Virgilio
Díaz Grullón
(República Dominicana,
1924-2001)
La rebelión
—¿Por qué no te casas, tía
Julia?
—Porque nadie ha
querido casarse conmigo, Pedrito.
Ella estaba sentada
en la mecedora que impulsaba suavemente, tratando de adormecer al niño
recostado en sus rodillas.
—Yo me casaría
contigo —dijo él—, pero soy muy chiquito, ¿verdad?
La mujer sonrió con
dulzura y le acarició el pelo mientras respondía:
—Sí. Ahora estás
muy chiquito; pero cuando crezcas, tal vez...
—Creceré pronto,
tía Julia, y entonces nos casaremos.
—Sí, mi hijito, y
seremos muy felices los dos, como en los cuentos. Pero ahora duérmete,
que ya es tarde y mañana tendrás que madrugar.
Bajó con lentitud
la mano desde la cabeza del niño hasta su frente y desde allí a los
ojos, forzándole suavemente a cerrarlos. Se meció durante un rato más,
y cuando estuvo segura de que él dormía ya, se puso en pie y lo acostó
en la cama.
Tan pronto apagó la
luz, comenzó a escucharse claramente dentro de la casa el ruido del
hierro golpeando acompasadamente sobre el cuero. “¡Otra vez aquel
hombre trabajando de noche!”, se dijo.
Acercándose a la
ventana entreabierta observó la línea de luz bajo la puerta del garaje.
Nunca había alcanzado a comprender por qué su hermano le había
alquilado esa pieza al zapatero.
Cuando Pedro le dio
la noticia era ya un hecho consumado y ella no se atrevió a oponerse.
Pero la verdad era que la turbaba la presencia de aquel extraño en la
casa. Cuando ella trabajaba en el jardín por las mañanas, debía pasar
forzosamente ante la puerta del garaje y no podía evitar mirar al hombre
casi desnudo, con apenas una camisilla rota y un pantalón recortado que
dejaban ver por todas partes su carne oscura y sudada.
Al segundo día
estuvo a punto de pedirle a Pedro que lo echase porque cuando ella pasó
aquella mañana con la regadera frente a la puerta, él la miró de una
manera que la desagradó profundamente. Pero al fin decidió no hablar de
aquello, temerosa de que su hermano interpretase mal la actitud del
hombre.
Porque la verdad era
que éste no era atrevido ni insolente. No, él sabe conservarse en su
lugar; pero aquella forma de mirarla y aquel estarse allí todo el día
como un intruso...
Julia se apartó de
la ventana y contempló durante algunos instantes al niño dormido antes
de salir en puntillas de la habitación.
En la antesala, el
hombre levantó los ojos del periódico que leía al sentirla entrar:
—¿Se durmió ya
el niño, Julia?
—Si. Hace apenas
un momento.
—Me alegro. Quiero
salir bien temprano mañana.
Y cuando Julia
salía ya de la habitación, le preguntó:
—¿No has cambiado
de idea?
Ella, ya en el
umbral, se volvió hacia él:
—No, Pedro. Ya te
he dicho...
—Está bien. Pero
recuerda que nuestra casa será siempre la tuya y que es mi esposa la que
insiste en que vivas con nosotros.
—Lo sé. Mariana
es muy amable. Dile lo mucho que agradezco su bondad... Pero tú sabes
bien que es mejor así. Yo les estorbaría...
—No digas eso,
Julia, nosotros no...
Pero ella había ya
salido y cerrado la puerta tras de si.
En el corredor, los
golpes del martillo le llegaban más distintamente y, sin darse cuenta,
fue acompasando a su ritmo monótono el curso de sus pensamientos... No.
No podía aceptar el ofrecimiento de su hermano. Aunque Pedro había
tratado de presentarle las cosas como si fuese ella quien les hiciera un
favor yéndose a vivir con ellos a la capital, comprendía muy bien que lo
que trataba era de atenuar el dolor que le produciría separarse del
niño. Parque todos, incluso ella misma, sabían que ese dolor sería
grande. Tan grande, que no se imaginaba ahora mismo cómo podría
soportarlo. Durante los cinco años de su corta vida había estado el
niño junto a ella, sin separarse jamás de su lado, como lo había
querido su pobre hermana antes de morir. ¡Qué estéril resulta, pensó,
hacer promesas como aquélla que le hizo en su lecho de muerte! La vida no
reconoce ni respeta resoluciones tan a largo plazo, y termina siempre por
imponer sus propias decisiones. Al cabo de cuatro años, Pedro volvía a
casarse y ahora, un año después, se llevaba a su hijo donde era lógico
que estuviese: al hogar que su padre y su nueva esposa habían formado.
Al entrar en la
sala, percibió Julia de reojo el movimiento brusco de la pareja de novios
sentada en el sofá, separándose el uno de la otra, y los gestos
nerviosos con que ambos pretendían ocultar su turbación. Sin mirarlos de
frente y un poco avergonzada de su involuntaria intromisión, pasó junto
al sofá y caminó hacia la galería, pero alcanzó a oír, sin
proponérselo, parte del diálogo que se desarrollaba en voz baja a su
espalda:
—¿Crees que nos
vio?
—No, no me
parece... La pobre tía Julia nunca se da cuenta de nada...
Ya en la penumbra
acogedora de la galería, acodada en la balaustrada de cemento y mirando
sin ver hacia la puerta cerrada del garaje y hacía el ruido acompasado y
sordo que surgía tras de las hojas de madera, Julia sintió que las
palabras la habían seguido desde la sala y zumbaban ahora junto a su
oído, como insectos que volasen a su alrededor... la pobre tía Julia, no
se da cuenta de nada... Se sintió herida en lo más hondo, allí donde
las cosas duelen realmente... ¿Por qué habría dicho aquello Elvira?
¿Para tranquilizar al novio o porque creía realmente lo que dijo?...
¿Era ésa la idea que tenía su sobrina de ella?... ¿Era así como
pensaban también los demás? ¿Su hermano, el niño?... No, el niño era
distinto... al menos por ahora... Pero los otros...
El martilleo del
garaje pareció subir de volumen. Julia se tapó los oídos con las manos
y cerró los ojos... Siempre había estado demasiado ocupada, pensó, para
hacerse a sí misma cierta clase de preguntas. Pero ahora se sentía como
ante una puerta que de pronto se hubiera abierto frente a ella. Tras de
aquella puerta, ¿qué le estaba ofreciendo la vida? ¿Cómo había
llenado hasta ahora los años transcurridos? ¿Qué le quedaba para colmar
los que faltaban por llegar?... Mañana temprano se marchaba el niño; el
mes próximo se casaba Elvira, y ella iba a quedarse sola en aquella casa
que de pronto le pareció enorme y ya vacía... Y entonces, Dios mío?...
Movió la cabeza de
un lado a otro al compás de los martillazos que ahora parecían sonar
dentro de su cráneo... ¿Pero por qué antes no se había sentido nunca
así ? ¿Por qué tenía que ser ahora, en este instante, cuando se viera
a sí misma tal como era, tal como había sido y tal como seria siempre :
una simple espectadora al borde de la vida, mirándola de lejos y sin
pedirle nada, como alguien que observara desde la acera el alegre desfile
que pasa por la calle.
Con los ojos
cerrados y la frente entre las manos, no respondió al saludo que le hizo
al pasar junto a ella el novio de Elvira, ni miró a ésta cuando lo
despedía con un gesto de la mano desde el otro extremo de la galería.
Por mucho rato
permaneció allí, inmóvil, y cuando todas las luces de la casa se
apagaron, bajó lentamente los escalones que conducían al jardín
arreglándose el pelo con las manos.
Al sentirla entrar,
el hombre cesó de golpear y la miró a los ojos. Ella no dio ninguna
explicación. Se acercó a él y tomándole la cabeza por el pelo crespo
la apretó contra su vientre.
Él murmuró con la
boca pegada a la carne tibia y palpitante:
—Al fin!... Creí
que ya nunca...
Pero ella,
inclinándose sobre el cuerpo moreno y sudado, lo interrumpió con una voz
que sonó extraña aún para ella misma:
—¡Mentiroso!...
Sabías bien que yo terminaría por venir...
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar