Francis Bret Harte
(Albany, New York, 1836 - Surrey, Inglaterra, 1902)


Wan-Lee, el idolatra (1874)
(“Wan-Lee, the Pagan”)
Originalmente publicado en la revista Scribner’s Monthly
Vol. 8, Núm. 5 (septiembre de 1874), págs. 552-570;
Wan Lee, the Pagan and Other Sketches
(Londres: George Routledge and Sons, 1874, 158 págs.), págs. 5-28;
The Tales of the Argonauts, and Other Scketches
(Boston: Houghton, Mifflin and Company, 1875, 284 págs.), págs. 79-104



      Cuando abrí la carta de Hop-Sing, revoloteó hacia el suelo una tira de papel amarillo, cubierta de jeroglíficos, que a primera vista me figuré cándidamente que sería la etiqueta de un paquete de sorpresas chinas.
       Pero el mismo sobre contenía, además, una tira más pequeña de papel de arroz con dos caracteres exóticos, trazados con tinta china, en los que reconocí en seguida la tarjeta de visita de Hop-Sing. El conjunto, literalmente traducido, decía como sigue:

“Las rejas de mi casa no están cerradas para el forastero;
el jarrón de arroz esta a la izquierda
y los dulces a la derecha de la entrada.

Dos adagios del maestro:
La hospitalidad es la virtud del hijo
y la sabiduría de los mayores.
El hombre superior es ligero de corazón;
después de recogida la cosecha, celebra una fiesta.

Cuando el extranjero se halle en tu cercado de melones,
no le observes muy de cerca; dejar de atender es,
a menudo, la más alta forma de la urbanidad.

                  Felicidad, paz y prosperidad.

Hop-Sing.”

      Por admirables que fuesen esta moraleja y sabiduría proverbial, y aun cuando este último adagio era muy característico de mi amigo Hop-Sing, el más sombrío de todos los humoristas, como buen filósofo chino, me veo obligado a confesar que, después de una traducción muy libre, me encontré perdido para llevar a inmediata ejecución el mensaje. Felizmente descubrí un tercer papel, doblado en forma de esquela, conteniendo algunas palabras en inglés, escritas con letra corrida de Hop-Sing. Decía así:

     “Espera que honraréis con vuestra asistencia, el número... de la calle de Sacramento, el viernes por la noche a las ocho. Una taza de té a las nueve en punto.

Hop-Sing”

      Esto lo explica todo. Tratábase de una visita al almacén de Hop-Sing, la apertura y exposición de algunas raras novedades y curiosidades chinas, una sesión en el despacho posterior de la casa, una taza de té, de bondad desconocida fuera de estos sagrados lugares, cigarros y una visita al teatro o templo chino. Este era, en efecto, el programa favorito de Hop-Sing cuando estaba en el ejercicio; de su hospitalidad como agente principal ó superintendente de la Compañía Ning-Foo.
       A las ocho de la noche del viernes entraba en el almacén de Hop-Sing. Reinaba en él ese misterioso olor, agradable o indefinible, de los géneros extranjeros; veíase allí la acostumbrada exposición de objetos de apariencia rara, la interminable procesión de jarros y de loza, el extraño enlace de lo grotesco y de lo matemáticamente acabado y exacto, las manifestaciones sin fin de la frivolidad frágil; la falta de armonía de colores, cada cual de por sí hermoso y raro. Cometas en forma de enormes dragones y gigantescas mariposas; otras tan ingeniosamente dispuestas que a intervalos lanzaban, al entrar de cara al viento, el grito del balcón; algunas tan grandes que era imposible que ningún chico las pudiera dominar, tan grandes que os hacían comprender el por qué en China echar las cometas es una diversión para los adultos; dioses de porcelana y bronce tan desastrosamente feos que, por la misma imposibilidad de serlo, no despertaban interés ni simpatía humanos; jarros de dulce cubiertos completamente por pensamientos morales de Confucio; sombreros que se parecían a cestos, y cestos que se parecían a sombreros; sedas tan ligeras que no me atrevo a decir el increíble número de yardas cuadradas que podrían atravesar a la vez una sortija del dedo meñique. Estos y muchos otros objetos indescriptibles me eran familiares. Seguí mi camino a través del almacén escasamente alumbrado, hasta llegar al despacho posterior o salón, donde encontró a Hop-Sing que me esperaba.
       Antes de describirlo necesito que el lector ilustrado deseche de su mente toda suerte de ideas que acerca de los chinos pueda haber adquirido en una pantomima. No llevaba calzoncillos preciosamente festoneados con campanillas, jamás he encontrado un chino que los llevase, no adelantaba constantemente su dedo índice extendido en ángulo recto con el cuerpo, ni siquiera lo he oído jamás proferir la misteriosa frase Ching a ring a ring chaw, ni bailaba corno aquellos a la menor invitación. Era más bien, en conjunto, un caballero grave, decoroso y respetable. Su color, que se extendía por toda la cabeza hasta su larga trenza, se parecía al de un hermosísimo papel agarbanzado y lustroso, y eran sus ojos negros y brillantes. Tenía, las cejas inclinadas en ángulo de quince grados; nariz recta y delicadamente formada, la boca pequeña y los dientes menudos y limpios. Vestía una blusa de seda azul obscura, y para la calle, en días fríos, una corta chaqueta de piel de Astracán. Llevaba únicamente en las piernas unas polainas de brocado azul estrechamente ceñidas a las pantorrillas y tobillos; hubiérase dicho que aquella mañana se le había olvidado ponerse los pantalones, pero que, como eran tan señoriles Sus modales, nadie se atrevía a recordárselo. Era persona fina, aunque muy seria, y hablaba con facilidad el francés y el inglés. En resumen, dudo que hubierais podido encontrar a otro igual a este tendero pagano entre los cristianos de su clase en San Francisco. Había allí algunas personas más. Un juez de la Audiencia Federal, un oficial superior del Gobierno, un editor y un rico comerciante. Después que hubimos bebido nuestro té y probado algunos dulces de un misterioso jarrón, Hop-Sing se levantó, y haciendo gravemente seña de que lo siguiéramos, comenzó a descender al sótano. Cuando llegamos allí, nos sorprendió verlo brillantemente iluminado y con algunas sillas dispuestas en círculo sobre el pavimento, de asfalto. Luego que nos hubo hecho sentar cortésmente, dijo:
       —Os he invitado a presenciar un espectáculo que puedo aseguraros que jamás extranjero alguno, sino vosotros, habrá visto. Wang, el prestidigitador de la corte, llegó ayer de mañana. Jamás ha dado función fuera del palacio. Le he pedido que divirtiera a mis amigos esta noche. No necesita de teatro, tablas, accesorios, ni auxiliar alguno, sino sólo de lo que veis aquí. Haced el favor de reconocer, señores, de examinar por vosotros mismos el terreno.
       Naturalmente fuimos a examinar aquello. Era el piso bajo usual, ó sea el de los sótanos en los almacenes de San Francisco, asfaltado, para evitar la humedad. Tanteamos el pavimento con nuestros bastones y golpearnos las paredes para complacer a nuestro político huésped, no por otro motivo. Estabamos del todo conformes en ser víctimas de cualquier diestro manejo. En cuanto a mí, sé decir que me sentía dispuesto a dejarme engañar y si me hubiesen ofrecido una explicación de lo que siguió, probablemente la hubiera rehusado.
       Aun cuando estoy persuadido de que, en conjunto, la función de Wang era la primera de su especie, dada en tierra americana, seguramente se habrá hecho desde entonces tan familiar a algunos de mis lectores, que no los fastidiara insistiendo en ella. Comenzó por echar al vuelo, con ayuda de su abanico, un numeroso enjambre de, mariposas, hechas a nuestra vista de pequeños pedacitos de papel de seda, y las mantuvo en el aire durante el resto de la función. Recuerdo vivamente que el juez probó de coger una, que se había parado en su rodilla, pero se le escapó con la ligereza de un insecto viviente. Y al mismo tiempo Wang, manejando todavía su abanico, sacaba gallinas de sombreros, escamoteaba naranjas, extraía yardas de seda sin fin, de sus mangas, y llenaba la superficie del sótano de géneros que brotaban misteriosamente del suelo, de su propio vestido, de ninguna parte. Tragóse cuchillos en menoscabo de su digestión por muchos años venideros; dislocó todos los miembros de su cuerpo y se recostó en el aire, como descansando sobre el vacío. Pero la suerte que coronó la función y que hasta ahora no he visto repetida, fue la más fantástica, misteriosa y sorprendente. Es mi apología por este largo preámbulo mi sola excusa para escribir esta narración, el génesis de esta verídica historia.
       En un espacio de quince pies cuadrados despejó el terreno de los objetos que estorbaban, y luego nos invitó a todos a levantarnos y examinarlo de nuevo. Lo hicimos gravemente: nada notamos sino el asfaltado pavimento. Luego pidió que le prestaran un pañuelo, y como por casualidad me hallaba yo más cerca de él le ofrecí el mío. Lo tomó y extendiólo abierto en el suelo. Sobre él desplegó un gran cuadro de seda, y sobre éste, de nuevo, un gran chal, que cubría casi todo el terreno despejado. Luego situóse en uno de los vértices de este rectángulo, y principió un canto monótono, meciéndose de aquí para allá al compás de esta melodía un tanto lúgubre. Esperamos inmóviles.
       Dominando el canto oíamos las campanas de los relojes de la ciudad, y las sacudidas de un carro que rodaba por la calle sobre nosotros. La inquieta espectación; la opaca y misteriosa media luz del sótano, cayendo de una manera fantástica sobre el bulto disforme de una deidad china en el fondo; el somnoliento olor del humo de opio, mezclado con el aroma de especias y la incertidumbre de lo que realmente estabamos esperando, nos sobrecogían con desagradables estremecimientos: nos mirábamos tinos a otros con sonrisa forzada. El malestar creció cuando Hop-Sing, levantándose despacio y sin decir la menor palabra, señaló con el dedo el centro del chal.
       ¡Había algo debajo del chal! Seguramente, y algo que antes no estaba allí; al principio un imperceptible relieve, de contornos indefinidos, pero creciendo más y más distinto y visible a cada momento. El canto continuaba aún; el sudor comenzaba a correr por la cara del cantor; poco a poco el escondido objeto iba adquiriendo forma y cuerpo, que elevaba el chal en su centro como tinas cinco ó seis pulgadas. Era ya indudablemente el contorno de un pequeño pero perfecto cuerpo humano con los brazos y piernas extendidos. Uno o dos de nosotros palidecimos y nos sentíamos inquietos; al fin el editor rompió el silencio con un chiste que, por pobre que fuera, recibimos con espontaneo entusiasmo. El canto cesó de repente, Wang se levantó con un rápido y diestro movimiento, arrebató chal y seda, y descubrió, durmiendo pacíficamente sobre mi pañuelo, un diminuto niño.
       El aplauso y estrépito que siguió a este descubrimiento debieron dejar satisfecho a Wang, aun cuando era reducido su auditorio; por lo menos era bastante ruidoso para despertar a la criatura, un bonito niño de cosa de un año de edad, que se parecía a un Cupido tallado en palo de sándalo. Fue arrebatado casi tan misteriosamente como apareciera.
       Cuando Hop-Sing me devolvió, con un saludo, mi pañuelo, le preguntó si el prestidigitador era padre de la criatura.
       —¡Quién sabe! —dijo imperturbable Hop-Sing, recurriendo a esa fórmula española, sin compromiso, tan común en California.
       —¿Pero tiene una criatura nueva para cada función? —pregunté.
       —¡Quizá! ¿Quién sabe?
       —¿Pero qué será de éste?
       —Lo que queráis señores —replicó Hop-Sing, inclinándose cortésmente—. Nació aquí; vosotros sois sus padrinos.
       En 1850 caracterizaban a toda reunión californiana dos particularidades. Estar pronta a comprender una indirecta y manifestarse generosa hasta la prodigalidad en cualquier llamamiento caritativo. Por sórdido y avaro que el individuo fuera, no podía resistir al simpático contagio. Doblé las puntas de mi pañuelo convirtiéndolo en un saco, dejó caer dentro una moneda y sin decir palabra lo pasé al juez. Este añadió sencillamente otra moneda de oro de veinte pesos y la pasó al de más allá; cuando el pañuelo volvió a mis manos contenía más de cien pesos. Anudé el dinero en el pañuelo y lo entregué, a Hop-Sing.
       —Para la criatura, de parte de sus padrinos.
       —¿Pero qué nombre le daremos? —dijo el juez.
       Hubo un tiroteo de Erebo, Nox, Plutón, Terracota, Anteo, etc, etc.
       Finalmente dejamos que decidiera la cuestión nuestro huésped.
       —¿Por qué no dejarle su propio nombre? —dijo tranquilamente—: Wan-Lee.
       Y tal hicimos.
       Así nació Wan-Lee en esta verídica crónica, en la noche del viernes 5 de marzo de 1850.


      La última pagina de La Estrella del Norte de 19 de julio de 1805, única publicación diaria editada en Klamath Cunty, acababa de entrar en prensa, y a las tres de la mañana dejaba yo a un lado mis pruebas y manuscritos, preparándome para irme a casa, cuando debajo de algunas hojas de papel que separaba, descubrí una carta. El sobre estaba algo sucio y no llevaba sello alguno de correo, pero no fue difícil reconocer la letra de mi amigo Hop-Sing. Lo abrí apresuradamente y leí lo que sigue:

    “Muy señor mío: No sé si el dador os convendrá para el cargo de diablo en vuestro periódico; si esta plaza no es puramente del oficio, creo que reúne todas las cualidades exigidas. Es listo, activo e inteligente; comprende el inglés mejor que lo habla, y compensa cualquier defecto con el habito de observación e imitación. No necesitáis más que enseñarle una vez cómo se hace una cosa y la repetirá, sea mala o buena.
     “Pero ya lo conocéis, sois uno de sus padrinos; es Wan-Lee, el hijo putativo del prestidigitador Wang, a cuyas representaciones tuve el honor de invitaros; pero tal vez lo habréis olvidado ya.
     “Lo mandaré con una partida de culis a Stocktown y de allí por expreso a vuestra ciudad. Si lo podéis utilizar ahí, me haréis un favor, y probablemente le salvaréis la vida, que en la actualidad esta en peligro, gracias a los miembros más jóvenes de vuestra cristiana y altamente civilizada raza, que asisten a los instructivos colegios de San Francisco.
     “Ha adquirido singulares hábitos en el ejercicio de la profesión de Wang, que siguió por algunos años, hasta que se hizo sobrado grande para entrar en un sombrero ó para salir de la manga de su padre. El dinero que dejasteis lo he gastado en su educación; ha leído de cabo a rabo los Clásicos Trilaterales, pero creo que sin gran provecho; sabe poco de Confucio y absolutamente nada de Mencio. Por negligencia de su padre se asoció, tal vez demasiado, con niños americanos.
     “Hubiera contestado antes por el correo a vuestra carta; pero he pensado que el mismo Wan-Lee podía ser el portador de ésta.
                             “Es de vos respetuoso servidor,

“Hop-Sing”.

      Tal era la contestación, por tanto, tiempo aplazada de mi carta a Hop-Sing. Pero ¿dónde estaba el portador? ¿Cómo fue entregada la carta? Llamó apresuradamente al aprendiz, a los impresores y al regente, pero no saqué nada en limpio; nadie había visto la carta, ni sabía cosa alguna del portador. Pocos días después recibí la visita de mi lavandero Ah-Ri.
       —¿Usted querer diablo? Bueno; yo coger él.
       Volvió pocos momentos después con un niño chino, listo en apariencia, cuyo aspecto inteligente me hizo tan buena impresión que lo contraté en el acto. Cuando estuvo cerrado el trato, le pregunté su nombre.
       —Wan-Lee —dijo el chico.
       —¿Cómo? ¿Eres tú el niño enviado por Hop-Sing? ¿Cómo demonio no has venido antes? ¿Cómo has entregado la carta?
       Wan-Lee me miró y se rió.
       —Yo tirar parte arriba ventana.
       No lo comprendía. Me miró por un momento perplejo, y luego, arrancándome la carta de la mano se lanzó por la escalera abajo.
       Después de un momento, con gran sorpresa mía, la carta entró volando por la ventana, dio dos veces la vuelta por la habitación Y luego se posó suavemente como un pájaro sobre mi mesa. No me había repuesto aún de la sorpresa, cuando Wan-Lee reapareció, sonriéndose, miré la carta, luego me miró a mí, y dijo:
       —Así, hombre.
       Y luego permaneció gravemente callado. Este fue su primer acto oficial.
       La siguiente hazaña, siento tenerlo que decir, no tuvo igual éxito.
       Uno de nuestros habituales repartidores cayó enfermo, y en el apuro se mandó a Wan-Lee que le reemplazara. A fin de evitar equivocaciones, la noche anterior le enseñaron la, ruta, y al amanecer le entregaron el número ordinario de ejemplares para los subscriptores. Al cabo de una hora volvió de buen humor y sin loa periódicos. Dijo que los había repartido ya.
       Desgraciadamente para Wan-Lee, a cosa de las ocho de la noche, empezaron a llegar a la redacción subscriptores indignados. Habían recibido sus ejemplares; pero ¿de qué manera? En forma de balas de cañón, fuertemente comprimidos, pasando a través del vidrio de las ventanas; dándoles de lleno en la cara, como una pelota del juego de foot-ball si por casualidad se hallaban asomados; por cuartas partes, metidas por ventanas distintas; los habían encontrado en la chimenea, clavados contra la puerta, en, los terrados, en las ventanas de las buhardillas, introducidos en forma de arrolladas cerillas por el ojo de la cerradura, embutidos en los ventiladores y anegados en los jarros con la leche matutina. Un subscriptor que esperó algún tiempo en la puerta de la redacción, al efecto de tener una entrevista personal con Wan-Lee (entonces para mayor seguridad encerrado bajo llave en mi cuarto), me dijo con lágrimas de rabia en los ojos, que a las cinco le había despertado una gritería horrible demás bajo de sus ventanas; que al levantarse muy agitado, dejóle estupefacto la aparición repentina de La Estrella del Norte, fuertemente arrollada y doblada en forma de boomerang, o sea cachiporra de la India Oriental, que entró disparada por la ventana, describió en el cuarto un número endemoniado de círculos, derribó la luz, dio un cachete en la cara al niño, le sacudió a él en la quijada, y luego salió por la ventana opuesta y cayó falto de impulso en el patio. Durante el resto del día, aparecieron en la redacción los ejemplares de La Estrella del Norte de la edición de aquella mañana, en fragmentos de papel sucios y estrujados que traían con indignación los subscriptores. Un admirable artículo sobre “Los recursos de Humboldt County” que había yo compuesto la noche anterior y que indudablemente hubiera cambiado el aspecto de los negocios del año siguiente y llevado la bancarrota a los muelles de San Francisco, se perdió de este modo para el público.
       Creímos conveniente que durante las primeras semanas se mantuviera encerrado a Wan-Lee en la imprenta, reduciéndolo a la parte puramente mecánica del oficio. En ella desarrolló sorprendente actividad y aptitud, granjeándose al fin el favor y buena voluntad de los impresores y del regente que al principio juzgaban como de la mayor gravedad y trascendencia política su iniciación en los secretos del arte. Aprendió a componer pronta y correctamente los tipos, ayudándolo en la operación mecánica su extraordinaria destreza en la prestidigitación; su ignorancia del lenguaje parecía serle más útil que perjudicial, corroborando el axioma de impresor, de que el cajista que sigue las ideas del original, no es más que un inepto operario. Solían darle a componer deliberadamente largas diatribas contra él mismo, que sus compañeros de imprenta colgaban del gancho de su caja como original, pasándole inadvertidas frases tan cortas como éstas: “Wan-Lee es hijo del mismísimo demonio” “Wan-Lee es un bribón mogol” y me traía aún la prueba tan satisfecho, sacando a relucir sus dientes y brillando la satisfacción en sus ojos.
       Sin embargo, no pasó mucho tiempo sin que se desquitara de sus malévolos perseguidores. Recuerdo un caso en que estuvo en un tris de que sus represalias me envolvieran en un serio disgusto. Nuestro regente se llamaba Webster, y Wan-Lee pronto aprendió a reconocer al individuo y las letras combinadas de su nombre. Empeñábase una campaña política y el elocuente y fogoso coronel Starbottle, de Siskyon, había hecho un discurso de efecto, que fue especialmente taquigrafiado para La Estrella del Norte. En su peroración sublime el coronel Starbottle había dicho: “yo, como el divino Webster, repetiré...” y aquí seguía la cita que he olvidado. Pues bien, Wan-Lee mirando casualmente la galera, después de revisado el discurso, vio el nombre de su principal perseguidor, y como es natural, imaginó que era de la cita. Cuando el molde entró en prensa, Wan-Lee aprovechó la ausencia de Webster para quitar la cita y substituirla con una delgada tira de plomo del mismo tamaño del tipo, grabada con caracteres chinos, formando una frase que, según creo, era una acusación completa y denigrante de la incapacidad y repugnancia de la familia Webster, acompañada de una cláusula laudatoria de la propia persona de Wan-Lee.
       El periódico de la mañana siguiente contenía íntegro el discurso del coronel Starbottle, en el que se leía que el divino Webster, en cierta ocasión, había expresado sus pensamientos en excelente, pero incomprensible chino. La rabia del coronel Starbottle no tuvo límites.
       Conservo un vivo recuerdo de cuando aquel hombre admirable entró en mi despacho y me pidió una retractación del aserto.
       —Pero, señor de mi alma —le dije: —¿Estáis pronto a negar bajo vuestra firma que Webster haya pronunciado semejante frase? ¿Os atrevéis a negar que, entre los notorios conocimientos de Mr. Webster, no estaba comprendido el chino? ¿Queréis someter una traducción adecuada a nuestros lectores y negar bajo palabra de honor, que el finado Mr. Webster haya expresado jamás tal pensamiento? Si lo deseáis, caballero, estoy pronto a publicar vuestra réplica.
       El coronel no lo quiso, pero se marchó indignado. Webster, el regente, lo tomó con más sangre iría: felizmente ignoraba que durante dos días los chinos de las cocinas, de los lavaderos, de las minerías, miraban por la puerta de los talleres con la cara radiante de malicia; y que nos hicieron un pedido de trescientos ejemplares sueltos de La Estrella del Norte, para los lavaderos del río. Solamente observó que durante el día a Wan-Lee, de vez en cuando, lo atacaban espasmos convulsivos, que se vio obligado a reprimir dándole de puntapiés. Una semana después del suceso, llamé a Wan-Lee a mi despacho.
       —Wan —dije con gravedad —quisiera que para mi propia satisfacción me tradujeras aquella frase china que mi privilegiado compatriota, el divino Webster, pronunció públicamente en una ocasión solemne.
       Wan-Lee miróme fijamente y sus negros ojos centellearon. Después contestó con gran gravedad:
       —Señor, Webster dice: —Niño chino hacer yo muy tonto. Niño chino hacer mi muy enfermo.
       Pero temo que esté retratando una parte y no la mejor del carácter de Wan-Lee. Según me refirió, había sido la suya una vida muy dura.
       Apenas conoció la niñez y no recordaba a sus padres. El prestidigitador Wang lo había educado. Pasó los siete primeros años de su vida saliendo de cestos, cayéndose de sombreros, subiendo por escalas y descoyuntando sus pequeños miembros a fuerza7 de colocarse en violentas posturas. Creado en una atmósfera de engaño y artificio, consideraba a la humanidad como perenne víctima de sus sentidos; en fin, si hubiese pensado algo más, para su edad hubiera sido un cínico; a otra edad mayor habría sido un escéptico, y más tarde, cuando viejo, hubiese llegado a filósofo. Por ahora era un diablejo: ¡un diablejo bien humorado, es verdad! diablejo cuya naturaleza moral nadie educó, un diablejo en huelga, dispuesto a adoptar la virtud como una diversión. Que yo sepa, no tenía conciencia de su alma; era muy supersticioso; llevaba consigo un horrible dios de porcelana, pequeño, al que tenía costumbre de insultar o de invocar alternativamente. Era sobrado inteligente para seguir los vicios ordinarios chinos de robar, o de mentir a destajo. Sea cual fuere la doctrina que practicase, no tenía otro guía que su inteligencia.
       Creo que no le faltaba sensibilidad, aunque era casi imposible alcanzar de él expresión alguna que la manifestara, y debo confesar en conciencia, que tenía apego a los que eran buenos para con él. No sé a qué podría haber llegado en condiciones más favorables que las de esclavo de un periodista abrumado de trabajo y poco retribuido; solamente sé que recibía con suma gratitud las escasas e irregulares muestras de bondad que le concedía. Era muy leal y paciente; dos cualidades raras en la generalidad de los criados americanos. Tenía para conmigo grave deferencia y respeto; solamente una vez, después de provocarlo, recuerdo que dio muestras de alguna impaciencia.
       Cuando me retiraba por la noche del despacho, solía llevármelo a mis habitaciones, para que me sirviera de portador de cualquiera adición o pensamiento feliz, que pudiera ocurrírseme antes de que imprimieran el periódico. Una noche había estado yo borroneando papel hasta mucho más tarde de la hora a que acostumbraba despedir a Wan-Lee, y habíaseme olvidado completamente su presencia en la silla al lado de la puerta, cuando de repente notó una voz que decía, en tono quejumbroso, algo parecido a:
       —Chylee.
       Volvíme severamente.
       —¿Qué dices?
       —¡Yo decir: Chylee!
       —¿Y qué? —dije con impaciencia.
       —Usted saber, ¿cómo está, John?
       —Sí.
       —Usted saber, ¿tanto tiempo John?
       —Sí.
       —¡Bueno, pues: Chylee! ¡Todo es igual!
       Lo comprendí muy bien. Chylee era para él una forma de dar las buenas noches y por lo tanto Wan-Lee deseaba acostarse. Pero un instinto de picardía que poseía yo lo mismo que él, me impelió a obrar como si no comprendiera la indirecta; murmuré algo en este sentido, y me incliné otra vez sobre mi trabajo. A los pocos minutos oí que sus suelas de madera pataleaban sobre el suelo. Mirélo: estaba de pie junto a la puerta.
       —¿Usted no saber, Chylee?
       —No —dije severamente.
       —¡Usted ser mucho grande tonto! ¡Todo igual!
       Y asustado por su audacia se escapó. Sin embargo, a la mañana siguiente, apareció como siempre dócil y sumiso, y no le recordé su ofensa. Probablemente como ofrenda de paz limpió todas mis botas, deber que nunca le exigiera, incluyó en el obsequio un par de zapatos y unas inmensas botas de montar, todo de piel de ante, sobre las cuales espió sus remordimientos durante dos horas.
       He hablado de su honradez como cualidad más inteligente que moral, pero recuerdo dos excepciones a la regla. Yo deseaba comer huevos frescos, para cambiar la pesada alimentación usual de los pueblos mineros, y, sabiendo que los paisanos de Wan-Lee eran celebrados por sus criaderos de aves de corral, me dirigí a él. Todas las mañanas me trajo huevos, pero se negó a recibir paga de ninguna especie, diciendo que el hombre no los vendía, ejemplo extraordinario de abnegación, pues los huevos valían entonces medio peso cada uno.
       Una mañana, mi vecino Forster me hizo durante el almuerzo una visita, Y con esta ocasión lamentó su mala suerte, pues sus gallinas habían cesado de poner, o bien los huevos se extraviaban en los matorrales. Wan-Lee, que estaba presente durante nuestro coloquio, conservó el grave y característico silencio que le era habitual. Cuando mi vecino se hubo marchado, se volvió hacia mí con una ligera risa de entredientes.
       —Gallinas de Forstel, gallinas de Wan-Lee, todo es lo mismo.
       En otra ocasión, en una temporada de grandes irregularidades en los correos, Wan-Lee me había oído deplorar los retardos en la entrega de mis cartas y periódicos. Al llegar un día a mi despacho, me sorprendí de encontrar la mesa cubierta de cartas, acabadas de llegar por el correo, pero desgraciadamente ninguna de ellas me venía dirigida. Volvíme hacia Wan-Lee, que las estaba contemplando tranquilamente satisfecho y le pedí una explicación. Señaló a mis ojos espantados un saco de correos, vacío en un rincón, y dijo:
       —Cartero él dice: ¡No hay cartas, John, no hay cartas, John! ¡Cartero mucho mentir! Cartero no sirve. ¡Yo coger cartas anoche, todo igual! Felizmente era aún temprano y no habían hecho el reparto; tuve una precipitada entrevista con el jefe de correos sobre el atrevido atentado de Wan-Lee, al robar la correspondencia de los Estados Unidos. Con la compra de un nuevo saco de correos se echó tierra al asunto.
       Si mi cariño para mi paje idólatra no hubiese sido suficiente, mi deber para con Hop-Sing hubiera bastado para que me llevase conmigo a Wan-Lee cuando volví a San Francisco, después de colaborar durante dos años en La Estrella del Norte. No creo que viese con gusto el cambio. Atribuílo a un temor nervioso de la aglomeración de gente, pues cuando tenía que cruzar la ciudad para algún recado, daba un gran rodeo por los arrabales. Atribuílo, además, al horror de la disciplina del colegio anglochino, al cual me propuse enviarlo; a su cariño por la vida libre y vagabunda, de las minas, o a mero capricho.
       Hasta mucho tiempo después no se me ocurrió que fuera por presentimiento.
       Parecía que la ocasión que yo anhelara y esperaba hubiese llegado ya. Podía colocar a Wan-Lee bajo influencias suavemente restrictivas, someterlo a una vida y enseñanza que le inclinara al bien más que mi cuidado superficial y mal reguladas bondades. Wan-Lee ingresó en la escuela de un misionero chino, pastor inteligente y bondadoso, que había demostrado gran interés por el chico, y quien, sobre todo, tenía en él firme confianza. Acogióle en su casa una pobre viuda, con una sola hija, de uno o dos años menos que Wan-Lee. Esta criatura, lista, alegre, inocente y sin artificio, fue la que tocó el corazón al muchacho y despertó la susceptibilidad moral que había permanecido insensible a las enseñanzas de la sociedad y a los sermones del teólogo.
       Estos breves meses, ricos en promesas que no vimos cumplidas, debieron ser felices para Wan-Lee. Adoraba a su pequeña amiga con la misma superstición, pero sin el capricho, que otorgaba a su dios pagano, de porcelana. Era su delicia caminar tras ella hasta el colegio, llevándole los libros, servicio siempre acompañado de algún cachete, debido a las pequeñas manos de sus hermanos de raza mongólica.
       Fabricaba para ella los más maravillosos juguetes, recortaba de zanahorias y de nabos las más sorprendentes rosas y tulipanes; hacía de pepitas de melón, gallinas como naturales, construía abanicos y cometas, y era singularmente diestro en hacer vestidos de papel para las muñecas. Por otra parte, ella jugaba con él; le enseñaba canciones y lindezas, dióle para su trenza una cinta amarilla, la que mejor sentaba a su color; y lo llevaba consigo a la clase del domingo; contra los precedentes de la escuela y a manera de las mujeres mayores, triunfaba en esta innovación. Desearía poder añadir que consiguió que se convirtiera y que le hizo abandonar su ídolo de porcelana; pero estoy contando una historia verídica. La niña estaba satisfecha con inspirarle su cristiana bondad, sin dejarle ver que estaba ya convertido. De manera, que hicieron muy buenas migas la niña cristiana con su dorada cruz colgando de su blanca garganta y el moreno idólatra, con su horrible dios de porcelana escondido en las profundidades de su blusa.
       Dos días después de aquel memorable ario se recordaran por mucho tiempo en San Francisco; dos días en que una turba de sus ciudadanos se arrojaron sobre extranjeros indefensos, los mataron porque eran extranjeros y de otra raza, religión y color, y porque trabajaban por el único, salario que podían obtener. Hubo magistrados tan pusilánimes que se figuraron que había llegado el fin del mundo; hubo hombres de Estado eminentes, cuyos nombres me avergüenzo de escribir aquí, que creyeron que el artículo de la Constitución que garantiza a todo ciudadano extranjero la libertad civil y religiosa, era un error. Pero también hubo hombres no tan fáciles de asustar, y que en veinticuatro horas arreglaron las cosas de manera que los tímidos pudieran estrecharse las manos con seguridad, y los eminentes hombres de Estado proferir sus dudas sin dañar a nadie ni a nada. Pero en esos días recibí una esquela de Hop-Sing, rogándome que fuese enseguida a verlo.
       Encontré cerrado su almacén, defendido por la policía contra los ataques posibles de los revoltosos. Hop-Sing me recibió con su habitual é imperturbable tranquilidad, pero, según me pareció, con mayor gravedad que de costumbre. Sin decir palabra me tomó de la mano y me condujo al fondo de la habitación y de allí por las escaleras al sótano. Se hallaba casi a obscuras, pero se distinguía algo tendido en el suelo, cubierto por un chal. Al acercarme, retiró el chal bruscamente y descubrió a Wan-Lee, el idólatra ¡tendido allí muerto! ¡Muerto, mis queridos amigos, muerto! ¡Apedreado hasta morir en las calles de San Francisco, en el año de gracia de mil ochocientos sesenta Y nueve, por una turba de niños cristianos... de colegiales!...
       Puse mi mano conmovido sobre su pecho, sentí algo que se desmenuzaba bajo su blusa y miré interrogativamente a Hop-Sing.
       Este introdujo su mano entre los pliegues de seda, y con la única sonrisa de amargura que vi jamás en la cara de aquel caballero pagano, retiró un objeto.
       Era el dios de porcelana de Wan-Lee, aplastado por una piedra de aquellos iconoclastas cristianos.




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