Katherine Anne Porter
(Indian Creek, Texas, 1890 - Silver Spring, Maryland, 1980)


Violeta virgen
“Violeta virgen”
Originalmente publicado en The Century Magazine (Diciembre 1924, pp. 261-268)
Flowering Judas and Other Stories (1930)


      Violeta, una joven de casi quince años, se sentó en un cojín, abrazándose las rodillas y mirando a Carlos, su primo, y a su hermana Blanca, que leían por turnos poesía en voz alta ante la larga mesa.
       De vez en cuando se miraba los pies, calzados con sandalias marrones de suela gruesa que le dejaban al aire los dedos ligeramente arqueados. La fealdad de sus pies la irritaba y, para ocultarlos, tiró de su falda hasta que el cinturón cedió bajo su amplia blusa de lana azul oscuro. Entonces se enderezó, con una honda y callada inspiración, dejando de nuevo al descubierto las sandalias. A veces, sus ojos se movían bajo los párpados hacia Carlos, para ver si lo había advertido, pero él nunca notaba nada. Defraudada, un poco molesta, Violeta se estuvo un rato muy quieta, escuchando y observando.

                   Este tormento de amor que hay en mi corazón:
                   sé que lo sufro, pero no sé por qué.


       La voz de Blanca era aflautada y sonaba como un susurro. Parecía ansiosa de guardar la poesía sólo para Carlos y para ella misma. El chal, bordado en amarillo sobre seda gris, se deslizaba de sus hombros cada vez que se inclinaba hacia la lámpara. Carlos cogería entre el índice y el pulgar la borla del ribete que tuviese más próxima y lo devolvería a su lugar hábilmente, con un solo movimiento. El gesto de asentimiento de Blanca, su sonrisa, eran la perfección de la amigable indiferencia. Pero su voz vacilaba, atrapada en la palabra. Siempre tenía que volver a empezar la línea que estaba leyendo.
       Carlos miraría a Blanca con el rabillo de sus ojos pálidos; luego volvería a clavar su mirada donde siempre, en un pequeño cuadro colgado en la pared de paneles blancos, por encima de la cabeza de Violeta. «Piadosa entrevista entre la Santísima Virgen, Reina del Cielo, y su fiel servidor san Ignacio de Loyola», rezaba en la delgada placa metálica del marco tallado y dorado. La Virgen, con el rostro esmaltado fijo en una boba sonrisa postiza y la frente sin cejas, extendía una mano distante sobre la cabeza tonsurada del santo, que se humillaba en una inexpresiva postura de éxtasis. Muy fea y anticuada, pensaba Violeta, pero muy adecuada; nada atrapaba la mirada. Pero Carlos seguía mirándola con los párpados entornados, y como no fuese para mirar a Blanca nunca apartaba los ojos de ella. Sus cejas tupidas y doradas se encrespaban en un gesto severo, asemejándose a una maraña de lana para hacer ganchillo. Jamás parecía interesado, salvo cuando le correspondía leer. Leía con una voz conmovedora. Violeta pensaba que su boca y su barbilla eran muy hermosas. Una pequeña mancha de luz en su labio inferior, un poco húmedo, la perturbaba, no sabía por qué.
       Blanca dejó de leer, agachó la cabeza y suspiró levemente con la boca entreabierta. Era una de sus costumbres. Así como el sonido de las voces había arrullado a mamacita hasta quedarse dormida junto a su costurero, el silencio la despertó. Miró en derredor con una sonrisa vivaz en toda la cara, excepto los ojos, todavía soñolientos y pesados.
       «Seguid con vuestra lectura, queridos niños. He oído cada palabra. Violeta, no te muevas, por favor, dulce hijita. Carlos, ¿qué hora es?»
       A mamacita le gustaba ser la carabina de Blanca. Violeta se preguntaba por qué mamacita consideraba a Blanca tan atractiva, pero así era. Siempre le decía a papacito: «¡Blanquita florece como un lirio!». Y papacito decía: «¡Será mejor que se comporte como si lo fuera!». Y mamacita le dijo una vez a Carlos: «Aunque seas mi sobrino, debes marcharte a una hora razonable».
       «Es temprano, doña Paz.» Ni el mismo san Antonio podría haber superado el respeto que mostraba la postura de la cabeza de Carlos ante su tía. Ella sonrió y recayó en un sueño ligero, como un gato que se levanta del felpudo, se da la vuelta y se vuelve a tumbar.
       Violeta no se movió, ni respondió a mamacita. Tenía el silencio y la atención de un joven animal salvaje, pero carecía de prudencia innata. Había regresado a casa desde el convento de Tacubaya por primera vez en casi un año. Allí le enseñaban recato, castidad, silencio, obediencia, un poco de francés y música y algo de aritmética. Hacía lo que se le decía, pero todo era muy confuso, ya que no alcanzaba a entender por qué las cosas que suceden en el exterior eran tan diferentes de lo que ella sentía en su interior. Todo el mundo se ocupaba de hacer las mismas cosas todos los días, exactamente como si nada distinto fuera a ocurrir nunca, y ni por un instante dejaba de tener la certeza de que algo tremendamente excitante la esperaba fuera del convento. La vida se desenrollaría como una larga y alegre alfombra para que ella anduviese por encima. Se veía con un largo velo, que se arrastraría y ondearía sobre aquella alfombra cuando saliera de la iglesia. Habría seis doncellas y dos pajes, como en la boda de la prima Sancha.
       Por supuesto, ella no se refería a una boda. ¡Qué tontería! La prima Sancha se había casado bastante mayor, con casi veinticuatro años, y Violeta quería que la vida empezara enseguida: a lo sumo al año siguiente. Se parecería a una fiesta. Quería ponerse amapolas rojas en el pelo y bailar. La vida sería siempre muy alegre, sin nadie que te dijera que casi todo lo que hacías y decías estaba mal. También tendría libertad para leer poesía y relatos románticos, sin tener que esconderlos en sus cuadernos. Ni siquiera Carlos sabía que ella había aprendido casi todos sus poemas de memoria. Había pasado un año recortándolos de revistas, guardándolos entre las páginas de sus libros para leerlos durante las horas de estudio.
       Los más cortos estaban ocultos en el misal, y la música estremecedora de extrañas palabras ahogaba el coro de campanas y voces. Había uno sobre los fantasmas de las monjas que volvían a la vieja plaza delantera de su convento en ruinas, bailando bajo el claro de luna con las sombras de los amantes que les habían sido prohibidos en vida, pisando con pies desnudos trozos de cristal como penitencia por sus amores. Violeta temblaría entera al leerlo y levantaría unos ojos húmedos hacia las delicadas puntas de las llamas de los cirios sobre el altar.
       Estaba segura de que algún día llegaría a ser como aquellas monjas. Bailaría de alegría sobre cristales rotos, pero ¿por dónde empezar? Desde que podía recordar, se había sentado en ese cuarto, en ese mismo taburete, plácidamente, cerca de mamacita, en los atardeceres de verano de las vacaciones. A veces era un alivio tener la seguridad de que nada se esperaba de ella, salvo que siguiera a mamacita de aquí para allá y que fuese buena chica. Así tenía tiempo para sus ensoñaciones —es decir, imaginaba su futuro —, porque, por supuesto, todo lo hermoso e inesperado sucedería más tarde, cuando fuera tan alta como Blanca y se le permitiera salir del convento para volver a casa de una vez por todas. Entonces seria milagrosamente encantadora —Blanca parecería muy sosa a su lado— y bailaría con jóvenes fascinantes como los que cabalgaban los domingos por la mañana, haciendo corcovear sus caballos en la brillante calle llana rumbo al paseo del parque de Chapultepec. Ella aparecería en el balcón, con un vestido azul, y todo el mundo preguntaría quién podría ser aquella muchacha tan encantadora. ¡Y Carlos, Carlos! comprendería al fin que ella siempre había leído y amado sus poemas.

                   Las monjas bailan con los pies desnudos
                   sobre cristales rotos en el empedrado.


       Ese, sobre todos los demás. Sentía que había sido escrito para ella. Ella era incluso una de las monjas, la más joven y más amada, callada como un fantasma, que bailaba por siempre jamás bajo el claro de luna la crispada melodía de viejos violines.
       Mamacita movió la rodilla, inquieta, haciendo que resbalara la cabeza de Violeta hasta casi perder el equilibrio. Se enderezó, ardiendo de timidez, por miedo a que los otros supieran por qué había escondido la cara en el regazo de mamacita, pero nadie advirtió nada. Mamacita siempre le daba sermones sobre cosas. En tales momentos era difícil creer que Blanca no fuera su hija favorita. «No debes correr por la casa así.» «Debes cepillarte el cabello de modo más uniforme.» «¿Y qué es lo que he oído acerca de usar el polvo facial de tu hermana?»
       Blanca, escuchando, la miraría con calma altanera y no diría nada. Era verdaderamente muy duro saber que Blanca era más guapa sólo porque se le permitía empolvarse y perfumarse, y para colmo se diera esos aires por ello. Carlos, que solía llevarle limas azucaradas y largos racimos de membrillo seco de los mercados, llamándola su querida, graciosa, recatada Violeta, en aquel momento sencillamente ignoraba su presencia. Había situaciones en que Violeta deseaba gritar, apasionadamente, para que todos la oyeran. Pero ¿gritar qué? ¿Y cómo explicárselo a mamacita? Ella diría: «¿Por qué tienes que gritar? Además, deberías considerar los sentimientos de los otros moradores de esta casa y controlar tu humor».
       Papacito diría: «Lo que necesitas es una buena renovación». Esa era la palabra que empleaba para referirse a una paliza. Diría con gravedad a mamacita: «Creo que sus principios morales necesitan alguna preparación». Él y mamacita parecían tener algún misterioso acuerdo sobre las cosas. Los ojos de mamacita eran siempre absolutamente claros cuando miraba a papacito, así que respondería: «Tienes razón. Me ocuparé de ello». Luego sería muy severa con Violeta. Papacito siempre decía a las muchachas: «Siempre que mamacita se enfada con vosotras es por vuestra culpa, así que id con cuidado».
       Pero mamacita nunca pasaba mucho tiempo enfadada, y después era hermoso estar a su lado hecha un ovillo, hundir la cara en su hombro y olerle el pelo fino, rizado y perfumado de su nuca. Eso sí, cuando se enfadaba, sus ojos tenían una expresión ajena, como si uno fuese un desconocido, y decía: «Eres el mayor de mis problemas». Violeta había sido muchas veces un problema y eso era muy humillante.
       ¡Ay de mí! Violeta soltó de pronto un suspiro y se enderezó. Quería estirar los brazos y bostezar, no porque tuviera sueño, sino porque algo en su interior se sentía encerrado en una jaula tan pequeña que no podía respirar. Como esas pobres cotorras de los mercados, amontonadas en tan minúsculas jaulas de mimbre que sobresalen de los barrotes, boqueando y jadeando, a la espera de que alguien vaya a rescatarlas.
       La iglesia era una jaula terrible y enorme, pero parecía demasiado pequeña. «¡Ay de mí, que siempre río por no llorar!» Un verso tonto que Carlos solía decir. A través de las pestañas, la cara de él pareció de pronto pálida y tersa, como si tuviese lágrimas en las mejillas. ¡Oh, Carlos! Pero, desde luego, él nunca lloraría por nada. Ella se asustó al descubrir que sus propios ojos estaban llenos de lágrimas, que bajarían rodando por su cara, que no podría contenerlas. ¿Dónde diablos estaba el pañuelo? Un enorme, limpio y blanco pañuelo de lino que parecía un pañuelo de hombre. ¡Qué horror! La punta doblada le raspó los párpados. A veces lloraba en la iglesia, cuando la música gemía terriblemente y las muchachas permanecían en veladas filas, todas en silencio, salvo por el tintineo de las cuentas al deslizarse por entre sus dedos. Entonces todas le eran extrañas, ¿y si conocieran sus pensamientos? Supongamos que dijese en voz alta: «¡Amo a Carlos!». La idea la hacía sonrojar completamente, hasta que le sudaba la frente y se le ponían rojas las manos. Comenzaría a rezar con frenesí: «¡Oh, María! ¡Oh, María! ¡Madre misericordiosa!», mientras, hundidos en la profundidad de sus palabras, sus pensamientos se precipitarían en una suene de trance: «Oh, Dios querido, ese es mi secreto. Es un secreto entre Tú y yo. ¡Me moriría si alguien lo supiera!».
       Volvió nuevamente los ojos hacia la pareja sentada a la larga mesa, justo a tiempo para ver una vez más el chal que empezaba a deslizarse, siempre con mucha lentitud, del hombro de Blanca. Un hondo estremecimiento de tensas fibras corrió por la piel de Violeta y se hizo del todo intolerable cuando Carlos alargó el brazo para tomar el ribete del chal con sus largos dedos. Su muñeca giró con un movimiento delicado, el chal volvió a su lugar, Blanca sonrió, tartamudeó y se mordió el labio.
       Violeta no soportaba ver aquella escena. No, no. Quería apretarse las manos sobre el corazón, sofocar el lento y ardiente dolor. Era como un pequeño cántaro colmado de llamas que ella no podía apagar. ¡Era cruel por parte de Blanca y de C:arlos el sentarse allí, leer y estar tan encantados el uno con el otro sin ni siquiera pensar en ella! Pero ¿qué podría decir si advenían su presencia? Nunca la notaban.
       Blanca se levantó.
       —Estoy cansada de la poesía antigua. Es demasiado triste. ¿Qué más podemos leer?
       —Démonos un empacho de poesía alegre y moderna —sugirió Carlos, cuyos propios versos eran considerados extremadamente alegres y modernos.
       Violeta siempre se escandalizaba cuando él los calificaba de divertidos. No podía hablar en serio. Era sólo su modo de fingir que no estaba triste cuando los escribía.
       —Léeme otra vez sus nuevos poemas.
       Blanca siempre alababa a Carlos. Eso se percibía debajo de su voz, como un hilillo de azúcar. Y Carlos la dejaba hacer. Siempre parecía darse cierto aire de superioridad con Blanca, pero ella era incapaz de darse cuenta, porque, en realidad, no pensaba más que en la manera en que se había sujetado el pelo o si la gente la consideraba guapa. Violeta deseaba con toda el alma hacerle una mueca a Blanca, que posaba ridículamente, inclinada sobre la mesa.
       Debido a la pantalla de seda roja, su rostro no se veía cetrino como era habitual. La nariz delgada y los labios pequeños arrojaban sombras sobre su mejilla. Odiaba ser pálida y había adquirido la costumbre, al leer, de pasarse dos dedos en movimientos circulares, primero por una mejilla y después por la otra, hasta hacer arder en ellas unas manchas muy rojas durante largo ralo. Violeta sentía deseos de chillar cuando veía a Blanca hacer eso durante horas. ¿Por qué mamacita no le decía nada acerca de ello? Ese jugueteo la sacaba de quicio.
       —No tengo los nuevos aquí —dijo Carlos.
       —Pues que sean los viejos —aceptó Blanca con alegría.
       Fue hacia las estanterías con Carlos a su lado. No encontraron el libro. Sus manos se rozaron mientras sus dedos recorrían los volúmenes. Algo en el íntimo murmullo de sus voces lastimó a Violeta profundamente. Compartían algún delicioso secreto, la excluían a propósito. Habló.
       —Si quieres tu libro, Carlos, yo puedo encontrarlo.
       Ante el sonido de su propia voz, se sintió serena, firme y con fuerzas para todo. Con ese tono trataba de excluir a Blanca.
       Ellos se volvieron y la miraron sin interés.
       —¿Y dónde puede estar, niña?
       Cuando no leía en voz alta, la voz de Carlos siempre tenía ese filo escalofriante, y sus ojos no dejaban de sondearlo todo. Con una mirada, parecía ver todos los pecados del otro. Violeta recordó sus pies y se tiró de la falda hacia abajo. La visión de las pequeñas zapatillas de satén gris de Blanca le resultaba odiosa.
       —Lo tengo yo. Lo he tenido durante toda una semana.
       Clavó la vista en la punta de la nariz de Blanca, esperando que comprendieran lo que quería decirles: «¡Ya ves, lo tengo como un tesoro!».
       Sintiéndose un poco torpe se levantó, y salió andando en una curiosa imitación del paso adulto de Blanca. Ello la hizo espantosamente consciente de sus piernas largas y rectas con sus calcetines de rayas.
       —Te ayudaré a buscar —dijo Carlos, como si se le hubiera ocurrido algo interesante, y la siguió.
       Por encima del súbitamente próximo hombro de él, Violeta vio la cara de Blanca. Parecía muy vaga y remota, como la de una muñeca afligida. Los ojos de Carlos eran enormes y no dejaba de sonreír. Violeta deseaba salir corriendo. Él dijo algo en voz baja. Ella no entendió ni una palabra, y era imposible encontrar el cordel de la lámpara de aquel estrecho y oscuro corredor. La asustaba el suave taconeo de las suelas de goma de Carlos, que la seguía tan de cerca mientras cruzaban sin hablar el helado comedor, cargado del olor de la fruta que ha estado todo el día en un lugar cerrado. Cuando llegaron a la pequeña galería abierta sobre la entrada del patio, la luz de la luna, tan radiante tras las sombras de la casa, parecía casi cálida. Violeta revolvió una pila de libros sobre la mesita, pero no los distinguía, y la mano le temblaba tanto que no podía coger nada.
       La mano de Carlos apareció, curvada, se apoyó sobre la suya y la sujetó con firmeza. Sus mejillas, redondas y tersas, y sus tensas cejas se destensaron. La boca de él tocó la suya e hizo un ligero chasquido. Ella se sintió arrancada y separada como si una mano la empujase con violencia. Y en ese segundo la mano de él estuvo sobre su boca, suave y tibia, y sus ojos estuvieron puestos en ella, temiblemente cerca. Violeta también abrió mucho los ojos y los clavó en él. Esperaba hundirse en una mirada tibia y gentil, como el contacto de su palma. En cambio, se sintió brusca e intensamente herida, como si hubiera tropezado con una silla en la oscuridad. Los ojos de él eran brillantes y planos, casi como los ojos de Pepe, el guacamayo. Sus pálidas y lanudas cejas estaban arqueadas, su boca sonreía apretada. Un enorme malestar se inició en la boca del estómago de ella, como sucedía siempre cuando la llamaban para dar explicaciones a la madre superiora. Algo estaba muy mal. El corazón le martilleó hasta que se sintió a punto de ahogarse. Estaba enfadada con todas sus fuerzas y apartó la cabeza con un movimiento brusco.
       —¡Quítame la mano de la boca!
       —¡Entonces estate quieta, niñita!
       Esas palabras eran pasmosas, pero la forma en que él las dijo fue más pasmosa aún, como si fueran cómplices de un secreto vergonzoso. A ella le castañetearon los dientes.
       —¡Se lo diré a mi madre! ¡Debería avergonzarte haberme besado!
       —Sólo ha sido un besito fraternal, Violeta, exactamente como beso a Blanca. ¡No seas ridícula!
       —Tú no besas a Blanca. La oí decirle a mi madre que nunca la había besado un hombre.
       —Pero yo la beso... como primo, nada más. Eso no cuenta. También nosotros somos parientes. ¿Qué te has creído?
       Oh, había cometido un espantoso error. Sabía que se había ruborizado hasta el punto de sentir palpitar la frente. Se había quedado sin aliento, pero debía explicarse.
       —Creía... que un beso... significaba... significaba... —No pudo terminar.
       —Ah, eres tan joven como un ternerito recién nacido —dijo Carlos. Su voz temblaba de un modo extraño—. Hueles como un hermoso bebé recién lavado con jabón blanco. ¡Imagínate, un bebé así, enfadado por un beso de su primo! ¡Es vergonzoso, Violeta!
       Él era detestable. Ella se vio ante él, casi como si la cara de Carlos fuera un espejo: su boca demasiado grande; su rostro era, hablando claro, una luna; su pelo era feo, con las apretadas trenzas del convento.
       —¡Oh, lo lamento tanto! —susurró.
       —¿Por qué? —La voz volvía a ser cortante—. Vamos, ¿dónde está el libro?
       —No sé —dijo ella, esforzándose por contener el llanto.
       —Pues bien, volvamos o mamacita te reñirá.
       —Oh, no, no. No puedo entrar allí. Blanca lo notará... Mamacita hará preguntas. Quiero quedarme aquí. Quiero echar a correr... ¡Matarme!
       —¡Qué tontería! —dijo Carlos—. Ven conmigo ahora mismo. ¿Qué esperabas al venir aquí sola conmigo?
       Se volvió y echó a andar. Ella se sentía avergonzada y, aunque pareciera mentira, culpable. Se había portado con total falta de pudor. Todo era real e increíble de una manera tan amarga que creía estar viviendo una pesadilla interminable y que nadie la oía pedir que la despertaran. Lo siguió, tratando de mantener la cabeza erguida.
       Mamacita cabeceaba, radiante, con el pelo ensortijado rígidamente peinado y la barbilla sobre el cuello blanco. Blanca aguardaba como una piedra en su hondo sillón, sosteniendo un librito gris y dorado en su regazo. Sus ojos llenos de ira lanzaron una mirada que se enroscó sobre sí misma como un látigo y sus pupilas se pusieron de repente tan planas y brillantes como las de Carlos. Violeta se acurrucó en su taburete y dobló las rodillas. Fijó la mirada en la alfombra para ocultar los ojos enrojecidos, porque le aterrorizaba ver el modo en que los ojos podían revelar los episodios más crueles de las personas.
       —He encontrado el libro aquí, donde correspondía —dijo Blanca—. Ahora estoy cansada. Es muy tarde. No leeremos.
       Violeta deseaba llorar de todo corazón. El colmo era que Blanca hubiera encontrado el libro. Un beso no significaba absolutamente nada y Carlos se había apartado como si se hubiera olvidado de ella. Todo estaba mezclado con los blancos ríos de luz de luna, el olor de la fruta tibia y una humedad fría en los labios que producía un diminuto chasquido. Tembló y se inclinó hasta tocar el regazo de mamacita con la frente. No podría alzar los ojos, nunca, nunca más.
       Las voces quedas sonaban agresivas, delgados hilos de metal vibraban en el aire alrededor de ella.
       —Pero si te digo que no tengo ganas de leer más.
       —Muy bien, me iré enseguida, pero me marcho a París el miércoles, así que no volveré a verte hasta el otoño.
       —Sería muy propio de ti marcharte sin ni siquiera preocuparte de decir adiós.
       Aun cuando estuviesen enfadados, seguían hablándose como dos adultos que compartían un secreto. Se acercó el taconeo de las suaves y mullidas suelas de goma de él.
       —Buenas noches, mi querida doña Paz. He pasado una velada encantadora.
       Las rodillas de mamacita se movieron; quería levantarse.
       —Qué... ¿duermes, Violeta? Bien, no dejes de escribirnos, mi querido sobrino. Tus primitas y yo te echaremos mucho de menos.
       Mamacita, despejada y sonriente, sujetaba las manos de Carlos. Se besaron. Carlos se volvió hacia Blanca y se inclinó para besarla. Ella lo atrapó entre los pliegues del chal gris, pero puso la mejilla. Violeta se levantó con las rodillas temblando. Ladeó la cabeza para eludir la mirada de aquellos ojos de guacamayo que se acercaban más y más, con su tensa, sonriente boca dispuesta a lanzarse sobre ella. Cuando él la tocó, ella se estremeció un instante, luego se enderezó y se apoyó en la pared. Se oyó a sí misma gritar inconteniblemente.

       Mamacita se sentó en el borde de la cama y dio una palmada en la mejilla de Violeta. Su mano arqueada era tibia y delicada, como sus ojos. Violeta se atragantó y volvió la cara.
       —Le he explicado a papacito que has reñido con tu primo Carlos y has sido muy ruda con él. Papacito dice que necesitas una buena renovación.
       La voz de mamacita era suave y tranquilizadora. Violeta yacía sin almohada con el cuello fruncido del camisón cubriéndole la barbilla. No contestó. Incluso un susurro le hacía daño.
       —Nos vamos al campo esta semana y vivirás en el jardín todo el verano. Te calmarás. Ahora eres toda una señorita y debes aprender a controlar tus nervios.
       —Sí, mamacita.
       La expresión del rostro de mamacita era difícil de soportar. Parecía preguntarle acerca de sus pensamientos más ocultos: esos pensamientos que no eran en absoluto reales y de los que nunca se podría hablar con nadie. Todo lo que recordaba de su vida parecía haberse fundido en un caos y una tristeza inexplicables porque todo había cambiado y era variable. Quería incorporarse, echarse al cuello de mamacita y decirle: «Me ha sucedido algo espantoso... no sé qué es», pero el corazón se le cerró firme y dolorosamente, y suspiró con toda su alma. Hasta el pecho de mamacita se había vuelto un lugar frío y extraño. La sangre corría por su interior, gritando, pero cuando el sonido llegó a sus labios fue sólo un leve gemido, como el de un cachorro.
       —No debes llorar más —dijo mamacita después de una larga pausa—. Buenas noches, pobre hija mía. Superarás esta impresión.
       El beso de mamacita en la mejilla de Violeta fue algo frío.
       Superada o no aquella impresión, nunca más se volvió a pronunciar una palabra sobre el tema. Violeta y su familia pasaron el verano en el campo. Ella se negaba a leer la poesía de Carlos, aunque mamacita la alentaba a hacerlo. Ni siquiera escuchó la lectura de sus cartas de París. Reñía en términos más igualitarios con su hermana Blanca, sintiendo que ya no era tan grande la diferencia de experiencia que las separaba. A veces la dominaba una dolorosa desdicha, porque no lograba responder a los interrogantes que anidaban en su mente. A veces se divertía haciendo feas caricaturas de Carlos.
       A principios del otoño regresó a la escuela, llorando y quejándose a su madre de que odiaba el convento. Allí no había, declaró mientras observaba cómo cerraban sus arcones, nada que aprender.


1923



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