Francis Bret Harte
(Albany, New York, 1836 - Surrey, Inglaterra, 1902)
La más joven de las hermanas Piper (1900)
(“The Youngest Miss Piper”)
Originalmente publicado en la revista Frank Leslie’s Popular Monthly
Vol. 49, Núm 4 (febrero de 1900), págs. 362-403;
Under the Red-Woods
(Boston y Nueva York: Houghton, Miffling and Company, 1901, pás. 39-70
No creo que ninguno de los que tuvimos el
placer de conocer a las hermanas Piper o que gozamos de la hospitalidad
del juez Piper, su padre, jamás nos interesamos por la hermana más joven. No
debido a su extrema juventud, pues la mayor de las señoritas Piper admitió
tener veintiséis años, y la juventud de la hermana menor creo que se establecía
sólo por una gran trenza a lo largo de su espalda. Tampoco porque fuera la más
sencilla, pues la belleza de las señoritas Piper era una distinción
generalmente reconocida y la más joven de ellas no estaba enteramente desprovista
de los encantos de la familia. No era tampoco por falta de inteligencia, ni por
alguna defectuosa cualidad social, pues su precocidad era sorprendente, y su
jovial franqueza alarmante. Tampoco creo que pueda atribuirse como razón
aceptable, a una leve sordera, que podría impartir una publicidad
comprometedora a cualquier declaración —el reverso de nuestro sentimiento
general— susceptible de ser confiada solamente a su oído, pues se decía que
ella siempre entendía todo lo que Tom Sparrell le decía en su tono común de
voz. Para ser breve, era muy posible que a Delaware —la más joven de las
hermanas Piper— no le gustásemos nosotros.
Sin embargo, creíamos que las otras
hermanas no evidenciaban hacia nosotros esa indiferencia que mostraba la
señorita Delaware, aunque los desasosiegos, malentendidos, celos, esperanzas,
temores y, finalmente, la caballeresca resignación con que por fin aceptamos el
convencimiento de que ellas no eran para nosotros, y que estaban mucho más allá
de nuestro alcance, no forman parte de esta crónica veraz. Es suficiente decir
que ninguna de las coqueterías de sus hermanas mayores afectaban o eran
compartidas por la más joven de las hermanas Piper. Se movía dentro de esta
atmósfera de congojas con indiferencia sublime, tratando los asuntos de sus
hermanas con lo que nosotros considerábamos extrema simplicidad o franqueza
aterradora. Los pocos admiradores que fueron lo suficientemente débiles como
para tratar de ganar su mediación o confianza tuvieron motivo para lamentarse.
—De nada sirve darme golosinas —le dijo a
un infeliz pretendiente que había ofrecido traerle algunos caramelos, pues no
tengo ninguna influencia con Lu y, si no se las entrego cuando se entere, me
regañará a mí y te odiará a ti como si fueras veneno. Excepto —agregó con
circunspección— que fueran pastillas de menta; Lu no las puede ni ver, ni
tampoco puede tolerar a nadie que las coma a un kilómetro a la redonda.
No es necesario agregar que el miserable
postulante, puesta a prueba así su cortesía, se vio obligado, en obsequio de la
joven Del, a llevarle pastillas de menta, que tuvieron la virtud de mantenerlo
a él mismo en desgracia y a distancia. Por mala suerte, también, a cualquier
predilección o lástima que experimentase por algún pretendiente en particular de
su hermana, seguíanle consecuencias más desastrosas aún. Se decía que mientras
actuaba como “pantalla” —papel que le era generalmente asignado— entre Virginia
Piper y un joven agrimensor excepcionalmente tímido, durante un paseo, ella
concibió un raro sentimiento de humanidad hacia el desventurado joven. Después
de quedarse atrás una o dos veces, ostensiblemente para recoger flores al borde
del camino, o “corriendo adelante” para presenciar un panorama montañés, sin
que ello produjera el menor resultado aparente en el tímido y silencioso
admirador, lo trajo hacia un lado, mientras su hermana mayor seguía caminando
indiferente y algo desdeñosa.
La más joven de las señoritas Piper se
sentó sobre la baranda de un cerco, con el tallo de una frambuesa negra en la
boca y balanceando sus pequeños pies en el aire, mientras lo observa con
imperturbable indiferencia.
—No pareces estar haciendo mucho progreso
—dijo ella de primera intención.
El joven sonrió débilmente, con un dejo
interrogativo.
—Tampoco pareces estar en ambiente
—continuó Del secamente.
—Creo que sí... es decir... me temo que la
señorita Virginia —balbuceó él.
—¡Habla más fuerte! Soy un poco sorda.
¡Repítelo! —interrumpió Del, levantando los ojos y las cejas.
El joven tuvo que admitir en tono estentóreo
que su progreso había sido muy poco satisfactorio.
—Vas muy despacio... eso es lo que pasa
—dijo Del, en actitud de censura.
—Cuando el capitán Savage estuvo por estos
lugares con Jinny (Virginia) la semana pasada, antes de que hubiéramos llegado
hasta aquí, había pronunciado “su discurso” sobre tantas cosas de Byron y
Jamieson (Tennyson) y otras poesías por el estilo; ayer no más, Jinny y el
doctor Beveridge deshojaban flores de cardo por todo el sendero, hasta más allá
del cruce de los caminos, para saber cómo andaba el romance. No has recogido
siquiera una sola mora para Jinny, ni has hablado de “Amor de Zagal”, “Johnny
Jumpups” ni “Bésame” y siguen hablándose por mi intermedio hasta hartarme.
Ahora, óyelo bien —exclamó con súbita decisión—, Jinny se dejó llevar por la
indignación y está enfadada; pero me imagino que no es la primera vez que lo ha
hecho, y la encontrarás, como lo hizo Spinner, en la pendiente de la colina,
sentada sobre un tronco de pino y con esta expresión.
Aquí, la más joven de las hermanas Piper
posó los dedos sobre su rodilla izquierda, levantó ligeramente un poco la
falda, con sublime indiferencia ante la exhibición de una considerable porción
de la media roja que cubría su diminuto tobillo y, con una mirada ausente y
plañidera, hizo una pintoresca imitación de la probable actitud de su hermana
mayor.
—Después te acercas suavemente, como si
fueras un oso y le pones tus manos sobre los ojos y le dices en una voz fingida
como ésta —aquí Del soltó un falsete que superó cualquier registro de voz
masculina— ¿Quién soy? Igual que en el juego de prendas.
—Pero es seguro que me va a reconocer —dijo
el tímido pretendiente.
—No te reconocerá —repuso Del, con
desdeñoso escepticismo.
—No creo... —balbuceó el joven, con una
sonrisa torpe— en realidad... me descubrirá... antes de que llegue a su lado.
—No si vas silenciosamente, pues va a estar
sentada de espaldas al camino, sumida en contemplación, así... —la más joven de
las hermanas Piper nuevamente miró con ojos soñadores a la distancia— y te acercarás
por detrás, con todo sigilo, así...
—Pero, ¿no se enojará? No hace mucho que la
conozco... ¿verdad?
Calló, lleno de turbación.
—No puedo oír una palabra de lo que dices
—dijo Del, moviendo la cabeza enérgicamente—. Estás del lado de mi oído sordo. Habla
más fuerte o acércate.
Pero aquí las instrucciones terminaron
repentinamente, ¡de una vez por todas! En efecto, ya fuera porque el joven
tenía serias intenciones de perfeccionarse; porque estaba realmente agradecido
a la muchacha y trató de mostrarlo; porque se sentía seducido por los juveniles
embelesos de la niña, cuya larga trenza castaña caíale graciosamente por la
espalda; porque de pronto halló algo singularmente provocativo en los ojos
oscuros, que brillaban dentro del marco de sus tupidas pestañas y la postura
incitante de la esbelta silueta, o porque fue presa de esa desesperación
histérica que algunas veces ataca a la timidez misma, no puedo saberlo, pero lo
cierto es que, de súbito, puso los brazos alrededor de la cintura de la joven y
apoyó los labios en su suave mejilla satinada, no obstante las pecas del sol y
el aire de la montaña y recibió una fuerte bofetada en la oreja, en pago de su solícita cortesía. El incidente
concluyó. No repitió el experimento con ninguna de las dos hermanas. La
revelación del desaire pareció, sin embargo, dar una singular satisfacción a
Red Gulch.
Si bien puede inferirse, a la luz de este
episodio, que la más joven de las señoritas Piper era inaccesible a las
insinuaciones masculinas en general, el asombro, un tanto escéptico, de Red
Gulch, se evidenció un poco después, al difundirse los rumores en el sentido de
que, durante todo este tiempo, ella realmente había tenido un galán. Y se
hicieron alusiones al hecho de que su sordera no le impedía entender perfectamente
el tono común de voz de un cierto señor Tomás Sparrell.
No se daba mayor importancia a este hecho
por la misma insignificancia e “ineptitud” de dicho individuo —un joven
delgado, pelirrojo, incapacitado para el trabajo manual, debido a una cojera—
ayudante en la tienda del cruce de los caminos. Nunca se había hecho acreedor a
la hospitalidad del juez Piper, nunca había visitado la casa, ni siquiera para
llevar paquetes; aparentemente, sus únicas entrevistas con ella o con
cualquiera de su familia, habían sido con el mostrador de por medio. Para
hacerle justicia, es cierto que nunca demostró deseos de tener relaciones más
íntimas; no estaba en la entrada de la iglesia cuando las hermanas, hermosas
con sus vestidos domingueros, entraban en el templo, con la pequeña Delaware
cerrando la procesión, no estaba en el asado del partido Demócrata, al cual
íbamos sin hacer referencia a nuestra simpatía personal política y sólo porque
asistían el juez Piper y las muchachas; tampoco fue al Baile de la Feria Agrícola, al cual todos tenían acceso. Creíamos que su abstención se debía a su cojera,
al convencimiento cabal de sus propios defectos sociales, o a una desmesurada
pasión por la lectura de libros científicos baratos, que, sin embargo, no
lograban aumentar su erudición ni la fluidez de sus palabras. Tampoco podía
achacársele la negligencia propia de los estudiantes, pues sus cuentas tenían
una exactitud que nos maravillaba, y que le permitía desempeñarse en la tienda
con exagerada eficacia. Posiblemente, hubiéramos expresado esta opinión con más
énfasis, si no fuera que queríamos eludir su réplica aguda y una propensión al
mal genio, que lo caracterizaba.
—Esos individuos pelirrojos suelen ser
quisquillosos y ven sangre por entre sus pestañas —solía decir un cliente
observador.
En síntesis, poco como sabíamos de la más
joven de las hermanas Piper, jamás hubiéramos sospechado que elegiría a un
hombre como éste como admirador. Lo que sabíamos de las relaciones públicas de
ambos, puramente comerciales, implicaban el reverso de cualquier entendimiento
cordial. El abastecimiento de la casa de los Piper había sido encargado a Del,
con otros menesteres domésticos ajenos a todo lo que fuera ornamental; y lo que
sigue presume ser un relato veraz de una de sus entrevistas alcanzadas a oír en
la tienda:
La más joven de las señoritas Piper entró
al negocio, desplazó una cantidad de mercadería en el medio para improvisarse
un asiento y, mirando a su alrededor con cierta arrogancia mientras sacaba una
agenda y un lápiz de su bolsillo, dijo:
—Si no lo estoy sacando de sus estudios,
señor Sparrel, quizá sea tan gentil de escuchar un minuto... pero —añadió con
fingida cortesía—, si lo estoy molestando puedo venir en otro momento.
Sparrel colocó el libro que estaba leyendo
sobre el mostrador con gran cuidado y, avanzando hacia la señorita Delaware,
ignorando por completo su ironía le preguntó:
—¿En qué puedo servirla hoy, señorita
Piper?
La señorita Delaware, de un modo muy suave,
examinando su agenda, replicó:
—Me imagino que no lastimaría mucho sus
delicados sentimientos si le informo que la lata de camarones y ostras que nos
mandó ayer no servía ni para los puercos.
Sparrel (suavemente):
—No estaban destinados para ellos, señorita
Piper. Si hubiéramos sabido que tenía gente de Red Gulch para comer, le
hubiéramos suministrado algo más adecuado. Tenemos una buena cantidad de torta
de borujo y mazorcas de maíz en depósito, a precios reducidos. Pero las
provisiones en lata eran para su propia familia.
La señorita Delaware (secretamente satisfecha
con esta alusión sarcástica a los amigos de su hermana, pero ocultando su
deleite):
—Me admiro de oírlo hablar así, señor
Sparrel; es mejor que oír a cantores cómicos o asistir a un Circo. Me imagino
que lo saca de ese libro —señalando el volumen escondido—. ¿Cómo se llama?
Sparrel (cortésmente):
—Principios Elementales de Geología.
La señorita Delaware, inclinándose hacia un
costado y llevándose sus diminutos dedos a la rosada oreja:
—¿Dijo principios elementales de “geología”
o “cortesía”? Usted sabe que soy tan sorda... pero, por supuesto, no podría ser
eso.
Sparrel (cómodamente):
—Oh, no, parece tener “de eso” en la mano
—señaló la agenda de la señorita Delaware, estaba usted citando de ahí cuando
entró.
La señorita Delaware, después de un fingido
silencio de profunda resignación:
—¡Bueno!, es una lástima que la gente no
pueda pasarse la vida escuchando tan refinada plática. ¡Yo no haría otra cosa
que escucharlo! Pero mi familia está en Cottonwood... y tiene que comer. Están
tan mal que suponen que yo pierda mi tiempo en conseguirles alimentos de acá,
en vez de beber en “Los Principios Elementales del Almacén”.
—Geología —corrigió Sparrel delicadamente—,
la historia de la formación de las rocas...
—Geología —aceptó la señorita Delaware,
disculpándose—, la historia de las rocas, tan necesaria para saber exactamente
cuánta arena se puede poner en el azúcar. Entonces dejaré mi lista aquí y puede
usted remitir las mercaderías a Cottonwood cuando haya terminado con sus “Principios
Elementales”.
Arrancó la lista de sus encargos, de una
página de su agenda, saltó con agilidad del mostrador, puso su trenza castaña
desde su hombro izquierdo a su debido lugar, sacudió sus faldas deliberadamente
y diciendo:
—Muchas gracias por una tarde provechosa,
señor Sparrel —salió modestamente del almacén.
Los pocos oyentes de esta narración
creyeron inverosímil que una hija del juez Piper y hermana de la angelical ama
de casa le permitiera esa familiaridad a un mero empleadillo, pero se señalaba “que
le dio lo que se merecía” y, a la postre, se prestó crédito general al
episodio. Por cierto, nadie pudo sospechar jamás que eso sería el principio de
ulteriores e importantes confidencias entre ambos. Creo que el secreto cayó
estrepitosamente sobre la familia, junto con otras cosas, en la gran excursión
campestre al desfiladero. Esta fiesta había sido preparada algunas semanas
antes y era patrocinada principalmente por “Los Contingentes de Red Gulch”,
como nos llamaban en retribución por los frecuentes gestos de hospitalidad
brindados por la familia Piper. Las hermanas Piper no tenían que traer nada,
excepto sus encantos personales y atender el reparto de golosinas y manjares
que los muchachos habían suministrado profusamente.
El sitio elegido era la represa del
desfiladero, un hermoso valle triangular, con los costados muy empinados, uno
de los cuales estaba coronado por una inmensa represa de la “Pioneer Ditch
Company”. Los escarpados flancos del desfiladero descendían en arrugadas
hileras de viñas y tupidos matorrales colgantes, como los pliegues de una
falda, hasta que se convertían en flancos de dispersos arbustos, volcándose, en
singular policromía, sobre un anchuroso manto de napelos, mariposas, lupinos,
amapolas y margaritas. Reparada de los rayos del sol por sus elevadas sombras,
la deliciosa oscuridad de la cañada contrastaba sensiblemente con el ardiente
sendero de la montaña que, al resplandor del sol de mediodía, bajaba
tortuosamente por la ladera, como una lengua de lava, para sumergirse
súbitamente en el valle y extinguirse en su frescura cual si fuese un lago. El
fuerte y persistente perfume del pino y del laurel, atenuaban, impartiéndoles
mayor frescura y suavidad, las selváticas fragancias de las madreselvas
silvestres, las lilas y otras matas olorosas que pendían sobre el valle. La
brisa de la montaña, meciendo las prietas copas de los grandes pinos, llevando
el frío tajante de las remotas cumbres nevadas, hasta el corazón mismo del
verano, nunca llegaba al pequeño valle.
Parecía un lugar ideal para la reunión
campestre y todos quedaron atónitos al oír que podía surgir una repentina
objeción a aquel sitio perfecto. Mayor fue el asombro general al saberse que
quien así discrepaba era la más joven de las hermanas Piper. Al inquirírsele
sobre las razones de su objeción, replicó que la localidad era peligrosa, la
presa de la montaña, notoriamente vieja y gastada, había cobrado mayor
peligrosidad por la falsa economía de refecciones inadecuadas, realizadas con
inusitada celeridad, para satisfacer a los bolsistas especuladores, y que
últimamente había mostrado indicios de pérdidas y rajaduras en los muros
exteriores.
En caso de rotura, el vallecito triangular,
del cual no había salida, sería instantáneamente inundado. Instada a dar la
fuente de esta desfavorable información, al principio vaciló un poco, pero
luego mencionó el nombre de Tom Sparrel.
La mofa con la cual fue recibida esta
declaración por todos nosotros, ya que sólo representaba la opinión de un
modesto e inactivo ayudante de tienda, fue espontánea y obvia, pero no así el
exacerbado enojo que excitó el pecho del juez Piper, pues no todos sabían que
poseía una considerable cantidad de acciones de la Compañía “Pioneer Ditch”, y que, durante los últimos tiempos, se produjeron grandes
dividendos por la falsa economía de gastos, para acelerar un “trato fuerte” en la Bolsa, mediante el cual el juez y otros podrían vender acciones de una compañía en quiebra.
Se creyó más bien que el juez montó en cólera al enterarse de la influencia que
ejercía Sparrel sobre su hija y su interferencia en los asuntos sociales de
Cottonwood. Se dijo que hubo una escena violenta entre la más joven de las
señoritas Piper y las fuerzas combinadas del juez y de las hermanas mayores,
que terminó con la absoluta negativa de la más joven, de concurrir a la reunión
campestre si se optaba por ese paraje.
Como nadie dudaba de la osadía, rayana en
la desaprensión, de Delaware, ni de su predilección por la algazara, su
negativa sólo intensificó la creencia de que ella no hacía sino “apoyar la
opinión de Sparrel” sin referirse en modo alguno a su seguridad personal o a la
de sus hermanas. La advertencia quedó desechada con una risotada general y la
opinión de Sparrel sufrió el menoscabo del ridículo, quedando como expresión
envidiosa de un hombre irrazonable.
Se señaló que la presa había durado mucho
tiempo, aun en tan precaria condición, que sólo un milagro de coincidencia la
haría romperse en esa tarde particular de la reunión campestre y, aunque ello
aconteciera, no había prueba directa de que inundaría gravemente el valle o, en
el peor de los casos, de que todo no pasaría de una leve alarma. El “Contingente
de Red Gulch” estaría allí, listo para cuidar a las damas, en caso de
accidente, igual que a cualquier maniático y desvalido vecino, capaz sólo de
gritar una advertencia desde lejos. Hasta no faltaba quien deseara que
ocurriera algo para tener así oportunidad de mostrar su sublime devoción; en
realidad, la perspectiva de llevar en brazos, a buen recaudo, a las casi
abrumadas hermanas, disfrutando de una belleza estática, sin esperanzas, era
una posibilidad fascinante. La agorera advertencia fue a todas luces
ineficiente; todos esperaban ansiosos que no se modificara ni el día ni el
paraje; la excitación del desafío sumábase a las mayores esperanzas y expectativas
y, cuando por último llegó la hora señalada, el grupo bajó por el tortuoso
sendero de la montaña al calor y resplandor, en un entusiasmo febril.
La centelleante procesión ofrecía un
espectáculo magnífico: las jóvenes, apacibles y radiantes, en sus muselinas
blancas, azules y amarillas, con sus múltiples cintas agitándose en el aire; el
“contingente”, luciendo sus más pulcros pantalones de blanco y basto paño y
camisas de franela azul y rojo; el juez, vistiendo un chaleco blanco y un
sombrero de Panamá, sumido en una actitud grave, conferida por circunstancias
anteriores, y tres o cuatro pintorescos chinos, que llevando cestas cerraban la
marcha, para desembocar, finalmente, en la represa del desfiladero.
Aquí se dispersaron sobre el limitado
espacio elegido, apenas media hectárea, con el bullicio y libre albedrío propio
de escolares en receso. Estaban seguros en el aislamiento que les brindaba el
paraje. No podían ser vistos desde ningún camino elevado ni por quienes lo
transitaban; se hallaban a salvo de toda intrusión eventual de la gente del
campamento. En realidad, extremaron tanto las cosas que el grupo asumió
aspectos de “pandilla”. Al principio se divirtieron, dirigiendo furtivas
miradas, Con ojos desafiantes, a la larga y baja presa, que se asomaba sobre el
muro verde de la montaña, a una altura de doscientos metros; a veces simulaban
experimentar un exagerado terror, y no faltó un reconocido bromista que declamó
una exhortación grotesca, clamando indulgencia, con encantadoras alusiones
locales. Otros pretendieron descubrir, cerca de la cabaña de un leñador, entre
una hilera de pinos, en la parte superior del sendero que bajaba, la figura en
acecho del ridículo y envidioso Sparrel. Pero todo esto se olvidó luego con la
animación de la fiesta. Con ser reducida, la extensión del valle donde se
efectuaba la excursión permitía, empero, que las parejas pudieran retirarse,
durante los bailes, entre los frondosos arbustos de manzanilla y laurel que
crecían en las laderas. Después del baile, antiguos juegos de niños fueron
revividos con mucha risa y débiles y tímidas protestas de parte de las damas;
la diversión principal fue un pasatiempo conocido con el nombre de “Estoy
anhelando”, en cuya ingeniosa ejecución se obligaba a la víctima a ponerse de
pie en medio del círculo y “anhelar” públicamente la proximidad de un miembro
del sexo opuesto. Algún júbilo fue ocasionado por la traviesa “Georgy” Piper,
que produjo hilaridad al decir, cuando le tocó su turno, que estaba “anhelando”
una mirada de Tom Sparrel en ese momento.
Transcurrieron dos horas antes de que
pusieran término a estos juegos triviales, y los excursionistas se sentaron
para saborear la tan esperada merienda. Aquí el editor del Argus brindó
por la salud del juez Piper, quien respondió con gran dignidad y un tanto
turbado por la emoción. Les recordó que se había empeñado humildemente en
afianzar la armonía —esa armonía tan característica de los principios
norteamericanos— tanto en círculos políticos como sociales y, particularmente,
entre los elementos de la vida fronteriza, extraña pero puramente constituidos
como genuinamente norteamericanos. Aceptaba la fiesta de ese día con sus
desbordantes demostraciones de amistad, no en reconocimiento a sí mismo —todos
exclamaron ¡sí, sí!— ni de su familia —arreciaban las protestas entusiastas— ¡sino
por ese principio norteamericano!
Si por un momento pareció probable que la
fiesta pudo verse malograda por maquinaciones de envidia —quejidos— o esa
armonía frustrada por la gravitación de mezquinos intereses materiales
—quejidos— podía decir que, mirando a su alrededor, nunca se había sentido...
que... —aquí, luego de vacilar, el juez se detuvo, se tambaleó levemente hacia
adelante, se asió de un banco, reponiéndose con una sonrisa de excusa y se
volvió hacia su vecino, en tono inquisitivo.
Una risa leve —suprimida instantáneamente—
por lo que al principio se supuso fuera el efecto de la “desbordante
demostración de amistad” sobre el orador mismo, circuló por el grupo masculino,
hasta que, súbitamente, una docena de personas, mostrando estupor en sus
rostros, se puso de pie y una de las damas profirió un agudo grito.
—¿Qué pasa? —se preguntaron unos a otros,
entre sonrisas de asombro. Fue el juez Piper quien contestó:
—Un pequeño temblor de tierra —dijo
suavemente— ¡apenas una vibración! Creo —agregó con una leve sonrisa— que
podemos decir que la naturaleza misma ha aplaudido nuestros esfuerzos, en la
buena y vieja manera californiana, y mostrando su aprobación. ¿Qué es lo que
estás diciendo, Fludder?
—Estaba pensando, señor —dijo Fludder,
respetuosamente, con voz más queda— que si algo anduviera mal en la represa,
este movimiento, sabe, podría...
Sus palabras fueron interrumpidas por un
ruido débil, estrepitoso y crepitante a la vez y, al mirar hacia arriba, pudieron
ver cómo una piedra de gran tamaño, evidentemente desprendida desde una altura
mayor, golpeaba la meseta superior, a la izquierda del sendero y, dando un
salto, fue a caer en la orilla del bosque contiguo. La tenue nube de polvo que
marcaba su curso desapareció luego en el aire. Pero el fenómeno fue observado
con agitación y era evidente que esa singular pérdida de equilibrio nervioso a
la que están propensos todos aquellos que han sufrido la experiencia —aun
leve—de un terremoto, fue experimentada por todos los presentes. Sin embargo,
no desapareció todo el sentido del humor.
—Parece que las previsiones que tomamos
contra los riesgos de inundación no nos va a proteger contra los terremotos
—dijo en tono jocoso Dick Friseny y agregó: —Sin embargo, ese no fue un mal
tiro, si sólo supiéramos hacia dónde apuntaba.
—¿Quieres callarte? —dijo Virginia Piper,
cuyas mejilas se hallaban rosadas por la excitación—. Escucha, ¿quieres? ¿Qué
es ese murmullo extraño que se oye intermitentemente allá arriba?
—No es más que el viento cargado de nieve
jugando con los pinos en la cumbre. Las muchachas no quieren que nadie se
divierta fuera de ellas mismas..
Pero aquí un grito de “Georgy”, que,
ayudada por el capitán Fairfax, se había subido a un banco a la entrada del
valle, atrajo la atención de todos.
Estaba de pie, rígida en el banco, con las
pupilas dilatadas por la perplejidad y la mirada fija en la parte superior del
sendero.
—¡Miren! —dijo con gran excitación— ¡el
sendero se está moviendo!
Todos miraron en la dirección indicada. A
primera vista parecía que, efectivamente, se estaba moviendo, serpenteando y
ondulando su tortuoso curso hacia abajo de la montaña, como una víbora
gigantesca, pero ampliado una o dos veces su tamaño habitual. Al volver a fijar
la mirada podía verse que ya no era un sendero sino un canal de agua, cuya
corriente, llevada en una canaleta de un metro y medio o dos de alto,
precipitábase hacia el valle.
Por un instante, no pudieron siquiera
comprender la naturaleza de la catástrofe. La represa estaba directamente sobre
sus cabezas; creían que, al ceder sus paredes, se provocaría la precipitación
de múltiples pequeñas caídas de agua o cascadas por los flancos de la montaña,
desde los acantilados que se hallaban arriba, pero lo que escapaba a la imaginación
de todos era que el volumen súbitamente liberado de esa masa de agua podría
rebasar la meseta, yendo mucho más lejos, para descender en contenida corriente
por el sendero, que era su única vía de escape.
Enfrentaron esta funesta verdad con la breve
y típica risa con que el norteamericano, por lo general, recibe el golpe aciago
de la fatalidad de lo inesperado, como si reconociera sólo lo absurdo de la
situación.
Luego corrieron hacia donde estaban las
mujeres, reuniéronlas en un grupo y las llevaron hacia lugares de imaginaria
seguridad, entre los arbustos que, como flecos, crecían por las laderas de las
montañas. Pero dejo esta parte del relato al lenguaje característico de uno de
los integrantes del grupo:
“Cuando nos alcanzó la inundación no pareció
fijarse en ninguno de nosotros en particular, sino que se abalanzó con furia
sobre todo lo que estaba a su alcance. ¡Destruyó todo lo que había, en
menos de treinta segundos! Barrió completamente de “proa a popa”, llevándose
todo por delante. Lo primero que vi fue al viejo juez Piper, extremando sus
esfuerzos para alejarse de una lata grande de helado de frutilla que rodaba
detrás de él, tratando de volcarse dentro del cuello de su saco, cada vez que
una ola grande la levantaba. Más atrás venía lo que quedaba de la banda de
música; el tambor grande, como si estuviera saltando para mantenerse a la par
del helado, confundido entre banquillos de campo, atriles, unos cuantos chinos
y luego aquello que, en las grandes procesiones de San Francisco, se da en llamar
“ciudadanos en general”. Todo fue arrastrado por el desfiladero en menos de
treinta segundos. Luego se produjo aquello que el capitán Fairfax denominaba “la
acción refleja en las leyes del movimiento” y que me cuelguen si toda la
procesión infernal no volvió a recorrer el mismo camino... pero esta vez toda
la artillería pesada, tal como ellas, barrilitos de cerveza, botellas, vasos y
los cacharros que habían quedado atrás, ahora estaban al frente y el juez Piper
y el famoso helado, cerraban la columna. Al pasar el juez, por segunda vez,
frente a nosotros, notamos que a la lata de helado —habiéndole entrado agua—
parecía faltarle el empuje y alentamos al viejo gritándole: “¡Apuesto cinco a
uno a favor!” Y luego no creerán lo que sucedió. Y bien, condenado sea, cuando
ese “reflejo” se encontró con la corriente, en el otro extremo, se arremolinó
en lo que el capitán Fairfax definió como la “curva centrífuga” y empezó a
girar alrededor de la cañada, como cuando se lavan los peroles de los
buscadores de oro.. .. haciendo surgir cada tanto a uno de los muchachos que
estaba adentro, y tirándolo como resaca contra la orilla.
“Conseguimos en esta forma pescar al juez,
justamente cuando pasaba por la recta final y cuando le había sacado dos
cuerpos a la lata de helado. El agua había arrastrado bastante del contenido de
la lata, pero nos insumió diez minutos sacudir el hielo y sal en polvo de la
ropa del viejo y conseguir hacerlo entrar en calor en el arbusto de laurel del
que estaba asido. Esta escena, tan similar por su secuencia al clásico juego de
niños “girando alrededor de la morera”, continuó hasta que la mayoría de los
competidores humanos fueron eliminados y sólo los trozos dispersos de muebles
quedaron en la carretera. Después se fue mezclando todo, chapoteando aquí y
allá, mientras el agua iba bajando por el sendero. Luego, Lulu Piper, a quien
yo estuve sosteniendo todo el tiempo en el laurel, a pesar de estar
completamente mojada y sucia, tuvo una idea festiva y, a medida que los objetos
iban surgiendo, y desapareciendo en el agua, empezó a hacer de bastonero,
diciendo: 'Los dos bancos negros, un paso hacia adelante', 'Un giro y a su
lugar', 'Cambio de compañeros', 'Tomarse de la mano', etcétera.
“—¡Era una prueba de entereza, en verdad!
La broma se contagió a las otras chicas, que empezaron a imitarla y pareció
infundirles el ánimo que en realidad necesitaban. Luego, Fludder, tratando de
apaciguarlas, dijo que había considerado el tamaño de la represa y el de
la cañada, y que, según sus cálculos, el volumen era más o menos igual, así que
la cañada no podía inundarse más.
“Más tarde, Lulu, que era tan atrevida como
un grajo y no fácil de engañar, preguntó:
“—¿Qué pasa con el canal, Dick?
“¡Mi Dios! Nos percatamos entonces de que
ella sabía lo peor, pues, naturalmente, toda el agua del canal mismo —¡y tenía
cincuenta millas de largo!— se desagotaba en la represa y, por fuerza, tenía
que venir cuesta abajo a la cañada.”
Fue precisamente en este punto cuando la
situación se tornó desesperada, pues habían subido arrastrándose por las
laderas empinadas hasta donde los arbustos daban un sostén a los pies y el
nivel del agua todavía seguía creciendo. La charla de las muchachas cesó y hubo
largos silencios, entrecortados por los hombres, que discutían los planes más desesperados,
proponiendo hacer tiras de sus camisas, unirlas a manera de sogas y permitir
así que las jóvenes se apoyaran, mediante palos hincados al costado de la
montaña. En uno de estos intervalos se oyeron claramente los golpes de hacha de
un leñador que se hallaba en lo alto de la meseta, en el punto donde el sendero
comenzaba a descender hacia la cañada. Todos los oídos estaban alertas, pero
sólo los que estaban en uno de los lados de la cañada podían obtener una buena
vista del lugar. En esto fueron afortunados el capitán Fairfax y Georgy Piper,
que se habían encaramado al arbusto más alto de ese lado y ahora estaban de
pie, mirando muy excitados en esa dirección.
—Alguien está cortando un árbol en la
cabecera del sendero —gritó Fairfax.
Surgió al unísono de todos los labios la
respuesta y grata explicación:
—Para hacer un dique en el sendero. Pero
los golpes de hacha eran lentos e intermitentes. Estalló la impaciencia.
—¡Grítenle que se apresure! ¿Por qué no
habrán traído a dos hombres?
—Es un hombre solo —gritó el capitán— y
parece que es un lisiado. ¡Diablos... es él... sí... es Tom Sparrel!
Hubo un profundo silencio. Luego, me pesa
decirlo, la vergüenza y su hermana gemela, la rabia, se posesionaron de
aquellas débiles humanidades. “ ¡Oh, sí!, era todo una sola cosa. ¿Por qué
razón inexplicable no habían enviado a un hombre capaz? ¿Debían ahogarse todos
por su estúpida terquedad?
Los golpes continuaban con lentitud. De
pronto, empero, pareció que se alternaban con otros golpes, pero
desgraciadamente eran más lentos ¡y tal vez algo más débiles!
—¿Han traído otro lisiado para trabajar?—
rugió el “contingente” con voz colérica.
—No... es una mujer... pequeña... sí ¡una
niña! ¡Diantres! Como que estoy vivo, ¡es Delaware!
Un aplauso espontáneo irrumpió del “contingente”,
en parte como reproche hacia Sparrel, según creo, y en parte como expresión de
vergüenza por su ira anterior. El podía tomarlo como quisiera. Con todo, los
golpes todavía se sucedían con desesperante lentitud. Los hombres levantaban a
las chicas sobre sus hombros y estaban medio sumergidos. Se produjo una pausa
dolorosa, instantes después, el estrépito de una caída. Otro aplauso surgió de
la cañada.
—¡Ya cayó! Está justamente atravesado en el
sendero —gritó Fairfax— y una parte de la orilla está encima del tronco.
Hubo otro momento de suspenso. ¿Aguantaría
o sería arrastrado por la fuerza de la corriente? ¡Aguantó! En pocos momentos
más, Fairfax anunció la reconfortante novedad de que las aguas habían sido
detenidas, y el sendero sumergido empezó a reaparecer. En veinte minutos estuvo
otra vez libre, transformado en el lecho de un río fangoso, ¡pero en
condiciones de ser transitado! Naturalmente, no había disminuido el agua de la
cañada, que no tenía salida alguna, pero ahora el grupo podía descolgarse de
arbusto en arbusto a lo largo del costado de la montaña hasta el pie del
sendero, que ya no era una barrera infranqueable. Hubo varios accidentes y
pasos en falso —caídas al agua y algunos salvamentos no exentos de riesgo— pero
en media hora todo el grupo había llegado al sendero y comenzado la subida. Fue
una procesión lenta, difícil y lúgubre, y no todos los ánimos estaban bien
atemperados, ahora que el estímulo del peligro y de la caballerosidad había
pasado. Cuando llegaron a la barrera formada por el árbol caído y aunque
tuvieron que efectuar una larga desviación para evitar los costados abruptos,
pudieron ver con cuánto éxito había desviado la corriente hacia un declive en
el otro lado.
Extraño resultaba, empero, que no
recibieran la bienvenida de nada ni nadie más. Sparrel y la joven señorita
Piper se habían ido; y cuando al fin llegaron al camino alto, se enteraron con
sorpresa, por un leñador que pasaba por allí, de que nadie en el campamento
había sabido nada del desastre.
¡Y ésta fue la última gota en el vaso de su
amargura! Ellos que habían estado esperando que todo el campamento, en terrible
suspenso, aguardara su salvación y que preveían un recibimiento de héroes,
tuvieron que hacer frente a los gestos jocosos, no siempre bien disimulados, de
amigos y extraños que acertaban a pasar por el lugar, ante el aspecto desaseado
y desgreñado que sugería sólo los acontecimientos imprevistos, pero siempre
lógicos, de un paseo ordinario de verano. “¿Navegaron en la represa y se fueron
al agua?” “¿Jugando a los botes en el canal?”, eran algunas de las graciosas
hipótesis. El fugaz sentimiento de gratitud que habían tenido para con sus
salvadores se había disipado cuando llegaron a sus casas y el encono que los
abrumaba se acrecentó aún más al enterarse de que, cuando se produjo el
terremoto, Tom Sparrel y la señorita Delaware estaban disfrutando de un paseo
en el bosque (él había tenido un medio día de descanso en virtud del festival)
y que el terremoto había reavivado sus temores de una catástrofe. Ambos habían
conseguido hachas en la cabaña del leñador e hicieron lo que creían necesario
para aliviar la situación del grupo de excursionistas. Pero el modesto relato
que hicieron de sus vicisitudes había tenido la virtud de reducir la importancia
de la catástrofe misma, y la narración que todos hicieron del terrible peligro
que habían experimentado fue recibida con risas de incredulidad.
Por primera vez en la historia de Red Gulch
hubo una seria desavenencia entre los miembros de la familia Piper, apoyada por
el “contingente”, y el resto del campamento. La advertencia de Tom Sparrel fue
recordada por los últimos y se hicieron comentarios sobre la ingratitud de los
salvados para con sus salvadores; la verdadera calamidad atribuida a la represa
fue la imprudencia y contigüidad de los que participaron de la fiesta de ese
día y no faltó quienes relacionaban el accidente mismo con las maquinaciones
del mañoso director del canal, señor Piper.
Se dijo que se había producido una escena
turbulenta en la casa de los Piper esa tarde. El juez había solicitado que la
señorita Delaware rompiera sus relaciones con Sparrel y ella se había negado.
El juez también exigió del empleador de Sparrel el despido de éste y se
encontró con la sorprendente información de que Sparrel ya era un socio
comanditario de la empresa. Ante esta revelación, el juez Piper se alarmó, pues
si bien podía hacer objeciones a un empleado que no podía mantener a una
esposa, como demócrata incondicional no podía oponerse a un hombre de negocios
bastante próspero. Se hizo una apelación final a la señorita Delaware, se le
imploró que considerase la situación de sus hermanas, todas las cuales habían
realizado, o estaban por realizar, matrimonios más ambiciosos. ¿Por qué tenía
ahora que degradar a la familia, casándose con el dueño de un negocillo de la
comarca?
Se dijo que aquí la más joven de las Piper
dio una contestación memorable, que fue la revelación de una verdad que nunca
pudo ser discutida:
—¿Todos ustedes quieren saber por qué me
voy a casar con Tom Sparrel? —preguntó, poniéndose de pie y haciendo frente a
todo el grupo familiar.
—Sí.
—¿Por qué lo prefiero a toda esa cuadrilla
con que ustedes, las chicas, se han casado o se van a casar? —preguntó, como
meditando y mordiendo la punta de su trenza.
—Sí.
—Y bien, es el único hombre de toda la
colonia que no me ganó de mano para hacerme proposición de casamiento.
Se presume que Sparrell hizo enmienda por
la omisión, o que toda la familia se alegraba de librarse de ella, pues se
casaron en el otoño siguiente. Y realmente, una comparación posterior de los
archivos de familia demostraron que mientras el capitán Fairfax continuó siendo
el “capitán Fairfax” y que los demás yernos no progresaron en cuanto a posición
o fortuna, el rengo dueño de la tienda de Red Gulch llegó a ser el Honorable
Senador Tom Sparrell.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar