Isaac Bashevis Singer
(Leoncin, Polonia, 1902 - Surfside, Florida, 1991)


El Spinoza de la calle Market (1944)
(“Der Spinozist: Dertseylung”, yidis, 1944)
(“The Spinoza of Market Street”)

Traducción inglesa originalmente publicada en Esquire Magazine (octubre 1961, pág. 144);
The Spinoza of Market Street
(New York: Farrar, Straus & Giroux, 1961)



1

      El doctor Nahum Fischelson andaba de un extremo a otro de su habitación, un tabuco sito en la calle Market, en Varsovia. El doctor Fischelson era un hombre bajo, encorvado, de barba grisácea; sería completamente calvo si no le quedaran unos mechones de cabello en el cogote. Tenía la nariz ganchuda como un pico y sus ojos, grandes y oscuros, parpadeaban como los de un pajarraco. Era un caluroso atardecer de verano, pero el doctor Fischelson llevaba una levita negra que le llegaba hasta las rodillas y cuello duro con corbata de lazo. Caminaba despacio desde la puerta a la buhardilla, abierta en lo alto de la inclinación del techo, y de ésta otra vez a la puerta. Había que subir unos peldaños para mirar hacia afuera. Sobre la mesa, ardía una vela en un candelabro de cobre, y diversos insectos zumbaban alrededor de la llama. De cuando en cuando, uno de los bichitos volaba demasiado cerca del fuego y se le chamuscaban las alas, otro ardía por un instante sobre el pabilo. En estos casos el doctor Fischelson hacía una mueca; su rostro arrugado se estremecía; hasta se mordía los labios por debajo de su alborotado bigote. Luego, sacaba el pañuelo del bolsillo y lo agitaba ante los insectos.
       —¡Apartaos de aquí, locos, imbéciles! —decía—. Aquí no os calentaréis, sólo conseguiréis quemaros.
       Los insectos se dispersaron pero, un segundo después, regresaron y volvieron a girar alrededor de la llama. El doctor Fischelson se secó el sudor de la frente y suspiró: «Son como los hombres, que sólo desean el placer del momento». Sobre la mesa había un libro abierto escrito en latín, y en los anchos márgenes de sus páginas se veían anotaciones y comentarios escritos con la letra menuda del doctor Fischelson. El libro de la Ética de Spinoza, que el doctor Fischelson llevaba estudiando desde hacía treinta años. Conocía de memoria cada proposición, cada prueba, cada corolario, cada anotación. Cuando quería encontrar un punto determinado, generalmente abría el libro en dicho punto sin tener necesidad de buscarlo. No obstante, continuaba estudiando la Ética durante horas cada día, con una lente de aumento en su huesuda mano, murmurando y moviendo la cabeza afirmativamente. Lo cierto era que cuanto más estudiaba, más frases desconcertantes, párrafos confusos y observaciones encontraba. Cada frase contenía alusiones que no habían sospechado ninguna de los discípulos de Spinoza. En realidad, el filósofo se había anticipado a todas las críticas de la razón pura que habían hecho Kant y sus seguidores. El doctor Fischelson estaba escribiendo un comentario sobre la Ética. Tenía cajones llenos de notas y borradores, pero nada parecía indicar que llegara nunca a ser capaz de terminar su trabajo. La enfermedad de estómago que le martirizaba desde años atrás, se agudizaba de día en día. Ahora, después de unas pocas cucharadas de sopa de avena, empezaban los dolores de estómago.
       —¡Dios del Cielo, es difícil, muy difícil! —exclamaba empleando la misma entonación de su padre, el difunto rabino de Tishvitz—. ¡Es muy, muy pesado!
       El doctor Fischelson no temía morir. En primer lugar, ya no era joven. En segundo lugar, un hombre libre en lo que menos piensa es en la muerte y su sabiduría reside no en la meditación de la muerte, sino en la de la vida, según se lee en la cuarta parte de la Ética. Y, en tercer lugar, se dice también que la mente humana no puede destruirse, absolutamente, con el cuerpo, sino que hay parte de la misma que perdura eternamente. No obstante, la úlcera (o quizá fuera un cáncer) seguía preocupando al doctor Fischelson. Tenía siempre la lengua sucia. Eruptaba con frecuencia y su aliento era siempre diversamente fétido. Sufría de ardores y calambres. A veces, tenía ganas de vomitar; otras, deseaba enormente comer ajos, cebollas y frituras. Hacía mucho tiempo que había dejado de tomar las medicinas recetadas por los médicos y se había buscado sus propios remedios. Descubrió que le sentaba bien tomar rábanos rallados después de las comidas y echarse en la cama boca abajo, con la cabeza colgando a uno de los lados; pero esos remedios caseros sólo le ofrecían un alivio pasajero. Algunos de los médicos consultados insistían en que no tenía nada.
       —Nervios, y nada más —le decían—. Puede vivir hasta los cien años.
       Pero en ese preciso anochecer de verano, el doctor Fischelson sintió que las fuerzas se le iban. Le temblaban las rodillas y tenía el pulso débil; se sentó para leer y la vista se le nubló. Las letras de las páginas se transformaron de verdes en doradas; las líneas ondulaban y saltaban una sobre otra, dejando espacios en blanco, como si el texto hubiera desaparecido de forma misteriosa. El calor, que caía de lleno del tejado de zinc, era intolerable; el doctor Fischelson tuvo el efecto de hallarse dentro de un horno. Varias veces subió los cuatro peldaños de la buhardilla para sacar la cabeza al fresco de la brisa nocturna; luego, permanecía en aquella posición hasta que se le doblaban las rodillas.
       —¡Qué buena brisa! —murmuraba—. Deliciosa de verdad.
       Y recordaba que, según Spinoza, la moralidad y la felicidad eran idénticas y que el acto más moral que podía realizar un hombre era permitirse algún placer que no fuera contrario a la razón.


II

      El doctor Fischelson, de pie en el último peldaño de la buhardilla y mirando hacia afuera, podía ver dos mundos. Por encima de él el cielo, abarrotado de estrellas. El doctor Fischelson no había estudiado nunca en serio la astronomía, pero sabía diferenciar los planetas, esos cuerpos que, como la tierra, giran alrededor del sol, de las estrellas fijas, que eran como soles distantes cuya luz nos llega cien o mil años más tarde. Reconocía las constelaciones que marcan el camino de la tierra en el espacio y aquel cinturón nebuloso, la Vía Láctea. El doctor Fischelson poseía un pequeño telescopio que había comprado en Suiza cuando era estudiante y disfrutaba especialmente contemplando la luna con él. Llegaba a ver claramente, sobre la superficie de la luna, los volcanes iluminados por el sol y los sombríos y oscuros cráteres. Jamás se cansaba de contemplar esas aberturas y grietas; para él, eran a la vez cercanas y distantes, sustanciales e insustanciales. De cuando en cuando, una estrella fugaz trazaba un amplio arco en el cielo y desaparecía, dejando tras ella un rastro de fuego. Entonces, el doctor Fischelson sabía que un meteorito había llegado a nuestra atmósfera, y que tal vez algún fragmento del mismo, no consumido por el fuego, había caído en el océano o en medio del desierto, o incluso en alguna región deshabitada. Lentamente, las estrellas que habían ido apareciendo por detrás del tejado del doctor Fischelson, ascendían hasta resplandecer por encima de la casa que tenía delante, al otro lado de la calle. Sí, cuando el doctor Fischelson miraba a los cielos, se daba cuenta de aquella extensión infinita que, según Spinoza, es uno de los atributos de Dios. El doctor se sentía confortado pensando que, aunque sólo era un hombre débil y canijo, una forma cambiante de la sustancia absolutamente infinita, no obstante formaba parte del cosmos, estaba hecho de la misma materia que los cuerpos celestiales, al extremo de ser parte de la divinidad y, por tanto, sabía que no podía ser destruido. En esos momentos experimentaba el Amor Dei Intellectualis que es, según el filósofo de Amsterdam, la máxima perfección de la mente. El doctor Fischelson respiraba profundamente, levantaba la cabeza tan alto como se lo permitía el cuello duro y alcanzaba a sentir que giraba en compañía de la tierra, del sol, de las estrellas de la Vía Láctea y de la hueste infinita de galaxias solamente conocidas del pensamiento infinito. Sus piernas, entonces, parecían perder peso y hacerse tan ligeras que tenía que agarrarse a la ventana con las dos manos, como si temiera perder pie y salir volando hacia la eternidad.
       Cuando se cansaba de contemplar el cielo, dejaba caer la mirada a la calle Market, que pasaba por debajo. Veía una larga cinta que se extendía desde el mercado de Yanash a la calle Iron, con sus faroles de gas que se transformaban en una fila de puntos ardientes. De los negros tejados de zinc subía el humo de las chimeneas; los panaderos estaban calentando sus hornos y, aquí y allá, el negro humo salía mezclado con chispas. La calle no estaba nunca tan ruidosa y concurrida como en un atardecer de verano. Ladrones, prostitutas, jugadores y bribones vagaban por la plaza que, desde arriba, parecía un pastel cubierto de pintas oscuras. Los muchachos se reían a carcajadas y las muchachas chillaban. Un vendedor ambulante, con un barril de limonada en la espalda, rasgaba el ruido general con sus gritos intermitentes. Un vendedor de sandías voceaba en tono salvaje mientras que el cuchillo que empleaba para cortar la fruta parecía gotear sangre. De cuando en cuando, la calle experimentaba una mayor agitación. Los coches de bomberos cruzaban veloces sobre sus pesadas ruedas; tiraban de ellos unos macizos caballos negros que había que mantener con riendas cortas para evitar que se desbocaran. A continuación, seguía la ambulancia con su estridente sirena. Después, unos matones se peleaban y había que llamar a la policía. Un viandante era desvalijado y echaba a correr pidiendo auxilio. Unos carros cargados de leña trataban de meterse dentro de los patios, adonde daban las panaderías, pero los caballos no podían subir las ruedas sobre las altas aceras y los carreteros insultaban a los animales y los golpeaban con sus látigos; de las herraduras salían chispas. Eran más de las siete, la hora en que debían cerrarse las tiendas, pero, en realidad, era entonces cuando empezaba el negocio. Se hacía entrar sigilosamente a los clientes por las puertas traseras; los policías rusos estacionados en la calle, como habían sido sobornados, no veían nada. Los comerciantes continuaban anunciando a gritos sus mercancías, tratando de apagar las voces de los demás.
       —Oro, oro, oro —chillaba una mujeruca que vendía naranjas.
       —Azúcar, azúcar, azúcar —croaba un vendedor de ciruelas demasiado maduras.
       —Cabezas, cabezas, cabezas —rugía un chico que vendía cabezas de pescado.
       En la ventana de una casa de estudio chassidic, al otro lado de la calle, el doctor Fischelson veía muchachos de largas patillas balanceándose sobre los libros sagrados, estudiando en voz alta y cantarína. En la taberna de más abajo, bebían cerveza los carniceros, los mozos de cuerda y los vendedores de fruta. De la puerta abierta de la taberna salía un vaho parecido al vapor de las casas de baños, acompañado de fuertes sonidos musicales. Fuera de la taberna, los paseantes apostrofaban a los soldados borrachos y a los obreros que volvían a sus casas procedentes de las fábricas. Algunos hombres iban cargados con fardos de leña y recordaban al doctor Fischelson a los «malos», condenados a encender sus propios fuegos en el infierno. Por las ventanas abiertas escapaban las melodías roncas e irritantes de los gramófonos. La liturgia de las grandes festividades alternaba con las vulgares canciones de vodevil.
       El doctor. Fischelson contemplaba aquel bullicio a media luz y aguzaba el oído. Sabía que el comportamiento de aquella chusma era la pura antítesis de la razón. Aquella gente estaba sumida en la más vana de las pasiones, estaban borrachos de emociones y, según Spinoza, la emoción no era nunca buena. En lugar del placer que perseguían, sólo conseguían obtener enfermedad y cárcel, vergüenza y sufrimientos resultantes de la ignorancia. Incluso los gatos que rondaban por aquellos tejados parecían más salvajes y apasionados que los de otros sectores de la ciudad. Maullaban con voz de parteras y salían huyendo como demonios, muros arriba, para saltar sobre aleros y balcones. Uno de esos gatazos se detuvo encima de la buhardilla del doctor Fischelson y lanzó un maullido que hizo estremecerse al pobre hombre. Éste se separó de la buhardilla, cogió una escoba y la blandió ante los ardientes ojos verdes de aquella bestia negra:
       —¡Largo, márchate, ignorante salvaje…!
       Y golpeó el techo con el mango hasta que el gato desapareció.


III

      Cuando el doctor Fischelson regresó a Varsovia procedente de Zurich, donde había estudiado filosofía, le vaticinaron un gran futuro. Sus amigos se habían enterado de que estaba escribiendo un importante trabajo sobre Spinoza. Un periódico judío, polaco, le instó a que colaborara; estuvo invitado en diversas casas adineradas y se le nombró bibliotecario en jefe de la sinagoga. Aunque ya entonces se le consideraba un viejo solterón, las casamenteras le habían propuesto varios partidos muy ricos. Pero el doctor Fischelson no se había aprovechado de esas oportunidades, pues había querido ser tan independiente como el propio Spinoza. Y lo había sido. Sin embargo, debido a sus ideas un tanto heréticas, había tropezado con el rabino, por lo que tuvo que renunciar a su cargo de bibliotecario. A partir de entonces y por espacio de varios años, se había ganado la vida dando clases particulares de hebreo y alemán. Luego, cuando enfermó, la comunidad judía de Berlín había votado a favor de la concesión de un subsidio de quinientos marcos al año para ayudarle. Esto fue posible gracias a la intervención del famoso doctor Hildesheimer, con el que sostenía correspondencia sobre filosofía. A fin de defenderse con tan exigua pensión, el doctor Fischelson se había trasladado a aquel tabuco y, desde entonces, empezó a cocinar sus comidas en un fogón de petróleo. Tenía un armario con muchos cajones, cada uno de ellos llevaba la etiqueta del alimento que contenía: arroz, avena, alforfón, cebollas, zanahorias, patatas y setas. Una vez a la semana el doctor Fischelson se ponía el sombrero negro de alas anchas, cogía una cesta con una mano, llevando la Ética en la otra, y se iba al mercado a comprar provisiones. Mientras esperaba a que le sirvieran, ojeaba la Ética. Los vendedores le conocían y le dirigían hacia sus puestos.
       —Un trozo magnífico de queso, doctor… Se funde en la boca.
       —Setas frescas, doctor… recién salidas del bosque.
       —Dejen pasar al doctor, señoras —gritaba el carnicero—; por favor, no impidan la entrada.
       Durante los primeros años de su enfermedad, el doctor Fischelson había seguido yendo por la noche a un café frecuentado por maestros de hebreo y otros intelectuales. Tenía por costumbre sentarse allí y jugar al ajedrez mientras se bebía medio vaso de café. A veces, se detenía ante las librerías de la calle Holy Cross, donde a buen precio podían comprarse revistas y libros viejos. En cierta ocasión, un antiguo alumno le propuso encontrarse una noche en un restaurante. Cuando el doctor Fischelson llegó, le sorprendió encontrarse con un grupo de amigos y admiradores que le obligaron a sentarse en la presidencia de la mesa mientras le dirigían discursos encomiásticos. Pero todo ello eran cosas que habían ocurrido hacía mucho tiempo; ahora, la gente ya no se interesaba por él. Su aislamiento había sido completo; era un hombre olvidado. Los acontecimientos de 1905, cuando los jóvenes de la calle Market habían empezado a organizar huelgas, a lanzar bombas a los puestos de policía y a disparar contra los esquiroles, al extremo de que las tiendas permanecían cerradas durante ciertos días de la semana, aumentaron enormemente su aislamiento. Empezó a despreciar todo lo que estuviera relacionado con el judío moderno, sionismo, socialismo, anarquismo. Los jóvenes en cuestión no eran para él sino chusma ignorante que se dedicaba a la destrucción de la sociedad, sin la cual cualquier existencia razonable era imposible. De cuando en cuando, aún leía alguna revista hebrea, pero despreciaba el hebreo moderno, que carecía de raíces en la Biblia o en el Mishnah. También había cambiado la ortografía de las palabras polacas. El doctor Fischelson llegó a la conclusión de que incluso los llamados espirituales habían abandonado la razón y se esforzaban por halagar la multitud. En alguna ocasión visitaba una librería y revolvía entre las historias de filosofía moderna, pero descubrió que los profesores no comprendían a Spinoza, le citaban incorrectamente y atribuían sus propias y confusas ideas al filósofo. Aunque el doctor Fischelson sabía sobradamente que la ira era una emoción indigna de aquellos que se encuentran en el camino de la razón, se enfurecía, cerraba violentamente el libro y lo apartaba de sí.
       —¡Idiotas! —murmuraba—. ¡Burros! ¡Advenedizos!
       Y se juró no volver a prestar atención a la filosofía moderna.


IV

      Cada tres meses, un cartero especial que repartía los giros, traía ochenta rublos al doctor Fischelson. Esperaba su asignación trimestral a primeros de julio, pero como iban pasando los días y no veía aparecer al hombre alto de bigotes rubios y botones brillantes, el doctor Fischelson empezó a sentir ansiedad. Apenas le quedaba un groshen. ¿Quién sabe?, tal vez la comunidad de Berlín había rescindido su subsidio; quizás el doctor Hildesheimer había muerto, no lo quisiera Dios; en correos podían haber cometido un error. Todo hecho tiene su causa, se decía; todo está determinado, todo es necesario y un hombre de razón no tiene derecho a preocuparse. No obstante, la preocupación invadía su cerebro y en él zumbaba como enjambre de moscas. Si ocurría lo peor, pensó, podía suicidarse; pero en el acto recordó que Spinoza no aprobaba el suicidio y comparaba, a aquellos que destruían sus propias vidas, con los locos.
       Un día, cuando el doctor Fischelson fue a una tienda a comprar un cuaderno, oyó que la gente hablaba de guerra. En alguna parte de Serbia habían asesinado a un príncipe austríaco y los austríacos habían entregado un ultimátum a los serbios. El dueño de la tienda, un joven de barba rubia y ojos amarillentos y escurridizos, anunció:
       —Estamos a punto de entrar en guerra.
       Y aconsejó al doctor Fischelson que almacenara comida, porque iba a haber escasez en un futuro próximo.
       Todo ocurrió rápidamente. El doctor Fischelson no había decidido aún si merecía la pena gastarse cuatro groshens en un periódico y ya se empezaba a colgar carteles anunciando la movilización. Veía a los hombres circular por la calle con unas chapas metálicas, redondas, en las solapas, indicando que habían sido reclutados; sus esposas les seguían llorando. Un lunes, cuando el doctor Fischelson bajó a la calle a comprar algo de comida con sus últimos kopecks, encontró las tiendas cerradas. Los dueños y sus mujeres estaban en la calle y explicaban que no podían conseguirse mercancías. Pero a ciertos clientes especiales se les indicaba que pasaran por las puertas traseras. En la calle todo era confusión. Los policías circulaban a caballo con los sables desenvainados; una inmensa multitud se había congregado alrededor de la taberna donde, por orden del zar, se vaciaba toda la provisión de whisky en las alcantarillas.
       El doctor Fischelson se dirigió a su viejo café; tal vez encontrara allí viejos amigos que le aconsejaran. Pero no se tropezó con un solo conocido. Entonces, decidió visitar al rabino de la sinagoga donde había sido bibliotecario, pero el sacristán, con su casquete hexagonal, le informó de que el rabino y su familia se habían ido al balneario. El doctor Fischelson tenía otros viejos amigos en la ciudad, pero no encontró a ninguno en casa. Le dolían los pies de tanto andar; ante su vista aparecieron manchas negras y verdes y notó que se le iba la cabeza. Se detuvo y esperó a que pasara ese malestar; los transeúntes le zarandeaban. Una estudiante, de ojos negros, intentó darle unas monedas. Aunque la guerra estaba empezando, los soldados, en filas de ocho, desfilaban con uniforme de batalla… Se les veía cubiertos de polvo y quemados por el sol; llevaban cantimploras colgadas al lado y cartucheras repletas que les cruzaban el pecho. Las bayonetas que remataban sus rifles brillaban con una luz verde y fría. Entonaban cantos con voz lúgubre. Con los hombres venían los cañones, tirados por ocho caballos cada uno; sus bocas hueras exhalaban un oscuro terror. El doctor Fischelson sintió náuseas. Le dolía el estómago y se le revolvían las tripas. Su rostro se cubrió de un sudor frío.
       «Me muero —pensó—. Esto es el final».
       Sin embargo, consiguió arrastrarse hasta su casa, donde se dejó caer sobre su cama de hierro jadeando y gimiendo. Debió de haberse dormido, porque imaginó que estaba en su ciudad natal, Tishvitz. Tenía dolor de garganta y su madre le colocaba una media llena de sal caliente alrededor del cuello. Oía voces en la casa; algo respecto a una vela y a una rana que le había mordido. Quería salir a la calle, pero no le dejaban porque estaba pasando una procesión católica. Hombres vestidos con largas túnicas, blandiendo hachas de doble filo, iban cantando en latín y salpicando de agua bendita. Las cruces resplandecían; imágenes santas ondeaban al aire. Trascendía olor a incienso y a cadáver. De pronto, el cielo se puso de un color rojo de fuego y todo el mundo empezó a arder.
       Las campanas comenzaron a tocar y la gente corrió, alocada; sobre sus cabezas volaban bandadas de pájaros chillones. El doctor Fischelson despertó sobresaltado; su cuerpo estaba empapado de sudor y la garganta le dolía en gran manera. Trató de meditar sobre su curioso sueño para encontrar una relación racional con lo que le estaba ocurriendo y entenderlo sub specie eternitatis; pero nada tenía sentido.
       «Desgraciadamente, el cerebro es un receptáculo de tonterías» —pensó el doctor Fischelson—. «Éste es un mundo de locos».
       Y volvió a cerrar los ojos; se durmió de nuevo y de nuevo también soñó.


V

      Al parecer, las leyes eternas no habían ordenado aún el fin del doctor Fischelson.
       A la izquierda del tabuco del doctor Fischelson había una puerta que daba a un corredor oscuro, lleno de cajas y de cestas, en el que a todas horas, persistía el olor a cebolla frita y a colada. Tras esa puerta vivía una solterona a la que los vecinos llamaban Dobbe la Negra. Dobbe era alta y flaca, y tan negra como la pala de un panadero. Tenía rota la nariz y bigote. Hablaba con voz bronca, como la de un hombre, y se calzaba con zapatos masculinos. Durante años y años Dobbe la Negra había vendido panecillos, bollos y pasteles que compraba al panadero, en la entrada de la casa. Pero un día, ella y el panadero se pelearon y, desde entonces, trasladó su negocio a la plaza del mercado, y ahora negociaba en lo que llamaba «cuarteados», que era un sinónimo de huevos partidos. Dobbe la Negra, no había tenido suerte con los hombres. Por dos veces había estado comprometida para casarse con aprendices de panadero, pero las dos veces le habían devuelto el contrato de compromiso. Algún tiempo después recibió otro contrato de compromiso de un anciano, un vidriero que decía ser divorciado; pero luego se supo que no era así. Dobbe la Negra tenía un primo en América, un zapatero, y continuamente presumía de que ese primo le iba a mandar el pasaje, pero ella seguía en Varsovia. Las mujeres la martirizaban continuamente diciéndole:
       —No hay esperanza para ti, Dobbe. Tu sino es morir soltera.
       Pero Dobbe les contestaba siempre:
       —No pienso ser la esclava de ningún hombre. Que se pudran.
       Aquella tarde, Dobbe recibió una carta de América. En general solía ir a buscar a Leizer el sastre y le pedía que se la leyera, pero aquel día Leizer había salido y, entonces, Dobbe pensó en el doctor Fischelson, al que los demás inquilinos consideraban un converso, ya que nunca iba a orar. Llamó a la puerta del doctor, pero no obtuvo respuesta. «El hereje habrá salido», pensó; no obstante, llamó de nuevo y, esta vez, la puerta se movió imperceptiblemente. La empujó para entrar y se quedó petrificada. El doctor Fischelson estaba sobre la cama, vestido; tenía el rostro amarillo como la cera; la nuez del cuello se le marcaba muchísimo y la barbilla apuntaba hacia arriba. Dobbe gritó; estaba segura de que el doctor había muerto, pero… no… el cuerpo se movió. Dobbe cogió un vaso que estaba sobre la mesa, salió corriendo al pasillo, llenó el vaso con agua del grifo del corredor, volvió al tabuco y lanzó el agua sobre el rostro del desmayado. El doctor Fischelson sacudió la cabeza y abrió los ojos.
       —¿Qué le pasa? —preguntó Dobbe—. ¿Está enfermo?
       —No, muchas gracias.
       —¿Tiene familia? Les avisaré.
       —No tengo familia —dijo el doctor Fischelson.
       Dobbe quiso ir en busca del barbero que vivía al otro lado de la calle, pero el doctor Fischelson le dio a entender que no deseaba la ayuda del barbero. Como Dobbe aquel día no iba al mercado porque le sería imposible encontrar huevos, decidió hacer una buena obra. Ayudó al enfermo a levantarse de la cama y le arregló la ropa; luego, le ayudó a desnudarse y le preparó una sopa en el fogón de petróleo. El sol no entraba nunca en el cuarto de Dobbe, pero en éste se veían recuadros de luz en las descoloridas paredes. El piso estaba pintado de rojo; encima de la cama colgaba el retrato del un hombre que llevaba una amplia gola encañonada y tenía el cabello largo.
       «Un hombre tan viejo y hay que ver lo limpio y ordenado que tiene el cuarto», pensó Dobbe, admirada. El doctor Fischelson le pidió la Ética y ella se la entregó con gesto reprobador. Estaba segura de que era un libro de oración gentil. A continuación empezó a trajinar, trajo un cubo de agua y barrió el suelo. El doctor Fischelson comió; al terminar, se sintió más fuerte y Dobbe le pidió que le leyera la carta.
       La leyó despacio; el papel le temblaba entre las manos. Venía de Nueva York y era del primo de Dobbe. Le decía una vez más que iba a mandarle una carta «realmente importante» y un pasaje para América. Pero Dobbe ya se sabía la historia de memoria y ayudó al anciano a descifrar los garabatos que había escrito su primo.
       —Miente —dijo Dobbe—. Hace mucho tiempo que se olvidó de mí.
       Dobbe regresó por la noche; sobre una silla, al lado de la cama, ardía una vela en un candelabro de cobre. En las paredes y en el techo temblaban sombras rojizas. El doctor Fischelson estaba sentado en la cama leyendo un libro. La vela proyectaba una luz dorada sobre su frente, que parecía partida por la mitad. Un pájaro había entrado por la ventana y se había posado en la mesa; por un momento, Dobbe sintió miedo. Ese hombre le hacía pensar en brujas, en espejos negros, en cadáveres merodeando de noche y en mujeres horripilantes. Sin embargo, dio unos pasos hacia él y le preguntó:
       —¿Cómo se encuentra? ¿Está mejor?
       —Un poco, gracias.
       —¿Es realmente un converso? —le preguntó Dobbe, aunque no sabía muy bien lo que significaba la palabra.
       —¿Yo, un converso? No, soy judío como cualquier otro judío —contestó el doctor Fischelson.
       La respuesta del doctor hizo que Dobbe se sintiera más como en su casa. Buscó la botella de petróleo y encendió el fogón; después, fue a buscar un vaso de leche en su cuarto y empezó a preparar kasha. El doctor Fischelson siguió leyendo y estudiando la Ética, pero aquella noche no encontraba sentido a ninguno de los teoremas y pruebas con sus diversas referencias a axiomas y definiciones y a otros teoremas. Con mano temblorosa alzó el libro hasta los ojos y leyó: La idea de cada modificación del cuerpo humano no lleva consigo el conocimiento adecuado del cuerpo humano en sí… La idea de la idea de cada modificación de la mente humana no lleva consigo el conocimiento adecuado de la mente humana.


VI

      El doctor Fischelson estaba seguro de que iba a morir un día cualquiera. Hizo su testamento y legó todos sus libros y manuscritos a la biblioteca de la sinagoga. Sus ropas y muebles serían para Dobbe, puesto que le había cuidado. Pero la muerte no vino; al contrario, su salud mejoró. Dobbe volvió a su negocio en el mercado, pero visitaba al anciano varias veces al día, le preparaba la sopa, le dejaba un vaso de té y le daba noticias de la guerra. Los alemanes habían ocupado Kalish, Bendin y Cestechow y avanzaban hacia Varsovia. La gente decía que, en las mañanas tranquilas, podía oírse el retumbar de los cañones. Dobbe anunció que el número de bajas era elevado:
       —Caen como moscas —decía—. ¡Qué terrible desgracia para las mujeres!
       No sabía explicarse la razón, pero el tabuco del anciano la atraía. Le gustaba sacar los libros de cantos dorados de las estanterías, quitarles el polvo y dejar que les diera el aire en la ventana. A veces, subía los peldaños de la buhardilla y miraba por el telescopio; también disfrutaba hablando con el doctor Fischelson. Le contaba cosas de Suiza, donde había estudiado, de las grandes ciudades que había conocido, de las altas montañas cubiertas de nieve hasta en verano. Dijo que su padre había sido rabino y también que antes de que él, el doctor Fischelson, fuera estudiante, había asistido a un yeshiva. Dobbe le preguntó cuántas lenguas conocía y se enteró de que sabía hablar y escribir en hebreo, ruso, alemán y francés, además de yiddish. También sabía latín. Se quedó asombrada de que un hombre tan culto viviera en un tabuco de la calle del Mercado. Pero lo que más la asombraba fue que, teniendo el título de doctor, no pudiera escribir recetas.
       —¿Por qué no se hace un doctor de verdad?
       —Porque ya soy un doctor —le contestaba—, aunque no en Medicina.
       —¿Qué clase de doctor, entonces?
       —Doctor en Filosofía.
       Aunque no comprendía lo que eso significaba, presintió que debía de ser algo muy importante.
       —¡Bendita madre! —exclamaba entonces—. ¿Dónde encontró tan gran cerebro?
       Luego, una noche, después de que Dobbe le hubiera servido sus galletas y un vaso de té con leche, el anciano empezó a preguntarle sobre su procedencia, quiénes eran sus padres y por qué no se había casado. Dobbe estaba sorprendida; nunca nadie le había hecho semejantes preguntas. Le contó su historia con voz tranquila y se quedó con él hasta las once de la noche. Su padre había trabajado en las carnicerías kosher; su madre pelaba gallinas en el matadero. La familia había vivido en un sótano del número diecinueve de la calle Market. A los diez años, la pusieron a servir. El hombre para el que trabajaba traficaba con efectos robados que compraba a los ladrones de la plaza. Dobbe había tenido un hermano que se fue con el ejército ruso y que jamás regresó. Su hermana se casó con un cochero de Praga y murió al dar a luz. Dobbe le contó también las batallas entre la chusma y los revolucionarios en 1905, le habló del ciego Itche y su banda, que sacaban dinero a los tenderos por una supuesta protección, y de los bandidos que atacaban a las parejas que salían de paseo los domingos si no les entregaban dinero para comprar su seguridad. Habló de los alcahuetes que paseaban en coche y raptaban mujeres que luego vendían en Buenos Aires. Dobbe le juró que unos hombres habían incluso tratado de meterla en un burdel, pero que había conseguido huir. Se quejó de las mil trastadas que le habían hecho. La habían robado; le habían quitado el novio; un competidor había vertido un litro de petróleo en su cesta de pasteles; su propio primo, el zapatero, le había estafado cien rublos antes de marcharse a América. El doctor Fischelson la escuchó atentamente; le hizo preguntas, meneó la cabeza y habló entre dientes.
       —Bueno, ¿cree en Dios? —acabó por preguntarle.
       —No lo sé —contestó el doctor—. ¿Y usted?
       —Sí, creo. Entonces, usted ¿por qué no va a la sinagoga?
       —Dios está en todas partes —contestó el anciano—. En la sinagoga. En la plaza del mercado. En esta habitación. Nosotros mismos somos partes de Dios.
       —No diga semejante cosa —protestó Dobbe—. Me asusta.
       Entonces, salió del tabuco y el doctor Fischelson creyó que se había ido a la cama. Pero se preguntó por qué no le había dicho «Buenas noches». «Tal vez la haya alejado con mi filosofía», pensó. Pero al instante volvió a oír sus pasos; entró cargada con un bulto de ropa, como si fuera un vendedor ambulante.
       —Quería enseñarle todo esto. Es mi equipo…
       Y empezó a extender sobre la silla trajes, lana, seda, terciopelo. Levantando los trajes uno por uno, los acercaba a su cuerpo, mientras le explicaba detalles sobre cada una de las piezas del equipo… ropa interior, zapatos, medias.
       —No soy malgastadora —agregó—. Soy ahorradora. Tengo dinero suficiente para ir a América.
       Luego, guardó silencio y su rostro se puso rojo como un ladrillo. Miró al doctor Fischelson por el rabillo del ojo, curiosamente, con timidez. El cuerpo del anciano empezó a temblar, como si sintiera escalofríos.
       —Muy bonito —le dijo—. Son cosas muy hermosas.
       Frunció el ceño y tiró de su barba con dos dedos. Una triste sonrisa apareció en su boca desdentada y sus grandes ojos parpadearon al mirar al infinito, por la ventana, mientras sonreía con tristeza.


VII

      El día en que Dobbe la Negra fue a visitar al rabino y anunció que iba a casarse con el doctor Fischelson, la esposa del rabino creyó que se había vuelto loca. Pero la noticia había llegado ya a la casa de Leizer el sastre y corrido a la panadería, así como a las demás tiendas. Había quien creía que la «solterona» era afortunada: el doctor, decían, tenía montones de dinero. Había otros que opinaban que era un viejo degenerado que le contagiaría la sífilis. Aunque el doctor Fischelson había insistido en que la boda fuera muy sencilla, gran número de invitados se habían reunido en casa del rabino. Los aprendices del panadero que solían andar descalzos y en paños menores, con bolsas de papel en la cabeza, lucían ahora trajes de colores claros, sombreros de paja, zapatos amarillos, corbatas agresivas y traían consigo pasteles y cajas de pastelillos. Incluso habían logrado encontrar una botella de vodka, aunque el alcohol estaba prohibido en tiempo de guerra. Cuando los novios entraron en el salón del rabino se alzó un murmullo entre la multitud. Las mujeres no creían lo que veían, la mujer que tenían ante los ojos no era la que conocían. Dobbe lucía un sombrero de alas anchas profusamente adornado de cerezas, uvas y plumas, y el traje que llevaba era de seda blanca y terminado en cola; calzaba zapatos dorados de tacón alto y de su cuello delgado pendía una sarta de perlas de imitación. Y eso no era todo: sus dedos resplandecían de sortijas y pedrería. Llevaba el rostro velado; casi parecía una de esas novias ricas que se casaban en la capital. Los aprendices de panadero silbaron burlonamente. En cuanto al doctor Fischelson, llevaba su levita negra y zapatos de punta ancha. Apenas podía caminar; se apoyaba en Dobbe. Cuando, desde la puerta, vio a la gente, se asustó y empezó a retroceder, pero el antiguo amo de Dobbe se le acercó diciendo:
       —Que pase, que pase el novio. No se avergüence. Ahora, todos somos hermanos.
       La ceremonia procedió según la ley. El rabino, que llevaba una gabardina de raso muy usada, escribió el contrato matrimonial y luego hizo que la novia y el novio tocaran su pañuelo en prenda de acuerdo; luego, secó la pluma en su casquete. Varios mozos de la calle que habían sido llamados para hacer el quorum sostenían el palio. El doctor Fischelson se vistió una túnica blanca para que pensara en la muerte y Dobbe dio siete vueltas alrededor de él siguiendo la costumbre. La luz de las velas trenzadas vacilaba sobre las paredes; las sombras ondulaban. Después de servir vino en una copa, el rabino salmodió las bendiciones en una triste melodía. Dobbe solamente exhaló un gemido; en cuanto a las demás mujeres, sacaron sus pañuelos de encaje y se quedaron con ellos en las manos haciendo muecas. Cuando los muchachos de la panadería empezaron a contarse chistes, el rabino acercó un dedo a sus labios y murmuró: Eh nu oh, en señal de que estaba prohibido hablar. Llegó el momento de pasar la sortija al dedo de la novia, pero la mano del novio empezó a temblar y tuvo dificultad por encontrar el índice de Dobbe. A continuación y siguiendo la costumbre, se rompía el vaso, pero aunque el doctor Fischelson le dio varios puntapiés, no se rompió. Las muchachas bajaron la cabeza, se dieron de codazos, divertidas, y rieron por lo bajo. Por fin, uno de los aprendices golpeó el vaso con el tacón y lo hizo añicos. El rabino no pudo reprimir una sonrisa.
       Al concluir la ceremonia, los invitados bebieron vodka y comieron pastelillos. El antiguo amo de Dobbe se acercó al doctor Fischelson y dijo:
       —Mazel tov, novio. Tu suerte debería ser tan buena como tu esposa.
       —Gracias, gracias -—murmuró el doctor Fischelson—, pero no espero ninguna clase de suerte.
       Tan pronto pudiera, estaba ansioso de regresar a su tabuco. Sentía una opresión en el estómago y le dolía el pecho. Su rostro tenía un color verdoso. Dobbe, de pronto se enfadó, se arrancó el velo y gritó a la gente:
       —¿De qué os estáis riendo? Esto no es un espectáculo.
       Y sin entretenerse en recoger la funda de almohada en que estaban envueltos los regalos, regresó con su marido a sus habitaciones del quinto piso.
       El doctor Fischelson se echó en la cama, recién hecha, de su habitación y empezó a leer la Ética. Dobbe había ido a su estancia. El doctor le había explicado que era un anciano, que estaba enfermo y que carecía de fuerzas. No le había prometido nada. No obstante, ella regresó luciendo un camisón de seda, zapatillas con borla y el cabello suelto sobre los hombros. Una sonrisa iluminaba su rostro y parecía avergonzada e indecisa. El doctor Fischelson tembló y se le cayó la Ética de las manos. La vela se apagó. Dobbe tanteó en la oscuridad buscando al doctor Fischelson y le besó en la boca.
       —Querido esposo —le murmuró—. ¡Mazel tov!
       Lo que ocurrió aquella noche puede considerarse un milagro. Si el doctor Fischelson no hubiera estado convencido dé que todo cuanto ocurre está de acuerdo con las leyes de la naturaleza, habría creído que Dobbe la Negra le había embrujado. Aunque sólo había tragado un sorbo del vino de la bendición, se sentía como intoxicado. Besó a Dobbe y le habló de amor. Citas olvidadas de Klopstock, Lessing y Goethe asomaron a sus labios; las opresiones y los dolores cesaron. Besó a Dobbe, la estrechó entre sus brazos y volvió a ser un hombre, como en su juventud. Dobbe estaba desfallecida de gozo; entre lágrimas, le murmuró ternuras en la jerga de Varsovia que él no entendió. Después, el doctor Fischelson se hundió en el sueño profundo que conocen los jóvenes. Soñó que estaba en Suiza y que escalaba montañas… corriendo, cayendo, volando. Al despuntar el día, abrió los ojos; le parecía que alguien había soplado en sus oídos; Dobbe roncaba. El doctor Fischelson bajó despacito de la cama; se acercó a la buhardilla con su largo camisón, subió los peldaños y miró hacia afuera, maravillado. La calle Market dormía y respiraba con una profunda calma; las luces de gas oscilaban. Los postigos negros de las tiendas estaban sujetos por barras de hierro; soplaba una brisa fresca. El doctor Fischelson levantó la vista al cielo; la bóveda oscura estaba cuajada de estrellas… verdes, rojas, amarillas, y azules; grandes y pequeñas, fijas y parpadeantes. Las había arracimadas en grupos compactos, otras solas. Al parecer, en las altas esferas, se daba poca importancia al hecho de que cierto doctor Fischelson hubiera decidido, en el ocaso de su vida, contraer matrimonio con alguien llamado Dobbe la Negra. Vista desde arriba, incluso la Gran Guerra no era sino un juego temporal de los modos. Los millares de estrellas fijas continuaban recorriendo sus caminos trazados en un espacio sin límites. Los cometas, planetas, satélites y asteroides seguían girando alrededor de esos centros brillantes. En los cataclismos cósmicos nacían y morían mundos; en el caos de las nebulosas se formaba la materia prístina. De cuando en cuando, una estrella se desprendía y cruzaba el cielo, dejando tras ella un trazo ardiente. Era el mes de agosto y en dicho mes hay lluvia de meteoros. Sí, la divina sustancia se extendía y no tenía principio ni fin; era absoluta, indivisible, eterna, sin duración, infinita en sus atributos. Su oleaje y sus burbujas bailaban en el caldero universal, bullendo de cambios, siguiendo la cadena ininterrumpida de causas y efectos, y él, el doctor Fischelson, con su inevitable destino, formaba parte de ella. El doctor cerró los ojos y dejó que la brisa refrescara el sudor de su frente y agitara los pelos de su barba. Respiró profundamente el aire de la noche y apoyó sus manos temblorosas sobre el alféizar de la ventana murmurando:
       —Divino Spinoza, perdóname. He perdido la cabeza.


(Traducido del yidis al inglés por el autor y Elizabeth Shub).



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