William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)


Retirada (1934)
(“Retreat”)
Originalmente publicado en The Saturday Evening Post,
vol. 207, no. 15 (13 de octubre de 1934);
The Unvanquished
(Nueva York: Random House, 1938, 293 págs.)


I

      Por la tarde, Loosh detuvo el carro junto a la galería de atrás y desenganchó las mulas; a la hora de cenar habíamos cargado todo en el carro, salvo la ropa de cama con la que dormiríamos aquella noche. Yaya subió entonces al piso de arriba y, cuando volvió a bajar, llevaba el vestido de seda negro de los domingos y el sombrero, y su rostro ya tenía color y los ojos le brillaban.
       —¿Vamos a irnos esta noche? —preguntó Ringo—. Creía que no íbamos a salir hasta mañana.
       —No —contestó yaya—. Pero hace ya tres años que no he salido a ninguna parte; supongo que el Señor me perdonará por prepararme con un día de antelación.
       Se volvió (estábamos en el comedor, con la mesa puesta para cenar) hacia Louvinia.
       —Diles a Joby y a Loosh que estén preparados con el farol y las palas tan pronto como hayan acabado de comer.
       Louvinia puso la torta de maíz en la mesa y, al salir, se detuvo y miró a yaya.
       —¿Quiere decir que va a llevar ese pesado baúl hasta Memphis con usted? ¿Lo va a desenterrar de dónde ha estado escondido y seguro desde el verano pasado y va a llevarlo hasta Memphis?
       —Si —dijo yaya—. Voy a seguir las instrucciones del coronel Sartoris según creo que me las dio.
       Estaba comiendo; ni siquiera miró a Louvinia. Louvinia se quedó parada en la puerta de la despensa, mirando a la nuca de yaya.
       —¿Por qué no lo deja aquí, donde está bien escondido y yo puedo cuidar de él? ¿Quién iba a encontrarlo, aunque ellos vivieran otra vez? Es por el amo John por quien han puesto la recompensa; no por un baúl lleno de…
       —Tengo mis razones —dijo yaya—. Haz lo que te he dicho.
       —Muy bien. ¿Pero cómo es que quiere desenterrarlo esta noche, sino se marcha hasta maña…?
       —Haz lo que te he dicho —repitió yaya.
       —Sí, señora —dilo Louvinia.
       Salió, Miré a yaya, que comía con el sombrero descansando en la misma coronilla de la cabeza, mientras Ringo me miraba por detrás de la silla de yaya, haciendo girar un poco los ojos.
       —¿Por qué no dejarlo escondido? —dije—. Será ya demasiada carga para el carro. Joby dice que ese baúl debe pesar unas mil libras.
       —¡Mil disparates! —exclamó yaya—. No me importa que pese diez mil libras.
       Entró Louvinia.
       —Están preparados —dijo—. Me gustaría que me dijera por qué va a desenterrarlo esta noche.
       —Anoche soñé con ello —dijo yaya, mirándola.
       —¡Oh! —exclamó Louvinia. Ella y Ringo parecían exactamente iguales, salvo que los ojos de Louvinia no giraban tanto como los de él.
       —Soñé que estaba asomada a la ventana y un hombre entraba en el huerto y se dirigía a donde está eso y se quedaba allí, señalándolo con el dedo —dijo yaya. Miró a Louvinia—. Un negro.
       —¿Un negro? —dijo Louvinia.
       —Si —dijo yaya.
       —¿Va a decirnos quién era?
       —No —dijo yaya.
       Louvinia se volvió hacia Ringo.
       —Ve a decirle a tu abuelito y a Loosh que cojan el farol y las palas y vengan acá.
       Joby y Loosh estaban en la cocina. Joby, sentado detrás del fogón con un plato en las rodillas, comiendo. Loosh, sentado en el arcón de madera, con las dos palas entre las rodillas, pero al principio no le vi, le tapaba la sombra de Ringo. La lámpara estaba encima de la mesa y vi la sombra de la cabeza inclinada de Ringo y su brazo, que se movía de un lado a otro, mientras Louvinia permanecía de pie entre nosotros y la lámpara, con las manos en las caderas y los codos hacia afuera, llenando la habitación.
       —Limpia bien esa chimenea —dijo.
       Joby llevaba el farol, yaya iba detrás de él, y luego Loosh; veía el sombrero de ella, la cabeza de Loosh y las hojas de las dos palas por encima de su hombro. Ringo iba resollando detrás de mí.
       —¿Con quién crees que soñó? —preguntó.
       —¿Por qué no se lo preguntas a ella? —dije. Ya estábamos en el huerto.
       —¡Ja! —dijo Ringo—. ¿Preguntárselo yo? Apuesto a que si ella se quedara aquí, ni un yanqui ni nadie se atrevería a tocarlo, ni siquiera el amo John, si lo supiera.
       Entonces Joby y yaya se detuvieron, y mientras yaya sostenía el farol en alto, Joby y Loosh desenterraron el baúl de donde lo habían escondido aquella noche del verano pasado cuando padre estaba en casa y Louvinia se quedó en la puerta del dormitorio sin encender siquiera la lámpara y Ringo y yo nos acostamos y después yo me asomé o soñé que me asomaba a la ventana y vi (o soñé que vi) el farol. Luego, con yaya aún llevando delante el farol, y Ringo y yo ayudando los dos a cargar el baúl, volvimos a casa. Antes de llegar, Joby empezó a girar hacia donde estaba el carro.
       —Metedlo en casa —dijo yaya.
       —Lo cargaremos ahora mismo y nos evitaremos tener que manejarlo otra vez por la mañana —dijo Joby—. Ven acá, negro —le dijo a Loosh.
       —Metedlo en casa —repitió yaya.
       Así que, al cabo de un momento, Joby se movió en dirección a la casa. Le oíamos resollar, diciendo «¡Ah!» a cada pocos pasos. Una vez en la cocina, soltó violentamente el extremo del baúl.
       —¡Ah! —exclamó—. ¡Ya está, gracias a Dios!
       —Subidlo arriba —dijo yaya.
       Joby se volvió y la miró. Todavía no se había enderezado; medio agachado, se volvió y la miró.
       —¿Cómo? —dijo.
       —Subidlo arriba —repitió—. Lo quiero en mi habitación.
       —¿Quiere decir que va a llevarlo arriba para luego volver a bajarlo por la mañana?
       —Alguien tiene que hacerlo —dijo yaya—. ¿Vas a ayudar, o lo subimos Bayard y yo solos?
       Entonces entró Louvinia. Ya se había desvestido. Parecía tan alta como un fantasma, en una sola dimensión como la funda de una almohada, más alta en camisón que la funda de una almohada; silenciosa como un fantasma sobre sus pies descalzos, que eran del mismo color que la sombra sobre la que se alzaba, de manera que parecía no tener extremidades, con las dos filas de uñas extendidas, ingrávidas y pálidas, como dos hileras de plumas vagamente sucias sobre el suelo, a un pie por debajo del borde del camisón, como si no estuvieran conectadas con ella. Se adelantó, apartó a Joby de un empujón y se agachó para levantar el baúl.
       —Quita de ahí, negro —dijo.
       Joby profirió un gruñido y luego echó a un lado a Louvinia.
       —Quítate, mujer —dijo. Levantó su extremo del baúl y luego se volvió para mirar a Loosh, que no había soltado el suyo—. Si vas a ir sentado encima, levanta los pies —dijo.
       Lo subimos a la habitación de yaya, y Joby ya lo estaba dejando en el suelo otra vez cuando yaya hizo que él y Loosh retiraran la cama de la pared y corrieran detrás el baúl. Ringo y yo volvimos a ayudar. No creo que le faltara mucho para pesar mil Libras.
       —Ahora quiero que todo el mundo se vaya inmediatamente a la cama, para que podamos salir mañana temprano —dijo yaya.
       —Que se lo cree usted —dijo Joby—. Que todo el mundo se levante al amanecer y se hará mediodía antes de que nos pongamos en marcha.
       —No te preocupes por eso —dijo Louvinia—. Haz lo que te dice miss Rosa.
       Salimos; dejamos a yaya junto a la cama, que ahora estaba bastante apartada de la pared y en una posición tan inadecuada que cualquiera se habría dado cuenta en seguida de que allí se ocultaba algo, aunque el baúl, que tanto Ringo y yo como Joby creíamos entonces que pesaba mil libras, hubiera podido ser escondido. Tal como estaba, no hacia más que proclamarlo. Yaya cerró la puerta detrás de nosotros, y entonces Ringo y yo nos paramos en seco en el pasillo y nos miramos. Desde que podía recordar, jamás había habido llave, por dentro o por fuera, en ninguna puerta de la casa. Sin embargo, oímos girar una llave en la cerradura.
       —No sabía que hubiera una llave que encajara ahí, y menos aún que diera la vuelta —dijo Ringo.
       —Y eso es otro asunto tuyo y de Joby —dijo Louvinia. Ella no se había detenido; ya se estaba echando en el camastro y, cuando la miramos, empezó a tirar de la colcha tapándose la cara y la cabeza.
       —Id a acostaros.
       Fuimos a nuestra habitación y comenzamos a desnudarnos. La lámpara estaba encendida y entre las dos sillas se extendía nuestra ropa de los domingos, que nosotros también nos pondríamos para ir a Memphis.
       —¿Con quién crees que soñó ella? —preguntó Ringo. Pero no era necesario contestarle; sabía que Ringo se daría cuenta de que no hacia falta.



II

      Nos pusimos la ropa de los domingos a la luz de la lámpara, junto a la cual tomamos el desayuno y escuchamos a Louvinia en el piso de arriba mientras quitaba de la cama de yaya y de la mía las sábanas con las que habíamos dormido y enrollaba el jergón de Ringo y lo llevaba todo abajo; al despuntar el día, salimos hacia el sitio en que Loosh y Joby ya habían dejado las mulas enganchadas al carro, y donde Joby se erguía vestido con lo que él también denominaba su ropa de los domingos: la vieja levita y el raído gorro de castor de padre. Luego salió yaya (aún con el sombrero y el vestido de seda negra, como si hubiera dormido con ellos, pasando la noche en pie, tiesa y rígida, con la mano en la llave que había sacado no se sabía de dónde para cerrar su puerta por primera vez, según las noticias que teníamos Ringo y yo), con el chal sobre los hombros y llevando la sombrilla y el mosquete que había descolgado de las clavijas de encima de la chimenea. Tendió el mosquete a Joby.
       —Toma —dijo. Joby lo miró.
       —No vamos a necesitarlo —dijo.
       —Ponlo en el carro —dijo yaya.
       —No. No necesitamos nada parecido. Estaremos en Memphis tan pronto que nadie tendrá tiempo de enterarse de que vamos por el camino. De todos modos, confió en que el amo John haya limpiado bien de yanquis la distancia que hay de aquí a Memphis.
       Esta vez yaya no dijo nada en absoluto. Se quedó ahí parada, sosteniendo el mosquete hasta que, al cabo de un rato, Joby lo cogió y lo metió en el carro.
       —Ahora ve por el baúl —dijo yaya.
       Joby todavía estaba colocando el mosquete dentro del carro; se detuvo, volviendo un poco ligeramente la cabeza.
       —¿Qué? —exclamó. Se volvió algo más, sin mirar aún a yaya, que seguía en los escalones, mirándole; él no nos miraba a ninguno de nosotros; sin dirigirse a nadie en particular, dijo:
       —¿No se lo había dicho?
       —No recuerdo que alguna vez se te ocurriera algo y no se lo contaras a alguien al cabo de diez minutos —dijo yaya—. Pero, ahora, ¿a qué te refieres exactamente?
       —No importa —dijo Joby—. Ven acá, Loosh. Trae a ese chico contigo.
       Pasaron delante de yaya y siguieron su camino. Ella no les miró; era como si hubiesen desaparecido no sólo de su vista, sino también de su pensamiento. Evidentemente, así lo creyó Joby.
       Él y yaya eran de ese modo; parecían un hombre y una yegua, una yegua de pura sangre, que soporta al hombre sólo hasta cierto limite, y el hombre sabe que la yegua aguantará lo justo y, cuando llega ese punto, se da cuenta exactamente de lo que va a ocurrir. Y entonces sucede: la yegua le da una coz, no con maldad, sino sólo lo suficiente, y el hombre, como sabe lo que iba a venir, cuando ha sucedido o cree que ya ha sucedido, se alegra, de manera que se tumba o se sienta en el suelo y maldice un poco a la yegua porque piensa que ya se ha terminado, que todo se ha acabado, y entonces la yegua vuelve la cabeza y le da un mordisco. Así eran Joby y yaya, y yaya siempre le hostigaba, no con severidad: sólo lo estrictamente necesario, como ahora; él y Loosh casi estaban cruzando la puerta y yaya seguía sin mirarles siquiera, cuando Joby dijo:
       —No se lo digo. Y creo que ni usted puede discutirlo. Entonces, sin mover nada más que los labios, mientras seguía mirando más allá del carro que aguardaba como si no fuésemos a ningún sitio, y Joby ni siquiera existiera, yaya dijo:
       —Y vuelve a arrimar la cama a la pared.
       Esta vez Joby no contestó. Se quedó absolutamente quieto, sin volverse para mirar a yaya, hasta que Loosh dijo a media voz:
       —Vamos, papi, sigue.
       Siguieron adelante; yaya y yo nos quedamos al fondo de la galería y les oímos sacar a rastras el baúl y empujar otra vez la cama hasta donde había estado el día anterior; les oímos bajar las escaleras con el baúl: los torpes y pausados golpes, resonantes como en un ataúd. Luego salieron a la galería.
       —Ve a ayudarles —dijo sin mirar atrás—. Recuerda que Joby se va haciendo viejo.
       Metimos el baúl en el carro, al lado del mosquete y la cesta de comida, y subimos —yaya en el pescante junto a Joby, con el sombrero en la misma coronilla de la cabeza y el parasol levantado aun antes de que el roció empezara a disiparse— y nos pusimos en marcha. Loosh ya había desaparecido, pero Louvinia aún seguía al borde de la galería con el sombrero viejo de padre encima del pañuelo de la cabeza. Luego dejé de mirar atrás, aunque notaba que Ringo, sentado a mi lado encima del baúl, se volvía a cada pocas yardas, hasta que pasamos el portón y salimos al camino de la ciudad. Después llegamos a la curva donde el verano pasado habíamos visto al sargento yanqui en el brioso caballo.
       —Ya ha desaparecido —dijo Ringo—. ¡Adiós, Sartoris; hola, Memphis!
       Empezaba a salir el sol cuando tuvimos Jefferson a la vista; pasamos delante de una compañía de tropas que acampaba en un prado junto al camino, y tomaba el desayuno. Sus uniformes ya habían dejado de ser grises; casi eran del color de hojas muertas, y algunos de ellos ni siquiera llevaban uniforme, y un hombre que vestía un par de pantalones azules de los yanquis con una franja amarilla de caballería, como los que padre trajo a casa el verano pasado, nos hizo señas con una sartén.
       —¡Eh, Mississippi! —gritó—. ¡Hurra por Arkansas!
       Dejamos a yaya en casa de la señora Compson, para despedirse de ella y pedirle que se acercara por casa de vez en cuando y cuidara de las flores. Luego, Ringo y yo seguimos en el carro hasta el almacén, y ya salíamos con el saco de sal cuando el tío Buck MacCaslin cruzó la plaza renqueando, agitando el bastón y vociferando, y, detrás de él, el capitán de la compañía que habíamos adelantado mientras desayunaba en los pastos. Eran dos; me refiero a que había dos MacCaslin, gemelos, Amodeus y Theophilus, sólo que todo el mundo les llamaba Buck y Buddy, salvo ellos mismos. Eran solteros, y tenían una gran plantación de tierra de aluvión a unas quince millas de la ciudad. Había en ella una enorme casa colonial construida por su padre, de la que decía la gente que seguía siendo una de las casas más elegantes del país cuando la heredaron. Pero ya no lo era, porque tío Buck y tío Buddy no vivían en ella. Jamás la habían habitado desde que murió su padre. Vivían en una casa de troncos de dos habitaciones con una docena de perros, más o menos, y tenían a sus negros en la mansión. Ya no quedaban ventanas y un niño podía abrir cualquiera de las cerraduras con una horquilla del pelo, pero todas las noches, cuando los negros volvían de los campos, tío Buck o tío Buddy solían meterles en la casa y cerrar la puerta con una llave casi tan grande como una pistola de arzón; probablemente, seguirían cerrando la puerta de entrada mucho después de que el último negro hubiera escapado por atrás. Y la gente decía que tío Buck y tío Buddy lo sabían, y que los negros sabían que ellos lo sabían, sólo que era como un juego con sus reglas: ni tío Buck ni tío Buddy debían atisbar por la esquina trasera de la casa mientras el otro cerraba la puerta, ninguno de los negros tenía que escapar en modo tal que le vieran, aun cuando fuese por un inevitable accidente, ni escaparse en cualquier otro momento; hasta se decía que los que no podían salir mientras cerraban la puerta, se consideraban a sí mismos, voluntariamente, como fuera del juego hasta la noche siguiente. Después, solían colgar la llave en un clavo junto a la puerta y volvían a su casita llena de perros para cenar y jugar una partida de póquer mano a mano; y se afirmaba que ningún hombre del Estado o del río se habría atrevido a jugar con ellos aun en el caso de que no hicieran trampas, pues tal como lo jugaban entre ellos, apostándose mutuamente negros y carros cargados de algodón, el mismo Dios se habría defendido contra uno, pero contra los dos a la vez incluso Él habría perdido hasta la camisa.
       Pero había algo más que eso respecto a tío Buck y tío Buddy. Padre decía que estaban adelantados a su tiempo; que no sólo poseían, sino que también ponían en práctica ideas sobre las relaciones sociales que quizá serían populares cincuenta años después de la muerte de ambos. Tales ideas eran acerca de la tierra. Creían que la tierra no era propiedad de las personas, sino que las personas pertenecían a la tierra y que la tierra les permitiría vivir en ella o fuera de ella y disfrutarla sólo en la medida en que se comportaran, y que si no se portaban bien, las despediría con una sacudida, como un perro que se quita las moscas de encima. Seguían una especie de método para llevar la contabilidad que debía ser aún más complicado que el tanteo de las apuestas que se hacían entre si, y por el cual todos sus negros llegarían a ser libres, no con libertad regalada, sino ganada, no comprándola con dinero a tío Buck y tío Buddy, sino lograda con trabajo en la plantación. Sólo que había otros además de los negros, y ésa era la razón por la que tío Buck cruzaba la plaza renqueando, agitando el bastón hacia mí y vociferando, o al menos lo que hacía que tío Buck cojeara y gritara y blandiera el bastón. Un día contó padre que de repente se dieron cuenta de que si el país se dividía alguna vez en feudos particulares, ya fuera por los votos o por las armas, ninguna familia podría contender con los MacCaslin porque todas las demás familias sólo podrían reclutar a sus primos y parientes, mientras que tío Buck y tío Buddy ya dispondrían de un ejército. Lo formarían los pequeños labradores, la gente a quien los negros llamaban «basura blanca: hombres que no habían poseído esclavos y que vivían, algunos de ellos, peor aun que los esclavos de las grandes plantaciones. Ése era otro aspecto de las ideas que tío Buck y tío Buddy tenían acerca de los hombres y de la tierra, de las cuales decía padre que aún no estaban extendidas, y por las que tío Buck y tío Buddy convencieron a los blancos para que mancomunaran sus sembrados de pobre e insignificante tierra junto con los negros y la plantación de los MacCaslin, prometiéndoles a cambio nadie sabía exactamente qué, salvo que sus mujeres e hijos tenían zapatos, cosa que no todos habían tenido antes, y muchos de ellos hasta iban a la escuela. De todos modos, ellos (los blancos, la basura) consideraban a tío Buck y tío Buddy como la misma Divinidad, de manera que cuando padre empezó a reclutar su primer regimiento para dirigirse a Virginia y tío Buck y tío Buddy fueron a la ciudad para alistarse y los otros decidieron que eran demasiado viejos (pasaban de los setenta), por un momento pareció como si el regimiento de padre tuviera que librar su primera batalla en nuestras mismas praderas. Al principio, tío Buck y tío Buddy dijeron que formarían una compañía con sus propios hombres en oposición a los de padre. Luego se dieron cuenta de que aquello no detendría a padre, así que entonces tío Buck y tío Buddy apretaron realmente las clavijas a padre. Le dijeron que si no les dejaba marchar, los soldados rasos que constituían el sólido bloque de votos de la basura blanca que ellos dominaban, no sólo obligarían a padre a convocar una elección especial de oficiales antes de que el regimiento saliera de los prados, sino que también degradarían a padre de coronel a comandante o, quizás, a capitán. A padre no le preocupaba cómo le llamaran; le habría dado igual ser coronel o cabo, con tal que le dejaran dar órdenes, y probablemente no le habría importado que el mismo Dios le hubiera degradado a soldado raso; era la idea de que en los hombres que él mandaba pudiera estar latente el poder, por no decir el deseo, de agraviarle de aquella manera. Así que llegaron a un acuerdo; al fin decidieron que se permitiría marchar a uno de los MacCaslin. Padre y tío Buck y tío Buddy cerraron el trato con un apretón de manos y lo cumplieron; al verano siguiente, después de la segunda batalla de Manassas, cuando los soldados degradaron a padre, los votos de MacCaslin le apoyaron, se retiraron del regimiento junto con padre, volvieron a Mississippi con él y formaron su caballería irregular. De modo que tenía que marcharse uno, y entre ellos decidieron cuál había de ser: lo resolvieron de la única forma posible mediante la cual el triunfador pudiese estar seguro de que se había ganado ese derecho y el perdedor tener la certeza de que le había derrotado un adversario mejor que él; tío Buddy miró a tío Buck, y dijo:
       —De acuerdo, Philus, viejo zopenco hijo de puta. Saca las cartas.
       Padre contó que aquello fue magnifico, que lo presenció gente que jamás había visto nada igual en cuanto a frialdad y despiadada habilidad. Jugaron tres manos de póquer cerrado, las dos primeras dadas por turno para que el ganador de la segunda repartiese la tercera; ahí se sentaron (alguien había extendido una manta y el regimiento entero miraba), el uno frente al otro, con sus dos viejas caras que no se parecían tan exactamente entre si como se asemejaban a algo que uno recordaba al cabo del tiempo: el retrato de alguien que había muerto hacia mucho y al que con sólo mirarle se sabía que había sido predicador cien años atrás en algún sitio como Massachusetts; se quedaron allí sentados e igualaron correctamente las posturas con las cartas boca abajo sin que, por lo visto, les miraran siguiera el dorso, de moda que tuvieron que dar cartas ocho o diez veces antes de que los jueces pudieran estar seguros de que ninguno de ellos conocía verdaderamente la mano que tenía el otro. Y perdió tío Buck: así que ahora tío Buddy era sargento en la brigada de Trennant, en Virginia, y tío Buck venía renqueando por la plaza, agitando el bastón hacia mí y aullando:
       —¡Voto a Dios, ése es! ¡Es el chico de John Sartoris! El capitán se acercó y me miró.
       —He oído hablar de tu padre —dijo.
       —¿Qué ha oído hablar de él? —gritó tío Buck. Pero la gente ya había empezado a pararse en la acera para escucharle, como hacia siempre, sonriéndose de modo que él no pudiera verlo.
       »—¿Quién no ha oído hablar de él en este país? Pregunte alguna vez a los yanquis por él. ¡Por Cristo!, reclutó de su propio bolsillo el primer maldito regimiento de Mississippi, y lo llevó a Virginia y vapuleó a los yanquis a diestra y siniestra antes de descubrir que lo que había comprado y pagado no era un regimiento de soldados sino una asamblea de políticos y de imbéciles. ¡De imbéciles, repito! —gritó, sacudiendo el bastón hacia mí y mirando airadamente con sus feroces ojos llorosos, semejantes a los de un viejo halcón, mientras la gente le escuchaba y sonreía a lo largo de la calle, donde él no pudiera verlo, y el desconocido capitán le contemplaba con cierta curiosidad porque nunca había oído hablar a tío Buck; y yo no dejaba de pensar en Louvinia, con el sombrero viejo de padre puesto, y de desear que tío Buck acabase y se callara para que nosotros pudiéramos seguir nuestro camino.
       »—¡Imbéciles, repito! No me importa si aquí hay personas que aún afirman ser parientes de los hombres que le eligieron coronel y le siguieron, a él y a Stonewall Jackson, hasta llegar a la distancia de un escupitajo de Washington sin apenas perder un solo hombre, y luego, al año siguiente, cambiaron de parecer y votaron para degradarle a comandante y elegir en su lugar a un tipo abominable que ni siquiera sabía por qué extremo del rifle se disparaba hasta que John Sartoris se lo enseñó.
       Dejó de gritar con tanta facilidad como había empezado, pero los gritos estaban ahí mismo, esperando comenzar de nuevo tan pronto como encontrara algo más que vocear.
       —No diré que Dios os guarde a ti y a tu abuela en el camino, muchacho, porque, ¡por Cristo!, no necesitáis la ayuda de Dios ni de nadie más; lo único que tienes que decir es: «Soy el chico de John Sartoris; corred al cañaveral, conejos», y luego ver cómo huyen los «hijoputas» de barrigas azules.
       —¿Es que se marchan, se van de aquí? —preguntó el capitán.
       Entonces tío Buck empezó a aullar de nuevo, entregándose a los gritos con facilidad, sin tener siquiera que tomar aliento.
       —¿Marcharse? ¡Por Satanás! ¿Quién va a cuidar de ellos por aquí? John Sartoris es un maldito imbécil; votaron para que abandonara su propio regimiento particular en atención a él, para que pudiera irse a casa y cuidar de su familia, sabiendo que si él no lo hacia, probablemente no lo haría nadie de por aquí. Pero aquello no iba con John Sartoris, porque John Sartoris es un tremendo y maldito cobarde egoísta, que tiene miedo de quedarse en casa, donde los yanquis podrían atraparle. Si, señor. Tiene tanto miedo que necesita reclutar otra partida de hombres para que le protejan cada vez que se acerca a cien pies de una brigada yanqui. Explora el país de arriba abajo, buscando yanquis para luego eludirles: pero, si yo estuviera en su lugar, habría vuelto a Virginia y enseñado a ese nuevo coronel lo que es combatir. Pero John Sartoris no. Es un cobarde y un imbécil. Lo mejor que puede hacer es esquivar a los yanquis y huir de ellos hasta que tengan que poner precio a su cabeza, y ahora debe mandar a su familia fuera del país: a Memphis, donde el Ejército de la Unión quizá cuide de ella, porque no parece que su gobierno ni sus conciudadanos vayan a hacerlo.
       Entonces se quedó sin aliento, o sin palabras, en todo caso, ahí parado con la barba manchada de tabaco, temblando, mientras le chorreaba más tabaco de la boca y agitaba el bastón hacia mi. De modo que levanté las riendas; sólo habló el capitán, que no me perdía de vista.
       —¿Cuántos hombres tiene tu padre en su regimiento? —preguntó.
       —No es un regimiento, señor —contesté—. Calculo que tendrá unos cincuenta.
       —¿Cincuenta? —dijo el capitán—. ¿Cincuenta? La semana pasada hicimos un prisionero que dijo que tenía más de mil. Dijo que el coronel Sartoris no combatía; que sólo robaba caballos.
       Pero a tío Buck le quedaba suficiente aire para reírse. Parecía una gallina, dándose palmadas en la pierna y agarrado a la rueda del carro como si estuviera a punto de caerse.
       —¡Eso es! ¡Ése es John Sartoris! Él  captura los caballos; cualquier imbécil puede salir y atrapar a un yanqui. Estos dos condenados chicos lo hicieron el verano pasado… bajaron al portón y volvieron con un regimiento, y ellos sólo… ¿Cuántos años tienes, chico?
       —Catorce —dije.
       —Todavía no tenemos catorce —dijo Ringo—. Pero los cumpliremos en septiembre, si vivimos y no pasa nada… Creo que yaya estará esperándonos, Bayard.
       Tío Buck dejó de reírse. Dio un paso atrás y dijo:
       —Adelante. Os queda mucho camino.
       Hice girar el carro.
       —Cuida de tu abuela, chico, o John Sartoris te desollará vivo. ¡Y si él no lo hace, yo lo haré! —Cuando el carro estuvo derecho, echó a andar a su lado, renqueando—. ¡Y cuando le veas, dile que he dicho que deje tranquilos a los caballos durante una temporada y mate a los hijoputas de barrigas azules! ¡Qué les mate!
       —Si, señor —contesté, y seguimos adelante.
       —Ese mala lengua ha tenido suerte de que yaya no estuviera aquí —dijo Ringo.
       Ella y Joby nos estaban esperando a la puerta de los Compson.
       Joby tenía otra cesta con una servilleta por encima, de la que sobresalían el cuello de una botella y algunos esquejes de rosal. Entonces Ringo y yo nos sentamos otra vez en la parte de atrás y él se volvía a cada pocos pasos, diciendo:
       —¡Adiós, Jefferson! ¡Hola, Memphis!
       Después de llegar a lo alto de la primera colina, miró hacia atrás y, esta vez con tranquilidad, dijo:
       —Suponte que nunca acaben de combatir.
       —Muy bien —contesté—. Supongámoslo. —No volví la vista.
       A mediodía nos paramos en un arroyo y yaya abrió la cesta, sacó los esquejes de rosal y se los tendió a Ringo.
       —Después de beber, moja las raíces en el arroyo —dijo—. Las raíces, envueltas en un paño, aún tenían tierra; cuando Ringo se agachó hacia el agua, le vi pellizcar un poco de barro y empezar a guardárselo en el bolsillo. Entonces levantó los ojos, vio que le estaba mirando e hizo como si fuera a tirarlo. Pero no lo hizo.
       —Supongo que puedo guardarme barro, si quiero —dijo.
       —Pero no es barro de Sartoris —dije.
       —Lo sé —dijo—. Pero es más duro que el barro de Memphis. Más sólido que el que tú tienes.
       —¿Qué te apuestas? —dije. Me miró—. ¿Qué te juegas?
       —¿Qué te juegas tú? —contestó él.
       —Ya lo sabes —dije. Se hurgó en el bolsillo y sacó la hebilla que desprendimos de la silla del yanqui cuando matamos el caballo el verano pasado.
       —Échamela aquí —dijo. Así que me saqué del bolsillo la caja de rapé y le vacié la mitad de la tierra (era algo más que tierra de Sartoris; también era Vicksburg: en ella estaban los gritos de guerra, las formaciones de batalla, las fatigadas armas, lo último inconquistable) en la mano.
       —Lo sé —dijo—. Es de detrás del ahumadero. Te has traído un montón.
       —Si —contesté—. He traído lo suficiente para que dure.
       Remojábamos los esquejes cada vez que nos deteníamos y abríamos la cesta, y al cuarto día aún quedaba algo de comida, porque al menos una vez por día nos deteníamos en casas del camino y comíamos en ellas, y la segunda noche cenamos y desayunamos en la misma casa. Pero ni siquiera entonces entró yaya a dormir. Se hizo la cama en el carro, junto al arcón, y Joby durmió debajo del carro con el rifle al lado, como cuando acampábamos en el camino. Sólo que no solíamos hacerlo exactamente en el camino, sino metidos un poco en el bosque; a la tercera noche, yaya estaba en el carro y Joby y Ringo y yo debajo de él, cuando aparecieron unos caballos y yaya dijo:
       —¡Joby! ¡El rifle!
       Alguien desmontó, le quitó el rifle a Joby, encendieron una antorcha y vimos el color gris.
       —¿Memphis? —dijo el oficial—. No pueden ir a Memphis. Ayer hubo un combate en Cockrum y los caminos están llenos de patrullas yanquis. No sé cómo demonios —excúseme, señora (detrás de mí, dijo Ringo: «Ve a buscar el jabón»)— han llegado tan lejos. Si yo fuera usted, ni siquiera intentaría volver, me detendría en la primera casa que encontrara y ahí me quedaría.
       —Creo que seguiremos adelante —dijo yaya—, tal como nos dijo John… el coronel Sartoris. Mi hermana vive en Memphis; allí vamos.
       —¿El coronel Sartoris? —dijo el oficial—. ¿Se lo dijo el coronel Sartoris?
       —Soy su suegra —dijo yaya—. Éste es su hijo.
       —¡Por Dios, señora! No puede dar un paso más. ¿No comprende que si les capturan a usted y a este muchacho, casi podrían obligarle a presentarse y entregarse?
       Yaya le miró; estaba sentada en el carro y llevaba el sombrero puesto.
       —Evidentemente, mi experiencia con los yanquis ha sido diferente de la suya. No tengo motivos para creer que sus oficiales —supongo que seguirá habiendo oficiales entre ellos— molesten a una mujer y dos niños. Se lo agradezco, pero mi hijo nos ha ordenado que vayamos a Memphis. Si hay alguna información que mi conductor deba saber, le agradecería que le diera instrucciones.
       —Entonces, permítame que les dé escolta. O, mejor aún, hay una casa a una milla de distancia; dé la vuelta y espere allí. El coronel Sartoris estuvo ayer en Cockrum; creo que podré encontrarle y llevarle hasta usted.
       —Gracias —dijo yaya—. Dondequiera que el coronel Sartoris esté, sin duda se hallará ocupado en sus propios asuntos. Creo que seguiremos hasta Memphis, tal como nos ordenó.
       De modo que se marcharon, y Joby volvió debajo del carro y puso el mosquete entre nosotros, pero, cada vez que me daba la vuelta, chocaba con él, así que le hice apartarlo y él trató de ponerlo en el carro, junto a yaya, y ella no se lo permitió, de manera que lo apoyó contra un árbol y nos dormimos: luego, tomamos el desayuno y seguimos adelante, mientras Ringo y Joby miraban detrás de cada árbol que pasábamos.
       —No vais a encontrarles detrás de cada árbol que pasemos —dije.
       No les encontramos. Habíamos dejado atrás una casa incendiada, y estábamos pasando por otra en la que un viejo caballo blanco miraba desde el otro lado de la puerta de la cuadra, cuando distinguí a seis hombres corriendo por el campo de al lado, y luego vimos una nube de polvo que venía de un sendero que cruzaba el camino.
       —Parece como si esa gente tratara de que los yanquis se apoderen de sus animales, haciéndolos correr así, de uno a otro lado del camino a plena luz del día —dijo Joby.
       Emergieron de la nube de polvo al galope, sin vernos en absoluto, cruzando el camino, y los primeros diez o doce ya habían saltado la zanja con pistolas en la mano, como cuando uno corre con un tronco de leña para el fogón en equilibrio sobre la palma de la mano; y el último salió de la polvareda con cinco hombres corriendo y agarrados a los estribos, mientras nosotros nos quedábamos quietos en el carro, Joby con la boca abierta y los ojos como platos y sujetando las mulas como si estuvieran sentados en las voleas, y yo había olvidado el aspecto que tenían las guerreras azules.
       Todo sucedió sin más ni más, velozmente: sudorosos caballos de ojos salvajes y hombres de caras salvajes colmadas de gritos, y luego yaya, erguida en el carro y golpeando en la cabeza a los cinco hombres con la sombrilla mientras ellos desenganchaban los arreos y cortaban con navajas los arneses de las mulas. No dijeron una sola palabra; ni siquiera miraron a yaya cuando les golpeaba; sólo desengancharon las mulas del carro, y luego las dos mulas y los cinco hombres desaparecieron juntos en otra nube de polvo, y las mulas salieron de la polvareda, remontándose como halcones, con dos hombres montados en ellas y otros dos cayéndose hacia atrás, justamente por encima de las colas de las mulas, y el quinto hombre corriendo ya, también, y los dos que estaban tendidos de espaldas en el camino levantándose con trozos de tiras de cuero pegadas a ellos como una suerte de virutas negras de una serrería. Los tres salieron en persecución de las mulas, y luego oímos pistoletazos a lo lejos, como si se encendiera un puñado de fósforos a la vez, y Joby aún sentado en el pescante con la boca abierta todavía y los extremos de las riendas cortadas en la mano, y yaya aún de pie en el carro con la torcida sombrilla en alto y gritándonos a Ringo y a mí mientras saltábamos fuera del carro y cruzábamos corriendo el camino.
       —El establo —dijo—. ¡El establo!
       Mientras corríamos cuesta arriba hacia la casa, veíamos a las mulas que seguían galopando por el campo, y a los tres hombres corriendo a su vez.
       Cuando dimos la vuelta a la casa, también vimos el carro en el camino, con Joby en el pescante, la lengua sacada rígidamente hacia delante, y yaya erguida, agitando la sombrilla hacia nosotros y, aunque no podía oírla, sabía que seguía gritando. Nuestras mulas se habían metido en el bosque, pero los tres hombres seguían por el campo, y el viejo caballo blanco también les observaba desde la puerta del establo; no nos vio hasta que bufó y dio una sacudida hacia atrás y pateó sobre algo que había detrás de él. Era una tosca casilla para herrar, y él estaba trabado con una cuerda a la escalerilla del sobrado e incluso había una pipa en el suelo, encendida todavía.
       Subimos por la escalera y lo montamos, y, cuando salimos del establo, aún pudimos ver a los tres hombres; pero tuvimos que detenernos mientras Ringo desmontaba para abrir el portillo del cercado y volvía a montar otra vez, de modo que ya habían desaparecido para entonces. Cuando llegamos al bosque, no había señal de ellos y tampoco podíamos oír nada, aparte de las tripas del viejo caballo. Entonces continuamos más despacio, porque de todos modos el viejo caballo no podía seguir de prisa, así que procuramos escuchar, y casi anochecía cuando volvimos al camino.
       —Pasaron por aquí —dijo Ringo. Había huellas de mula—. Son las huellas de Tinney y de Old Hundred. Las reconocería en cualquier parte. Han tirado a los yanquis y regresan a casa.
       —¿Estás seguro? —dije.
       —¿Que si estoy seguro? ¿Crees que no he seguido a las mulas en mi vida y que no puedo distinguir sus huellas cuando las veo…? ¡Tira p’alante, caballo!
       Seguimos la marcha, pero el viejo caballo no podía ir muy aprisa. Al cabo de un rato salió la luna, pero Ringo seguía diciendo que podía ver las huellas de nuestras mulas. Así que continuamos, sólo que ahora el caballo iba más despacio que nunca, porque muy pronto tuve que sujetar y ayudar a Ringo cuando resbaló, y poco después Ringo me cogió y me sujetó a mí cuando yo resbalé sin darme cuenta siquiera de que me había dormido. No sabíamos qué hora era ni nos importaba; después de un tiempo oímos el lento y sordo resonar de madera bajo los cascos del caballo y salimos del camino y atamos la brida a un arbolito; probablemente, ya estábamos dormidos al arrastrarnos bajo el puente; sin duda, seguimos arrastrándonos aún dormidos. Porque si no nos hubiéramos movido, no nos habrían encontrado.
       Me desperté, creyendo aún que soñaba con un trueno. Era de día; incluso debajo del puente, rodeado de espesa maleza, pudimos sentir el sol, aunque no inmediatamente; durante un rato nos quedamos ahí sentados, bajo el fuerte repiqueteo, mientras los sueltos tablones del puente chascaban y bailaban bajo los cascos; seguimos sentados, mirándonos fijamente el uno al otro durante un momento, a la pálida luz filtrada por los juncos, casi sin despertarnos del todo. Quizá era eso, tal vez seguíamos dormidos, el sopor nos había atrapado tan súbitamente que no tuvimos tiempo de pensar en yanquis ni en cualquier otra cosa; salimos de debajo del puente y echamos a correr sin tener memoria de haber empezado a movernos; miré una vez hacia atrás y (el camino, el puente, estaba unos cinco o seis pies más alto que el terreno inmediato) parecía como si todo el contorno del mundo estuviera lleno de caballos que corrían a lo largo del cielo. Entonces, todo volvió a estar en consonancia, igual que ayer; aunque nuestras piernas siguieron corriendo, Ringo y yo nos lanzamos como dos conejos a una mata de zarzas y, sin sentir desgarrones, nos quedamos tumbados boca abajo mientras nos envolvía un estrépito de caballos y gritos de hombres, y luego unas manos fuertes, arañando y triturando sin consideración alguna, nos sacaron a rastras de la maleza y nos pusieron en pie. Entonces reapareció el campo visual: un vacío, un intervalo de sorprendente paz y tranquilidad palpitante de roció, mientras Ringo y yo quedábamos en un circulo de caballos y de hombres montados y a pie. Entonces reconocí al imponente Júpiter, inmóvil y pálido en el amanecer como una llamarada hipnótica, y después a padre que me zarandeaba y aullaba:
       —¿Dónde está tu abuela? ¿Dónde está miss Rosa?
       Y luego Ringo, en un tono de absoluta sorpresa, exclamó:
       —¡Nos hemos olvidado de yaya!
       —¿Que os habéis olvidado? —aulló padre—. ¿Queréis decir que salisteis huyendo y la dejasteis ahí sentada en el carro, en medio del camino?
       —Dios mío, amo John —dijo Ringo—. Usted sabe que ningún yanqui la molestaría, si estuviese al tanto de lo que le conviene.
       Padre soltó un juramento:
       —¿A qué distancia la dejasteis?
       —Fue sobre las tres de la tarde de ayer —contesté—. Cabalgamos un poco anoche.
       Padre se volvió hacia los otros.
       —Muchachos, dos de vosotros montadles en la grupa; nosotros llevaremos ese caballo —luego se detuvo y se dirigió de nuevo a nosotros—: ¿Habéis comido algo?
       —¿Comer? —dijo Ringo—. Mi estómago cree que me han rebanado el gaznate.
       Padre sacó de la alforja una torta de maíz, la partió y nos la dio.
       —¿Dónde cogisteis ese caballo? —dijo.
       —Lo tomamos prestado —contesté después de un momento.
       —¿De quién? —dijo padre.
       —No lo sabemos —dijo Ringo al cabo de un momento—. El dueño no estaba allí.
       Uno de los hombres se echó a reír. Padre le lanzó una mirada cortante, y él se calló. Pero sólo por un momento, porque de repente todos empezaron a alborotar y a dar alaridos, y padre les iba mirando mientras la cara se le ponía cada vez más colorada.
       —No diga una palabra, coronel —dijo uno de ellos—. ¡Hurra por Sartoris!
       Volvimos al galope; no estaba lejos; llegamos al campo por donde habían corrido aquellos hombres y a la casa con el establo, y en el camino aún pudimos ver las tiras de los arneses en el sitio donde los habían cortado. Pero el carro no estaba. Padre llevó el viejo caballo hacia la casa y llamó en el suelo del porche con la pistola, pero la puerta de la casa estaba abierta y no salió nadie; volvimos a meter en el establo al viejo caballo; la pipa aún estaba en el suelo, junto a la volcada casilla de herrar. Volvimos al camino y padre detuvo a Júpiter en medio del revoltijo de tiras de los arneses.
       —Condenados chicos —dijo—. Condenados chicos.
       Cuando proseguimos la marcha, fuimos más despacio; tres hombres avanzaban en cabeza, fuera del alcance de la vista. Por la tarde, uno de ellos volvió al galope, y padre nos dejó a Ringo y a mí con otros tres, y él y los demás se adelantaron; casi había anochecido cuando volvieron, con los caballos algo sudorosos y trayendo otros dos nuevos con mantas azules bajo las sillas y las siglas U. S. marcadas a fuego en los lomos.
       —Le dije que ningún yanqui detendría a yaya —dijo Ringo—. Apuesto a que ahora mismo está en Memphis.
       —Espero, por vuestro bien, que así sea —dijo padre. Señaló bruscamente con la mano a los nuevos caballos—. Tú y Bayard montaréis en ésos.
       Ringo se dirigió a uno de ellos.
       —Espera —dijo padre—, el tuyo es el otro.
       —¿Quiere decir que me pertenece? —dijo Ringo.
       —No —dijo padre—. Lo tomas prestado.
       Entonces, todos nos quedamos mirando los intentos de Ringo por montar su caballo. El caballo permaneció absolutamente inmóvil hasta que sintió el peso de Ringo en el estribo; luego dio una vuelta completa hasta presentar a Ringo su otro flanco; la primera vez, Ringo acabó tumbado de espaldas en el camino.
       —Móntalo por ese lado —dijo padre, riéndose.
       Ringo miró al caballo y luego a padre, diciendo:
       —¿Montarlo por el lado contrario? Sabía que los yanquis no eran normales, pero lo que no sabía es que sus caballos tampoco lo eran.
       —Monta —dijo padre—. Está ciego del ojo de acá.
       Se hizo de noche mientras cabalgábamos, y al cabo de un rato me despertó alguien que me sujetaba en la silla, y nos detuvimos en unos árboles y encendieron fuego, pero Ringo y yo no nos despertamos ni para comer, y luego volvió a amanecer y se habían ido todos, menos padre y otros once, pero tampoco entonces nos pusimos en marcha; nos quedamos todo el día en la arboleda.
       —¿Qué vamos a hacer ahora? —dije.
       —Voy a llevaros a casa, condenados chicos, y luego iré a Memphis a buscar a tu abuela —dijo padre.
       Partimos justo antes de oscurecer; miramos durante un rato a Ringo, que intentaba montar su caballo por el lado izquierdo, y después seguimos adelante. Cabalgamos hasta el amanecer y volvimos a detenernos. Esta vez no encendimos fuego; tampoco desensillamos inmediatamente los caballos; nos quedamos escondidos en el bosque, y luego padre me despertó de un manotazo. Ya había salido el sol y seguimos tumbados, oyendo pasar una columna de infantería yanqui por el camino, y después volví a dormirme. Era mediodía cuando me desperté. Entonces había fuego, sobre el cual se asaba un cochinillo, y después comimos.
       —A medianoche estaremos en casa —dijo padre.
       Júpiter estaba descansado. Durante un rato rechazó la brida y luego no quería que padre lo montara, y aun después de emprender la marcha quería adelantarse; padre tuvo que retenerlo entre Ringo y yo. Ringo estaba a su derecha.
       —Será mejor que tú y Bayard cambiéis de lado —le dijo padre a Ringo—, para que tu caballo vea lo que hay junto a él.
       —Va muy bien —dijo Ringo—. Le gusta ir así. Quizá porque puede oler que Júpiter es otro caballo y sabe que no pretende montarlo ni cabalgar en él.
       —Muy bien —dijo padre—. Pero vigílalo.
       Seguimos adelante. Mi caballo y el de Ringo podían ir magníficamente; cuando miré atrás, los otros venían a un buen tramo de distancia, más allá del polvo que levantábamos. No faltaba mucho para el anochecer.
       —Me gustaría saber que tu abuela está bien —dijo padre.
       —¡Por Dios, amo John! —exclamó Ringo—. ¿Sigue preocupado por yaya? La conozco de toda la vida y yo no estoy preocupado por ella.
       Era formidable contemplar a Júpiter, con la cabeza alta y mirando a mi caballo y al de Ringo, abriéndose camino poco a poco y empezando a adelantarse.
       —Voy a soltarlo un poco —dijo padre—. Tened cuidado, tú y Ringo.
       Entonces creí que había desaparecido. Salió como un cohete, enderezándose un poquito. Pero hubiera debido comprender que padre seguía reteniéndolo, porque a la vista estaba que él seguía tirando, pero a lo largo del camino había una valla en zigzag que de repente empezó a borrarse, y entonces me di cuenta de que Júpiter no nos había adelantado, que éramos los tres los que enfilábamos como golondrinas hacia la cresta de la colina, donde el camino se inclinaba bruscamente, y yo pensaba, «Vamos pegados a Júpiter. Vamos pegados a Júpiter», cuando padre miró atrás y le vi los ojos y los dientes entre la barba y comprendí que seguía reteniendo a Júpiter con la embocadura.
       —Cuidado ahora —dijo, y entonces Júpiter salió disparado de entre nosotros: partió exactamente como yo había visto salir a un halcón de un prado de salvia y elevarse por encima de una cerca.
       Cuando llegaron a la cresta de la colina, pude ver el cielo por debajo de ellos y las copas de los árboles más allá de la colina, como si estuvieran volando, navegando en el vacío para caer al otro lado de la colina, como el halcón; sólo que no volaron. Era como si mi padre hubiera detenido a Júpiter en pleno aire sobre la cima de la colina; le vi erguirse en los estribos con el sombrero en la mano levantada, y luego Ringo y yo les alcanzamos aun antes de que se nos ocurriera la idea de sofrenar a nuestros caballos mientras Júpiter tenía el bocado metido hasta la grupa, y después padre sacudió al de Ringo con el sombrero en el ojo ciego y le vi virar y saltar limpiamente por encima de la valla en zigzag, y oí aullar a Ringo mientras yo sobrepasaba la cresta de la colina, con padre justo detrás de mí disparando la pistola y gritando:
       —¡Rodeadles, muchachos! ¡Que no escape un solo hombre!
       Hay un limite para lo que un muchacho puede aceptar y asimilar; no para lo que puede creer, porque un muchacho puede creer cualquier cosa si se le da tiempo, sino para lo que puede aceptar, un limite en el tiempo, en ese mismo tiempo en que alimenta la fe en lo increíble. Y yo seguía siendo un niño en el instante en que mi caballo y el de padre pasaron por encima de la colina y parecieron dejar de galopar, y flotar, colgar suspendidos en una sola dimensión sin tiempo, mientras padre sujetaba por las riendas a mi caballo con una mano y oía al animal medio ciego de Ringo irrumpiendo y tropezando entre los árboles a nuestra derecha y a Ringo chillando, y miré tranquilamente el panorama que había bajo nosotros en lugar del que había delante: el oscurecer, el fuego, el arroyo discurriendo suave y sereno bajo el puente, todos los fusiles colocados en cuidadoso y pulcro pabellón, y nadie a cincuenta pies entre ellos y los hombres, las caras, las azules guerreras y pantalones y botas yanquis, en cuclillas alrededor de la hoguera, con tazas en la mano y mirando a la cresta de la colina con la misma expresión de sosiego en todos los rostros, como si fueran otros tantos muñecos. Padre ya tenía otra vez el sombrero en la cabeza, enseñaba los dientes y los ojos le brillaban como los de un gato.
       —Teniente —dijo, con voz fuerte, haciendo virar con un golpe a mi caballo—, vuelva a lo alto de la colina y rodéeles con las tropas por la derecha de ellos. ¡Adelante! —siseó, dando a mi caballo una palmada en la grupa—. ¡Mete bulla! ¡Chilla! Procura hacer lo mismo que Ringo.
       —Muchachos —dijo, mientras ellos seguían con la vista levantada hacia él; ni siquiera habían dejado las tazas—. Muchachos, soy John Sartoris y creo que os he atrapado.
       Ringo fue el único difícil de capturar. El resto de los hombres de padre vino en tropel por la colina, tirando de las riendas, y creo que durante un momento sus caras tenían la misma expresión que la de los yanquis, y de cuando en cuando yo dejaba de desbrozar la maleza y oía a Ringo que chillaba y se lamentaba por su lado y volvía a gritar.
       —¡Amo John! ¡Eh, amo John! ¡Venga acá, rápido!
       Me llamaba a mí, gritaba Bayard y coronel y amo John y yaya hasta parecer una compañía, por lo menos, y luego aullaba a su caballo otra vez y corría de un lado para otro. Creo que había vuelto a olvidar lo del ojo y trataba de montar de nuevo por el flanco contrario, hasta que padre dijo al fin:
       —Muy bien, chicos, podéis venir.
       Ya era casi de noche. Habían reanimado el fuego y los yanquis seguían sentados en torno a él, y padre y los demás estaban de pie apuntándoles con las pistolas, mientras dos de ellos despojaban a los yanquis de pantalones y botas. Ringo seguía chillando en la arboleda.
       —Creo que será mejor que vayas y saques de apuros al teniente Marengo —dijo padre. Sólo que en aquel instante el caballo de Ringo surgió con el ojo ciego tan grande como un plato y aún trotando en círculo con la cabeza entre las rodillas, y luego apareció Ringo. Parecía más impetuoso que el caballo, y hablaba sin parar; venía diciendo: «Le voy a hablar a yaya de vosotros, de cómo hacéis correr a mi caballo». Entonces vio a los yanquis. Ya tenía la boca abierta, y casi se agachó un momento, mirándoles. Luego, chilló:
       —¡Cuidado! ¡Cójales! ¡Cójales, amo John! ¡Robaron a Old Hundred y a Tinney!
       Cenamos todos juntos: padre y nosotros, y los yanquis en ropa interior. El oficial se dirigió a padre. Dijo:
       —Coronel, supongo que nos ha engañado. No creo que tenga más hombres de los que veo.
       —Podría tratar de marcharse, y demostrar su punto de vista.
       —¿Marcharnos? ¿Así? ¿Para que todos los negros y viejas que hay de aquí a Memphis nos disparen tomándonos por fantasmas…? Supongo que podremos dormir con mantas, ¿verdad?
       —Ciertamente, capitán. Y, con su permiso, voy a retirarme ahora, para que puedan ir acomodándose.
       Volvimos a la oscuridad. Les vimos alrededor del fuego, extendiendo las mantas en el suelo.
       —¿Para qué demonios quiere sesenta prisioneros, John? —dijo uno de los hombres de padre.
       —Yo no les atrapé —dijo padre. Nos miró a mí y a Ringo—. Les habéis capturado vosotros, chicos. ¿Qué queréis hacer con ellos?
       —Fusilarles —dijo Ringo—. No es la primera vez que yo y Bayard disparamos contra los yanquis.
       —No —dijo padre—. Tengo un plan mejor que ése. Uno que Joe Johnston nos agradecerá. —Se volvió hacia los que estaban tras él—. ¿Habéis cogido los fusiles y la munición?
       —Si —contestó alguno.
       —¿Provisiones, botas, ropa?
       —Todo menos las mantas, coronel.
       —Las cogeremos por la mañana —dijo padre—. Ahora, esperemos.
       Nos sentamos allí, en la oscuridad. Los yanquis iban a acostarse. Uno de ellos se acercó al fuego y cogió un palo. Luego se detuvo. No volvió la cabeza y no oímos nada ni vimos moverse a nadie. Entonces volvió a dejar el palo y regresó a su manta.
       —Esperad —siseó padre. Al cabo de un rato se apagó el fuego—. Ahora, escuchad —susurró padre.
       De modo que ahí nos quedamos, en la oscuridad, y escuchamos a los yanquis arrastrarse a hurtadillas en ropa interior hacia los matorrales. Una vez oímos un chapoteo y a alguien que maldecía, y luego un ruido como si alguien se hubiera tapado la boca de golpe con la mano. Padre no se reía abiertamente; sólo se estremecía ahí sentado.
       —Cuidado con las serpientes mocasines —siseó uno detrás de nosotros.
       Debieron tardar dos horas en llegar a los matorrales. Luego, dijo Padre:
       —Coged una manta cada uno y vayamos a dormir. El sol estaba alto cuando él nos despertó.
       —Estaremos en casa a la hora de comer —dijo.
       Y así, después de un tiempo llegamos al arroyo; pasamos la poza donde Ringo y yo habíamos aprendido a nadar, empezamos a pasar los campos y llegamos a donde Ringo y yo nos habíamos escondido el verano pasado para contemplar al primer yanqui que habíamos visto, y luego divisamos también la casa, y Ringo dijo:
       —Aquí estamos, Sartoris; que los que quieran Memphis, la tomen y se queden con ella.
       Íbamos mirando la casa, y era como aquel día en que corrimos por el prado y la casa no parecía acercarse nada en absoluto. Nosotros no vimos el carro; fue padre quien lo vio venir por el camino de Jefferson, con yaya flaca y erguida en el pescante llevando en la mano los esquejes de rosal de la señora Compson envueltos en un trozo nuevo de papel, y Joby chillando y dando con la tralla a los desconocidos caballos, y padre nos detuvo en el portón con el sombrero quitado, mientras el carro entraba primero. Yaya no dijo ni palabra. Sólo nos miró a Ringo y a mí y siguió adelante con nosotros detrás y no se paró en la casa. El carro entró en el huerto y se detuvo junto al hoyo de donde habíamos desenterrado el baúl, y yaya continuó sin decir palabra: fue padre quien desmontó, subió al carro, cogió un extremo del baúl y dijo por encima del hombro:
       —Subid acá, chicos.
       Volvimos a enterrar el baúl, y caminamos detrás del carro hacia casa. Entramos en el salón de atrás y padre volvió a colgar el mosquete en las clavijas, encima de la repisa de la chimenea, mientras yaya dejaba los esquejes de rosal de la señora Compson y se quitaba el sombrero mirándonos a Ringo y a mi.
       —Id a buscar el jabón —dijo.
       —No hemos dicho ninguna palabrota —dije—. Pregúntale a padre.
       —Se han portado muy bien, miss Rosa —dijo padre. Yaya nos miró. Luego se acercó y puso la mano encima de mí y luego encima de Ringo, y dijo:
       —Id arriba…
       —¿Cómo se las arreglaron usted y Joby para conseguir esos caballos? —dijo padre.
       —Los tomé prestados —dijo ella. Seguía mirándonos—. Id arriba y quitaos la…
       —¿De quién? —dijo padre. Yaya miró un instante a padre, y luego a nosotros de nuevo.
       —No lo sé. No había nadie allí… quitaos la ropa de los domingos —dijo.
       Al día siguiente hizo calor, así que solamente trabajamos hasta la hora de la comida y luego lo dejamos. Hacia demasiado calor incluso para que Ringo y yo montáramos a caballo. A las seis de la tarde continuaba el calor; a esa hora, los escalones de la entrada seguían rezumando resina hirviente. Padre estaba sentado en calcetines y mangas de camisa con los pies encima de la baranda del porche, y Ringo y yo en los escalones, esperando a que refrescara lo suficiente para cabalgar, cuando les vimos entrar por el portón: eran unos cincuenta, venían de prisa y me acuerdo de lo calientes que parecían las guerreras azules.
       —Padre —dije—. ¡Padre!
       —No corráis —dijo—. Ringo, tú da la vuelta a la casa y ensilla a Júpiter. Bayard, tú entra en casa y dile a Louvinia que me lleve las botas y las pistolas a la puerta de atrás; luego ve a ayudar a Ringo. Ahora, no corráis; id andando.
       Louvinia estaba pelando guisantes. Cuando se levantó, el cuenco se rompió en el suelo.
       —¡Dios mío! —exclamó—. ¡Oh, Dios mío! ¿Otra vez?
       Luego eché a correr. Ringo acababa de doblar la esquina de la casa; corrimos los dos. Júpiter estaba comiendo en el pesebre; nos tiró unos reveses: sus pezuñas golpearon dos veces, como pistoletazos, en la pared, justamente al lado de mi cabeza, antes de que Ringo saltara del comedero a su cabeza. Le pusimos la brida, pero rechazó la silla.
       —¡Trae tu caballo y ponlo del lado ciego! —le chillaba yo a Ringo, cuando entró padre corriendo con las botas en la mano; miramos colina arriba, hacia casa, y vimos a uno de ellos doblar la esquina a caballo, llevando una carabina corta en la mano como si fuera una linterna.
       —Marchaos —dijo padre. Montó como un pájaro en la desnuda grupa de Júpiter, reteniéndolo un instante mientras bajaba la vista hacia nosotros. No habló alto en absoluto; ni siquiera pareció tener prisa—. Cuidad de yaya —dijo—. Muy bien, Jupi. Vámonos.
       La cabeza de Júpiter enfiló por el zaguán hacia la cancela de atrás; otra vez salió disparado por entre Ringo y yo, igual que hizo el día anterior, mientras padre empezaba a alzarlo y yo pensaba: «No puede saltar por ese pequeño hueco». Júpiter embistió la mampara con el pecho, sólo que pareció abrirse de golpe antes de que llegara a tocarla, y volví a verles, a él y a padre, como si volaran por el aire, con rotos tablones bailando y haciendo remolinos alrededor de ellos al tiempo que se perdían de vista. Y luego el yanqui entró montado en el establo y nos vio, se echó a tierra y nos apuntó a quemarropa con una mano, como si fuera una pistola, y dijo:
       —¿Adónde ha ido ese rebelde hijo de puta?
       Mientras corríamos con la vista hacia atrás, mirando el humo que empezaba a salir de las ventanas del piso de abajo. Louvinia no cejaba en sus intentos de contarnos lo sucedido.
       —Amo John sentado en el porche y los yanquis metiendo los caballos en los macizos de flores y diciendo: «Hermano, queremos saber dónde vive el rebelde John Sartoris», y amo John dice: «¿Eh?» con la mano en la oreja y la cara con aire de haber nacido tonto como el tío Mitchell, y yanqui dice: «Sartoris, John Sartoris», y amo John dice: «¿Quién? ¿Quién dice?», hasta que se da cuenta de que yanqui había aguantado todo lo que podía, y amo John dice: «Ah, John Sartoris. ¿Por qué no lo ha dicho desde el principio?», y yanqui le maldice por estúpido idiota y amo John dice: «¿Eh, qué pasa?», y yanqui dice: «¡Ah! ¡Nada! ¡Nada!. ¡Enséñame dónde está John Sartoris antes de que te ponga una soga al cuello a ti también!», y amo John dice: «Deje que me ponga los zapatos y se lo enseñaré». y entra en casa cojeando, y luego echa a correr por el vestíbulo hacia mí y dice: «Las botas y las pistolas, Louvinia. Cuida de miss Rosa y de los niños», y voy a la puerta, pero sólo soy una negra. Yanqui dice: «Esta mujer miente. Creo que ese hombre era el propio Sartoris. Ve a mirar al establo, rápido, a ver si está ahí ese garañón pardo» —hasta que yaya la paró y empezó a zarandearla.
       —¡Calla! —dijo yaya—. ¡Calla! ¿No comprendes que Loosh les ha enseñado dónde está enterrada la plata? Llama a Joby. ¡De prisa! —hizo que Louvinia se volviera hacia las cabañas y la golpeó de la misma forma en que padre sacudió e hizo volver a mi caballo cuando bajamos cabalgando por la colina hacia los yanquis, y luego yaya se volvió y echó a correr hacia la casa; sólo que ahora era Louvinia quien la sujetaba y yaya la que trataba de escaparse.
       —¡No vuelva allá, miss Rosa! —dijo Louvinia—. ¡Bayard, agárrala; ayúdame, Bayard! ¡La van a matar!
       —¡Suéltame! —dijo yaya—. ¡Llama a Joby! ¡Loosh les ha enseñado dónde está la plata!
       Pero la sujetamos; era fuerte y delgada y ágil como un gato, pero la sujetamos. Oíamos cómo bullía el humo, o quizás era otra cosa, tal vez los yanquis y el fuego haciendo el mismo ruido. Y entonces vi a Loosh venía de su cabaña, con un bulto al hombro liado en un pañuelo de colores y Philadelphy detrás de él, y su cara tenía la misma expresión que aquella noche del verano pasado cuando Ringo y yo nos asomamos a la ventana y le vimos después de que volviera de entrevistarse con los yanquis. Yaya dejó de forcejear, y dijo:
       —Loosh.
       Él se paró y la miró; parecía como si estuviera dormido, como si ni nos viera o contemplara algo que nosotros no podíamos ver. Pero Philadelphy nos vio; reculó detrás de él, mirando a yaya, y dijo:
       —Intenté detenerle, miss Rosa. Ante Dios juro que lo intenté.
       —Loosh —dijo yaya—. ¿Te vas tú también?
       —Si —dijo Loosh—, me voy. Me han liberado; el propio ángel de Dios me ha proclamado libre y me envía al Jordán con la gente. Ya no pertenezco a John Sartoris. Me pertenezco a mí mismo y a Dios.
       —Pero la plata pertenece a John Sartoris —dijo yaya—. ¿Quién eres tú para regalarla?
       —¿Y usted me pregunta eso? —dijo Loosh—. ¿Dónde está John Sartoris? ¿Por qué no viene él a preguntármelo? Que Dios pregunte a John Sartoris cómo se llama el hombre que me entregó a él. Que el hombre que me sepultó en la negra sombra se lo pregunte al hombre que me desenterró libre.
       No nos miraba; ni siquiera creo que pudiera vernos. Siguió adelante.
       —Ante Dios, miss Rosa —dijo Philadelphy—, traté de detenerle. Lo intenté.
       —No te vayas, Philadelphy —dijo yaya—. ¿No ves que te lleva a la miseria y al hambre?
       Philadelphy se echó a llorar.
       —Lo sé. Sé que lo que le dijeron no puede ser verdad. Pero es mi marido. Creo que debo ir con él.
       Siguieron su camino. Había vuelto Louvinia; ella y Ringo estaban detrás de nosotros. El humo subía, amarillo y lento, y en el crepúsculo se volvía de color cobrizo, como polvo; semejante a la polvareda que asciende del camino por encima de los pies que la levantan y sigue subiendo poco a poco y se queda suspendida, esperando disiparse.
       —¡Qué bastardos, yaya! —dije—. ¡Qué bastardos!
       Y luego lo repetimos los tres, yaya y yo y Ringo, diciendo al unísono:
       —¡Qué bastardos! ¡Qué bastardos! ¡Qué bastardos!



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