César
Vallejo
(Perú, 1892-Paris, 1938)
César Vallejo
José Carlos Mariátegui
(7 Ensayos de
Interpretación de la Realidad Peruana)
(XIV, El Proceso de la
Literatura)
(Lima, Perú: Empresa
Editora Amauta S.A., 1996)
El primer libro de César Vallejo, Los
Heraldos Negros, es el orto de una nueva poesía en el Perú. No
exagera, por fraterna exaltación, Antenor Orrego, cuando afirma que “a
partir de este sembrador se inicia una nueva época de la libertad, de la
autonomía poética, de la vernácula articulación verbal”[33].
Vallejo es el poeta de una estirpe, de
una raza. En Vallejo se encuentra, por primera vez en nuestra literatura,
sentimiento indígena virginalmente expresado. Melgar —signo larvado,
frustrado— en sus yaravíes es aún un prisionero de la técnica
clásica, un gregario de la retórica española. Vallejo, en cambio, logra
en su poesía un estilo nuevo. El sentimiento indígena tiene en sus
versos una modulación propia. Su canto es íntegramente suyo. Al poeta no
le basta traer un mensaje nuevo. Necesita traer una técnica y un lenguaje
nuevos también. Su arte no tolera el equívoco y artificial dualismo de
la esencia y la forma. “La derogación del viejo andamiaje retórico —remarca
certeramente Orrego— no era un capricho o arbitrariedad del poeta, era
una necesidad vital. Cuando se comienza a comprender la obra de Vallejo,
se comienza a comprender también la necesidad de una técnica renovada y
distinta”[34]. El sentimiento indígena es en Melgar algo que se
vislumbra sólo en el fondo de sus versos; en Vallejo es algo que se ve
aflorar plenamente al verso mismo cambiando su estructura. En Melgar no es
sino el acento; en Vallejo es el verbo. En Melgar, en fin, no es sino
queja erótica; en Vallejo es empresa metafísica. Vallejo es un creador
absoluto. Los Heraldos Negros podía haber sido su obra única. No
por eso Vallejo habría dejado de inaugurar en el proceso de nuestra
literatura una nueva época. En estos versos del pórtico de Los
Heraldos Negros principia acaso la poesía peruana (Peruana, en el
sentido de indígena).
Hay
golpes en la vida, tan fuertes Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma Yo no sé!
Son pocos; pero son ... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre...Pobre ...pobre!Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes ...Yo no sé!
Clasificado
dentro de la literatura mundial, este libro, Los Heraldos Negros,
pertenece parcialmente, por su título verbigracia, al ciclo simbolista.
Pero el simbolismo es de todos los tiempos. El simbolismo, de otro lado,
se presta mejor que ningún otro estilo a la interpretación del espíritu
indígena. El indio, por animista y por bucólico, tiende a expresarse en
símbolos e imágenes antropomórficas o campesinas. Vallejo además no es
sino en parte simbolista. Se encuentra en su poesía —sobre todo de la
primera manera— elementos de simbolismo, tal como se encuentra elementos
de expresionismo, de dadaísmo y de suprarrealismo. El valor sustantivo de
Vallejo es el de creador. Su técnica está en continua elaboración. El
procedimiento, en su arte, corresponde a un estado de ánimo. Cuando
Vallejo en sus comienzos toma en préstamo, por ejemplo, su método a
Herrera y Reissig, lo adapta a su personal lirismo.
Mas lo fundamental, lo característico
en su arte es la nota india. Hay en Vallejo un americanismo genuino y
esencial; no un americanismo descriptivo o localista. Vallejo no recurre
al folclore. La palabra quechua, el giro vernáculo no se injertan
artificiosamente en su lenguaje; son en él producto espontáneo, célula
propia, elemento orgánico. Se podría decir que Vallejo no elige sus
vocablos. Su autoctonismo no es deliberado. Vallejo no se hunde en la
tradición, no se interna en la historia, para extraer de su oscuro
substratum perdidas emociones. Su poesía y su lenguaje emanan de su carne
y su ánima. Su mensaje está en él. El sentimiento indígena obra en su
arte quizá sin que él lo sepa ni lo quiera.
Uno de los rasgos más netos y claros
del indigenismo de Vallejo me parece su frecuente actitud de nostalgia.
Valcárcel, a quien debemos tal vez la más cabal interpretación del alma
autóctona, dice que la tristeza del indio no es sino nostalgia. Y bien,
Vallejo es acendradamente nostálgico. Tiene la ternura de la evocación.
Pero la evocación en Vallejo es siempre subjetiva. No se debe confundir
su nostalgia concebida con tanta pureza lírica con la nostalgia literaria
de los pasadistas. Vallejo es nostalgioso, pero no meramente
retrospectivo. No añora el Imperio como el pasadismo perricholesco añora
el Virreinato. Su nostalgia es una protesta sentimental o una protesta
metafísica. Nostalgia de exilio; nostalgia de ausencia.
Qué
estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí;
ahora que me asfixia Bizancio y que dormita
la sangre como flojo cognac dentro de mí.
(“Idilio Muerto”, Los Heraldos Negros)
Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,
donde nos haces una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: “Pero hijos...”
(“A mi hermano Miguel”, Los Heraldos Negros)
He almorzado solo ahora, y no he tenido
madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,
ni padre que en el facundo ofertorio
de los choclos, pregunte para su tardanza
de imagen, por los broches mayores del sonido.
(XXVIII, Trilce)
Se acabó el extraño, con quien, tarde
la noche, regresabas parla y parla.
Ya no habrá quien me aguarde,
dispuesto mi lugar, bueno lo malo.
Se acabó la calurosa tarde;
tu gran bahía y tu clamor; la charla
con tu madre acabada
que nos brindaba un té lleno de tarde.
(XXXIV, Trilce)
Otras
veces Vallejo presiente o predice la nostalgia que vendrá:
Ausente!
La mañana en que a la playa
del mar de sombra y del callado imperio,
como un pájaro lúgubre me vaya,
será el blanco panteón tu cautiverio.
(“Ausente”, Los Heraldos Negros)
Verano, ya me voy. Y me dan pena
las manitas sumisas de tus tardes.
Llegas devotamente; llegas viejo;
y ya no encontrarás en mi alma a nadie.
(“Verano”, Los Heraldos Negros)
Vallejo
interpreta a la raza en un instante en que todas sus nostalgias, punzadas
por un dolor de tres siglos, se exacerban. Pero —y en esto se identifica
también un rasgo del alma india—, sus recuerdos están llenos de esa
dulzura de maíz tierno que Vallejo gusta melancólicamente cuando nos
habla del “facundo ofertorio de los choclos”.
Vallejo tiene en su poesía el
pesimismo del indio. Su hesitación, su pregunta, su inquietud, se
resuelven escépticamente en un “¡para qué!” En este pesimismo se
encuentra siempre un fondo de piedad humana. No hay en él nada de
satánico ni de morboso. Es el pesimismo de un ánima que sufre y expía
“la pena de los hombres” como dice Pierre Hamp. Carece este pesimismo
de todo origen literario. No traduce una romántica desesperanza de
adolescente turbado por la voz de Leopardi o de Schopenhauer. Resume la
experiencia filosófica, condensa la actitud espiritual de una raza, de un
pueblo. No se le busque parentesco ni afinidad con el nihilismo o el
escepticismo intelectualista de Occidente. El pesimismo de Vallejo, como
el pesimismo del indio, no es un concepto sino un sentimiento. Tiene una
vaga trama de fatalismo oriental que lo aproxima, más bien, al pesimismo
cristiano y místico de los eslavos. Pero no se confunde nunca con esa
neurastenia angustiada que conduce al suicidio a los lunáticos personajes
de Andreiev y Arzibachev. Se podría decir que así como no es un
concepto, tampoco es una neurosis.
Este pesimismo se presenta lleno de
ternura y caridad. Y es que no lo engendra un egocentrismo, un narcisismo,
desencantados y exasperados, como en casi todos los casos del ciclo
romántico. Vallejo siente todo el dolor humano. Su pena no es personal.
Su alma “está triste hasta la muerte” de la tristeza de todos los
hombres. Y de la tristeza de Dios. Porque para el poeta no sólo existe la
pena de los hombres. En estos versos nos habla de la pena de Dios:
Siento
a Dios que camina tan en mí,
con la tarde y con el mar.
Con él nos vamos juntos. Anochece.
Con él anochecemos, Orfandad...
Pero yo siento a Dios. Y hasta parece
que él me dicta no sé qué buen color.
Como un hospitalario, es bueno y triste;
mustia un dulce desdén de enamorado:
debe dolerle mucho el corazón.
Oh, Dios mío, recién a ti me llego,
hoy que amo tanto en esta tarde; hoy
que en la falsa balanza de unos senos,
mido y lloro una frágil Creación.
Y tú, cuál llorarás tú, enamorado
de tanto enorme seno girador
Yo te consagro Dios, porque amas tanto;
porque jamás sonríes; porque siempre
debe dolerte mucho el corazón.
Otros
versos de Vallejo niegan esta intuición de la divinidad. En “Los Dados
Eternos” el poeta se dirige a Dios con amargura rencorosa. “Tú que
estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creación”. Pero el
verdadero sentimiento del poeta, hecho siempre de piedad y de amor, no es
éste. Cuando su lirismo, exento de toda coerción racionalista, fluye
libre y generosamente, se expresa en versos como éstos, los primeros que
hace diez años me revelaron el genio de Vallejo:
El
suertero que grita “La de a mil”,
contiene no sé qué fondo de Dios.
Pasan todos los labios. El hastío
despunta en una arruga su yanó.
Pasa el suertero que atesora, acaso
nominal, como Dios,
entre panes tantálicos, humana
impotencia de amor.
Yo le miro al andrajo. Y él pudiera
darnos el corazón;
pero la suerte aquella que en sus manos
aporta, pregonando en alta voz,
como un pájaro cruel, irá a parar
adonde no lo sabe ni lo quiere
este bohemio Dios.
Y digo en este viernes tibio que anda
a cuestas bajo el sol:
¡por qué se habrá vestido de suertero
la voluntad de Dios!
“El
poeta —escribe Orrego— habla individualmente, particulariza el
lenguaje, pero piensa, siente y ama universalmente”. Este gran lírico,
este gran subjetivo, se comporta como un intérprete del universo, de la
humanidad. Nada recuerda en su poesía la queja egolátrica y narcisista
del romanticismo. El romanticismo del siglo XIX fue esencialmente
individualista; el romanticismo del novecientos es, en cambio, espontánea
y lógicamente socialista, unanimista. Vallejo, desde este punto de vista,
no sólo pertenece a su raza, pertenece también a su siglo, a su evo[35].
Es tanta su piedad humana que a veces
se siente responsable de una parte del dolor de los hombres. Y entonces se
acusa a si mismo. Lo asalta el temor, la congoja de estar también él,
robando a los demás:
Todos
mis huesos son ajenos;
yo tal vez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara este café!
Yo soy un mal ladrón... A dónde iré!
Y en esta hora fría, en que la tierra
trasciende a polvo humano y es tan triste,
quisiera yo tocar todas las puertas,
y suplicar a no sé quién, perdón,
y hacerle pedacitos de pan fresco
aquí, en el horno de mi corazón ...!
La poesía de Los Heraldos Negros es así siempre. El alma de
Vallejo se da entera al sufrimiento de los pobres.
Arriero,
vas fabulosamente vidriado de sudor.
La Hacienda Menocucho
cobra mil sinsabores diarios por la vida.
Este
arte señala el nacimiento de una nueva sensibilidad. Es un arte nuevo, un
arte rebelde, que rompe con la tradición cortesana de una literatura de
bufones y lacayos. Este lenguaje es el de un poeta y un hombre. El gran
poeta de Los Heraldos Negros y de Trilce -ese gran poeta que
ha pasado ignorado y desconocido por las calles de Lima tan propicias y
rendidas a los laureles de los juglares de feria- se presenta, en su arte,
como un precursor del nuevo espíritu, de la nueva conciencia.
Vallejo, en su poesía, es siempre un
alma ávida de infinito, sedienta de verdad. La creación en él es, al
mismo tiempo, inefablemente dolorosa y exultante. Este artista no aspira
sino a expresarse pura e inocentemente. Se despoja, por eso, de todo
ornamento retórico, se desviste de toda vanidad literaria. Llega a la
más austera, a la más humilde, a la más orgullosa sencillez en la
forma. Es un místico de la pobreza que se descalza para que sus pies
conozcan desnudos la dureza y la crueldad de su camino. He aquí lo que
escribe a Antenor Orrego después de haber publicado Trilce: “El
libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la
responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento
gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación sacratísima,
de hombre y de artista: ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no
lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa
fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y ésta es
mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y
verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no
traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué
bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo
se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!” Este es
inconfundiblemente el acento de un verdadero creador, de un auténtico
artista. La confesión de su sufrimiento es la mejor prueba de su
grandeza.
Notas
[33]Antenor
Orrego, Panoramas, ensayo sobre César Vallejo.
[34] Orrego, ob. citada.
[35] Jorge Basadre juzga que en Trilce, Vallejo emplea una nueva
técnica, pero que sus motivos continúan siendo románticos. Pero la más
alquitarada “nueva poesía”, en la medida en que extrema su
subjetivismo, también es romántica, como observo a propósito de
Hidalgo. En Vallejo, hay ciertamente mucho de viejo romanticismo y
decadentismo hasta Trilce, pero el mérito de su poesía se valora
por los grados en que supera y trasciende esos residuos. Además,
convendría entenderse previamente sobre el término romanticismo.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar