Hernando Téllez
(Colombia, 1908-1966)

Genoveva me espera siempre
Cenizas para el viento y otras historias
(Bogotá: Librería Mundial, 1950, 216 págs.)

“Toujours J´espere quelqu’un”.
            U. M.



      Aparecía a esa hora del lado oscuro de la calle. ¿Esperas a alguien?, le decía yo. Y ella me respondía: yo siempre espero a alguien. Tenía los cabellos químicamente rubios y los ojos verdaderamente glaucos. ¿Cuál es el color auténtico de tu pelo?, le preguntaba yo. Y ella me respondía: negro. Y yo pensaba siempre que eso era una maravilla —ojos glaucos, pelo negro— y que debía dejar desaparecer la pintura de su cabeza para recuperar la verdad. Alguna vez se lo dije. A los clientes les gusta más así, respondió. De esta suerte, la artificial llamarada de oro brotaba invariablemente con las primeras sombras. Parecía una señal luminosa en el mar de la noche que empezaba a acumular el agua de sus tinieblas sobre aquel rincón de la ciudad. El cuerpo tenía la cintura breve y las caderas de curva graciosa. Además, los senos brotaban por debajo de la blusa sin vanos auxilios. Sí. Una maravilla llamada Genoveva, un poco enigmática nada más.
       Pero yo no podía ofrecerle dinero. No tenía. Hubiera querido tenerlo para decirle: ¿vamos?, o ¿te parece que podemos estar un rato juntos?, como yo había oído que le decían otros hombres. Con el dinero en el bolsillo me habría bastado hacerle una seña, sin palabras. Ella entendería. Echaría a andar calle arriba con su paso incitante y yo iría detrás, a distancia, aparentando completa indiferencia, pero con el corazón desbordante de ansiedad. Porque muchas veces fui testigo de la escena: un hombre llegaba a la esquina de enfrente y se quedaba mirándola; ella resistía la mirada y luego sonreía con los ojos, con la comisura de los labios; el hombre movía casi imperceptiblemente la cabeza invitándola a seguir adelante, a señalar el rumbo desconocido; entonces el cuerpo de la cintura breve y de las caderas graciosas empezaba a andar, seguro de que el otro iba en su persecución. Al final de la calle, la mujer esperaba en el ángulo que hacía un edificio de apartamentos y una vieja casa, de una sola planta. Era el sitio del pacto. Si el arreglo resultaba satisfactorio, no quedaba sino resolverse a entrar a la casa. Lo demás yo lo imaginaba fácilmente. Y se me convertía en una tortura. ¿Pero qué podía hacer? ¿Qué puede hacer un jovencito de diez y siete años que gana cinco pesos a la semana por cuidar un depósito de cereales al otro extremo de la ciudad? ¿Qué podía hacer si de esos cinco pesos tenía que entregar cuatro para que de ellos dispusiera mamá? Además, a veces conviene ir a donde el peluquero y, los domingos, al cine. Y guardar, poco a poco, para los zapatos. Una miseria. Una infelicidad. Pero a los muchachos de diez y siete años, tan pobres como yo, no nos pagan más por cuidar un depósito de cereales al otro extremo de la ciudad. Y aun así debemos dar gracias por haber conseguido un trabajo y al fin y al cabo limpio, pues el maíz y el trigo y la cebada no manchan, huelen bien, y es grato cuando el patrón está ausente y los clientes se han ido, acostarse sobre los bultos. Es como acostarse sobre el campo, sobre las cosechas, sobre lo mejor de la tierra.
       Pero cinco pesos no son nada. Ya lo dije: una miseria. Y una mujer como ésta vale más, mucho más. Yo sabía que valía mucho más porque ella me lo dijo: “Ricardo, cuando tengas veinte pesos, iremos a la casa para divertirnos”. ¡Veinte pesos! Todo un mes de trabajo, y sin pensar en mamá, sin ahorrar nada para los zapatos, dejándome crecer el pelo. No. Genoveva no iría jamás conmigo a la casa de la esquina, jamás podría yo cruzar el zaguán oscuro, llegar al misterioso interior donde, por fin, se me entregaría, donde podría verla desnuda y palpar su cintura breve y sus senos erguidos y sus caderas graciosas. La piel se me erizaba y la corriente del deseo parecía que me quemara la sangre. ¡Qué poca cosa era yo en el mundo! Menos que un grano de trigo en la zaranda, menos que un grano de maíz en el bulto.
       Yo salía, pues, de mi trabajo con la obsesión de encontrarla ahí y con la angustia de no hallarla. De lejos, al cruzar la plaza, divisaba el farol eléctrico, ya encendido, de la acera contraria a aquella donde se apostaba en espera de los clientes. Y, luego, en el sitio tradicional, veía la luz de sus cabellos y la vaga silueta del cuerpo. Yo fingía no tener prisa. Demoraba el paso a pesar de que por dentro me estaba martirizando el deseo. Pero, como no tenía dinero, me estaba vedado el derecho de correr hacia ella o simplemente el de avanzar con la seguridad de quien puede hacer una buena propuesta. “Durante semanas y semanas, si es preciso, años enteros, trabajaré para poder decirle alguna vez: 'vea Genoveva, aquí está el dinero'. Y sacándolo del bolsillo le mostraré los billetes. Y ella se irá conmigo para la vieja casa”.

       El patrón llegó completamente ebrio. Entró al depósito dando traspiés. Era un hombre flaco que a mí parecía envejecido antes de tiempo, no sé por qué, tal vez por el contraste entre su destreza muscular —a veces me ayudaba en el transporte de los bultos— y su pelo grisáceo y el abanico de las arrugas en las sienes. Yo le decía don Ricardo. Don Ricardo Bermúdez. Un sabanero de piel enrojecida, de manos ásperas, de modales sórdidos, de duras palabras. “Usted es un imbécil, un cretino”, me decía entre carcajadas, satisfecho de ese rasgo de ingenio en que probaba su poderío, golpeándolo como una moneda contra la piedra de mi humildad. Yo permanecía callado, sintiendo el azote invisible de la ofensa como una invitación a saltarle al cuello. Pero me acordaba de los cinco pesos que los sábados, al caer la tarde, él extraía de un puñado de billetes que llevaba siempre en uno de los bolsillos del pantalón, para entregármelos después de haberse mojado con saliva las yemas de los dedos, al contarlos. Yo resistía. Aceptaba la ofensa. “Usted es un perfecto imbécil”, repetía entre carcajadas. De pronto se quedaba muy serio, mirándome fijamente. “Traiga el cuaderno de registro”, ordenaba. Era un cuaderno sucio y grande, en el cual yo tenía la obligación de anotar el número de bultos que entraban y salían del depósito, en dos columnas paralelas, con la especificación del nombre del cliente. Yo empezaba a temblar. Y a él se le advertía en los redondos ojos oscuros, una luz de placer al descubrir mi fácil angustia. “Por cada error le cobraré un peso”, amenazaba. Un sudor frío me inundaba las axilas y me llegaba a los dedos cuando él iniciaba, en voz alta, la lectura de mis apuntes. “60 bultos de maíz... hacienda de Agua Clara... ¿Cómo, 60?”. “120 bultos de cebada... Hacienda de Torrijos...”. Y estallaba. Estaba imperialmente seguro de su memoria. Y despreciaba, con indignación, el dato escrito por mí en el sucio cuaderno. “Lo dicho: un imbécil. El sábado arreglaremos cuentas”. Y yo esperaba lo mismo que una maldición, el día terrible. Se le olvidaba la amenaza, unas veces. Otras decía que aplazaba el cumplimiento de ella. Pero gozaba, como se goza una voluptuosidad, al extender sobre mi vida la nube flotante de su crueldad.
       Entró dando traspiés. Tenía el rostro más enrojecido que nunca. Me miró con esa mirada lejana, vidriosa, cargada de luces extrañas, que ilumina el rostro de la suprema embriaguez. La mirada en que parece abrirse súbitamente al abismo de la “conciencia, el fondo abisal de la vida. Buscó algo, acaso los cigarrillos, en el saco, en los pantalones. Nada. Tambaleaba. Volvió a hurgar con las manos torpes, y del bolsillo derecho del pantalón extrajo la eterna manotada de billetes. Se quedó mirándolos con aire de idiota, y después los guardó, apretándolos, estrujándolos como quien juega con una pelota de papel. Intentó dar un paso hacia adelante, tambaleó de nuevo y, finalmente, se desplomó. La muralla de bultos, próxima al sitio donde se encontraba, disminuyó la fuerza del golpe, y el patrón quedó con medio cuerpo recostado contra esa muralla y las piernas estiradas sobre el piso. Murmuró unas palabras incomprensibles y comprendí, por una especie de ronquido animal que llenaba el aire del depósito, ya viciado con el olor del alcohol proveniente de esa boca, que una invencible somnolencia se apoderaba del cuerpo allí caído. Esperé inmóvil durante unos segundos. Poco a poco el ronquido se hizo regular. La cabeza se doblegó más, llevada de su propio peso en busca de un punto de apoyo. Quedó pegada contra el pecho. Un sueño que parecía pesar muchas invisibles toneladas de bronce descendía sobre esos párpados, sobre ese rostro, sobre todo ese cuerpo.
       Entonces fue cuando me sobrevino el atroz deseo, mezclado al recuerdo, siempre tácito en mi carne, en mis sentidos, en mi espíritu, de Genoveva: el deseo de robarle al patrón veinte pesos, veinte miserables pesos de ese montón de billetes arrugados que había guardado en el bolsillo del pantalón. Con esos veinte pesos yo sería por una hora, por menos de una hora, el dueño, el poseedor de Genoveva. Yo que contaba en el mundo mucho menos que un grano de trigo en la zaranda, menos que un grano de maíz en el bulto, con esos veinte pesos, sería, por unos instantes, el rey de la vida. Podría llegar a donde Genoveva y decirle: “vamos a la vieja casa”. Podría desnudarla, yo mismo, parsimoniosamente, quitándole del cuerpo, una a una, todas las prendas: primero, los zapatos, en seguida, las medias. Aparecerían su piel sonrosada, sus músculos templados... Mis manos tocarían la cosecha del vello en los rincones más secretos... Esperé un poco más y con el oído atento, inclinado sobre el cuerpo de mi patrón, me puse a oír el ronquido. El hálito de alcohol me daba asco. Le toqué el pecho, primero con suavidad, con más fuerza después. No despertaba. Me dirigí a la puerta del depósito y por un momento estuve allí parado mirando a la calle. Por esos extramuros era muy poca la gente que pasaba. Decidí cerrar la puerta. Y regresé al interior. El cuerpo seguía en la misma posición, respirando sucia y sonoramente. ¡Veinte pesos! ¡Veinte pesos! La imagen de Genoveva desnuda llenaba todo el depósito. Me agaché con extremado sigilo y empecé mi faena de ladrón. Mejor arrodillarme. Así sería más fácil mi trabajo. Pasé cerca de la muralla de maíz y de trigo contra la cual había quedado recostado el torso. Aparté un poco la varilla de acero con la cual se punzaban los bultos para extraer muestras y deslicé mi mano sobre la pierna, deteniéndola a la altura de la boca del bolsillo donde se hallaban los billetes. Me detuve. El hombre seguía durmiendo. Podía, pues, seguir. La mano se deslizó por el bolsillo. Un ronquido profundo paralizó mi acción. ¿Iba a despertarse? No. El ritmo del ronquido se reanudó isócrono, bárbaro, constante. Reinicié mi trabajo. ¡Qué martirio! Los billetes estaban prensados entre la curva del vientre y las piernas. Habría que tirar un poco fuerte para sacar algo. Así lo hice, y en mi mano, aparecieron, por fin, unos billetes. Con ellos al fin, en mi poder, me di cuenta de que no podría, de que no sería capaz de reanudar el latrocinio, pues la profundidad del horror que me poseía, iba a impedírmelo. Así, arrodillado, conté mentalmente la suma extraída: veintidós pesos. ¡Qué descanso! Hice la flexión para incorporarme y, de pronto, un estrépito absurdo despedazó el silencio: uno de mis pies había tropezado con la varilla de acero. El hombre entreabrió los ojos, me vio con los billetes en la mano y debió leer en mi cara todo el proceso. Yo estaba paralizado por el miedo. El se levantó como impulsado por las fuerzas secretas de la avaricia, de la ira, de la crueldad, más poderosas probablemente que la agobiadora fuerza de la embriaguez. Sus redondos ojos oscuros, fijos sobre mí, resplandecían con todo el odio del mundo. “Ratero, ratero inmundo”, me gritó. “¡Voy a castigarte, voy a castigarte!”, bramaba a tiempo que empezaba a zafar la correa que le sujetaba los pantalones. La correa saltó en el aire con un giro de serpiente y yo sentí que algo como una brasa me caía sobre la cabeza y la oreja. Los billetes rodaron por el suelo. Me agaché haciendo un gesto de instintiva defensa para proteger el rostro, a tiempo que un dolor atroz me invadía la espalda donde otro latigazo acababa de estallar. Mis ojos descubrieron entonces la varilla de acero. La tomé febrilmente con ambas manos y volviéndome hacia el cuerpo que tambaleaba un poco, la descargué sobre la cabeza, todavía tocada con un sombrero fieltro de inolvidable color verde. Vi cómo los pantalones empezaban a descender, a descender, enrollados entre las piernas. El cuerpo cayó más sonoro, mucho más que un bulto de maíz sobre el piso de baldosas. La sangre inició en el acto su delator, su irreparable escape. Tiré la varilla y me incliné sobre el cuerpo. El espectáculo de los pantalones caídos y enrollados me obsesionaba en medio del pavor de que era víctima. Mi patrón parecía haber terminado para siempre de respirar, de vivir. Una prodigiosa paz se apoderaba, ahora sí, de ese rostro enantes siniestro. Recogí los billetes esparcidos y, otra vez, me acordé de Genoveva. Mentalmente los conté de nuevo y salí del depósito. Exactamente como un ladrón. Exactamente como un asesino.

       Estaba en el lado oscuro de la calle, como siempre. Y como siempre, sus cabellos químicamente rubios devoraban la sombra. Al acercarme comprobé que sus ojos seguían siendo glaucos. Una maravilla si, como yo se lo había dicho, ella resolvía alguna vez recuperar la negra verdad de su pelo. “A los clientes les gusta más así”. Mentira. Ahora yo era un cliente. Un cliente que acababa de matar a su patrón para conservar el dinero que ella fijaba como precio para que yo pudiera amarla, siquiera una sola vez, durante una hora. Yo era un cliente y, no obstante, a mí me gustaban más los cabellos negros. Sus cabellos negros.
       —¿Esperas a alguien? —le dije por puro automatismo mental.
       —Yo siempre espero a alguien.
       —¿A mí?
       —¿Por qué no? —respondió con imprevista ternura.
       —¿De veras?
       —De veras.
       —Pero no tengo dinero —le dije por primera vez en broma, mientras palpaba entre el bolsillo el pequeño tesoro de los veintidós pesos.
       —No importa. ¡Eres tan buen amigo! Y empiezo a quererte. Hace tiempo que deseas estar conmigo. Y me gustas, Ricardo. Yo pagaré a la dueña de la casa. Vamos Ricardo, vamos... Jamás necesitarás dinero para pagarme...



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