Grace Paley
(Bronx, Nueva York, 1922 - Thetford, Vermont, 2007)


Adiós y buena suerte
(“Goodbye and Good Luck”)
Originalmente publicado en Accent: A Quarterly (1956)
The Little Disturbances of Man (1959)
[Batallas de amor (1959)]



      Yo era popular en algunos círculos, dice tía Rose. No es que entonces estuviera delgada, pero no me sobraban tantas carnes. Son cosas del tiempo, ya lo comprobarás tú misma, Lillie, por mucho que te sorprenda. Es el propio Dios quien quiere que las cosas cambien. Nadie se libra. Sólo una persona tan tranquila como tu mamá puede vivir sin enterarse de lo grande que se le está haciendo el trasero y pasarse treinta años cantando para el canario. Porque nadie la escucha. Papá está en la tienda. Tú y Seymour sólo pensáis en vosotros. Y ella espera en su limpísima cocina a que alguien le diga algo amable mientras piensa «Pobre Rosie»…
       ¡Pobre Rosie! Si mi hermana pequeña tuviera un poco más de mundo, sabría que mi corazón está lleno a rebosar de sentimientos y que entre mi corsé y yo hay tanta información que, en comparación, su vida de casada no es más que un jardín de infancia.
       Ahora vivo siempre en hoteles, unas veces en el centro y otras en la parte alta. ¿Para qué quiero un piso? No me gusta estar todo el día con un plumero en la mano, estornudando como si fuera una criada. Me llevo muy bien con los ayudantes de camarero, es mucho más interesante que vivir en un piso, hay toda clase de personas, y cada una de ellas está allí porque tiene sus motivos…
       Y mi motivo, Lillie, es que hace mucho tiempo que le dije a la encargada de la tienda:
       —Señora, si no puedo trabajar junto al escaparate, no puedo trabajar.
       —Pues si no puedes trabajar, chica —me dijo en tono muy educado—, será mejor que te vayas a hacer esquinas.
       Y así fue como perdí mi empleo en la tienda de novedades.
       Busqué otro trabajo y contesté a un anuncio que pedía «Joven culta y educada, salario medio, organización cultural». Cogí el tranvía y me presenté en las señas. Era el Teatro de Arte Ruso de la Segunda Avenida. Allí sólo se representaban las mejores obras en yiddish. Necesitaban una taquillera, alguien como yo, a quien le gusta tratar con la gente, pero que no se deja intimidar por los caraduras. El hombre que me entrevistó era el administrador, un tipo muy decidido.
       —Rosie Lieber —dijo nada más verme—, la verdad es que tiene usted una constitución muy sana…
       —Cada uno es como es, señor Krimberg.
       —No me interpretes mal, pequeña —añadió—. Lo decía en el mejor sentido. La sangre de las jovencitas que no tienen nada delante ni detrás está tan ocupada calentando las puntas de los pies y de las manos, que no tiene tiempo de circular por donde más falta hace que circule.
       A nadie le molesta que le digan algo amable.
       —Bien, pero no se pase de la raya, señor Krimberg —le dije—, y nos entenderemos.
       Nos entendimos: nueve dólares a la semana, una taza de té cada noche, una entrada gratis a la semana para mamá, y, además, yo podía ir a ver los ensayos siempre que quisiera.
       Ya estaban mis primeros nueve dólares en manos del tendero cuando el señor Krimberg me dijo:
       —Rosie, aquí tienes a un gran caballero, miembro de esta magnífica compañía, que quiere conocerte. Seguro que le han impresionado tus grandes ojos pardos.
       ¿Sabes quién era, Lillie? Escúchame bien. Allí, delante de mí, estaba Volodya Vlashkin; la gente solía llamarle entonces el Valentino de la Segunda Avenida. Le dirigí una mirada y me dije: ¿Dónde pudo crecer tanto un chico judío?
       —Justo en las afueras de Kiev —me dijo.
       ¿Cómo fue?
       —Mi madre me amamantó hasta que cumplí los seis años. Era el chico más sano del pueblo.
       —¡Dios mío, Vlashkin, hasta los seis años! ¡Pobre mujer, más que pechos, debía de tener un granero!
       —Mi madre era bellísima —dijo—. Sus ojos eran como estrellas.
       ¡Qué forma de expresarse tenía! Hacía que te asomaran las lágrimas.
       Después de esta presentación, Vlashkin le dijo a Krimberg:
       —¿Quién tiene la culpa de que esta maravillosa joven esté escondida en una jaula?
       —Es ahí donde se venden las entradas.
       —De acuerdo, David. Entra ahí y vende entradas media hora. Tengo ciertas ideas respecto al futuro de esta muchacha. Anda, David, pórtate bien y ve un rato. Y usted, señorita Lieber, hágame el favor de acompañarme. Le sugiero que vayamos a tomar un «té»
[argot: whisky] al bar de Feinberg. Los ensayos son largos. Me gusta disfrutar de vez en cuando de un breve descanso en compañía de una persona agradable.
       De modo que me llevó al bar de Feinberg, justo a la vuelta de la esquina; estaba lleno de gente de mala catadura, y el estruendo era ensordecedor. En el salón de la parte trasera del bar había una mesa especial para él. La señora de la casa había bordado a mano en el mantel:
AQUÍ COME VLASHKIN. Habíamos vaciado nuestro primer vaso de «té» en silencio, porque estábamos muy sedientos, cuando, por fin, me decidí a decirle:
       —Señor Vlashkin, le vi hace un par de semanas, antes de empezar a trabajar aquí, en La gaviota. Le digo la verdad: si yo hubiera sido esa chica, no le habría dirigido ni siquiera una mirada al joven burgués. Por mí habrían podido retirarle de la obra. Lo que no entiendo es cómo se le pudo ocurrir a Chéjov ponerle en la misma obra que a usted.
       —¿Le gusté? —preguntó al tiempo que me cogía la mano y la acariciaba con suavidad—. Bien, bien, todavía les gusto a las jóvenes… Y… ¿le gusta a usted el teatro? Muy bien. ¿Sabe usted, Rose, que tiene una mano preciosa, cálida al tacto y con una piel muy tersa? ¿Por qué lleva ese pañuelo atado al cuello? No hace más que ocultar esta garganta tan tierna. Hija mía, han pasado los tiempos de la vergüenza.
       —¿Vergüenza? —dije, y me quité el pañuelo.
       Pero mi mano derecha pasó a ocupar el sitio que antes ocupaba el pañuelo, porque la verdad es que eran otros tiempos y yo tenía un modo de ser que hacía que por cualquier cosa me derritiera de vergüenza.
       —Tome un poco más de «té».
       —No, gracias. Ya estoy hecha un samovar.
       —¡Dorfmann! —aulló como un rey—. ¡Tráele a esta chica un vaso de soda con hielo!
       Durante las semanas que siguieron a ese encuentro tuve oportunidad de conocerle cada vez mejor como persona, y también de verle trabajar en su profesión. Estábamos en otoño. El teatro era un continuo ir y venir de gente. Ensayos interminables. Cuando La gaviota fue retirada del cartel por falta de público, estrenaron El vendedor de Estambul, que tuvo un gran éxito.
       Las señoras se volvían locas. La noche del estreno, a mitad de la primera escena, una señora —debía de ser viuda, o quizás su marido trabajaba demasiadas horas— empezó a batir palmas y cantar «¡Oi, oi, Vlashkin!». En pocos minutos se organizó tal jaleo, que los actores tuvieron que interrumpir la representación. Vlashkin se adelantó. Sólo que no parecía Vlashkin, sino un hombre más joven, de pelo negrísimo, con un ágil cuerpo posado sobre dos pies inquietos, y una boca que hablaba de un modo que llegaba al corazón. Medio siglo después, al terminar la representación, salió transformado otra vez, ahora en un canoso filósofo, un estudioso de la vida que todo lo había aprendido en los libros, de manos suaves como la seda… Lloré sólo de pensar que aquel hombre pudiera mirar con interés a una persona tan vulgar como yo.
       Entonces me subieron un poco el sueldo, gracias a que Vlashkin tuvo la amabilidad de insinuárselo al administrador, y, además, cada vez que representaban una obra en la que había movimiento de masas, percibía cincuenta céntimos por función por darme el gustazo de subir al escenario en compañía de primos, parientes lejanos y jovencillos apasionados por el teatro para ver, como él hacía cada noche, los cientos de caras pálidas que aguardaban a que les mostrase sus sentimientos para reírse o inclinar apesadumbradas la cabeza.
       Llegó el triste día en que tuve que decirle adiós a mamá. Vlashkin me ayudó a conseguir cerca del teatro una habitación que no estaba mal y me permitía ser más libre. De ese modo mi extraordinario amigo disfrutaba también de un lugar donde poder retirarse lejos del ruido de los camerinos. Ella no paraba de llorar.
       —Ahora se vive de otra manera, mamá —le dije—. Además, lo hago por amor.
       —¿Y tú, tú, que no eres más que un hediondo agujero en un cuerpo lujurioso, vas a decirme qué es la vida? —me gritó.
       Me sentí muy ofendida, y me fui. Pero tengo buen carácter —ya sabes que los gordos somos así—, soy amable, y pensé, pobre mamá… Es cierto que sabía de la vida mucho más que yo. Se casó con un hombre que no le gustaba, un hombre enfermo cuya alma ya había sido tragada por Dios. No se lavaba nunca. Tenía mal aliento. Empezaron a caérsele los dientes, perdió el cabello, empequeñeció, se fue encogiendo poco a poco hasta que, ¡adiós, que te vaya bien!, ya se había ido, y mamá sólo se acordaba de él cuando bajaba al buzón del zaguán a recoger el recibo de la luz. En memoria de mi padre, y por respeto a la humanidad, decidí dedicar mi vida al amor.
       Y tú no te rías, niña ignorante.
       ¿Crees que me resultó fácil? Tenía que seguir pasándole algo a mamá. Ruthie y tu papá estaban ahorrando para las sábanas y cuatro cubiertos. Para poder vivir sola, tenía que hacer trabajos a destajo por las mañanas. Así que me puse a hacer flores. Antes de la hora del almuerzo, cada día crecía todo un jardín en mi mesa.
       Así era mi independencia, querida Lillie: florecía, pero no tenía raíces y sus pétalos eran de papel.
       A todo esto Krimberg también empezó a irme detrás. Al ver el éxito de Vlashkin, debió de pensar: «Ajá, ábrete, sésamo…». Y otros de la compañía hicieron lo mismo. Aquellos años tuve muchos pretendientes: Krimberg, como te he dicho. Carl Zimmer, que se ponía peluca para hacer papeles de jovencitos ingenuos. Charlie Peel, un cristiano que entró en la compañía de puro accidente, y que hacía unos decorados bellísimos. «Tiene un sentido innato para el color», decía Vlashkin, que siempre tenía en los labios la frase adecuada.
       Te explico todo esto para que no vayas a creer que tu gorda tía enloquecía de soledad. En aquellos ruidosos años tenía amigos que eran personas muy interesantes y que me admiraban porque era joven y porque sabía escuchar mejor que nadie.
       Las actrices —Raisele, Marya, Esther Leopold— sólo estaban interesadas en el día de mañana. Solían ir detrás de ellas los ricos, los productores, todo el gremio de industriales de la confección
[industria, para esa fecha, en manos judías]; su pasado era una sucesión de polvos, y su futuro dependía de encontrar un cipote que las mantuviera.
       Por fin llegó el día en que mi tacto ya no pudo retener mi lengua:
       —Vlashkin —le dije—, un pajarito me ha dicho que tienes esposa, hijos y toda la pesca.
       —Es cierto. Yo nunca miento. Ni me gusta fingir.
       —No se trata de eso. ¿Cómo es esa dama? Me duele preguntártelo, pero, dime, Vlashkin… no acabo de entender la vida de los hombres.
       —Muchacha, ya te he dicho cientos de veces que esta pequeña habitación es un refugio para mi turbado espíritu. Vengo aquí a aprovechar el inocente cobijo que me ofreces, a encontrar un consuelo para una vida angustiada.
       —Bah, Vlashkin, en serio, ¿quién es la dama con la que estás casado?
       —Rosie, es una buena mujer de clase media, una buena madre para mis hijos, que en total son tres, todos chicas, y una buena cocinera. De joven era guapa, pero ya no es joven. ¿Puedo serte más sincero? Pongo mi alma en tus manos.
       Fue al cabo de unos meses, en el baile de Año Nuevo del Club de Artistas Rusos, donde conocí a la señora Vlashkin, una mujer de pelo moreno, anudado en un moño bajo, muy tiesa y orgullosa. Se sentó junto a una mesa baja y habló con voz grave con todos los que se pararon un momento a charlar. Hablaba un yiddish perfecto. Cada palabra que pronunciaba parecía cincelada como una costosa joya. La miré. Ella se fijó en mí del mismo modo que se fijaba en todo el mundo, sin perder ni por un instante la frialdad. Después se sintió cansada. Vlashkin llamó un taxi, y nunca volví a verla. ¡Pobre mujer! No sabía que yo actuaba en el mismo escenario que ella. No sabía que yo competía con ella por su papel.
       Aquella misma noche, horas más tarde y delante de la puerta de mi casa, le dije a Vlashkin:
       —Ya basta. Esto no es para mí. Estoy completamente harta de esta historia. No quiero romper un hogar.
       —Niña, no digas tonterías.
       —Nada, nada. Adiós y buena suerte —le dije—. Te lo digo sinceramente.
       De modo que me tomé una semana de vacaciones y fui a pasarla a casa de mi madre; le limpié los armarios y froté las paredes hasta que saltó la pintura. Ella estaba muy agradecida, pero, de todos modos, la dura vida que había llevado le hizo decirme:
       —Ahora ya sabemos cuál es el final. Cuando se vive como una cualquiera, se acaba mal de la chaveta.
       Después de aquellos pocos días de descanso volví a mi vida habitual. Cuando Vlashkin y yo nos veíamos, sólo nos decíamos hola y adiós, y nos pasamos varios años saludándonos con una inclinación de la cabeza que quería decir «Sí, sí, ya sé quién eres».
       Entre tanto hubo un cambio de estrategia. Tu mamá y tu abuela empezaron a invitar a chicos a casa. Tu padre tenía un hermano, Ruben. Tú no le conociste. Un tipo serio. Un idealista de pies a cabeza.
       —Rosie, te ofrezco una nueva vida, libre, feliz y nada corriente.
       Le pedí que se explicara.
       —Vente conmigo a Palestina. Haremos un vergel del desierto. Ésa es la tierra del mañana para los judíos.
       —¡Qué bien, Ruben! ¡Mañana iré!
       —¡Rosie! Necesitamos mujeres fuertes como tú, necesitamos madres y campesinas.
       —No creas que me engañas, Ruben. Lo que necesitáis son percherones. Pero, para conseguirlos, deberíais tener más dinero.
       —No me gusta tu actitud, Rose.
       —En ese caso, vete y multiplícate. ¡Adiós!
       Otro tipo: Yonkel Gurstein, un auténtico petimetre. Iba siempre hecho un brazo de mar, dispuesto a partir corazones. Y era muy excitable. En aquellos tiempos —para mí es como si fuera ayer— las chicas llevábamos tanta ropa interior, que parecíamos fortalezas. Pero para él era cuestión de segundos forzar nuestras defensas. ¿Dónde debió de practicar, siendo judío? Supongo que hoy día es más fácil, ¿no, Lillie? ¡Dios mío, no he dicho nada, no te ofendas, qué susceptible eres, niña…!
       Bueno, a estas alturas ya debes de haberte enterado de que, hagas lo que hagas, la vida no se detiene. Como máximo, se sienta a soñar un minuto.
       Mientras yo les decía «No, no, no» a todos esos jovencitos tontos, Vlashkin se fue a Europa para hacer una gira que duró varias temporadas… Moscú, Praga, Londres y hasta Berlín, que ya entonces era una ciudad deprimente. Cuando regresó de la gira escribió un libro. Aún puedes encontrarlo en la biblioteca pública. Se titula El actor judío en el extranjero. Léelo si algún día te interesa saber algo de mis días solitarios. En el libro podrías ver un poco cómo era él. No, no, a mí no me menciona. Al fin y al cabo, ¿quién soy yo?
       Cuando salió el libro, le paré en la calle para felicitarle. Pero no soy ninguna mentirosa, y le indiqué que algunas partes me parecían muy egotistas, y que hasta los críticos habían dicho algo de eso.
       —Habladurías —dijo—. ¿Y quiénes son los críticos? Dime, ¿acaso son capaces de crear algo? Por otro lado —continuó— hay un verso en una de las obras de Shakespeare sobre la historia de Inglaterra que dice: «No es tan grave amarse a sí mismo, mi señor, como despreciarse a sí mismo». Esta idea aparece también en los moralistas que siguen las ideas de Freud… ¿Me escuchas, Rosie? Me has hecho una pregunta. Por cierto, tienes muy buen aspecto. ¿Cómo es que no llevas alianza?
       Cuando terminamos esa conversación, yo estaba llorando. Pero después de aquel día volvimos a charlar de vez en cuando. Hablamos de muchas cosas… Por ejemplo, de que la dirección de la compañía —gente de miras estrechas— se negaba a seguir dándole ciertos papeles de personajes jóvenes. ¡Qué estúpidos! ¿Acaso había algún actor más joven que él cuyo conocimiento de la vida le permitiera superarlo en juventud?
       —Rosie, Rosie —me dijo un día—, por el reloj de tu sonrosado rostro veo que debes de haber cumplido los treinta.
       —Ese reloj atrasa, Vlashkin. Hace diez días que cumplí los treinta y cuatro.
       —¿En serio? Rosie, me preocupas. Hace tiempo que pensaba hablarte. Estás perdiendo el tiempo. ¿Entiendes? Las mujeres no deben perder el tiempo.
       —¿Sí, Vlashkin? Dime, ya que eres amigo mío, ¿qué es el tiempo?
       No supo contestarme. Se quedó mirándome sorprendido. Pero no nos quedamos parados, sino que, muy amartelados, aunque no tan deprisa como antes, nos fuimos a mi nuevo piso de la calle Noventa y Cuatro. En las paredes había las mismas fotos de siempre, todas de Vlashkin, pero ahora lo había pintado todo en rojo y negro, que era lo último, y había tapizado de nuevo los muebles.
       Hace unos años se publicó otro libro escrito por un miembro de aquella compañía, una actriz, que aprendió a pronunciar muy bien el inglés y se fue a trabajar a teatros de la parte alta: Marya Kavkaz. Decía algunas cosas sobre Vlashkin. Por ejemplo, que había sido su amante durante once años. No le da vergüenza escribirlo. No parece sentir ningún respeto por él, por su mujer y sus hijas, o por otros que también puedan tener sus sentimientos respecto al asunto.
       No, Lillie, no te sorprendas. La vida es así, como suele decirse. El alma de un actor tiene que ser como un diamante. Cuantas más facetas tenga, más brillará su nombre. Tú, pequeña, te casarás un día con un hombre al que querrás, y tendrás un par de hijos y vivirás toda una vida de felicidad hasta que te mueras de vieja. Eso es todo lo que necesita saber una persona como nosotras. Pero un gran artista como Volodya Vlashkin…, si quiere triunfar en los escenarios, tiene que practicar. Ahora sí que lo entiendo: para él la vida es como un ensayo.
       Yo misma, cuando le vi en El suegro —un hombre mayor enamorado de su nuera una joven preciosa, el papel lo hacía Raisele Maisel—, no tuve más remedio que ponerme a llorar. ¡Qué cosas le decía a aquella joven, con qué dulzura le susurraba al oído, cómo reflejaba su rostro sus sentimientos…! Lillie, toda aquella experiencia la había tenido conmigo. Hasta las palabras eran las mismas. Puedes imaginarte lo orgullosa que me sentí.
       Y, mientras tanto, esta historia se iba acercando a su fin.
       La primera vez que lo noté, fue en el rostro de mi madre: la garrapatosa caligrafía del tiempo subía y bajaba por sus mejillas, por su frente. Hasta un niño hubiera podido leerla. Vieja, vieja, vieja, decía. Pero me afectó mucho más cuando vi esa misma letra, esa misma realidad, trazada en la maravillosa expresión de Vlashkin.
       Primero se disolvió la compañía. El teatro cerró. Esther Leopold murió de vieja. Krimberg sufrió un ataque al corazón. Marya pasó a Broadway. Y Raisele se cambió el nombre, se puso Roslyn y tuvo un gran éxito haciendo papeles cómicos en el cine. En cuanto a Vlashkin, que no tenía adónde ir, se retiró. En el periódico dijeron: «Un actor sin par, se dedicará ahora a escribir sus memorias y pasará el resto de sus años en el seno de su familia, entre sus preciosos nietos y recibiendo los amorosos cuidados de su esposa».
       Esto no es más que periodismo.
       Organizamos una gran cena en su honor. En esa cena le dije, creí que por última vez:
       —Adiós, querido amigo, tema de mi vida. Tenemos que separarnos.
       Y para mis adentros añadí: se acabó. Te quedas con tu cama solitaria. Eres una de esas mujeres a las que llaman gordas y cincuentonas. Claro que tú te lo has buscado. Dentro de un tiempo caerás de ese lecho solitario a otro no tan solitario. Lástima que la compañía será de miles de huesos.
       Pero ¿sabes qué ha pasado? ¡A que no lo adivinas, Lillie!
       La semana pasada, mientras estaba lavándome la ropa interior en el lavabo, sonó el teléfono.
       —Perdón, ¿vive aquí Rose Lieber, la señorita que antes estuvo relacionada con la compañía del Teatro de Arte Ruso?
       —Soy yo.
       —Muy bien. ¿Cómo estás, Rose? Soy Vlashkin.
       —¡Vlashkin! ¿Volodya Vlashkin?
       —El mismo. ¿Cómo te encuentras, Rosie?
       —Sigo viva, Vlashkin, gracias.
       —¿Estás bien? ¿De verdad, Rose? ¿Tienes buena salud? ¿Tienes trabajo?
       —Mi salud, teniendo en cuenta el peso que tiene que arrastrar, es inmejorable. Y, desde hace años, vuelvo a estar donde empecé. Trabajo en una tienda de novedades.
       —Muy interesante.
       —Oye, Vlashkin, dime la verdad: ¿qué es lo que quieres?
       —¿Qué quiero, Rosie? Busco a una vieja amiga, a una cariñosa amiga que me hizo compañía en días más felices. Por cierto, mis circunstancias ya no son las mismas. Ya sabes que estoy retirado. Y, además, ahora soy libre.
       —¿Qué? ¿Qué quieres decir?
       —La señora Vlashkin va a divorciarse de mí.
       —¿A qué viene eso ahora? ¿Es que, a causa de la melancolía, te has dado a la bebida, o algo así?
       —Ha pedido el divorcio acusándome de adúltero.
       —Pero, perdóname, Vlashkin, no te ofendas. Te pasaste diecisiete o dieciocho años conmigo, e, incluso para mí, todo aquello, todas aquellas ensoñaciones y aquellas pesadillas, no tenían, en realidad, otro objeto que conversar y poca cosa más.
       —Todo esto ya se lo he dicho. Querida, le he dicho, ya no tengo edad para esas cosas y mi sangre está tan seca como mis huesos. Pero, la verdad, Rosie, la verdad, es que ella no está acostumbrada a tener un hombre rondando todo el día por su casa, leyendo en voz alta en el periódico los hechos más destacados de cada día, esperando que le sirvan el desayuno, esperando que le sirvan la comida. Y con cada hora que pasa tiene más mala leche. Cuando llega la noche y me sirve la cena, ya está completamente fuera de sus casillas. Y tiene informaciones recopiladas durante los últimos cincuenta años que le permiten hacerme la vida imposible. Parece que en el teatro debía de haber algún Judas que cada día iba a decirle «Vlashkin, Vlashkin, Vlashkin…», mientras yo repartía sonrisas.
       —¡Qué final tan estúpido para una historia tan animada, Volodya! ¿Qué planes tienes?
       —En primer lugar, ¿podría invitarte a cenar y al teatro? En la zona alta, por supuesto. Y después…, somos viejos amigos, ¿no? Yo tengo mucho dinero y quiero gastarlo. Lo que tu corazón te diga. Los otros son como la hierba, Rosie, el viento del norte del tiempo ha segado su corazón. Pero de ti sólo recuerdo amabilidades. Fuiste lo que una mujer debería ser para un hombre. ¿Tú crees, Rosie, que un par de viejos amigos como nosotros pueden disfrutar todavía de algunos ratos buenos rodeados de las cosas materiales que nos brinda este mundo?
       Mi respuesta, Lillie, fue un sí rotundo:
       —Sí, ven a buscarme. Tenemos que charlar.
       Así que vino aquella noche y ha seguido viniendo todas las noches de esta semana, y hablamos de su larga vida. Sigue siendo, pese a su edad, un hombre fascinante. Y, como suelen hacer los hombres, incluso a su edad, todavía sigue negándose a sentirse atado.
       —Mira, Rosie —me dice el otro día—. Me he pasado casado con mi mujer casi medio siglo. ¿Te das cuenta? ¿Y de qué ha servido? Fíjate cuánto rencor sale ahora. Cuanto más lo pienso, más creo que seríamos necios si nos casáramos.
       —Volodya Vlashkin —le dije mirándole fijamente—, cuando era joven calenté tu fría espalda más de una noche sin hacer preguntas. Tú mismo lo admites. No te pedí nada. Tenía el corazón demasiado blando. No quería que andasen por ahí diciendo: Mira a Rosie Lieber, esa que va por el mundo rompiendo hogares. Pero ahora, Vlashkin, ahora eres libre. ¿Cómo puedes pedirme que viaje contigo y vaya en el mismo compartimiento de tren y duerma en tu misma habitación de hotel, rodeada de norteamericanos, sin ser tu esposa? Deberías avergonzarte.
       De modo que ahora, Lillie, anda y ve a contarle esta historia a tu madre con tus labios jóvenes. A mí nunca me hace caso. Se pone a chillar: «¡Que me desmayo! ¡Que me desmayo!». Dile que al final tendré marido. Todo el mundo sabe que, antes de que acabe la historia, las mujeres deberían tener, al menos, uno.
       ¡Dios mío, voy a llegar tarde! Dame un beso. Al fin y al cabo, te he visto crecer. Anda, deséame suerte en el día de mi boda. Deséame una vida larga y feliz. Y muchos años de amor. Abraza a mamá, y dile, de parte de tía Rose, ¡adiós, que te vaya bien!




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