César Vallejo
(Perú, 1892-Paris, 1938)


Prólogo
(Obra Poética Completa de César Vallejo)

Roberto Fernández Retamar


      1922 es, en lo político, el año de la marcha sobre Roma de Mussolini y las «camisas negras». Literariamente, la fecha es más feliz, y no menos sintomática: ese año apare­cieron el Ulises, de James Joyce, y La tierra baldía, de T. S, Eliot: dentro de la lengua inglesa, el primero iba a decidir el rumbo de la prosa; y el segundo, el de la poesía. En Francia ya se hacían notar los poetas que dos años más tarde serían conocidos como surrealistas, y cambiarían el rostro de la poesía. No en un centro mayor de la cultura europea, sino en una ciudad peruana, y en humildísima edición hecha por manos de presos, también ese año, aunque es cosa que suele recordarse bastante menos, apareció Trilce, de César Vallejo. La importancia de este libro para la poesía no es de lengua española no es menor que la que tiene, para la inglesa, el de Eliot; para la francesa, el movimiento surrea­lista. Y quizá lo primero que llame la atención en él sea eso: la sorprendente isocronía de esta obra en relación con la cultura metropolitana. Cosa extraña en verdad (sobre la que hemos de volver) para nuestras literaturas miméticas, espejeantes y boquiabiertas.
      César Vallejo nació en 1892, en Santiago de Chuco, Perú, habiendo sido el más pequeño de una familia de once hijos. Era mestizo («el cholo Vallejo» lo llamaban sus amigos), y su mestizaje fue pasmosamente simétrico: sus dos abuelos eran sacerdotes españoles; y sus dos abuelas, indias. En 1913 se trasladó a Trujillo a estudiar filosofía y letras, carrera de la que se graduarla con una tesis sobre la poesía romántica española, y estudió además varios cursos de derecho. Trabajó un tiempo, mientras estudiaba, como maestro, habiendo tenido entre sus alumnos a Ciro Alegría. Vivía una bohemia desordenada. En 1918, fue a Lima y publicó allí su primer libro: Los Heraldos negros. A finales de 1920, de regreso de Santiago de Chuco, fue encarcelado, junto con un hermano suyo, absurdamente procesados, dirá luego él mismo, «por incendio, asalto, homicidio frustrado, robo y asonada...» Aquella experiencia, aunque sólo de unos meses, lo marcó para toda la vida. Salido de la cárcel en 1921, publicó en 1922 su segunda obra, Trilce, en los talleres de la propia cárcel, en la cual había escrito muchos de los poemas del libro. Al año siguiente partió para Europa, y no regresaría a su país. Vivió casi siempre en medio de gran miseria, con su fiel compañera Georgette, sobre todo en París: allí publicó con Juan Larrea, en 1926, dos números de la revista Favorables París Poemas y co­laboró en publicaciones peruanas. Conoció otros países europeos, especialmente España, donde José Bergamín le editó Trilce con un penetrante prólogo, y la Unión Soviética, que visitó en varias ocasiones. Sus viajes a este país acabaron de decidir su vida. Adhirió al Partido Comunista y publicó su libro Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin. Participó activamente en favor de la Repú­blica, cuando la guerra española, y, consumido, falleció el 15 de abril de 1938, en París. Aragon despidió su duelo, en el cementerio de Montrouge. Después de su muerte, fue editado en 1939 Poemas humanos.
      Además de los libros mentados, escribió las prosas Escalas melografiadas (1923), paralelas a Trilce, y Fabla salvaje (1923), la novela de denuncia social Tungsteno (1931), obras de teatro perdidas casi en su totalidad, y lúcidos artículos, algunos de los cuales se recogieron hace poco en libro.
      No es difícil, en cierto sentido, situar su primer libro, Los Heraldos negros, dentro de la poesía hispanoamericana de su tiempo. De hecho, con este libro Vallejo arregla sus cuentas con esa poesía: la asimila, la exagera, la destruye, la lleva a la otra orilla. Arrancando de la zona más formal­mente audaz del modernismo —cierto Darío, Lugones, Herrera y Reissig—, llega a aventuras similares a las de López Velarde, y sigue adelante, hacia una poesía que, en ese tiempo, era difícil de emparentar. Si muchos de sus versos de entonces tenían sus pariguales en el continente, en cambio la desaforada ternura, la desolación (recordemos que así iban a llamarse los primeros libros de la Mistral), incluso el sentimentalismo impúdico de algunos de sus poemas aparecían ya como raros, y es posible que no los hubiéramos entendido del todo de no ser por la luz que sobre ellos echó el segundo libro de Vallejo. Así, por ejem­plo, la extraordinaria elegía «A mi hermano Miguel», con la que la poesía del luto familiar cuenta, en nuestra lengua, con un extraño y acaso insuperado llanto fraternal. En este libro, la temática del cristianismo y la búsqueda imaginística del último modernismo, se retuercen, autocaricaturizándose más de una vez, y acaban por arder. Tenemos la impresión de que una poesía (cuando no un mundo todo) ha concluido.
      Pero otra poesía no nacería hasta su siguiente libro, que, en buena parte, se escribió en la cárcel. En un poema de muchos años después, confesará: «El momento más grave de mi vida fue mi prisión en una cárcel del Perú». Vivió allí una experiencia dostoyevskiana. Sintió en la entraña la grandeza de los humildes, y la imbecilidad de las divisiones humanas. Conoció no sólo la injusticia, y el violento rechazo que ella merece, sino también la compasión. En lo adelante, para el un penado sería «un bueno, como son todos los delincuentes del mundo». A la idea del «bienpensante» de que los delincuentes son otros, opuso la certidumbre de que todos lo somos, de que todos vivimos al margen de no se sabe qué ley, y a todos, por eso mismo, nos une «nuestro haber nacido así sin causa». Pero si la cárcel le exacerbó esta certidumbre, ya había expresado él una y otra vez, en su primer libro, un sentimiento de culpabilidad extraña: «Perdóname, Señor: qué poco he muerto!», «Todos mis huesos son ajenos;/ yo tal vez los robé!», «Dios mío, estoy llorando el ser que vivo;/ me pesa haber tomádote tu pan», «Yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo». Sólo que a este vago sentimiento, que se deshace en quejumbre abstracta, sucede una impresión física, una localización concreta, en tiempo y espacio, que lo lleva a una poesía en verdad inusitada. No es lo menos sorprendente el que esto se obtenga con los materiales de la «vanguardia», ya que Trilce, cuyo propio nombre es inventado (fusión de triste y dulce, según algunos), es, sin la menor duda, el libro mayor de la vanguardia poética en nuestro idioma, lo que está lejos de negar la influencia mallarmeana que le atribuye, al parecer con razón, Xavier Abril. Es disparatado señalarle, como hace un compilador de las poesías de Vallejo, César Miró, influencia surrealista, porque el libro es previo al surrealismo: pero es cierto que hay entre Trilce y el surrealismo puntos comunes; y es cierto también que Vallejo conocía ya, al escribir su libro, por lo menos las obras del ultraísmo, el ismo por excelen­cia en lengua española, cuyos centros fueron Madrid, desde 1919, y Buenos Aires, desde 1921. Sin duda sabía también del precursor, el creacionista Vicente Huidobro. Pero lo sorprendente no es la similitud de sus poemas con los del creacionismo y el ultraísmo, sino precisamente las diferencias, lo que Vallejo obtiene, más allá de las inutilidades retóricas con que se entretenían por entonces los nuevos poetas del idioma. Digamos de entrada que Vallejo no leyó y asimiló escolarmente las novedades de la vanguardia, sino las vivió; o, dicho de otro modo: requi­rió y encontró las violencias de la vanguardia, como el medio de comunicar su experiencia.
      La vanguardia ha sido (como vio ya en 1926 Maríátegui, el otro gran peruano del siglo), una mezcla de revolución y decadencia, sin que haya sido trazada la línea divisoria entre ambas. Es las dos cosas, a veces en un mismo autor —a veces en una misma obra—. De la vanguardia salen Marinetti hacia el fascismo, y Mayacovski, Tzara, Éluard y Aragon hacia el comunismo. Esto último es lo más frecuente. Pero no sería justo negarle cierta coherencia al fundador del futurismo. Hay un re­chazo de la racionalidad en la vanguardia, que pudo ser usufructuado demagógicamente por el fascismo, el cual, después de todo, pretendía, según Bernard Shaw, «robarle el trueno» al comunismo. Es decir, pretendía hacerse pasar por un movimiento revolucionario. Sin embargo, el rechazo de la vanguardia no es tanto a la razón, según pudiera parecer a primera vista, como a la razón burguesa, a lo que la burguesía, ya decadente, tiene por razón. De ahí, por ejemplo, que el surrealismo, aparentemente no más que una exaltación de lo irracional, ofrezca un ensancha­miento de la racionalidad, tal como lo hacía posible su involuntario mentor, Freud. ¿Qué hay de extraño en que Vallejo, hombre de un país subdesarrollado, semicolonial, al ser situado en una coyuntura personal particularmente injusta y absurda, sienta estallar esa razón, y exprese ese estallido en un libro donde con frecuencia el pensamiento y su vehículo, la palabra, se hacen, añicos? Las razones de la vanguardia se acumulan para dar este libro rebelde, este alarido irracional. La vanguardia nace, en Europa, de la crisis del mundo burgués, de una situación histórica, y por lo tanto vital, irrespirable. En nuestras pobrecitas tierras imitadoras, se calcan las fórmulas de la vanguardia (por ejemplo, el verso roto y la imagen rara). Pero en Vallejo, la poesía no surge del calco, sino de una situación vital, y por lo tanto histórica, irrespirable. El libro le nace de una intuición relampagueante. El resto de su vida, irá haciendo conciente esa intuición. Irá desarrollando el con­tenido histórico de aquella situación personal. Irá pisando de la rebeldía a la revolución.
      Entre lo más impresionante de Trilce está su conquista, realizada por vez primera en nuestro idioma, de la mirada del niño (similar a la lograda por Rilke es lengua alema­na, y por Paul Klee en pintura), lo que supone, de nuevo, un rechazo de la escueta y satisfecha racionalidad burgue­sa; como puede decirse también del gusto por el arte «primitivo». Vallejo, en la cárcel, habla no del niño que fue, sitio desde él, y encuentra un balbuceo, una pureza, una ingenuidad, comparables a los desgarradores garabatos de Klee: «Las personas mayores /¿a qué hora volverán?», «Tahona estuosa...», «He almorzado solo ahora ...», «Mentira, si lo hacía de engaño», «Y nos levantaremos...». Incluso ha podido hablarse de una «fonética infantil» y una «onomatopeya pueril» en estos poemas. Todo ello con­tribuye a dar una impresión de dificultad, de trabazón en ellos. «Busco decir muchísimo y me atollo», dirá años después. Ya aquí, y de manera evidente, la poesía da aletazos contra el idioma: su cuerpo tanto como su prisión. El poeta dispone libremente de su ortografía y de su puntuación, pero no aspira a jugar con ellas. Hay, detrás de esto, un rostro angustiado. También la escritura del tiempo es alterada: «El traje que vestí mañana...», «Paso la tarde en la mañana triste». Las categorías tradicionales se han roto. Lo curioso es que esto no lleve a Vallejo, como a otros poetas coetáneos, a una lírica ucrónica y utópica: por el contrario, su poesía se afirma en la anécdota, en lo concreto: «aquellos mis bizcochos». Tal parece como que buscase una nueva manera de entrar en contacto, a me­nudo un contacto brutal, con las cosas.
      Con referencia a muchos poetas, Vallejo entre ellos, ha querido sostenerse que eran juncos sintientes, a los que el viento les arrancaba rumores de los que ellos mismos no tenían plena conciencia. Lo verdad suele ser lo opuesto, y no sólo en Martí, Machado, Unamuno, Neruda; no sólo en Poe, Mallarmé, Eliot, Breton. Admira, por ejemplo, la lucidez con que Vallejo entendió su misión de poeta, y lo que sobre esto, una y otra vez, escribió. En este sentido, es imprescindible conocer al menos una parte de sus trabajos teóricos, que acaso constituyan el más importante aporte realizado en la América Latina para entender, desde su mismo centro, las virtudes y las limitaciones de le poesía de vanguardia. Frente a la «deshumanización del arte», que detectó y propagó Ortega y Gasset, y frente a la superficialidad mecánica de los vanguardistas de calcomanía, escribía Vallejo en 1926:

       Poesía nueva ha dado en llamarse a los versos cuyo léxico está formado de las palabras «cinema, motor, caballos de fuerza, avión, radio, jazzband, telegrafía sin hilos», y, en general, de todas las voces de las ciencias e industrias contemporáneas, no im­porta que el léxico corresponda a no a una sensibili­dad auténticamente nueva. Lo importante son las palabras.
      Pero no hay que olvidarse que esto no es poesía nueva ni antigua, ni nada. Los materiales artísticos que ofrece la vida moderna, han de ser asimilados por el espíritu y convertidos en sensibilidad. El telé­grafo sin hilos, por ejemplo, está destinado, más que a hacernos decir «Telégrafo sin hilos», a despertar nuevos temples nerviosos, profundas perspicacias sentimentales, ampliando videncias y comprensiones y densificando el amor: la inquietud entonces crece y se exaspera y el soplo de la vida se aviva...
      La poesía nueva a base de palabras o de metáforas nuevas, se distingue por su pedantería y novedad, y, en consecuencia, por su complicación y barroquismo. La poesía nueva a base de sensibilidad nueva es, al contrario, simple y humana, y a primera vista se lo tomaría por antigua o no atrae la atención sobre si es o no moderna.

      Al año siguiente, la emprende con gran violencia con­tra su propia generación, obstinada (estamos todavía, no lo olvidemos, en 1927) en reiterar la fácil retórica del vanguardismo:

       La actual generación de América no anda menos extraviada que las anteriores. La actual generación de América es tan retórica y falta de honestidad espiritual, como las anteriores generaciones de las que ella reniega. Levanto mi voz y acuso a mi generación de impotente para crear o realizar un espíritu propio, hecho de verdad, de vida, en fin, de sana y auténtica inspiración humana. Presiento desde hoy un balance desastroso de mi generación, de aquí a unos quince o veinte años. Estoy seguro de que estos muchachos de ahora no hacen sino cambiar de rótulos y nombres a las mentiras y convenciones de los hombres que nos precedieron... Así como en el romanticis­mo, América presta y adopta actualmente la camisa europea del llamado «espíritu nuevo», movida de incurable descastamiento histórico. Hoy, como ayer, los escritores de América practican una literatura prestada, que les va trágicamente mal.

      Y después de mencionar (y refutar) los caracteres de esa poesía (nueva ortografía, nueva caligrafía, asuntos mecánicos, imaginería, etc.), concluye:

       Al escribir estas líneas, invoco otra actitud. Hay un timbre humano, un latido vital y sincero, al cual debe propender el artista, a través de no importa qué disciplinas, teorías o procesos creadores. Dese esa emoción, seca, natural, pura, es decir, prepotente y eterna, y no importan los menesteres de estilo, manera, procedimiento, etc. La autoctonía no consiste en decir que se es autóctono, sino en serlo efectivamente, aun cuando no se diga.

      No hay introducción mejor a los poemas de Vallejo, y en especial a los que se publicarían a raíz de su muerte con el nombre Poemas humanos. Hasta ahora, se había entendido que ese título cobijaba dos libros distintos: los Poemas humanos en sí, y España, aparta de mí este cáliz: aunque entre ellos hay un violento aire común, se tendió a con­siderarlos dos colecciones: la última, una obra unitaria en torno a la tragedia de la guerra española; la primera, una suma de poemas varios, de verdad humanos, en que vida y muerte alcanzan a ser expresados en su máxima intensidad. Este criterio habrá que revisarlo a partir de la aparición, el pasado año, de una edición de la Obra poética completa de César Vallejo, realizada con la colaboración de la viuda del poeta, Georgette de Vallejo (Lima, Moncloa Editores, S. A.) —a cuyo texto nos atenemos en esta nueva edición cubana de la obra poética completo de Vallejo—. Según Georgette, la edición de 1939 de los Poemas humanos (título que sí se debe a Vallejo) incluía tres libros: Poemas en prosa (1923/4-1929), Poemas hu­manos (octubre de 1931 a 21 de noviembre de 1937) y España, aparta de mí este cáliz (septiembre-noviembre de 1937). De todas formas, seguiremos aludiendo, en estas pocas líneas prologales, a los dos primeros libros como la unidad factual con que se presentaron al mundo, y como fueron leídos durante cerca de treinta años. Destacaremos, eso sí, las diferencias en la disposición de los poemas, y sobre todo incorporaremos las oportunas rectificaciones de la notable edición peruana.
      Se han destacado (ya desde Trilce e incluso desde Los heraldos negros) sus prosaísmos, sus coloquialismos (con frecuencia peruanismos), y el tono conversacional, como notas evidentes de esta poesía. Ello es cierto. Pero lo más sobrecogedor, lo que dio sentido a todos los aspectos parciales, es la inmediatez de esta poesía, su extraña y necesaria verdad, al margen de todas las convenciones literarias y conceptuales que acechan a este poeta, a este hombre. Esta es una poesía de las ganas, del miedo y de la espe­ranza, de haber tocado vida y muerte como las terribles realidades corpóreas que son —y, decididamente, de la arrasadora compasión, de compadecer, como le hubiera gustado decir a Unamuno, con quien la poética trágica, agónica de Vallejo tiene no pocos puntos de encuentro.
      Si la familia de Vallejo puede señalarse en la literatura —por ejemplo, dentro del idioma, Martí, Unamuno, Machado, la Mistral— esta poesía de lo tierno y lo grotesco, que tuerce un sombrero entre las manos y sale agarrándose los pantalones, que hace reír y llorar, y reparte palmadas en las espaldas porque al cabo a todos nos ha pasado esto de estar vivos; esta poesía nos recuerda mucho (y más que a otro poeta) a un artista a quien Vallejo admiró sin reservas: Chaplin. Quizá se diga algún día que sólo en los versos de César Vallejo, sobre todo en sus Poemas humanos, el arte moderno encontró un parigual de la con­movedora saga del hombrecito del bastón, el sombrero hongo y los zapatones; de la historia del desconocido lleno de humanidad que hizo reír y llorar a grandes y chicos. Con esto ve dicho; desde luego, que ésta no es, ni puede ser, una poesía de imágenes o de hallazgos verbales —ni siquiera de antihallazgos, como los de sus prosaísmos—, sino de situaciones. En los poemas de Vallejo pasan cosas: es la suya una poesía llena de temporalidad, para emplear un término grato a Machado; y es una poesía dramática, en todos los sentidos: incluso en el de que en ella tiene lugar un drama. Sabemos cuál es su protagonista, porque nos es nombrado varias veces: César Vallejo. Este es al poeta homónimo lo que Charlot es a Chaplin: su personaje y su verdad, su máscara y su rostro más real. A ese prota­gonista le pasan cosas, y esas cosas, digámoslo aunque parezca melodramático, o quizá precisamente por ello, esas cosas se llaman la vida.
      Es ejemplar por muchísimas razones —y yo diría que particularmente para nosotros, aquí y ahora, en Cuba—la dignidad con que Vallejo, a partir de esta visión poética, de esta visión vital, acomete la obra lírica de franca mi­litancia política, en su España, aparta de mí este cáliz. Aunque la guerra de España tuvo el doloroso privilegio de haber sido cantada por los mayores poetas que tenía entonces el idioma, e incluso por no pocos grandes poetas extranjeros, no hay duda de que esta obra de Vallejo, como Guernica en el orden de la pintura, es su gran texto poético. Ya en los Poemas humanos, se nos dice que «urge tomar la izquierda con el hambre». Pero aquí Vallejo acepta un asunto enteramente político como centro de su gran libro. La transición, por así decir, es clarísima desde Trilce: vivir, pase, puesto que ya no hay nada que hacerle, aunque se trate de «haber nacido para vivir de nuestra muerte»; pero que encima de eso unos hombres le hagan imposible la humanidad a otros, los animalicen, eso si que no: contra eso ve, conmovido, cómo se levanta el prole­tario que muere de universo, el «obrero redentor, salvador nuestro», el voluntario soviético, marchando a la cabeza de su pecho universal. Lo que parece un mero problema personal, es un problema histórico:

       ¡Voluntarios,
por la vida, por los buenos, matad
a la muerte, matad a los malos!
¡Hacedlo por la libertad de todos,
del explotado y del explotador,
por la paz indolora —la sospecho
cuando duermo al pie de mi frente
y más cuando circulo dando voces—
y hacedlo, voy diciendo,
por el analfabeto a quien escribo,
por el genio descalzo y su cordero,
por los camaradas caídos,
sus cenizas abrazadas al cadáver de un camino!

      La pobreza de los Poemas humanos se yergue aquí, y es el aire de los héroes. Así entran en la memoria seres cuyos nombres hubieran pasado al olvido. Pedro Rojas, Ramón Collar, el «hombre de Extremadura», el «héroe de la República». «Los mendigos pelean por España, / y atacan a gemidos los mendigos, / matando con tan sólo ser mendigos». De repente, sobre la muerte abstracta aunque terriblemente real, sobre la muerte del hombre solo, brilla la «imagen española de la muerte», y ante la masa el cadáver, emocionado, «incorporóse lentamente, / abrazó al primer hombre, echóse a andar ...» La compasión se ha vuelto compasión revolucionaria.
      A nadie debe extrañarle que a Vallejo, como a Martí, lo sientan suyo hombres de diversas confesiones. Sabemos (y ello nos enorgullece íntimamente) que Vallejo, como Martí, fue un revolucionario; que Vallejo fue un comu­nista militante: pero ¿quién se atrevería a considerarlo enmurallado en sus creencias, a las que él había llegado «como un hombre que soy y que he sufrido», cuando esas creencias no tienen nada que ver con una muralla? En la medida en que los otros sienten suyo a Vallejo, están sin­tiendo como suyos los grandes padecimientos, los grandes anhelos y las grandes esperanzas de este hombre «en el buen sentido de la palabra, bueno»; de este comunista que murió, también, de universo, y sobre cuya tumba desnuda que todo hispanoamericano real visita conmovido en Montrouge, se oye arder este verso suyo: «su cadáver estaba lleno de mundos».



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