Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
El talento (1886)
(“Талант”)
Originalmente publicado en la revista Fragmentos, 36 (6 de septiembre de 1886);
Obras completas (1899, vol. III), con cambios y reducciones significativas.
El pintor Yegor Savich, que se
hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado
en la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.
Es ya otoño. Grandes nubes
informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y
recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós,
estío!
Hay en esta tristeza otoñal del
paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich,
aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella.
Se aburre de un modo terrible y sólo le consuela el pensar que al
día siguiente no estará ya en la quinta.
La cama, las mesas, las sillas, el
suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo
género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las
ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de
la quinta e trasladarán a la ciudad.
La viuda del oficial no está en
casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.
Su hija Katia, de veinte años,
aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven.
Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas. Habla por
los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos,
y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera
de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de
Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene
pelos en el cuello, en las narices, en das orejas, y sus cejas son tan
pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en
la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para
siempre.
Yegar Savich escucha a Katia,
bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se
echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas
cejas, y le dice con su voz de bajo:
—No puedo casarme.
—¿Pero por qué? —suspira
ella.
—Porque un pintor, un artista
que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres.
—¿Y no lo sería usted conmigo?
—No me refiero precisamente a
este caso... Hablo en general. Y digo tan sólo que los artistas y los
escritores célebres no se casan.
—¡Sí, usted también será
célebre, Yegor Savich! Pero yo... ¡Ah, mi situación es terrible!...
Cuando mamá se entere de que usted no quiere casarse, me hará la
vida imposible. Tiene un genio tan arrebatado... Hace tiempo que me
aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no le ha
pagado usted el cuarto... ¡Menudos escándalos me armará!
—¡Que se vaya al diablo su
mamá de usted! Piensa que no voy a pagarle?
Yegor Savich se levanta y empieza
a pasearse por la habitación.
—¡Yo debía irme al extranjero!
—dice.
Le asegura a la muchacha que para
él un viaje al extranjero es la cosa más fácil del mundo: con
pintar un cuadro y venderlo...
—¡Naturalmente! —contesta
Katia—. Es lástima que no haya usted pintado nada este verano.
—¿Acaso es posible trabajar en
esta pocilga? —grita, indignado, el pintor—. Además, ¿dónde
hubiera encontrado modelos?
En este momento se oye abrir una
puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba la vuelta de su madre de
un momento a otro, echa a correr. El artista se queda solo. Sigue
paseándase porla habitación. A cada paso tropieza con los objetos
esparcidos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los mujiks
cuyos servicios ha ido a solicitar. Para templar el mal humor que le
produce oírla, abre la alacena, donde guarda una botellita de vodka.
—¡Puerca! —le grita a Katia
la viuda del oficial— ¡Estoy harta de ti! ¡Que el diablo te lleve!
El pintor se bebe una copita de
vodka, y las nubes que ensombrecían su alma se van disipando. Empieza
a soñar, a hacer espléndidos castillos en el aire.
Se imagina ya célebre, conocido
en el mundo entero. Se habla de él en la Prensa, sus retratos se
venden a millares. Hállase en un rico salón, rodeado de bellas
admiradoras... El cuadro es seductor, pero un poco vago, porque Yegor
Savich no ha visto ningún rico salón y no conoce otras beldades que
Katia y algunas muchachas alegres. Podía conocerlas por la literatura;
pero hay que confesar que el pintor no ha leído ninguna obra
literaria.
—¡Ese maldito samovar! —vocifera
la viuda—. Se ha apagado el fuego. ¡Katia, pon más carbón!
Yegor Savich siente una viva, una
imperiosa necesidad de compartir con alguien sus esperanzas y sus
sueños. Y baja a la cocina, donde, envueltas en una azulada nube de
humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.
—Ser artista es una cosa
excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la gana, no dependo de
nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pájaro! Y, no obstante,
soy un hombre útil, un hombre que trabaja por el progreso, por el
bien de la humanidad.
Después de almorzar, el artista
se acuesta para «descansar» un ratito. Generalmente, el ratito se
prolonga hasta el obscurecer; pero esta tarde la siesta es más breve.
Entre sueños, siente nuestro joven que alguien le tira de una pierna
y le llama, riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su
camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las
cercanías, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.
—¡Tú por aquí! —exclama
Yegor Savich con alegría, saltando de la cama— ¿Cóma te va,
muchacho?
Los dos amigos se estrechan
efusivamente la mano, se hacen mil preguntas...
—Habrás pintado cuadros muy
interesantes —dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.
—Sí, he pintado algo... ¿y tú?
Yegor Savich se agacha y saca de
debajo de la cama un lienzo, no concluido, aún, cubierto de polvo y
telarañas.
—Mira —contesta—. Una
muchacha en la ventana, después de abandonarla el novio... Esto lo he
hecho en tres sesiones.
En el cuadro aparece Katia, apenas
dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo
y un remoto horizonte azul.
Ukleikin hace un ligera mueca: no
le gusta el cuadro.
—Sí, hay expresión —dice—.
Y hay aire... El horizonte está bien... Pero ese jardín..., ese
matorral de la izquierda... son de un colorido un poco agrio.
No tarda en aparecer sobre la mesa
la botella de vodka.
Media hora después llega otro
compañero: el pintor Kostilev, que se aloja en una casa próxima. Es
especialista en asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco
años, es principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora con
cuello a lo Shakespeare. Sus actitudes y sus gestos son de un empaque
majestuoso. Ante la copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace
algunos dengues; pero al fin se la bebe.
—¡He concebido, amigos míos,
un asunto magnífico! —dice—. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a
Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la
idea cristiana. ¿Comprendéis? A un lado, Roma; al otro, el
cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la
expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.
Los tres compañeros, excitados
por sus sueños de gloria, van y vienen por la habitación como lobos
enjaulados. Hablan sin descanso, con un fervoroso, entusiasmo. Se les
creería, oyéndoles, en vísperas de conquistar la fama, la riqueza,
el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores
años, en que la vida sigue su curso y se los deja atrás, en que, en
espera de la gloria, viven como parásitos, mano sobre mano. Olvidan
que entre los que aspiran al título de genio, los verdaderos talentos
son excepciones muy escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa
mayoría de los artistas les sorprende la muerte «empezando». No
quieren acordarse de esa ley implacable suspendida sobre sus cabezas,
y están alegres, llenos de esperanzas.
A las dos de la mañana, Kostilev
se despide y se va. El paisajista se queda a dormir con el pintor de
género.
Antes de acostarse, Yegor Savich
coge una vela y baja por agua a la cocina. En el pasillo, sentada en
un cajón, con las manos cruzadas sobre las rodillas, con los ojos
fijos en el techo, está Katia soñando...
—¿Qué haces ahí? —le
pregunta, asombrado, el pintor— ¿En qué piensas?
—¡Pienso en los días gloriosos
de su celebridad de usted! —susurra ella—. Será usted un gran
hombre, no hay duda. He oído su conversación de ustedes y estoy
orgullosa.
Llorando y riendo al mismo tiempo,
apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda
devoción al pequeño dios que se ha creado.
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