Virgilio
Díaz Grullón
(República Dominicana,
1924-2001)
Matar un ratón
El niño recogió una pesada piedra
de las que abundaban en el pequeño patio trasero de la casa, calculó
cuidadosamente la puntería y la arrojó con fuerza contra el ratón que
parecía observarlo atentamente a pocos pasos de distancia.
La piedra,
describiendo una corta parábola en el aire, cayó pesadamente sobre el
espinazo del animal produciendo un ruido sordo. El ratón se arrastró un
poco hacia el fondo del patio, se detuvo luego y haciendo una grotesca
voltereta quedó por fin inmóvil con el vientre al sol.
Dando media vuelta,
el niño corrió velozmente hacia la casa. Abrió de un empujón la puerta
y cruzó como una ráfaga de viento fresco la habitación semioscura donde
la anciana dormitaba. Ésta despertó sobresaltada y al comprobar la causa
que la había sustraído de su sueño, cambió ligeramente de posición y
cerró de nuevo los ojos.
– ;Qué muchacho
éste! –, murmuró... Ahora le sería difícil conciliar otra vez el
sueño. Y el médico le había advertido que necesitaba dormir mucho y no
preocuparse demasiado. Se lo había dicho en aquella forma especial que
tenía de hablarle : con suavidad, pero con firmeza... Le gustaba mucho
aquel doctor.
Le complacía verle
sentado a su lado, con el maletín lleno de instrumentos extraños abierto
junto a él, y oírle hablar mientras manipulaba la jeringuilla, el
termómetro o el aparato aquél de medir la presión arterial... Era sin
duda una persona que inspiraba confianza ; y ella se la tuvo desde el
primer momento. Siempre estaba pendiente de cuanto le decía y cumplía
sus instrucciones al pie de la letra... La verdad era que había mejorado
mucho. Ya respiraba casi sin dificultad y las articulaciones apenas le
dolían; sólo aquel dolor del costado seguía molestándola... Pero el
dolor se iría también y ella volvería a sentirse fuerte y saludable
como antes... Cuando estuviese un poco mejor volvería a trabajar en el
jardín.
Si no lo hacía
ella, nadie en la casa se ocupaba de las flores. Daba pena asomarse a la
ventana y comprobar lo descuidado que estaba todo. El rosal estaba casi
seco, los yerbajos crecían por todas partes y las dalias se habían
marchitado por completo... Pero cuando ella sanara, el jardín, que
también estaba enfermo, sanaría con ella y volvería a ser como antes...
Después de todo, cultivar con amor el jardín era la única forma en que
podía devolver a su hijo todo cuanto hacía por ella. La sola manera de
pagarle sus bondades, sus sacrificios... Sí, era sin duda un sacrificio
alojarla en su casa y pagar al médico y comprarle medicinas caras, cuando
él ganaba tan poco y había vivido siempre tan estrechamente... Y a pesar
de todo, su hijo la mantenía allí desde hacía meses, y la rodeaba de
atenciones y de cariño, no obstante las insinuaciones de su mujer...
Porque ella sabia que la mujer no la quería... Aunque no se lo decía
abiertamente, lo adivinaba en el tono de su voz, en el modo de mirarla...
Daba gracias a Dios porque su hijo fuera tan bueno... Y siempre lo había
sido : desde niño fue obediente, dócil. Pocas madres habían tenido la
suerte de ella.
El sueño al fin
nubló la mente de la anciana y la poseyó total y dulcemente.
Al llegar a la mitad
del pasillo que dividía en dos la casa, el niño detuvo su carrera, giró
a la izquierda y entró en su habitación cerrando con fuerza la puerta
tras de sí. Se arrojó de bruces sobre la cama y escondió la cabeza bajo
la almohada... Pero aún allí, el vientre blancuzco del ratón
resplandecía en la oscuridad.
En la habitación
contigua, el hombre acostado en la amplia cama matrimonial arqueó el
cuerpo y se desperezó sin abrir los ojos. La mujer acostada a su lado se
incorporó y preguntó en voz alta:
—¿Qué fue ese
ruido? ¿Eres tú, Manuelito?
Nadie respondió y
la mujer se volvió hacia el hombre diciendo:
–Recuerda lo que
me prometiste anoche. Debes decírselo ahora mismo.
¿Decirle qué a
quién? El hombre apenas oía las palabras a través de las últimas
brumas del sueño.
—... es algo que
debes hacer de todos modos...
Siempre algo que
hacer. A todas horas. Moverse... caminar... dar la mano... inclinarse.
—...así que lo
mejor es hacerlo cuanto antes...
Todo aprisa... No
dejar nada para después... correr... apresurarse.
–¿Por qué no
dices nada? ¿Es que estás tratando acaso de echarte atrás?
La voz aguda de la
mujer le restalló con violencia en los oídos.
El hombre giró
sobre sí mismo y se colocó de costado. Era necesario responder, decir
algo. Pero se estaba tan bien así, tendido, con los ojos cerrados, sin
hablar...
Cuando la mano de la
mujer se prendió como un garfio de su hombro y lo sacudió con furia,
abrió los ojos, sobresaltado.
—¿Qué pasa?
–¡Estabas
despierto desde hace rato!... ¡A mí no me engañas!, Crees que fingiendo
dormir y escondiendo la cabeza bajo la almohada es como se resuelven las
cosas?... ¡Levántate ahora mismo y háblale a la Vieja de una vez!...
—Espera un poco,
mujer. Hoy es domingo. Déjame descansar un rato. Mis tarde le hablaré...
—¡De ninguna
manera!... ¡Tiene que ser ahora mismo!... Anoche me prometiste que seria
la primera cosa que harías por la mañana... ¡No toleraré ni un solo
retraso más! ¿Me oyes?... ¡Conozco demasiado bien tu sistema de ir
dejándolo todo para después y luego no hacer nada!... ¡Puede ser que te
engañes a ti mismo, pero a mí no me engañas!
Su boca abriéndose
y cerrándose... Cada vez más aprisa... Más aprisa... Más... ¿Desde
cuándo vienes soportando esto? ¿Desde el día en que te casaste?... No.
Desde antes aún... ¿Recuerdas las felicitaciones de tus amigos el día
de la boda? : “Congratulaciones. Te casas con una mujer de carácter”...
“Ella siempre ha logrado lo que se ha propuesto. Será de gran ayuda
para ti”... “Magnifica elección; llegarás muy lejos casado con una
mujer así”... Claro que has llegado lejos. Mucho más lejos de lo que
jamás soñaste; pero no en la dirección que suponían ellos. No hacia
arriba, sino hacia abajo... Comenzaste a descender lentamente al
principio, sin que apenas te dieses cuenta de lo que sucedía... Primero
fueron pequeñas concesiones, para evitar escenas en público. Después
esas concesiones se multiplicaron en cada hora y en todas partes hasta
constituir la esencia misma de la vida en común... Aprendiste a tolerar,
a callar y así fuiste hundiéndote poco a poco en este abismo en que
estás sumido en el presente. La senda que te condujo a él se iniciaba en
una suave pendiente, y cuando empezaste a descender por ella creías poder
detenerte cuando quisieras ... ¡Qué lejos estabas entonces de sospechar
que cuando la pendiente se tornara en precipicio, el impulso inicial te
sumergiría cada vez más aprisa hasta el fondo de la oscura sima! ...
La puerta de la
habitación se abrió con violencia y la cabeza del niño asomó por el
hueco preguntando:
–Papi, ¿es pecado
matar un ratón?
La mujer se volvió
con furia hacia la voz:
–¡Lárgate de
aquí!... ¿No ves que estoy hablando con tu padre?
La cabeza del niño
desapareció y la puerta se cerró con un golpe seco. El hombre cerró de
nuevo los ojos. ¿Por qué no lo hago?... ¿Por qué no salgo de esta
habitación, lo alcanzo en el pasillo, lo tomo de la mano y le hablo con
suavidad... Yo quiero ser amigo de mi hijo... Quiero ayudarlo...
Explicarle lo que quiere saber... ¿Hasta dónde he llegado, Dios mío?...
La mujer volvió a
la carga:
–Vas a ir ahora a
donde tu madre y le dirás que no puede seguir en esta casa. Que debe irse
sin falta hoy mismo... ¡Te doy exactamente cinco minutos para hacerlo!...
–Sí, mujer, como
quieras... Ahora mismo voy—. La voz del hombre sonó como la de un niño
que recitara una lección aprendida de memoria y mil veces repetida.
Con gestos
maquinales y rostro inexpresivo, se levantó de la cama, se calzó las
pantuflas y salió en silencio de la habitación.
En el pasillo, el
niño recostado en la pared alzó la cabeza hacia su padre. El hombre
colocó su mano sobre el hombro de su hijo y, mientras caminaba junto a
él y abría la puerta de la habitación donde dormía la anciana,
respondió a su pregunta con voz apenas audible:
–No, mi hijo,
matar un ratón no es un pecado: los ratones están mejor muertos que
vivos...
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