Dino Buzzati
(Belluno, Italia, 1906 - Milán, 1972)


El problema del estacionamiento
(“Il problema dei posteggi”)
Sessanta racconti
(Milán: Arnoldo Mondadori Editore, 1958, 566 págs.)



      Tener un automóvil es sin duda una gran comodidad, pero no facilita la vida.
       En la ciudad donde vivo cuentan que, antaño, era muy sencillo tener un automóvil. Los peatones se apartaban, las bicicletas circulaban por los lados, las calles estaban casi vacías; sólo aquí y allá se veían los montoncitos verdes que dejaban los caballos. Además uno podía pararse donde quería, incluso en medio de las plazas, el único problema era decidir dónde. Eso es al menos lo que cuentan los viejos, con una sonrisa melancólica cargada de reminiscencias.
       ¿Será verdad? ¿No se tratará más bien de una leyenda, de uno de esos cuentos que el hombre se inventa cuando la tristeza invade su casa y es bonito imaginar que la vida no siempre fue tan penosa, y que en ella se podía encontrar sosiego y anocheceres límpidos? (Acodados en el balcón, el ánimo tranquilo, observando ese mundo que se adormecía ante nuestros ojos después de una jornada de trabajo, mientras en lontananza se perdían vagas canciones y la delicada cabeza de la mujer amada se apoyaba suavemente en nuestro hombro, los labios entreabiertos en el hechizo del anochecer, y sobre nuestras cabezas las estrellas, ¡las estrellas!). ¿Y todo eso simplemente para mantener la esperanza de que regrese algo de los tiempos lejanos y, como entonces, los rayos del sol matutino nos despierten al dar contra el ribete de la cortina?
       En cambio hoy, queridos amigos, esto es la guerra. La ciudad es de cemento y hierro, llena de aristas duras que se yerguen a pico y dicen: aquí no, aquí no. De hierro hemos de ser nosotros también para vivir en ella, y no tener dentro del cuerpo vísceras blandas y cálidas sino bloques de hormigón, y una piedra áspera de un kilo doscientos gramos de peso en lugar de corazón, ese ridículo instrumento pasado de moda.
       Cuando iba a la oficina a pie o en tranvía podía tomármelo, dentro de lo que cabe, con calma. Ahora que voy en automóvil ya no es así, porque debo dejarlo en algún lugar y encontrar un sitio libre junto a la acera a las ocho de la mañana es casi una utopía.
       Por eso me levanto a las seis y media, a las siete como muy tarde: me lavo, me afeito, me ducho, tomo una taza de té a toda prisa y salgo pitando, rogando a Dios que todos los semáforos estén en verde.
       Ya estamos. Con la ansiedad miserable de los esclavos, mis prójimos, hombres y mujeres, hormiguean ya por las calles del centro, anhelando entrar lo antes posible en su prisión cotidiana (dentro de un momento se podrá ver sentados detrás de sus escritorios o de sus máquinas de escribir a esos miles y miles de seres humanos, esa penosa uniformidad de existencias que deberían haber estado llenas de aventuras, casualidades, sueños, ¿recordáis lo que decíais de pequeños, apoyados en el pretil de los ríos que corrían a perderse en el mar?). Y en las calles larguísimas y rectas se pueden ver a uno y otro lado, hasta donde alcanza la vista, una fila ininterrumpida de automóviles quietos y vacíos.
       ¿Dónde podré dejar el mío? Lo compré de ocasión hace sólo unos meses, todavía no lo domino, y existen por lo menos seiscientas treinta y cuatro categorías distintas de estacionamientos, un laberinto donde hasta los veteranos del volante se pierden. Cada pared tiene sus letreros indicadores, es verdad, pero los hicieron pequeños para no alterar la monumentalidad, como se suele decir, de las viejas calles. Además, ¿quién sabe descifrar las mínimas variaciones de sus colores y dibujos?
       Y empiezo a dar vueltas y más vueltas en mi cochecito, buscando un aparcamiento en las callejuelas laterales, mientras por detrás un tropel de camiones y furgones me acosan pidiendo vía libre con berridos horrorosos. ¿Dónde habrá un sitio? Allá, como un espejismo de lagos y fuentes para los beduinos del Sahara, se ofrece todo un lateral larguísimo de una avenida majestuosa, completamente libre. Pero sólo es una ilusión. Los largos tramos despejados que deberían alegrarnos el ánimo son los más traicioneros. Demasiada suerte. Deben de ocultar alguna insidia. Ese, precisamente, es un espacio tabú, pues allí se alza el colosal edificio del Ministerio de Hacienda. Dejar allí el coche acarrearía denuncias, secuestros, procesos costosos y complicados, y en algunos casos incluso condenas a penas de reclusión. Pero de vez en cuando se ven automóviles que han sido dejados allí por las buenas, pocos, pero se ven: por lo general se trata de carrocerías fuera de serie, retazos de riquezas equívocas, extrañamente oblongas o de hocico pérfido. ¿Quiénes son sus propietarios, o sus ladrones? Son los náufragos de la vida que no tienen nada que perder, los desesperados que desafían la ley e intentan el todo por el todo.
       Animo: no lejos de mi oficina, en una calle adyacente, veo, ya está, un pequeño hueco donde quizá pueda meter mi utilitario. Delicada maniobra de marcha atrás junto al costado de un gigantesco auto americano blanco y rojo, verdadero ultraje a la miseria; al volante, un atlético chófer particular parece dormir pero me doy cuenta de que a través de las ranuras de sus párpados me vigila con mirada hostil, por si se me ocurre tocar, rozar, con mi pobre parachoques herrumbroso, el suyo, blindado, escudo poderoso de cromo, lleno de faros relucientes, contrafuertes y barbacanas, que por sí solo bastaría, creo yo, para alimentar a una familia durante diez años.
       A decir verdad, el coche me brinda toda la colaboración imaginable, se vuelve aún más pequeño, se adelgaza, se encoge, contiene el aliento, se mueve de puntillas con los neumáticos. Después de siete intentos, sudoroso por el esfuerzo y los nervios, consigo deslizar mi cacharro en el huequito que ha quedado libre. No es por nada, pero se trata de un trabajo fino, de precisión. Entonces bajo y cierro triunfalmente la portezuela. Un ordenanza uniformado se me acerca.
       —Eh, usted, tenga la bondad.
       —¿Quién, yo?
       Me señala un microscópico letrero:
       —¿No sabe leer? “Estacionamiento reservado para los funcionarios de Oldrek”.
       En efecto, a unos metros la sede de la gran empresa abre de par en par su majestuoso portal.
       Lívido, vuelvo a entrar en el coche y, con agotadoras precauciones, consigo salir sin contaminar con mi contacto impuro la realeza del portaaviones americano. Entre las rendijas de los párpados, el chófer me traspasa con miradas de desprecio.
       Se hace tarde. Hace rato que debería estar en la oficina. Ansiosamente exploro una calle tras otra en busca de un refugio. Menos mal: allí hay una señora que parece a punto de meterse en un coche. Aminoro la velocidad, esperando a que ella zarpe para heredar su sitio. Inmediatamente se alza tras de mí un coro frenético de bocinas. Al volverme, vislumbro la cara congestionada de un camionero que se asoma por la ventanilla, me grita epítetos injuriosos y con el puño golpea la portezuela, para poner sonido a su ira. Dios mío, cómo me odia.
       No tengo más remedio que seguir. Cuando vuelvo al mismo sitio después de dar la vuelta a la manzana, la señora se ha ido, sí, pero alguien está encajando su coche en el espacio libre.
       Sigo. Aquí sólo se permite aparcar durante media hora, allí sólo los días impares (hoy es 2 de noviembre), allá sólo a los socios del Motormatic Club, y más allá el estacionamiento está limitado a los coches con licencia “Z” (organismos públicos y paraestatales). Y si intento hacerme el sueco, inmediatamente aparece un hombre con gorra de plato que me expulsa de sus dominios. Son los guardianes de los estacionamientos: hombres fornidos, altos, con bigote, extrañamente incorruptibles, las propinas no surten el menor efecto sobre ellos.
       Paciencia. Ahora por lo menos tendría que pasarme por la oficina para avisar. El portero siempre está a la entrada, pararé un momento y se lo explicaré… Pero justo cuando estoy frenando a la altura del portal diviso un sitio vacío en la acera de enfrente. Con el corazón palpitante doy un volantazo, arriesgándome a que me trituren las avalanchas de vehículos, atravieso la calle y rápidamente me coloco en el sitio. Un milagro.
       La paz me embarga. Hasta la noche me está permitido vivir tranquilo; por la ventana de la oficina puedo incluso ver y vigilar mi utilitario. Ahora parece hasta gracioso, tiene una expresión sonriente, es evidente que disfruta de tener también él su sitio en el mundo. Desde luego ha sido una casualidad extraordinaria: ¡justo enfrente del edificio donde trabajo, en pleno centro! Nunca hay que desesperar en esta vida.
       Pasan un par de horas y sobre el zumbido continuo de los vehículos me parece oír unas voces excitadas que llegan de la calle. Con un triste presentimiento me asomo a la ventana. Oh, me lo figuraba, tenía que haber alguna trampa: todo había sido demasiado fácil. No me había percatado de que, en la pared de la casa donde había dejado el coche había un cierre metálico, que ahora está abierto y por él está saliendo un camión. Con imprecaciones guturales, tres hombres con mono están moviendo a pulso mi coche, con fuertes empellones. A base de brazos, lo arrancan de su cómodo agujero, tan ligero es, y lo empujan hasta que el camión puede salir. Luego se van.
       Mi coche ha quedado atravesado en plena calle e interrumpe la circulación. Ya se ha formado un atasco y han acudido dos policemen, les veo escribir en sus talonarios.
       Corro hacia abajo, quito el coche de en medio, no sé cómo consigo explicarles mi equivocación a los agentes y evitar la multa. Pero no puedo quedarme allí. Y de nuevo me veo absorbido por el torbellino que da vueltas y vueltas y no se puede parar nunca porque no hay dónde pararse.
       ¿Qué clase de vida es ésta? Habrá que irse a las afueras, donde la lucha es menos feroz y el espacio más benigno. Allí hay calles y avenidas casi desiertas, como lo estaban en otros tiempos, si es verdad lo que cuentan los viejos, las calles del centro. Pero son sitios lejanos y pobretones. ¿De qué sirve tener coche si hay que dejarlo en ese exilio? Y además, ¿cómo me las arreglaré esta noche? Esta noche todo estará a oscuras y los coches estarán tan cansados como nosotros, sentirán la necesidad de una casa.
       Pero los garajes están llenos. Los dueños, hasta hace unos años personas humildes y amables a quienes podíamos considerar nuestros semejantes, se han vuelto unos personajes muy poderosos e inaccesibles. Es verdad que se puede hablar con sus contables, secretarios u otros subalternos, pero tampoco ellos son los jovenzuelos serviciales de antaño. Ya no sonríen, escuchan con afectación nuestras quejumbrosas súplicas.
       —¿Es que no sabe —contestan— que ya tenemos veinte plazas reservadas? Antes que usted está el ingeniero Zolito, el presidente de la F.L.A.M., luego está el profesor Syphoneta, y el conde El Motero, y la baronesa Spicchi.
       Son nombres rimbombantes de multimillonarios y potentados, cirujanos célebres, latifundistas, grandes cantantes, citados para intimidarme. Además, aunque no me lo digan, los cochecitos viejos y deteriorados como el mío no son bien recibidos: hay que velar por el prestigio de la “casa”. ¿No os habéis fijado en la cara de asco que ponen los porteros cuando un tipo desaliñado entra en un Gran Hotel?
       Así que me voy fuera, más allá de los suburbios, a través de los campos y los páramos, aún más lejos, aprieto el acelerador a fondo, con rabia. Los espacios son cada vez más vastos y solemnes. He aquí los rastrojos, he aquí el principio de la sabana, y luego el desierto, donde la carretera se pierde en la inmensidad uniforme de la arena.
       Alto. Por fin. Miro a mi alrededor: no se ve un alma, ni una casa, ni el menor signo de vida. Solo, al fin. Y el silencio.
       Apago el motor, bajo, cierro la portezuela.
       —Adiós —le digo—. Has sido un buen coche, de veras, en el fondo te quería. Perdóname por abandonarte aquí, pero si te dejase en una calle habitada tarde o temprano vendrían a buscarme con un montón de multas. Además, eres viejo y feo, perdona la sinceridad, ya nadie te querría.
       No contesta. Sigo mi camino a pie mientras pienso: “¿Qué hará esta noche? ¿Vendrán las hienas? ¿Lo devorarán?”.
       Es casi de noche. He perdido una jornada de trabajo. Quizá me despidan por esto, no puedo más de cansancio. ¡Pero soy libre, libre por fin!
       Voy brincando, tengo una extraña ligereza en las piernas, esbozo unos pasos de baile. ¡Viva! Me vuelvo para echar una última ojeada a mi utilitario. Está allí lejos, muy pequeño, una cucarachita dormida en el regazo desnudo del desierto.
       ¡Pero al lado de él hay un hombre! Es un hombre alto, con bigote, si no me equivoco, y lleva gorra de plato. Me hace señas, muy enfadado, y grita, grita.
       Ah, no, basta ya. Salto, corro, galopo con mis viejas piernas, pataleo, me siento ligero como una pluma. Los gritos del maldito guardia se pierden poco a poco detrás de mí.




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