Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)


Un pechenego (1897)
[Otro título en español: “El pechenega”]

(“Печенег”)
Originalmente publicado en la revista Noticias de Rusia, Núm. 303 (2 de noviembre de 1897);
Obras completas (editadas por A. Marx)


      Zhmujin, Iván Abrámich, oficial de cosacos retirado, que en tiempos sirvió en el Cáucaso y ahora arrastraba sus días en una finca de su propiedad, y que había sido joven, lozano y fuerte, pero se había vuelto viejo, seco, encorvado, de cejas hirsutas y mostachos blancos y verdosos, regresaba a su casa un caluroso día de verano. En la ciudad no había comido, por hallarse en casa del notario haciendo testamento, pues dos semanas antes había sufrido un pequeño colapso; y ahora, en el tren, no podía desterrar sus tristes pensamientos acerca de la próxima muerte, de las vanidades del mundo, de la temporalidad de todo lo terreno. En la estación de Provalie, del ferrocarril del Donetz, entró en su vagón un caballero rubio, de mediana edad, carirredondo, con una cartera muy usada, y tomó asiento frente a él. Entablaron conversación.
       —Sí, señor —dijo Iván Abrámich, mirando pensativo por la ventanilla—. Nunca es tarde para casarse. Yo me casé a los cuarenta y ocho años. Todo el mundo me decía que era tarde; pero no resultó ni tarde ni temprano; ahora bien: lo mejor hubiera sido no casarme. La mujer cansa pronto a cualquiera, aunque no todos lo confesemos, pues, ¿sabe usted?, las desdichas de la vida familiar avergüenzan, y uno procura ocultarlas. Los hay que se derriten con su mujer: “Mania” para acá y “Mania” para allá; pero de buena gana meterían a su “Mania” en un saco y la tirarían al río. Con la mujer se aburre uno como un idiota. Y con los niños pasa igual, se lo aseguro. Yo tengo dos que son como dos úlceras. Aquí, en la estepa, no hay modo de darles instrucción; para mandarlos a estudiar a Novocherkassk me faltan medios y, claro, viven aquí como dos lobeznos. Al menor descuido, son capaces de degollar a cualquiera en mitad de un camino.
       El caballero rabio le escuchaba atentamente, respondía a sus preguntas de modo conciso, sin alzar la voz. Parecía persona tranquila y tímida. Dijo ser gestor privado; y añadió que iba a resolver ciertos asuntos a la aldea de Diuievka.
       —¡Pero si eso está a nueve verstas de mi casa! —exclamó Zhmujin, en un tono como si alguien le estuviera contradiciendo—. En la estación no encontrará usted ahora ningún coche. Creo que lo mejor, ¿sabe usted?, sería que se viniese conmigo, pasase la noche en mi casa, ¿sabe usted?, y por la mañana se fuese en mi coche.
       El gestor lo pensó un instante, y accedió.
       Cuando llegaron a la estación, el sol había descendido mucho sobre la estepa. De la estación a la finca fueron todo el tiempo en silencio. Les impedían hablar los vaivenes y las sacudidas. El coche saltaba, chirriaba y parecía gemir, como si los saltos le causaran un dolor intenso; y el gestor, que iba sentado muy incómodamente, miraba ansioso hacia adelante por ver si divisaba la finca. Cuando hubieron recorrido unos ocho kilómetros, distinguieron en lontananza una casa baja y un huerto cercado por una valla de piedra de pizarra oscura. El techo era verde, el revoque estaba desconchado, y las ventanas, por su pequeñez, semejaban ojos entornados. Se hallaba la casa en una solana en la que no se veía por ninguna parte un árbol ni un indicio de agua. Los hacendados y los muzhiks de los alrededores la llamaban “la casa del pechenego
[pechenego es el pueblo salvaje, de origen turco, que vivía, errante, en el sudeste de Europa, en los siglos IX a XI]. Muchos años antes, un agrimensor que pernoctó en la finca se pasó la noche hablando con Iván Abrámich, quedó descontento de él, y por la mañana, al marcharse, le soltó, enfadado: “¡Es usted un pechenego, señor!”. De ahí provenía la denominación de la finca, denominación que se reafirmó cuando crecieron los hijos de Zhmujin y comenzaron a organizar incursiones contra los huertos y melonares vecinos. A Iván Abrámich le habían puesto el sobrenombre de “Sabe usted” por la frecuencia con que empleaba ese modismo en la conversación.
       En el patio, junto al pajar, estaban los hijos de Zhmujin, de unos diecinueve años el primero y adolescente el segundo, ambos destocados y descalzos. Precisamente en el momento en que el carruaje entraba en el patio, el menor lanzó al aire una gallina, que aleteó, cacareando y describiendo un arco en el aire; el mayor le disparó un escopetazo, y el ave, muerta, cayó de golpe contra el suelo.
       —Son mis chicos aprendiendo a tirar al vuelo —explicó Zhmujin.
       En el zaguán recibió a los viajeros una mujer menudita, delgada, de cara pálida, todavía joven y bien parecida. A juzgar por su vestimenta podía creerse que era la criada.
       —Permítame que le presente a la madre de mis hijos de perra —dijo el dueño de la casa—. A ver, Lubov Osipovna —se dirigió a ella—, muévete y convida al huésped. Ponnos de cenar. ¡Vivo!
       La casa estaba dividida en dos partes. Constaba la primera de una “sala”, junto a la cual se hallaba el dormitorio del viejo Zhmujin; ambas habitaciones eran estrechas, de aire sofocante y techos bajos, llenas de moscas y de avispas. En la otra parte estaba la cocina, que servía para guisar, lavar y dar de comer a los braceros que contrataban; bajo los bancos empollaban sus huevos; gansas y pavas; allí mismo se encontraban las camas de Lubov Osipovna y de sus dos hijos. Los muebles de la sala, sin barnizar, eran obra de leñador antes que de carpintero. De las paredes pendían escopetas, zurrones, látigos y antiguallas herrumbrosas o polvorientas. Ni un solo cuadro.
       En un rincón, una tabla negra, que en tiempos había sido icono.
       Una mujeruca joven, ucraniana, puso la mesa y sirvió jamón y luego borsch. El huésped rechazó el vodka y sólo quiso comer pan y pepinos.
       —Y el jamón, ¿qué? —inquirió el anfitrión.
       —Gracias, no lo pruebo. No como carne.
       —¿Y eso por qué?
       —Soy vegetariano. Matar a los animales va contra mis ideas.
       Zhmujin meditó un instante y respondió pausadamente, con un suspiro:
       —Pues… sí, señor… Aquí en la ciudad conozco a otro que tampoco prueba la carne. Es una idea de moda. Pues…, la verdad…, a mí me parece bien. No vamos a estar siempre degollando y matando, ¿sabe usted? Alguna vez tenemos que parar y dar reposo hasta a los bichos. Es pecado matar; es pecado, y no hay quien lo niegue. A veces le pegas un tiro a una liebre, la hieres en una pata y la oyes gritar como si fuera un niño. ¡Y es que debe de dolerle!
       —Claro que le duele. Los animales sufren igual que las personas.
       —Naturalmente —asintió Zhmujin—. Me doy cuenta la mar de bien —prosiguió pensativo—. Lo que no entiendo es una cosa, ¿sabe usted? Si todos dejamos de comer carne, ¿qué será de los animales domésticos, como las gallinas y los gansos?
       —Las gallinas y los gansos vivirán libres, en plan silvestre.
       —¡Ah, ya caigo! Verdaderamente, ¿no viven en libertad los cuervos y las chovas, sin necesitamos para nada? Claro que sí… Las gallinas, los gansos, las liebres, las ovejas, todos vivirán libres, alegres, ¿sabe usted?, glorificando a Dios y sin temor a nosotros. Llegará una época de paz y tranquilidad. Pero, ¿sabe usted?, hay algo que no comprendo —añadió, mirando al jamón—: ¿qué vamos a hacer con los cerdos?
       —Lo mismo que los demás, estarán en libertad.
       —Muy bien, sí, señor. Pero es que si no se les mata, se multiplicarán y, ¿sabe usted?, ¡adiós prados y huertos! Porque un cerdo en libertad y sin vigilancia le arma a usted el mayor de los estropicios en menos que canta un gallo. Un cerdo es siempre un cerdo. Por algo se le llama así…
       Cenaron. Zhmujin se levantó de la mesa y se puso a pasearse por la habitación, habla que te habla. Era amigo de las conversaciones profundas y serias, y también muy dado a pensar. Quería, a la vejez, hacer algo edificante, pacificar su espíritu para que la muerte no fuese tan aterradora. Ansiaba alcanzar la mansedumbre, la calma espiritual y la confianza en sí mismo, una confianza semejante a la del huésped que, después de una colación de pepinos y pan, se consideraba más perfecto: sentado en el baúl, lozano, mofletudo, permanecía silencioso y se aburría pacientemente, y en la oscuridad del crepúsculo, al mirarlo desde el zaguán, parecía un grueso pedrusco imposible de mover. Aquel señor tenía un móvil en su vida, y se sentía a gusto.
       Zhmujin salió del zaguán al porche y se le oye suspirar, pensativo, y decirse a sí mismo: “Así es, así es”. Oscurecía, y en el cielo comenzaron a brillar algunas estrellas. En la casa no habían encendido aún las luces. Una sombra silenciosa penetró en la sala y se detuvo junto a la puerta. Era Lubov Ósipovna, la mujer de Zhmujin.
       —¿Es usted de la ciudad? —preguntó, cohibida, sin mirar al huésped.
       —Sí, señora. En la ciudad vivo.
       —Pues usted, con su ciencia, quizá podría ayudarnos, señor. Háganos esa merced. Necesitamos presentar una solicitud.
       —¿Dónde?
       —Tenemos dos hijos, señor mío de mi alma, hace mucho que debiéramos haberlos puesto a estudiar, pero como nadie viene por aquí, no hay a quién pedir consejo, y yo no sé una palabra de nada. Si no aprenden, irán al servicio como simples cosacos, ¡y eso sería una vergüenza, señor! Son analfabetos, peores que muzhiks, y, además, Iván Abrámich los odia y no les permite entrar en las habitaciones. ¿Qué delito han cometido? ¡Por lo menos, al menor debiéramos mandarlo a estudiar, porque dejarlo así es una lástima! ¡Una verdadera lástima!
       Hablaba alargando las palabras, con voz trémula. Parecía imposible que una mujer tan pequeña y tan joven tuviese ya hijos mayores.
       —No entiendes una palabra de lo que dices, madre, ni tienes por qué meterte en ese asunto —la interrumpió el marido, apareciendo por la puerta—. No molestes al huésped con tus estupideces. ¡Márchate, madre!
       Lubov Osipovna salió, y en el zaguán repitió con su fina vocecita:
       —¡Una verdadera lástima!
       Al huésped le prepararon la cama en el diván de la sala y, para que no estuviese a oscuras, encendieron una mariposa. Zhmujin se acostó en el dormitorio. Tendido en el lecho, se puso a pensar en su alma, en la vejez, en el reciente colapso que tanto le atemorizó y que le recordó vivamente la muerte. Cuando se quedaba a solas consigo mismo, rodeado del silencio, gustaba de entregarse a la filosofía, y en tales momentos se consideraba un hombre serio, profundo, ocupado tan sólo en problemas trascendentales. Ahora, cavilando, deseaba concentrarse en un pensamiento cardinal, distinto de los demás, que constituyese un guía para su existencia, y quería idear para sí normas de conducta que hiciesen su vida tan seria y profunda como él. No le parecía mal, a sus años, renunciar a la carne y a otros excesos. Sin lugar a dudas, llegaría una época en que los hombres dejasen de matarse mutuamente y de sacrificar a los animales; llegaría tarde o temprano, y él se imaginaba a sí mismo en la nueva era, viviendo en paz con todos los animales; pero he aquí que volvió a acordarse de los cerdos, y sus ideas se le hicieron un revoltijo en el cerebro.
       —¡Dios mío, vaya una historia! —murmuró, con un profundo suspiro—. ¿Duerme usted? —preguntó al invitado.
       —No.
       Zhmujin se levantó de la cama y se detuvo en la puerta que comunicaba con la sala, sin otra ropa que la camisa, mostrando las piernas, secas y escuálidas como palos.
       —Ahora, ¿sabe usted? —comenzó diciendo—, se han puesto de moda el telégrafo, el teléfono y otros milagros; pero la Humanidad no se ha vuelto mejor. Se dice que en nuestros buenos tiempos, hace treinta o cuarenta años, la gente era ruda y cruel; pero ¿acaso no sucede hoy lo mismo? Verdaderamente, en mi época no nos andábamos con ceremonias. Recuerdo una vez en el Cáucaso. Estuvimos cuatro meses acampados en un riachuelo, sin entrar en operaciones —yo era entonces suboficial—; y ocurrió una historia digna de una novela. En la orilla del río donde acampaba nuestra centuria se hallaba la sepultura de un reyezuelo indígena, al que nosotros mismos habíamos matado poco antes. Y por la noche, ¿sabe usted?, venía la viuda a la tumba para llorar. Gemía, gemía, gritaba, gritaba; y llegó a meternos en el cuerpo tal angustia, que no podíamos dormir. Pasamos noches y más noches en vela, hasta que terminamos hartándonos. Bien vistas las cosas, no hay motivo para no dormir, el diablo sabe por qué, y perdone la expresión. Agarramos, pues, a la reyezuela, le sacudimos una buena paliza y dejó de venir a molestarnos. Ahí tiene usted. Ahora, por supuesto, la gente ha cambiado. Ya no se dan palizas, y se vive con más limpieza, y la ciencia es mayor; pero ¿sabe usted?, el alma sigue igual, sin ningún cambio. Ahora verá. Aquí cerca vive un hacendado que, ¿sabe usted?, tiene minas. Trabajan en ellas indocumentados, vagabundos de lo más diverso, que no tienen dónde recogerse. Los sábados hay que pagar; y al amo no le gusta, ¿sabe usted?, porque le da lástima de su dinero. Pues verá usted: ha encontrado un capataz, también de entre la golfería, aunque usa sombrero. “No les pagues ni un kopek —le dijo—. Te pegarán, pero no debe importarte; aguanta, y te daré diez rublos todos los sábados”. Llega la tarde del sábado, y los obreros, como es natural, se presentan a cobrar. El capataz les dice que no les paga. Se cruzan palabras, luego vienen las blasfemias y, más tarde, los mojicones… Le zurran y lo patalean, ¿sabe usted?, porque es gente enfurecida por el hambre. Lo dejan sin conocimiento y, por último, claro, se van todos, cada uno por donde le parece. El amo ordena rociar con agua al capataz para reanimarlo; a renglón seguido le da los diez rublos, y el otro los coge muy satisfecho porque, le digo a usted, no ya por diez rublos, sino hasta por tres se dejaría ahorcar. Sí, señor… El lunes llega una nueva partida de obreros. ¿Cómo no van a acudir, si no tienen dónde meterse? Y, claro, al sábado siguiente se repite la historia…
       El huésped se dio la vuelta sobre el otro costado, se puso de cara al respaldo del sofá y masculló algo ininteligible.
       —Pues le voy a citar otro ejemplo —prosiguió Zhmujin—. Hubo aquí, ¿sabe usted?, una epidemia de carbunclo. Moría el ganado como las moscas. Acudieron muchos veterinarios y se dio orden severísima de enterrar profundamente, lo más lejos posible, todas las reses muertas, rodándolas con cal, ¿sabe usted?, con arreglo a la ciencia. A mí se me murió un caballo. Lo enterré con todas las precauciones y le eché encima cosa de diez puds de cal. ¿Y qué cree usted? Mis cachorros, es decir, mis hijitos de mi alma, ¿sabe usted?, lo desenterraron por la noche, lo desollaron y vendieron el cuero por tres rublos. ¿Qué le parece? Quiere decirse que la gente no ha mejorado, y que por bien que se alimente al lobo siempre tira hacia la selva. Ahí tiene usted. Fíjese si hay tema para pensar. ¿Qué opina usted?
       Por las rendijas de una ventana se vio el resplandor de un relámpago. Reinaba el bochorno que precede a la tormenta. Picaban los mosquitos. Y Zhmujin, cavilando de nuevo en la cama, lanzaba exclamaciones, sollozada y se decía a sí mismo: “Sí, señor, sí”. Imposible dormir. En algún punto muy lejano retumbó un trueno.
       —¿Duerme usted?
       —No —respondió el huésped.
       Zhmujin se levantó y, atravesando la sala y el zaguán, pasó a la cocina para beber agua.
       —Lo peor de este mundo es la estupidez —dijo al poco rato, regresando con una jarra—. Mi mujer se hinca de rodillas y se pone a rezar. Reza todas las noches, ¿sabe usted?, haciendo reverencias y pidiendo, en primer lugar, que mandemos los hijos a estudiar: teme que vayan al servicio como cosacos rasos y que allí les midan las espaldas con los sables. Pero para enviarlos a estudiar se necesita dinero, y no sé de dónde vamos a sacarlo. Aunque te des con la cabeza contra la pared, si no lo hay es que no lo hay. El segundo motivo por el que reza es porque, ¿sabe usted?, porque toda mujer cree que no hay otra más desdichada que ella. Soy persona franca y no quiero ocultarle nada a usted. Ella es de familia humilde, hija de un pope, o sea, de un don nadie. Me casé cuando ella contaba diecisiete años, y me concedieron su mano, ante todo, porque se morían de hambre: miseria, pobreza. Yo, en cambio, aunque no fuera mucho, tenía algo de tierra, una hacienda y, por otra parte, era oficial. A ella le agradaba la idea de casarse conmigo. Pero el día de la boda se echó a llorar, y desde entonces se ha pasado veinte años llorando, como si le hubiera salido una fuente en los ojos. Se sienta a pensar y así se pasa las horas muertas. Cabe preguntar: ¿en qué piensa? ¿En qué puede pensar una mujer? En nada. Confieso que no considero persona a las mujeres.
       El gestor se levantó impulsivo y quedó sentado.
       —Perdone usted —dijo—; pero siento bochorno y voy a salir un poco al fresco.
       Zhmujin, que seguía hablando de las mujeres, descorrió el cerrojo en el zaguán, y ambos salieron de la casa. Se deslizaba por el cielo la luna llena, y a su luz la casa y el pajar parecían más blancos que de día. Por la hierba, entre las sombras negras, se extendían brillantes franjas de luz, también blancas. A la derecha, basta muy lejos, se veía la estepa; sobre ella relucían, plácidas, las estrellas, y todo era misterioso, infinitamente remoto, como un abismo sin fondo. A la izquierda flotaban sobre los campos densos nubarrones, negros como el hollín. Con los extremos iluminados por la luna, semejaban montes de cumbres nevadas, selvas oscuras, todo un mar. Cada vez que relampagueaba un rayo, llegaba el bronco ruido del trueno y daba la impresión de una batalla en las montañas…
       Junto a la propia casa, una pequeña lechuza nocherniega gaznaba su monótono “¡Duermo, duermo!”.
       —¿Qué hora es? —preguntó el huésped.
       —La una y pico.
       —¡Cuánto falta para que amanezca!
       Entraron de nuevo y se acostaron. Había que dormir. ¡Con lo bien que se duerme antes de la lluvia! Pero el viejo tenía gana de entregarse a pensamientos graves y trascendentales. Quería no sólo pensar, sino meditar. Ante la idea de una muerte próxima, creía conveniente, para bien de su alma, acabar con el ocio que, insensiblemente, sin dejar huellas, le absorbía un día tras otro, años y más años; realizar alguna proeza como, por ejemplo, ir a pie a algún lugar muy lejano, o quizá renunciar a comer carne, igual que aquel joven. Y volvió a imaginarse la era en que los hombres dejarían de matar a los animales; se la imaginó con claridad, de manera palpable, cual si estuviese viviéndola; pero de pronto los pensamientos se confundieron de nuevo en su cabeza y todo se le nubló.
       La tormenta pasó de largo, aunque los extremos de las nubes dejaron caer sobre la casa una lluvia sosegada que repiqueteó sobre la techumbre. Zhmujin se levantó y, con jadeo senil, se desperezó y miró a la sala. Al notar que el huésped no dormía, tomó a sus relatos:
       —En el Cáucaso, ¿sabe usted?, había un coronel que también era vegetariano. Ni probaba la carne, ni cazaba nunca, ni permitía pescar a sus subordinados. Naturalmente, me doy perfecta cuenta: todo animal viviente debe vivir en libertad y disfrutar de la vida. Lo único que no me entra en la cabeza es que un cerdo pueda andar suelto, sin vigilancia, y meterse donde le parezca…
       El huésped se levantó y se sentó en la cama. Su rostro, pálido y demacrado, expresaba hastío y fatiga. Se notaba que, atosigado por su anfitrión, no manifestaba su disgusto por pura delicadeza.
       —Está amaneciendo ya —dijo como cohibido—. Haga el favor de ordenar que preparen el coche.
       —¿Cómo tan pronto? Espere a que escampe.
       —No, se lo ruego —murmuró suplicante el huésped, con cierto temor—. Necesito marcharme en seguida.
       Y se puso a vestirse.
       Cuando trajeron el coche apuntaba ya el sol. Acababa de cesar la lluvia; las nubes se desplazaban rápidamente y los rodales azules eran cada vez más numerosos en el cielo. Los primeros rayos solares ponían tímidos reflejos en los charcos. El gestor pasó con su cartera por el zaguán para subir al carruaje. En este momento la mujer de Zhmujin, más pálida si cabe que la víspera, le miró llorosa, atenta, sin pestañear, con ingenua expresión de chiquilla, y por su doloroso semblante denotó que envidiaba la libertad de él (¡con qué placer se hubiera marchado de allí!) y que debía decirle algo, quizá pedirle consejo respecto a sus hijos. ¡Qué pena daba! No era esposa, ni ama, ni criada siquiera, sino una mendiga a la que se da de comer por caridad, una pariente pobre y despreciada, una inutilidad… El marido, nervioso, sin dejar de hablar y de ponerse delante, despedía al huésped, y ella, temerosa y con aire de culpabilidad, se apretaba contra la pared, acechando el momento oportuno para hablar.
       —Le esperamos otra vez —repetía el viejo sin cesar—. Ofrecemos lo que tenemos, ¿sabe usted?
       Presuroso, con gran satisfacción, al parecer, y como si temiese que alguien le retuviera, el huésped subió al coche. Éste dio un salto semejante a los de la víspera, chirrió, y el cubo atado a su parte trasera comenzó a bailar con gran estruendo. El gestor se tomó hacia Zhmujin con una expresión muy particular: diríase que, igual que el agrimensor, también tenía ganas de llamarle pechenego o algo por el estilo, y que si no lo hacía era por cortedad. Sin embargo, al llegar al portalón del patio no pudo contenerse y gritó, enojado:
       —¡Estoy harto de usted!
       Después de lo cual desapareció.
       A la vera del pajar estaban los hijos de Zhmujin: el mayor, con la escopeta entre las manos; el menor, con un pollo gris, de hermosa y reluciente cesta. El más pequeño de los hermanos, con toda su fuerza, lanzó por el aire al gallo, que voló hasta más arriba de la casa y dio luego la vuelta como un palomo; disparó el mayor y el ave cayó al suelo fulminada.
       El viejo, aturdido y sin hallar explicación al extraño e inopinado grito del huésped, entró lentamente en la casa. Allí, sentado junto a la mesa, caviló largo rato sobre las tendencias en boga, la inmoralidad general, el telégrafo, el teléfono, las bicicletas y la inutilidad de todo ello. Se tranquilizó poco a poco; tomó luego un bocado, se bebió, sin prisas, cinco vasos de té y se acostó a dormir.




Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar