Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
Los mártires (1886)
[Otro título en español: “Mártires”]
(“Страдальцы”)
Originalmente publicado en la Gaceta de San Petersburgo,
Núm. 225 (18 de agosto de 1886);
Obras completas
(con correcciones, tomo II, editadas por A. Marx, 1889)
Lisa Kudrinsky, una señora
joven y muy cortejada, se ha puesto de pronto tan enferma, que su
marido se ha quedado en casa en vez de irse a la oficina, y le ha
telegrafiado a su madre.
He aquí cómo cuenta la señora
Lisa la historia de su enfermedad:
Después de pasar una semana en la
quinta de mi tía me fui a casa de mi prima Varia. Aunque su marido es
un déspota —¡yo le mataría!— hemos pasado unos días deliciosos.
La otra noche dimos una función de aficionados, en la que tomé yo
parte. Representamos Un escándalo en el gran mundo. Frustalev estuvo
muy bien. En un entreacto bebí un poco de limón helado con coñac.
Es una mezcla que sabe a champagne. Al parecer no me sentó mal. Al
día siguiente hicimos una excursión a caballo. La mañana era un
poco húmeda y me resfrié. Hoy he venido a ver a mi pobre maridito y
a llevarme el traje de seda. No había hecho más que llegar, cuando
he sentido unos espasmos en el estómago y unos dolores... Creí que
me moría. Varia, ¡claro!, se ha asustado mucho; ha empezado a
tirarse de los pelos, ha mandado por el médico. ¡Han sido unos
momentos terribles!
Tal es el relato que la pobre
enferma les hace a todos sus visitantes.
Después de la visita del médico
se duerme con el sosegado sueño de los justos, y no se despierta en
seis horas.
En el reloj acaban de dar las dos
de la mañana. La luz de una lámpara con pantalla azul alumbra
débilmente la estancia. Lisa, envuelta en un blanco peinador de seda
y tocada con un coquetón gorro de encaje, entreabre los ojos y
suspira. A los pies de la cama está sentado su marido, Visili
Stepanovich. Al pobre le colma de felicidad la presencia de su mujer,
casi siempre ausente de casa; pero, al mismo tiempo, su enfermedad le
desasosiega en extremo.
—¿Qué tal, querida? ¿Estás
mejor? —le pregunta muy quedo.
—¡Un poco mejor! —gime ella—.
¡Ya no tengo espasmos; pero no puedo dormir!...
—¿Quieres que te cambie la
compresa, ángel mío?
Lisa se incorpora con lentitud,
pintado un intenso sufrimiento en la faz, e inclina la cabeza hacia su
marido, que, sin tocar apenas su cuerpo, como si fuese algo sagrado,
le cambia la compresa. El agua fría la estremece ligeramente y le
arranca risitas nerviosas.
—¿Y tú, pobrecito, no has
dormido? —gime, tendiéndose de nuevo.
—¿Acaso podría yo dormir
estando enferma mi mujercita?
—Esto no es nada, Vasia. Son
los nervios. ¡Soy una mujer tan nerviosa...! El doctor lo achaca al
estómago; pero estoy segura de que se engaña. No ha comprendido mi
enfermedad. Son los nervios y no el estómago, ¡te lo juro! Lo único
que temo es que sobrevenga alguna complicación...
—¡No, mujer! Mañana se te
habrá pasado ya todo.
—No lo espero... No me importa
morirme; pero cuando pienso que tú te quedarías solo... ¡Dios mío!...
¡Ya te veo viudo!...
Aunque el amante esposo está
solo casi siempre y ve muy poco a su mujer, se amilana y se aflige al
oírla hablar así.
—¡Vamos, mujer! ¿Cómo se te
ocurren pensamientos tan tristes? Te aseguro que mañana estarás
completamente bien...
—No lo espero... Además,
aunque yo me muera, la pena no te matará. Llorarás un poco y te
casarás luego con otra...
El marido no encuentra palabras
para protestar contra semejantes suposiciones, y se defiende con
gestos y ademanes de desesperación.
—¡Bueno, bueno, me callo! —le
dice su mujer—. Pero debes estar preparado...
Y piensa, cerrando los ojos: «Si
efectivamente me muriera...»
El cuadro de su propia muerte se
le representa con todo lujo de detalles. En torno del lecho mortuorio
lloran Vasia, su madre, su prima Varia y su marido, sus amigos, su
adoradores. Está pálida y bella. La amortajan con un vestido color
de rosa, que le sienta a las mil maravillas, y la colocan sobre un
verdadero tapiz de flores, en un ataúd magnífico, con aplicaciones
doradas. Huele a incienso; arden las velas funerarias. Su marido la
mira a través de las lágrimas. Sus adoradores la contemplan con
admiración. «Se diría —murmuran— que está viva. ¡Hasta en el
ataúd está bella!» Toda la ciudad se conduele de su fin prematuro...
El ataúd es transportado a la iglesia por sus adoradores, entre los
que va el estudiante de ojos negros que le aconsejó que bebiese la
limonada con coñac... Es lástima que no acompañe a la procesión
fúnebre una banda de música... Después de la misa, todos rodean el
ataúd y se oyen los adioses supremos. Llantos, sollozos, escenas
dramáticas... Luego, el cementerio. Cierran el ataúd...
Lisa se estremece y abre los ojos.
—¿Estás ahí, Vasia? —pregunta—.
¡No hago más que pensar cosas tristes, no puedo dormir!... ¡Ten
piedad de mí, Vasia, y cuéntame algo interesante!
—¿Qué quieres que te cuente,
querida?
—Una historia de amor —contesta
con voz moribunda la enferma—, una anécdota....
Vasili Stepanovich hasta
bailaría de coronilla con tal de ahuyentar los pensamientos tristes
de su mujer.
—Bueno; voy a imitar a un
relojero judío.
El amante esposo pone una cara
muy graciosa de judío viejo, y se acerca a la enferma.
—¿Necesita usted, por
casualidad, componer su reloj, hermosa señora? —pregunta con una
pronunciación cómicamente hebrea.
—¡Sí, sí! —contesta Lisa,
riendo y alargándole a su marido su relojito de oro, que ha dejado,
como de costumbre, en la mesa de noche—. ¡Compóngalo, compóngalo!
Vasili Stepanovich coge el reloj,
le abre, le examina detenidamente, encorvado y haciendo muecas, y
dice:
—No tiene compostura; la
máquina está hecha una lástima.
Lisa se ríe a carcajadas y
aplaude.
—¡Muy bien! ¡Magnífico! —exclama—.
¡Eres un excelente artista! Haces mal en no tomar parte en nuestras
funciones de aficionados. Tienes talento. Más que Sisunov. Sisunov es
un joven con una vis cónica admirable. Sólo el verle la cara es
morirse de risa. Figúrate una nariz apatatada, roja como una
zanahoria, unos ojillos verdes... Pues ¿y el modo de andar?... Anda
de un modo graciosísimo, igual que una cigüeña. Así, mira...
La enferma salta de la cama y
empieza a andar descalza a través de la habitación.
—¡Salud, señoras y señores!
—dice con voz de bajo, remedando al señor Sisunov—. ¿Qué hay de
bueno por el mundo?
Su propia toninada la hace reír.
—¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja! —ríe su
marido.
Y ambos, olvidada la enfermedad
de ella, se ponen a jugar, a hacer niñerías, a perseguirse. El
marido logra sujetar a la mujer por los encajes de la camisa y la
cubre de ardientes besos.
De pronto ella se acuerda de que
está gravemente enferma.
Se vuelve a acostar, la sonrisa
huye de su rostro...
—¡Es imperdonable! —se
lamenta—. ¡No consideras que estoy enferma!
—¿Me perdonas?
—Si me pongo peor, tú tendrás
la culpa. ¡Qué malo eres!
Lisa cierra los ojos y enmudece.
Se pinta de nuevo en su faz el sufrimiento. Se escapan de su pecho
dolorosos gemidos. Vasia se cambia la compresa y se sienta a su
cabecera, de donde no se mueve en toda la noche.
A las diez de la mañana vuelve
el doctor.
—Bueno; ¿cómo van esas
fuerzas? —le pregunta a la enferma, tomándole el pulso—. ¿Ha
dormido usted?
—¡Se siente mal, muy mal! —susurra
el marido.
Ella abre los ojos y dice con voz
débil:
—Doctor, ¿podría tomar un
poco de café?
—No hay inconveniente.
—¿Y me permite usted
levantarme?
—Sí; pero sería mejor que
guardase usted cama hoy.
—Los malditos nervios... —susurra
el marido en un aparte con el médico—. La atormentan pensamientos
tristes... Estoy con el alma en un hilo.
El doctor se sienta ante una
mesa, se frota la frente y le receta a Lisa bromuro. Luego se despide
hasta la noche.
Al mediodía se presentan los
adoradores de la enferma, con cara de angustia todos ellos. Le traen
flores y novelas francesas. Lisa, interesantísima con su peinador
blanco y su gorro de encaje, les dirige una mirada lánguida en que se
lee su escepticismo respecto a una curación próxima. La mayoría de
sus adoradores no han visto nunca a su marido, a quien tratan con
cierta indulgencia. Soportan su presencia armados de cristiana
resignación: su común desventura les ha reunido con él junto a la
cabecera de la enferma adorable.
A las seis de la tarde, Lisa
torna a dormirse para no despertar hasta las dos de la mañana. Vasia,
como la noche anterior, vela junto a su cabecera, le cambia la
compresa, le cuenta anécdotas regocijadas.
—Pero ¿adónde vas, querida?
—le pregunta Vasia, a la mañana siguiente, a su mujer, que está
poniéndose el sombrero ante el espejo—. ¿Adónde vas?
Y le dirige miradas suplicantes.
—¿Cómo que adónde voy? —contesta
ella, asombrada—. ¿No te he dicho que hoy se repite la función de
teatro en casa de María Lvovna?
Un cuarto de hora después toma
el tole.
El marido suspira, coge la
cartera y se va a la oficina. Las dos noches de vigilia le han
producido un fuerte dolor de cabeza y un gran desmadejamiento.
—¿Qué le pasa a usted? —le
pregunta su jefe.
Vasia hace un gesto de
desesperación y ocupa su sitio habitual.
—¡Si supiera vuestra excelencia
—contesta— lo que he sufrido estos dos días!... ¡Mi Lisa está
enferma!
—¡Dios mío! —exclama el
jefe—. ¿Lisaveta Pavlovna? ¿Y qué tiene?
El otro alza los ojos y las manos
al cielo, como diciendo:
—¡Dios lo quiere!
—¿Es grave, pues, la cosa?
—¡Creo que sí!
—¡Amigo mío, yo sé lo que es
eso! —suspira el alto funcionario, cerrando los ojos—. He perdido
a mi esposa... ¡Es una pérdida terrible!... Pero estará mejor la
señora, ¿verdad? ¿Qué médico la asiste?
—Von Sterk.
—¿Von Sterk? Yo que usted,
amigo mío, llamaría a Magnus o a Semandritsky... Está usted muy
pálido. Se diría que está usted enfermo también...
—Sí, excelencia... Llevo dos
noches sin dormir, y he sufrido tanto...
—Pero ¿para qué ha venido
usted? ¡Váyase a casa y cuídese! No hay que olvidar el proverbio
latino: Mens sana in corpore sano...
Vasia se deja convencer, coge la
cartera, despide del jefe y se va a su casa a dormir.
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