullosa de haber presentido calladamente todo eso mientras te exaltabas, llevado por el empuje de tu propia palabra, en aquellas primeras lecciones que tu sabiduría destinaba a mi curiosidad.
       Nuestra vida transcurría así, sosegada y ardiente. Entrabas a la alcoba, ya bien avanzada la noche; habías dejado, encima del escritorio, los libros abiertos y las hojas de papel en desorden. Al día siguiente, en la mañana, yo recogería, con manos diligentes y amorosas, esas huellas tangibles de tu preocupación, de tu laboriosidad, de tu sed de conocimiento, de tu empecinada voluntad de triunfo. Te acostabas lleno de exquisita fatiga y me prodigabas tu amor en palabras y caricias. A veces estabas silencioso y distante, inconscientemente hostil. Me rechazabas con forzada cortesía. Entonces callaba y trataba de dormir, de desaparecer, de hacerme invisible, inencontrable en el naufragio de la oscuridad. Empero tus manos me buscaban en la sombra, seguras de hallarme intacta, dura, suave, fiel y resuelta bajo aquel clima nocturno de tibia seda, que envolvía mi carne. ¡Voluptuosidad y ternura de aquellos primeros años! Con qué palabras exactas y sencillas, garantizabas, ante el despojo, aún invisible para ti, que el paso del tiempo operaba en mi cuerpo, la eternidad de mi gracia, el triunfo de mi belleza sobre la devastadora corriente de los días.
       Pero los días y las semanas y los años iban pasando. Y yo envejecía, yo declinaba, al mismo tiempo que ascendía la estrella de tu destino, y la vida traía para ti en su misterioso seno, el éxito, la fama, tan apetecidos, y con ellos, el dinero, la independencia económica que te obsesionaba. El ámbito de tus amistades y de tus influencias fue ampliándose. Tu vida se llenó de deberes, de compromisos. Nuevos nombres de mujeres y de amigos entraron al haber de la amistad, y, por un tiempo largo, disipamos muchas horas en brillantes menesteres de sociedad. Pero yo estaba envejeciendo. Te empeñabas en negarlo ilusionadamente, para ayudar a convencerme de una mentira imposible, contra la cual se alzaba la tremenda verdad de mi cuerpo, que iba perdiendo uno a uno, los signos visibles que proclamaban, hasta entonces, su belleza. En el círculo de los ojos aparecieron unas sombras y por la vertiente de las mejillas se precipitaron hacia abajo, hacia la comisura de los labios, dos trazos profundos; mi frente se presentaba ahora marcada con la huella del tiempo, más tenaz y persistente que nuestro propósito de olvidarlo y de vencerlo. Mis manos no eran ya las bellas manos de la mujer que habías amado, sino las manos toscas de una compañera eficaz y adicta, para quien la doméstica faena representaba una especie de servicio en el culto al esposo. En los músculos de mi cuerpo empezaba a retardarse el antiguo movimiento de la gracia, el ágil ritmo de otros días, y una lenta y persistente fatiga invadía mi pecho al simple ejercicio del paso.
       En las tardes solitarias, en esas primeras horas de la noche que siempre han traído a mi espíritu una indescifrable congoja, te esperaba con angustia, sintiéndome desfallecer sin saber por qué, pero comprendiendo que algo empezaba a separarnos, a distanciarnos, a crear una atmósfera diferente entre los dos. Para llegar a la cruel certidumbre de que en mi propia decadencia física, en la ruina de mi propia belleza, en la quiebra inexorable de mi juventud se hallaba la clave de tu desvío, de tu amable negligencia que reemplazaba el impetuoso y soberano amor, la antigua pasión fiel y absoluta, me bastó con sorprender una noche la curiosa mirada de tus ojos sobre mi cuerpo desnudo. Ya no había en esa mirada el fulgor pasional de los primeros años de nuestro amor, ni el brillo jubiloso de quien se recrea en el espectáculo de una belleza corporal que sabemos frágil y perecedera, pero que creemos, en esos instantes, eterna e inmutable. La mirada de tus ojos aquella noche, tenía el cansancio cortés de quien ha visto muchas veces un mismo paisaje en el verano y ahora le corresponde observarlo en medio del despojo y la lluvia. Una vaga sombra de conformidad, de tristeza, velaba, entonces, tu mirada. Comprendí que mi juventud se había ido para siempre, que para siempre había muerto y que otras solicitaciones del corazón y de la carne, otros estímulos del mundo, llenaban tus horas, colmaban tu imaginación y tus deseos. Me sentí sola, destronada y vencida.
       Lo ocurrido después fue menos dramático de cuanto pude suponer. Tu lejanía, tu amable indiferencia avanzó con el mismo ritmo tranquilo de todos los actos de tu vida. No podría acusarte de una sola violencia sentimental, ni siquiera de una amarga palabra. Hubiera deseado unas y otras, para romper así esta larga asfixia espiritual de varios años que sigue y se prolonga en medio de tus éxitos mundanos, de tus triunfos profesionales, de tu fama, de tu renombre. Tu ascenso, tu bienestar, tu felicidad, corresponden exactamente a mi caída, a mi dolorosa inquietud, a mi desdicha. En el vasto círculo de la admiración, el afecto y la amistad que te rodea, yo no significo nada, casi he desaparecido, como absorbida y borrada por tus victorias. Dentro de tu mundo, dentro del universo que te es propio y en el cual reinas único y solo, yo me encuentro virtualmente desterrada. Una profunda desarmonía interior, velada apenas por las reglas del contrato social, predomina en nuestras relaciones. Te has alejado de mí, como de una tierra arrasada en la cual un día de la vida fuimos eventualmente dichosos.
       Por eso, cuando llegó el instante definitivo no hubo entre los dos ni palabras, ni actitudes, ni gestos dramáticos. Nada de lo que me confesaste entonces, con varonil sinceridad, podía sorprenderme; y si lloré con desesperación, locamente, al conocer tu voluntad irrevocable de abandonarme y darle a tu vida en ascenso un aspecto de seriedad que juzgabas indispensable con el nuevo matrimonio proyectado; si lloré entonces, te lo confieso, no fue ciertamente por ti, ni por el amor que se extinguía, sino por mí, por mi propio naufragio, por mi propia derrota, por la ruina de mi juventud, por la extinción de mi gracia, por el final de mi belleza... Mi reinado amoroso había incluido para siempre. Entraba de pie firme en la larga noche de la primera vejez, del primer olvido, de la primera soledad. Te he amado con alegría, con placer, con angustia. Te he amado sobre todas las cosas. Te seguiré amando siempre, siempre...



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar