John Updike
(Shillington, Pensilvania, 1932 - Danvers, Massachusetts, 2009)
Hojas
(“Leaves”)
Originalmente publicado en la revista The New Yoker (14 de noviembre de 1964)
The Music School (1966)
The Early Stories: 1953–1975, (2003)
Desde mi ventana, las hojas de
la vid poseen una extraña belleza. “Extraña” porque me parece
raro que las cosas sean bellas —después de la prolongada oscuridad de
introspección, miedo y vergüenza en que he estado viviendo—, que al
margen de nuestras catástrofes conserven la precisión casual, la
fácil abundancia de “efecto” inventivo, carácter y especificidad
de la Naturaleza. Esta mañana distingo con nitidez que la Naturaleza
se puede definir como lo que existe sin culpa. Nuestros cuerpos están
en la Naturaleza; nuestros zapatos, sus agujetas, sus pequeñas puntas
de plástico; todo lo que se halla a nuestro alrededor, en nuestro
entorno, existe en la Naturaleza; sin embargo, algo nos aparta de
ella, del mismo modo en que un brote de agua nos impide tocar el fondo
arenoso, acanalado y resplandeciente, con fragmentos de media luna de
conchas de ostras, tan claros a nuestros ojos.
Un grajo azul se posa en una rama
afuera de mi ventana. De momento firme, se detiene a horcajadas, su
rabo sucio hacia mí, su cabeza vigilante congelada en una silueta, la
curva predatoria del pico impresa en un cielo casi blanco sobre el
pantano brumoso y atezado. ¿Lo ves? Yo sí y, captando rápidamente
el hilo de mis pensamientos, he atravesado el cristal, lo he atrapado
y estampado en esta página. Ahora se ha ido. Y sin embargo, ahí,
unas cuantas líneas arriba, aún se encuentra “a horcajadas”, su
rabo “sucio”, su cabeza vigilante “congelada”. Un truco
curioso, tal vez inútil, pero mío.
Las hojas de la vid, justo donde
están —no en la sombra de cada una— son doradas. Hojas lisas que
toman el sol directamente y convierten la luz absoluta, suma del
espectro y fuente de toda vida, en el crayón amarillo con el cual los
niños la evocan. Aquí y allá, lo seco transforma este resplandor
ajeno en un naranja brillante; y el verde de las tiernas hojas quietas
-porque si observamos, el verde persiste ya muy entrado el otoño-
filtra de la luz solar un chartreuse finamente nervado. Las
sombras de unas hojas sobre otras —si bien errantes y nerviosas con el
viento que emite al barrerlas sonidos afables que se escabullen por el
techo— son muy variadas y definidas; contienen innumerables
insinuaciones salvajes de cimitarras, lanzas afiladas, púas y cascos
amenazantes. No obstante, el efecto neto está libre de amago. Por el
contrario, su intrincada sugerencia simultánea de refugio y de
llaneza, calor y brisa, me invita al exterior; mis ojos se aventuran a
las hojas que se encuentran más allá. Estoy rodeado de hojas. Las
del roble, garras tenaces de moho púrpura; las del olmo, escasas
plumas de un amarillo femenino, las del zumaque, un rubor dentado y
salvaje. Me mantengo erguido en un sereno y ardiente universo de
hojas. Sin embargo, algo me arroja hacia atrás, me devuelve a esa
oscuridad interna donde la culpa es el sol.
Los hechos necesitan definirse. Me
dicen que fui cruel y me tomará tiempo integrar esta impresión
unánime a la probabilidad descalificada con la cual nuestros propios
actos, si bien abiertamente equivocados, se revierten ellos mismos.
Una vez que se ordenen los sucesos -se den incentivos a las acciones,
se asignen psicologías a los actores, se tabulen los errores, se
nombren las anormalidades; una vez que se pode todo el crecimiento
furioso, descuidado, con explicaciones arraigadas en la historia, y
sea devuelto, tal cual, a la Naturaleza- ¿entonces qué? ¿No es
ilegítimo este retorno? ¿Pueden nuestros espíritus realmente
penetrar al refugio de mortalidad del Tiempo y hundirse con serenidad
entre el abono de hojas y de estiércol? No: nos erguimos en la
intersección de dos reinos y no hay avance ni retroceso, sólo el
filo de la orilla donde permanecemos de pie.
Recuerdo con nitidez el negro del
vestigio de mi esposa cuando dejó nuestra casa para obtener el
divorcio. El vestido era una suave funda negra, de cuello en V y con
el cual Elena siempre se veía atractiva; favorecía su palidez. Esa
mañana se veía especialmente hermosa, su tez en extremo blanca por
la fatiga. Sin embargo su cuerpo, esa cosa natural, ignoró nuestra
catástrofe, y sus gestos y figura eran tan incongruentes como de
costumbre. Al irse, me besó apenas y ambos sentimos la ironía de que
este viaje no sería muy distinto de cualquier otro, fuera a Boston -a
Symphony, a Bonwit. La misma búsqueda de las llaves del carro, las
mismas instrucciones exigentes a la complaciente niñera, la misma
ligera inclinación de cabeza al sentarse frente al volante de su
auto. Y yo, al fin satisfecho, divorciado, estudiaba a mis hijos con
ojos de quien los ha dejado, examinaba mi casa como aquel que toma una
serie de fotos de un tiempo irrevocable, conducía a través del
colorido paisaje como un hombre de asbesto que cruza el fuego,
encontraba a mi futura esposa llorando y riendo, aturdida y valiente
-sin cesar sentía, para horror mío, que la oscuridad íntima me
reventaba la piel, nos sumergía a ambos y ahogaba nuestro amor. El
mundo natural, donde nuestroÊidilio había existido, se extinguió.
Mi corazón se estremeció; se estremece aún. Retrocedí. Al conducir
de regreso, las hojas de los árboles me manifestaban sus formas
durante el trayecto. No hay más historia que contar. Por teléfono
rescaté a mi esposa; me agarré del negro de su vestido y me abracé
al dolor.
No deja de llegar. El dolor no
deja de llegar. Casi todos los días se presenta un cobro nuevo, sea
por correo o por teléfono. Siempre que el teléfono suena, espero que
se desate una nueva circunvolución de importancia. He venido a
esconderme a esta cabaña, pero incluso aquí hay teléfono, y al
raspar del viento, la rama y el animal invisible se cargan con su
silencio eléctrico. En cualquier momento podría explotar y, una vez
más, la extraña belleza de las hojas se eclipsará.
Nervioso, me levanto y cruzo el
cuarto. Una araña como asterisco blanco cuelga en el aire frente a mi
rostro. Observo el techo y no pudo ver de dónde pende su hilo. El
techo es de yeso liso. La araña titubea. Siente una enorme presencia
extraña. Sus exquisitas patas blancas se abren con cautela y su
propio peso muerto gira de su hilo invisible. Me veo a mí mismo en la
pose antigua y peculiar del fabulista que intenta extraer una lección
de la araña, y me cohibo. Rechazo esta actitud para examinar
seriamente a esta diminuta estrella articulada que cuelga de manera
sarcástica frente a mi cara; soy incapaz de aprender la lección. La
araña y yo habitamos universos contiguos pero incompatibles. A
través del abismo sólo sentimos temor. El teléfono continúa
silencioso. De nuevo, la araña calcula volver a girar. El viento
sigue agitando la luz solar. Al entrar y salir de esta cabaña he
dejado huellas en unas cuantas hojas muertas, aplanadas, como pedazos
de papel oscuro.
¿Y qué son estas páginas sino
hojas? ¿Y con qué objeto las produzco si no es para lanzar mi culpa,
gracias a una fotosíntesis subjetiva, a la Naturaleza, donde la
culpaÊno existe? Ahora el pantano, plano como alfombra, aparece
rayado de un verde pálido entre las sombras café —bermejo, ocre,
tostado, marrón— y del lado opuesto, donde la tierra se eleva
sobre el nivel del mar, las siempreverdes apuñalan hacia arriba de
manera lúgubre. A lo lejos hay una pequeña colina azul; en esta
región costeña las colinas casi son demasiado modestas para llevar
nombres. Pero la veo; por primera vez en meses la veo. Lo hago como el
niño que desde una barda muy alta observa, con los dedos apretados y
el cuello tenso, el techo de una casa. Bajo mi ventana, el pasto se ve
delgado, verde y mezclado con las hojas caídas de un olmo pequeño y
recuerdo cómo la primera noche que viene a esta cabaña, pensando que
dejaba mi vida atrás, me fui a la cama solo y leí, de la misma
manera en que uno lee libros extraviados en una casa prestada, unas
cuantas páginas de una vieja edición de Hojas de hierba. Y mi
sueño fue como un anillo, de tal suerte que cuando desperté tuve la
sensación de continuar aún en el libro, y el cielo velado por la luz
que se estremecía a través de las ramas desnudas del joven olmo
parecía otra página de Whitman, y yo estaba enteramente abierto y
perdido, como una mujer apasionada, libre y enamorada, sin una sombra
en rincón alguno de mi ser. Fue un hermoso despertar, pero a la noche
siguiente había vuelto a casa.
Se han movido las sombras
salvajes, precisas, entre la hojas de la vid. Se ha alterado el
ángulo de iluminación. Imagino al calor reclinado contra la puerta y
la abro para dejarlo entrar; a mis pies, cae la luz solar como un
penitente.
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