Henry James
(Nueva York, 1843 - Londres, 1916)
Cuatro entrevistas (1877)
(“Four Meetings”)
Originalmente publicado en Scribner’s Monthly, vol. 15 (noviembre de 1877), págs. 44-56;
Daisy Miller: A Study, An International Episode, Four Meetings
(Londres: Macmillan, 1879, Vol. 2)
Sólo fueron cuatro las ocasiones en que la vi, pero guardo un
vívido recuerdo de las mismas: ella causó en mí una profunda impresión. Me
parecía muy bonita e interesante: una encantadora muestra de una tipología.
Lamento muchísimo enterarme de su muerte, y no obstante, pensándolo mejor, ¿por
qué razón he de lamentarlo? La última vez que la vi, ciertamente ella no
estaba... Pero describiré todas nuestras entrevistas por orden.
I
La primera tuvo lugar en provincias, en una pequeña merienda,
durante un atardecer nivoso. Debe de hacer unos diecisiete años. Mi amigo
Latouche, que iba a pasar las Navidades con su madre, me había persuadido de
que fuera con él, y la buena señora había organizado en nuestro honor la fiesta
de que hablo. Para mí resultó verdaderamente una fiesta. Nunca había estado en
la Nueva Inglaterra profunda durante aquella estación. Todo el día había
nevado, y la amontonada nieve llegaba hasta las rodillas. Yo me preguntaba
cómo las damas habrían podido abrirse camino hasta la casa, pero pronto
comprendí que en Grimwinter una conversazione que ofreciera como nota
de interés dos caballeros de Nueva York, era cosa considerada digna de casi
cualquier esfuerzo.
En el decurso de la velada Mrs. Latouche me preguntó si “no
desearía” enseñarle las fotografías a alguna de las señoritas. Estas
fotografías se hallaban en un par de grandes porfolios y las había traído
consigo el hijo de la casa, quien, al igual que yo, recientemente había estado
en Europa. Paseé la mirada y me di cuenta de que en su mayoría las señoritas
estaban ya interesadas en algo más absorbente que la más fiel reproducción
fotográfica. Pero una de ellas permanecía sola junto a la repisa de la chimenea,
mirando en derredor de la estancia con una dulce sonrisa gentil que parecía
estar en flagrante contradicción, llamativamente, con su aislamiento. La miré
un instante y después dije:
—Me gustaría enseñárselas a aquella señorita.
—Oh sí —dijo Mrs. Latouche—, es la persona indicada. No siente
inclinación por flirtear; hablaré con ella.
Repliqué que si no sentía inclinación por flirtear, no sería,
quizá, la persona indicada; pero Mrs. Latouche ya se había dirigido a ella a
proponerle lo de las fotografías.
—Está encantada —dijo volviendo hacia mí—. Es la persona indicada,
tan modesta y tan culta. —Y entonces me comunicó que la señorita tenía, por
nombre, Miss Caroline Spencer, y a renglón seguido me la presentó.
Miss Caroline Spencer no era exactamente una belleza, pero sí una
figurilla encantadora. Debía ya frisar en los treinta, pero su aspecto era casi
el de una adolescente, y tenía el cutis de una niña. Su cabeza era muy hermosa
y su cabello estaba arreglado de la manera más parecida posible al de un busto
griego, aunque era muy dudoso que hubiese visto jamás un busto griego excepto
en alguna imitación de escayola. Sería “artista”,
sospeché, en la medida en que tal aspiración era factible en Grimwinter. Tenía
unos suaves ojos inveteradamente sorprendidos y unos labios delgados, que
dejaban ver unos dientes muy bonitos. Alrededor del cuello llevaba lo que las
señoras llaman, creo, una “gorguera”, cerrada con un
pequeñísimo alfiler de coral rosado, y en la mano sostenía un abanico
fabricado de paja trenzada y adornado con un lazo rosado. Llevaba un sobrio
vestido de seda negra. Hablaba con una especie de suave precisión, enseñando
los blancos dientes entre sus labios delgados pero de aspecto tierno, y
parecía extraordinariamente contenta, incluso un poco emocionada, ante la
perspectiva de mis enseñamientos. Estos se desarrollaron muy plácidamente,
después de que hube extraído los porfolios de su sitio y colocado un par de
asientos junto a una mesa con lámpara. Casi todas las fotografías eran de cosas
que me eran conocidas: amplias vistas de Suiza, Italia y España, paisajes,
reproducciones de célebres edificios, pinturas y estatuas. Acerca de todas
ellas dije lo que pude, y mi compañera, mirándolas mientras yo las sostenía,
permanecía sentada absolutamente silenciosa, con el abanico de paja levantado a
la altura de su labio inferior. Ocasionalmente, al mostrar yo alguna nueva
vista, ella decía con mucha discreción: “¿Ha estado usted en este lugar?”
Normalmente le contestaba que había estado allí varias veces (yo había viajado
mucho), y entonces notaba que por un momento ella me miraba oblicuamente con
sus hermosos ojos. Al inicio le había preguntado si había estado en Europa; a
esto me había contestado: “No, no, no”, con un rápido susurro confidencial.
Pero después de eso, aunque no despegaba los ojos de las fotografías, habló tan
poco que temí que se sintiese aburrida. En consecuencia, cuando hubimos
terminado el primer porfolio, propuse, si así lo deseaba, abandonar nuestra
ocupación. Me di cuenta de que no se sentía aburrida, pero su reticencia me intrigaba
y deseé hacerla hablar. Me volví a mirarla y observé que había un ligero rubor
en ambas de sus mejillas. Movía agitadamente su pequeño abanico. En vez de
mirarme fijó los ojos en el otro porfolio, que estaba apoyado contra una de las
patas de la mesa.
—¿No va a enseñarme ése? —preguntó, con un pequeño temblor en la
voz. Casi la habría creído bajo una fuerte emoción.
—Con mucho gusto —contesté—, si no está usted harta.
—No estoy harta, no —afirmó—. Esto me gusta..., me fascina.
Y cuando hube alzado el otro porfolio posó en él su mano
acariciándolo con suavidad.
—Y ¿ha estado usted aquí también? —preguntó.
Al abrir el porfolio resultó que sí había estado yo allí también.
Una de las primeras fotografías era una vista general del castillo de Chillon,
junto al lago de Ginebra.
—Aquí —dije— he estado más de una vez. ¿A que es
bonito? —Y señalé el perfecto reflejo de las escarpadas rocas y las puntiagudas
torres en la tranquila agua clara. No dijo “¡Oh, encantador!” para
inmediatamente dejar a un lado la fotografía a fin de contemplar la siguiente.
Miró despacio y después preguntó si ahí no era donde Bonivard, de quien
escribiera Byron, estuvo confinado. Asentí, y probé de citar algunos de aquellos
versos de Byron, pero trastabillé miserablemente en el intento.
Ella se abanicó un instante y después recitó de memoria los
versos correctamente, con una voz queda, apagada y sin embargo agradable. Para
cuando hubo concluido estaba ruborizada. La congratulé y le dije que estaba
perfectamente pertrechada para visitar Suiza e Italia. Otra vez ella me miró
de soslayo para ver si hablaba en serio, y yo añadí que si deseaba identificar
los lugares descritos por Byron, debía darse prisa en ir al extranjero: tristemente
Europa se desbyronizaba a marchas forzadas.
—¿Cuánto tiempo me queda? —preguntó.
—Oh, le concedo diez años.
—En diez años pienso que podré ir —repuso muy juiciosa.
—Pues entonces —dije— le gustará inmensamente; lo encontrará de lo
más encantador. —Y justo en este momento di con una fotografía de algún
rinconcito de una ciudad extranjera que me había deleitado en extremo y que me
evocaba dulces recuerdos. Me explayé (así lo supongo) con cierta locuacidad; mi
compañera escuchó inmóvil, sin atreverse a respirar.
—¿Ha pasado usted mucho tiempo en el extranjero? —preguntó,
algún rato después de que yo cesara. —Muchos años —dije.
—Y ¿ha viajado por todas partes?
—He viajado bastante. Lo adoro; y, por fortuna, he podido hacerlo.
De nuevo me lanzó su mirada suspicaz:
—Y ¿sabe usted lenguas extranjeras?
—Hasta cierto punto.
—¿Es difícil hablarlas?
—No creo que usted lo encuentre difícil —contesté galantemente.
—Huy, yo no desearía hablarlas..., desearía sólo oírlas —dijo.
Después, tras una pausa, agregó—: Dicen que el teatro francés es tan hermoso.
—Es el mejor del mundo.
—¿Ha ido usted a él muy a menudo?
—La primera vez que estuve en París, cada noche.
—¡Cada noche! —Y abrió de par en par sus claros ojos—. Para mí eso
es... —y titubeó un instante— ...es realmente de fábula. —Unos momentos
después, preguntó—: ¿Qué país es su preferido?
—Hay un país que prefiero por encima de todos los demás. Creo que
a usted le sucedería lo mismo. Me miró un instante, y luego dijo quedamente: —¿Italia?
—En efecto —contesté quedamente, asimismo, y por un instante
permanecimos mirándonos el uno al otro. Estaba tan bonita como si yo, en lugar
de enseñarle fotografías, hubiese estado haciéndole la corte. Para acrecentar
la analogía, apartó la mirada, ruborizándose. Hubo un silencio, que al cabo
ella rompió diciendo:
—Ese es el lugar adonde (en especial) quiero ir.
—¡Ah, sí que es todo un lugar, sí que es todo un lugar! —dije.
Contempló dos o tres fotografías en silencio.
—Dicen que no es tan caro —comentó.
—¿Tan caro como otros países? Sí, no es ése el menor de sus
atractivos.
—Pero es que es carísima toda, ¿verdad?—¿Europa,
quiere usted decir?
—Viajar allí y recorrerla. Esa ha sido la dificultad. Tengo
poquísimo dinero. Soy maestra —dijo Miss Spencer.
—Por supuesto ha de contarse con dinero —dije—, pero es posible
industriárselas con una módica cantidad.
—Creo que podría industriármelas. Tengo economizados algunos
ahorros, y constantemente estoy añadiéndoles un poco más. Todo es para eso. —Guardó
silencio un instante, y después prosiguió con una especie de reprimida
vehemencia, como si contarme aquello fuese un placer exquisito pero tal vez
pecaminoso—: Pero no ha sido solamente cuestión de dinero; ha sido cuestión de
todo. Todo se me ha puesto en contra. He esperado y vuelto a esperar. La cosa
ha quedado en un simple castillo en el aire. Casi tengo prevención a hablar
sobre ello. Dos o tres veces la posibilidad se ha concretado un poco, pero
entonces he hablado sobre ello y se ha esfumado. Me he dedicado a hablar sobre
ello más de lo debido —dijo, hipócritamente; pues percibí que ahora mismo el
hablar sobre ello la había hecho entrar en un pequeño éxtasis trémulo—. Hay
una señora que es muy gran amiga mía; ella no desea ir; yo siempre estoy
hablándole sobre ello. La harto terriblemente. Una vez me dijo que no sabía qué
iba a ser de mí. Me volvería loca si no iba a Europa, y ciertamente me volvería
loca si iba.
—Pues bien —dije—, todavía no ha ido allí, y pese a todo no está
loca.
Me miró un momento, y dijo:
—Yo no estoy tan segura de ello. No pienso en otra cosa. No puedo
quitármelo de la cabeza. Esta idea me impide pensar en cosas que me tocan más
de cerca: cosas a las cuales debería prestar mayor atención. Eso es una índole
de locura.
—Entonces el único remedio es ir —dije.
—Tengo confianza en que lo haré. Un primo mío reside en Europa.
Continuamos examinando algunas fotografías más, y le pregunté si
ella siempre había vivido en Grimwinter.
—Oh no, señor —dijo Miss Spencer—. He pasado veintitrés meses en
Boston.
Repuse, en son de guasa, que en tal caso probablemente los países
extranjeros le resultarían una desilusión; pero no logré alarmarla en lo más
mínimo.
—Sé más respecto a ellos de lo que usted puede figurarse —dijo,
con su límpida sonrisita tímida—. Quiero decir, a través de lecturas: he leído
mucho. No he leído solamente a Byron: he leído libros de historia y guías de
viajes. ¡Sé que me gustarán!
—Comprendo su caso —observé—. Usted experimenta la innata pasión
norteamericana: la pasión por lo pintoresco. En nosotros, creo yo, es algo primigenio,
anterior a la experiencia. Llega la experiencia y nos muestra tan sólo algo
con que ya habíamos soñado.
—Creo que eso es bien cierto —dijo Caroline Spencer—. Yo he
soñado con todo; conque lo identificaré todo.
—Pero me temo que haya desperdiciado usted mucho tiempo.
—Oh sí, ésa ha sido mi gran iniquidad.
La reunión, en torno nuestro, había empezado a
disolverse; los invitados estaban despidiéndose. Ella se levantó y me tendió la
mano, tímidamente, pero con un peculiar fulgor en los ojos.
—Yo voy a volver pronto para allí —dije, mientras le estrechaba la
mano—. Miraré de encontrarla.
—Entonces le diré a usted —contestó— si estoy o no desilusionada.
Y se marchó, pareciendo sutilmente conmocionada y agitando su
pequeño abanico de paja.
II
Pocos meses después de esto volví a Europa, y transcurrieron unos
tres años. Estaba viviendo en París y, hacia fines de octubre, salí de esa
ciudad con destino a El Havre para ir a recibir a mi hermana y a su marido,
quienes me habían escrito que estaban para llegar. Al alcanzar El Havre me
hallé con que el vapor ya estaba allí; yo llevaba casi dos horas de retraso. Me
encaminé en derechura al hotel, donde mis familiares ya se habían acomodado.
Mi hermana guardaba cama, exhausta e indispuesta a consecuencia del viaje; era
una marinera desdichadamente inexperta, y durante la travesía sus
padecimientos habían sido extremos. Deseaba, de momento, absoluto reposo, y no
se sintió en condiciones de verme más de cinco minutos. Mi cuñado, intranquilo
por el estado de su esposa, se mostraba reacio a abandonar la habitación; pero
ella insistió para que saliese conmigo a dar un paseo y estirar las piernas.
Aquel día de principios de otoño era cálido y agradable, y fue bastante
distraído nuestro ambular a través de las afanosas calles multicolores del
viejo puerto francés. Paseamos a lo largo de los soleados muelles bulliciosos y
luego doblamos por una bonita calle ancha a una de cuyas mitades le daba el sol
y a la otra la sombra: una calle francesa de provincias, que parecía un viejo
dibujo a la acuarela: casas altas, grises, con tejados empinados, gabletes
rojos y muchos pisos; postigos verdes en las ventanas y antiguos adornos de
volutas por encima de ellas; macetas en los balcones, y en los portales mujeres
de cofia blanca. Andábamos por la sombra; todo aquello se desplegaba por el
lado soleado de la calle constituyéndose en todo un cuadro. Lo contemplábamos
al pasar, cuando, de pronto, mi cuñado se detuvo apretándome el brazo y
fijando en algo los ojos. Seguí su mirada y hallé que nos habíamos parado
justamente cuando íbamos a llegar a un café, donde, bajo un toldo, varias mesas
y sillas se hallaban dispuestas sobre la acera. Detrás las ventanas del café
estaban abiertas; media docena de plantas en tinajas se alineaban junto a la
puerta; el enlosado estaba rociado de bren limpio. Era un café bonito, pequeño,
tranquilo, anticuado; adentro, en una comparativa penumbra, vi que había una
recia mujer hermosa, con cofia adornada de lazos rosados, instalada tras un
alto mostrador con un espejo a su espalda y que sonreía a alguien invisible
para mí. Todo esto, sin embargo, lo percibí después; lo primero que observé fue
a una dama sentada sola en la terraza junto a una de las mesitas de superficie
de mármol. Mi cuñado se había detenido a fin de mirarla. Ella tenía su
consumición encima de la mesa, pero se arrellanaba quietamente en su silla, con
las manos entrelazadas, mirando calle abajo, en dirección opuesta a nosotros.
Yo no estaba ubicado de tal forma que pudiera verle siquiera el perfil de la
cara; pese a ello, al instante me di cuenta de ya haberla visto antes en alguna
parte.
—¡La damita del barco! —exclamó mi cuñado.
—¿Viajaba en vuestro barco? —pregunté.
—Siempre estaba en la cubierta, desde que salía el sol hasta el
ocaso. Nunca se mareó. Acostumbraba estar perpetuamente sentada junto a una de
las barandillas del buque con las manos entrelazadas de ese modo, mirando
hacia el este, al horizonte.
—¿Vas a hablarle?
—No la conozco. En ningún momento trabé relación con ella. Estuve
demasiado indispuesto durante la travesía. Pero solía contemplarla y (no sé por
qué) interesarme en ella. Es una entrañable mujercita yanqui. Barrunto que
será una maestra en vacaciones... para quien sus alumnos han colectado una
bolsa de viaje.
Ella se me puso un poco más de perfil al mirar las altas fachadas
grises que tenía enfrente. Dije entonces:
—Voy a hablarle yo.
—Yo que tú no lo haría; es muy reservada —dijo mi cuñado.
—Es que yo sí la conozco, querido amigo mío. Una vez estuve
enseñándole fotografías durante toda una merienda, en una velada invernal.
Y me dirigí hacia ella. Me encaró para mirarme, y comprobé que en
efecto era Miss Caroline Spencer. Pero ella no anduvo tan lista en reconocerme
a mí; pareció alarmada. Acerqué una silla a la mesa y me senté.
—Pues bien —dije—, ¡espero que no estará desilusionada!
Me miró pasmada, arrebolándose un poco; después tuvo un pequeño
estremecimiento que reveló que me había reconocido.
—¡Usted es quien me enseñó las fotografías, en Grimwinter!
—Sí, yo soy. Qué casualidad más pertinente, pues
siento como si a mí me competiera tributarle una recepción formal aquí, una
bienvenida oficial. Le hablé tanto de Europa.
—Pues no exageró usted nada. ¡Me siento tan feliz! —exclamó
dulcemente.
Muy feliz parecía. No mostraba ninguna traza de que
los años hubiesen pasado por ella: estaba tan gravemente, tan decentemente,
tan recatadamente bonita como antaño. Si la primera vez me había parecido una
flor del puritanismo, de tallo esbelto y tonalidad suave, fácilmente es de
imaginar si en su presente coyuntura esta delicada lozanía era menos
manifiesta. En la mesa contigua un anciano tomaba absenta; a su espalda la dame
de comptoir de rosados lazos gritaba “Alcibiade! Alcibiade.!”
para llamar al camarero de largo mandil. Le expliqué a Miss Spencer que mi
acompañante había sido compañero suyo de travesía, y mi cuñado se acercó a
nosotros e hice las presentaciones de rigor. Pero ella lo miró como si nunca lo
hubiese visto, y recordé que él me había dicho que los ojos femeninos habían
estado siempre fijos en el este, sin apartarse del horizonte. A todas luces no
había reparado en él durante el viaje, y, sin dejar de sonreír tímidamente, no
realizó ninguna tentativa de fingir que sí. Me quedé con ella en el exterior
del café, y mi cuñado regresó al hotel, junto a su esposa. Le dije a Miss Spencer
que en verdad era muy insólito este encuentro nuestro pocas horas después de su
llegada; pero que me alegraba estar allí para enterarme de sus primeras
impresiones.
—Oh, no sabría explicárselas —dijo—; me siento como
en un sueño. Llevo aquí sentada una hora, pero no tengo ninguna gana de
moverme. Todo es tan pintoresco. No sé si es que el café se me ha subido a la
cabeza; es tan delicioso.
—Realmente —dije—, si tan complacida está con este
pobre, viejo, prosaico y desaseado Havre, no va a quedarle admiración para
cosas mejores. No dilapide toda su admiración al primer día; recuerde que,
intelectualmente hablando, es su carta de crédito. ¡Piense en todos los
hermosos lugares y cosas que la aguardan; piense en esa preciosa Italia!
—No tengo miedo de que se me agote el entusiasmo —dijo
alegremente, mirando todavía las casas que teníamos delante de nosotros—.
Podría estarme todo el día aquí sentada, diciéndome heme aquí por fin. Es tan
misterioso y antiguo y distinto de lo nuestro.
—Por cierto, ¿cómo es que está aquí sentada? ¿Todavía
no ha buscado alojamiento? —inquirí, pues me sentía entre divertido y alarmado
ante la tranquilidad con que esta mujer delicadamente hermosa se había
estacionado, en tan conspicua soledad, en el exterior de un café.
—Mi primo me trajo aquí —respondió—. Ya sabe usted
que le dije que tenía un primo en Europa. Vino a recibirme a la llegada del
vapor esta mañana.
—Casi no valía la pena de ir a recibirla, si había
de abandonarla tan pronto.
—Oh, sólo me ha dejado por media hora —dijo Miss
Spencer—. Ha ido por mi dinero.
—Y ¿dónde está su dinero?
Lanzó una pequeña carcajada:
—¡Decírselo me hace sentirme muy importante! Está en
algunos cheques al portador.
—Y ¿dónde están sus cheques al portador?
—En el bolsillo de mi primo.
Esta declaración fue pronunciada con gran serenidad, pero —difícilmente
puedo decir por qué— me produjo cierto escalofrío. Al pronto, habría sido
totalmente incapaz de decir por qué. Nada sabía acerca del primo de Miss
Spencer, y las presuposiciones le eran favorables, ya que era su primo.
Pero quedé súbitamente preocupado al pensar que, sólo media hora después de
desembarcar, sus escasos fondos habían pasado a manos de su primo.
—¿Es que va a viajar con usted? —pregunté.
—Hasta París solamente. Estudia arte en París. Le escribí
participándole que llegaba, pero nunca habría esperado de él que viniera a
recibirme a la llegada del barco. Supuse que se limitaría a aguardarme en la
estación de París. Ha sido mucha amabilidad la suya. Pero es que es una
persona muy amable... y muy inteligente.
De golpe noté en mí una extremada curiosidad por conocer a este
inteligente primo que estudiaba arte.
—¿Se ha ido al Banco? —pregunté.
—Sí, al Banco. Me llevó a un hotel: ¡un sitio pequeño, extraño,
rebuscado y delicioso, con un patio en el centro y una galería
alrededor, y una encantadora patrona que lleva una cofia acanalada muy
bella y un vestido que le sienta de maravilla! Al cabo de un rato salimos para
ir al Banco, pues yo no disponía de moneda francesa. Pero todavía estaba muy
aturdida por los cabeceos del buque, y pensé que lo mejor sería sentarme un
rato. Encontró para mí este establecimiento, y se ha ido solo al Banco. Debo
aguardarlo aquí hasta que regrese.
Puedo parecer muy exagerado, pero se me pasó por las mientes que
aquel hombre nunca regresaría. Me aposté en mi silla al lado de Miss Spencer y
determiné esperar allí para ver en qué pararía todo aquello. Ella era
extraordinariamente observadora; pero sus observaciones revelaban una
conmovedora ingenuidad. Nada se le escapaba de lo que la calle hacía desfilar
ante nosotros: las peculiaridades del vestir, las formas de los vehículos, los
enormes caballos normandos, los rollizos sacerdotes, los esquilados perros de
lanas. Comentamos estas cosas. Había algo encantador en su virginidad de
percepción y en el modo como su libresca erudición lo identificaba y aprobaba
todo.
—Y, cuando su primo regrese, ¿qué van a hacer ustedes? —pregunté.
Vaciló un momento.
—No lo sabemos con exactitud —dijo.
—¿Cuándo se marchan ustedes a París? Si salen en el tren de las
cuatro, tal vez tenga yo el placer de hacer el viaje en su compañía.
—No creo que hagamos tal cosa. Mi primo piensa que me convendría
más pasar aquí algunos días.
—¡Ah! —dije, y durante cinco minutos no añadí nada
más. Me preguntaba, como suele decirse, qué “tramaría” su primo. Miré a un lado
y a otro de la calle, pero nada vi que guardara semejanza alguna con un inteligente
norteamericano estudiante de arte. Por último me tomé la libertad de comentar
que a duras penas El Havre era lugar idóneo para escogerlo como centro
estético en un viaje por Europa. Era una población utilitaria y nada más: un
lugar de paso, por donde el tránsito debía ser rápido. Le recomendé que fuese a
París en el tren de la tarde y que entretanto se distrajera yendo en carruaje
hasta la antigua fortaleza situada a la entrada del puerto: esa pintoresca
estructura circular que llevaba el nombre de Francisco I y era como un
castillo de Sant'Angelo en pequeño. (Posteriormente ha sido demolida.)
Me escuchó con gran interés; después puso cara seria durante un
momento.
—Mi primo me dijo que en cuanto volviese tenía algo especial que
decirme, y que no podríamos hacer nada ni decidir nada hasta que lo hubiese
escuchado. Pero lo instaré a comunicármelo sin tardanza, y entonces iremos a
la antigua fortaleza. No hay ninguna prisa en ir a París; tiempo habrá de
sobra.
Al pronunciar estas últimas palabras sonrió con sus pequeños
labios benignamente severos. Pero yo, mirándola escrutadoramente, acerté a
descubrir en sus ojos un diminuto destello de aprensión.
—¡No me diga —exclamé— que ese desdichado va a darle una mala
noticia!
—Sospecho que un poco mala sí será, pero lo que no creo es que sea
muy mala. De todos modos, tengo que oírlo.
Torné a mirarla un instante.
—¡Usted no ha venido a Europa a oír —dije—, sino a ver! —Pero
ahora estaba seguro de que su primo regresaría; puesto que lo que tenía que decirle
era algo desagradable, ciertamente no dejaría de comparecer. Proseguimos
sentados otro poco, y la pregunté acerca de su plan de viaje. Se lo sabía al
dedillo, y citó los nombres con una especie de solemne precisión: de París a
Dijón y Aviñón, de Aviñón a Marsella y la ruta de la Cornisa; desde allí a
Génova, a Spezia, a Pisa, a Florencia, a Roma. Por lo visto no se le había
ocurrido que del hecho de ir sola pudiera derivársele el más mínimo
contratiempo; y dado que carecía de compañía en su viaje, religiosamente me
abstuve, como es natural, de todo comentario que pudiera perturbar esa sensación
de seguridad.
Por fin su primo estuvo de regreso. Lo vi salir de una bocacalle y
venir hacia nosotros, y desde el primer momento en que mi mirada se
posó en él comprendí que éste era el inteligente norteamericano estudiante de
arte. Iba tocado con un sombrero gacho y llevaba una descolorida chaqueta de
terciopelo negro, como las que muchas veces yo había visto en la Rue Bonaparte. El cuello de
su camisa dejaba al descubierto gran parte de una garganta que, desde lejos,
nada ofrecía de maravillosamente escultórico. Era alto y flaco; tenía el pelo
rojo y pecosa la cara. Todo esto pude observarlo a mi sabor mientras se
aproximaba al café mirándome fijamente, con la natural sorpresa, bajo su
umbrosa coiffure. Cuando llegó hasta nosotros me levanté y me presenté
inmediatamente a él como un antiguo conocido de Miss Spencer. Me miró intensamente
con un par de ojillos rojizos, luego me hizo una solemne inclinación a la
manera francesa quitándose su extraño sombrero.
—No estaba usted en el barco —dijo.
—No estaba en el barco, no. He estado en Europa estos tres últimos
años.
Hizo una nueva inclinación, solemnemente, y con la mano me indicó
que tornara a sentarme. Me senté, pero ello fue únicamente con la intención de
observarlo unos instantes. Me hacía cargo de que ya era hora de volver al lado
de mi hermana. El primo de Miss Spencer era un sujeto estrafalario. La
naturaleza no lo había hecho para ir ataviado como un Rafael o un Byron, y su
jubón de terciopelo y su desnuda garganta distaban mucho de armonizar con sus
características faciales. Llevaba el cabello cortado muy al rape; sus orejas
eran grandes y mal ajustadas a la cabeza. Exhibía un porte apático y un lánguido
decaimiento, que discrepaban singularmente de sus ojillos de extraño color.
Quizá yo me hallase bajo la égida de un prejuicio, pero aquellos ojos se me
antojaron traicioneros. Durante un rato no dijo nada: apoyó las manos en su
bastón y se dedicó a mirar a un lado y a otro de la calle. Después, por fin,
alzando lentamente el bastón y señalando con él, hizo notar parsimoniosamente:
—He ahí un detalle muy hermoso. —Ladeaba la cabeza y tenía
entrecerrados los ojillos. Seguí la dirección de su bastón: el objeto indicado
era un mantel rojo colgado en una ventana vieja—. Hermosa nota de color —insistió,
y sin mover la cabeza orientó hacia mí su medio entornada mirada—. Armoniza
bien —prosiguió—. Completa el conjunto. —Hablaba arrastrando pesadamente las
palabras.
—Veo que tiene usted mucho ojo —repuse—. Su prima me dice que
usted estudia arte. —Me miró de idéntico modo sin contestar, y proseguí con
intencionada urbanidad—: Supongo que habrá ingresado usted en el taller de una
de las grandes figuras.
Siguió mirándome, y entonces dijo blandamente:
—Géróme.
—¿Le gusta su estilo? —pregunté.
—¿Comprende usted el francés? —dijo.
—Cierta clase de francés, sí —contesté.
Todavía mantuvo en mí sus ojillos; entonces dijo: Je l’adore!
—¡Oh, esa clase de francés sí la
comprendo! —respondí. Miss Spencer posó la mano sobre el brazo de su primo con
gesto complacido y emocionado: era delicioso estar entre personas que
manejaban con tamaña fluidez las lenguas extranjeras. Me levanté con el
propósito de despedirme, y le pregunté a Miss Spencer dónde podría tener, en
París, el honor de saludarla. ¿A qué hotel pensaba ir?
Con aire inquisitivo ella se volvió hacia su primo, y nuevamente
él me honró con su pequeña y lánguida mirada furtiva:
—¿Conoce usted el Hôtel des Princes?
—Sé dónde está.
—Allí voy a llevarla.
—La felicito —le dije a Caroline Spencer—. Opino que es el mejor
hotel del mundo; y, caso de que tenga todavía un momento para visitarla, ¿dónde
se hospeda usted aquí?
—Huy, es un lugar con un nombre muy bonito —dijo Miss Spencer,
jubilosa—. A la Belle Cuisinière, la Bella Cocinera.
Mientras me marchaba su primo me hizo una gran reverencia con su
pintoresco sombrero.
III
Resultó que mi hermana no se hallaba lo suficientemente
repuesta para dejar El Havre en el tren de la tarde; así, pues, aquel atardecer
de otoño me encontré libre para hacer una visita pasando bajo la enseña de la “Bella
Cocinera”. Debo confesar que había empleado buena parte del
entretanto preguntándome cuál sería la noticia desagradable que el desagradable
primo de mi encantadora amiga le habría comunicado. La Belle Cuisinière era
un mesón modesto situado en una sombría callejuela, y experimenté la
satisfacción de pensar que allí Miss Spencer habría hallado color local en
abundancia. Tenía un pequeño patio curvo en el que transcurría gran parte de la
hospitalidad de la casa; tenía unas escaleras adosadas a la pared que
ascendían a los dormitorios; tenía una fuentecilla cantarina con una pequeña
estatua de estuco en el centro; tenía un niño de gorro y mandil blancos que
lavaba una vajilla de cobre junto a una ostensible puerta de cocina; tenía una
parlanchina patrona, primorosamente adornada de encajes, que disponía
albaricoques y uvas en artística pirámide sobre un plato de color rosado.
Paseé la mirada y, sentada en un banco verde junto ala parte de afuera de una
abierta puerta bajo una inscripción que rezaba Salle Manger, distinguí a
Caroline Spencer. Tan pronto como la vi, comprendí que algo había ocurrido
desde la mañana. Estaba recostada inmóvil en aquel banco, sus manos estaban
inertes sobre su regazo, y su mirada permanecía fija en la patrona, quien, al
lado de enfrente en el patio, seguía manipulando sus albaricoques.
Pero me percaté de que no eran los albaricoques lo que retenía su
atención. Miraba con aire abstraído, meditabundo; al acercarme a ella noté que
había estado llorando. Tomé asiento a su lado en el banco antes de que ella
reparase en mí; así que lo hube hecho, se limitó a volverse, sin sorpresa,
para posar en mí su mirada triste. Algo de veras muy malo había ocurrido;
estaba completamente demudada.
De inmediato se lo planteé:
—Su primo le habrá dado malas noticias; la veo a usted muy
afligida.
Por un momento nada dijo, y supuse que temería hablar, no fuese
que otra vez las lágrimas acudieran a ella. Pero enseguida percibí que en el
corto lapso transcurrido desde que por la mañana nos habíamos dejado, ya había
derramado todas las posibles lágrimas y ahora se mostraba apagadamente estoica
y serena.
—Mi pobre primo es quien está afligido —dijo por fin—. Sus
noticias fueron malas. —Después, al cabo de una breve vacilación, agregó—:
Estaba terriblemente necesitado de dinero.
—¿Terriblemente necesitado del de usted, quiere usted decir?
—Del que le fuese dable procurarse... por medios honrados. El mío
era el único dinero a su alcance.
—Y ¿se ha quedado con él?
Por un instante vaciló otra vez, pero, mientras tanto, sus ojos
parecían interceder por el pariente.
—Le di cuanto tenía —dijo. Desde entonces he recordado el tono de
esas palabras como el más angélico que jamás haya yo escuchado de labios
humanos.
Casi con la sensación de haber recibido un ultraje personal, me
levanté de un salto.
—¡Santo cielo —dije—, ¿llama usted a eso procurarse dinero
honradamente?!
Pero me había pasado de la raya; ella se sonrojó intensamente.
—No hablemos de ello —dijo.
—Debemos hablar de ello —repliqué,
tornando a sentarme—. Yo soy amigo de usted, y me parece que está usted muy
necesitada de un amigo. ¿Cuál es el problema de su primo?
—Tiene deudas.
—¡Ni que decirlo! Pero ¿qué poderosa razón hay para que tenga que
pagárselas usted?
—Ha estado contándome toda su historia; me da mucha pena.
—¡A mí también! Pero espero que le devolverá su dinero.
—Ciertamente... tan pronto como pueda.
—Y ¿cuándo podrá?
—Cuando haya terminado su gran cuadro.
—Mi querida señorita, ¡al diablo con su gran cuadro! ¿Por dónde
anda ahora ese lastimero primo?
Esta vez vaciló cuantiosamente. Después respondió:
—Está cenando.
Me volví a mirar a través de la abierta puerta de la salle á
manger. Allí dentro, solitario en el extremo de una larga mesa, divisé al
recibiente de la compasión de Miss Spencer: el inteligente joven estudiante de
arte. Al principio estaba demasiado atareado con su cena para fijarse en mí;
pero, cuando depositó encima de la mesa un vaso de vino que acababa de apurar,
sorprendió mi observadora actitud. Hizo una pausa en su banquete y, ladeando
la cabeza, a la par que movía parsimoniosamente sus descarnadas fauces, me
devolvió la mirada con fijeza. En este momento la patrona pasó rozándome con su
pirámide de albaricoques.
—¡¿Y este rico plato de fruta es para él?! —exclamé.
Miss Spencer lo miró con ternura.
—¡Saben disponer la fruta con tanto primor! —musitó.
Me sentí desolado e irritado.
—Oh, venga ya —dije—, ¿a usted le parece bien que
ese pedazo de hombrón acepte su dinero?
Apartó los ojos de mí; evidentemente yo la entristecía.
El caso no tenía remedio: el pedazo de hombrón la había “interesado”.
—Excúseme si me refiero a él tan sin cumplidos —dije—.
Pero realmente usted es demasiado generosa y él no muy caballeroso. El ha
contraído sus deudas... pues a él le compete pagarlas.
—Ha hecho locuras —repuso ella—; lo sé. Me lo ha
contado todo. Esta mañana hablamos largamente; el pobre se confió entero a mi
caridad. Ha firmado pagarés por valor de una suma considerable.
—¡Peor para él!
—Pasa grandísimos apuros; y no se trata únicamente
de él mismo. Está también su pobre esposa.
—Oh, tiene una pobre esposa.
—Yo lo ignoraba... pero él me lo ha confesado todo.
Se casó hace dos años, en secreto.
—¿Por qué en secreto?
Caroline Spencer echó un vistazo en derredor, como
si temiera a cualquiera que pudiese escucharla. Después, en voz baja y en un
tono ligeramente impresionante, agregó:
—¡Era una condesa!
—¿Está usted segurísima de ello?
—Ella me ha escrito una carta hermosísima.
—Pidiéndole dinero, ¿verdad? —insistí brutalmente, quizá
cínicamente, mas sin poder resistirme.
—Pidiéndome confianza y comprensión —dijo Miss Spencer—. Su padre
la desheredó. Mi primo me ha relatado el caso, y ella también me lo cuenta en
su carta. Me recuerda a un antiguo romance. Su padre se opuso al casamiento y,
cuando descubrió que secretamente ella lo había desobedecido, la expulsó
cruelmente de casa. En verdad es algo muy romántico. Su familia es la más
antigua de Provenza.
La miré y la escuché estupefacto. No parecía sino que la pobre
disfrutaba tantísimo del “romance” de tener por prima a una desheredada
condesa provenzal que casi había perdido toda noción de cuánto representaba
para ella misma la desaparición de su dinero.
—Mi querida señorita dije—, no deseará usted arruinarse por amor a
lo pintoresco.
—No me arruinaré. Volveré dentro de poco para vivir con ellos una
temporada. La condesa insiste a ese respecto.
—¿Volver? ¿Se marcha usted, pues?
Por un momento bajó la mirada; después, reprimiendo heroicamente
un desmayado temblor de voz, contestó:
—¡Ya no me queda dinero para el viaje!
—¿Lo ha dado usted todo?
—Me he quedado con lo preciso para regresar.
Lancé un rabioso gruñido, y, en ésas, el primo de Miss Spencer, el
afortunado poseedor de sus sagrados ahorros y marido de la provenzal condesa,
salió del comedorcito. Durante un instante se detuvo en el umbral a fin de
quitarle el hueso a un orondo albaricoque que se había traído de la mesa;
después se llevó el albaricoque a la boca y, mientras agradecidamente lo albergaba
allí, permaneció mirándonos, separadas las largas piernas y metidas las manos
en los bolsillos de su chaqueta de terciopelo. Mi compañera se levantó,
dirigiéndole una tenue mirada que yo sorprendí al vuelo y que semejó denotar
una extraña mezcolanza de resignación y fascinación: una suerte de fervor malaconsejado.
Por muy repulsivo, vulgar, pedante y mentiroso que yo juzgara a aquel ser, se
había acogido con éxito a la fogosa pero muy ingenua imaginación de ella. Me
sentí hondamente asqueado; pero no tenía autorización alguna para intervenir.
Por lo demás, me daba cuenta de que habría sido en vano.
El joven agitó la mano con pictórico ademán.
–Hermoso
patio antiguo —comentó—. Hermoso y evocador rincón antiguo. Idóneo tono el de
aquel ladrillo. Hermosas y viejas escaleras tortuosas.
Decididamente, no podía soportarlo más. Sin contestarle, tendí mi
mano a Caroline Spencer. Ella me miró un instante con su lívida carita y dilatados
ojos, y, puesto que mostró sus hermosos dientes, me figuro que trató de
sonreír.
–No se
apene por mí —dijo—. Estoy segurísima de que todavía llegaré a ver algo de esa
querida y vieja Europa.
Le dije que no le decía adiós definitivamente. Hallaría un momento
para volver durante la mañana siguiente. Su primo, que de nuevo se había
puesto su extraño sombrero, lo agitó hacia mí a título de reverencia, ante lo
cual me retiré.
A la mañana siguiente volví al mesón, donde hallé a la patrona en
el patio, menos primorosamente adornada de encajes que la tarde anterior. Al
preguntarla por Miss Spencer, dijo:
—Partie, Monsieur. Se marchó anoche a las diez con su... su... no era su marido,
¿verdad?... en definitiva, con su Monsieur. Fueron al barco
norteamericano.
Di media vuelta; la pobre muchacha no había estado
ni trece horas en Europa.
IV
Yo, más afortunado que ella, anduve por allí por espacio
de otros cinco años. Durante ese período de tiempo perdí a mi amigo Latouche,
que murió de una fiebre palúdica viajando por la cuenca oriental del Mediterráneo.
Una de las primeras cosas que hice, a mi regreso, fue llegarme a Grimwinter a
darle el pésame a su pobre madre. La hallé profundamente afligida, y estuve con
ella toda la mañana que siguió a mi llegada (yo había llegado a altas horas de
la noche), escuchando sus llorosos comentarios y cantando las alabanzas de mi
amigo. No hablamos de otra cosa, y nuestra conversación sólo terminó con la
llegada de una ágil mujercita que vino conduciendo ella misma hasta la puerta
un faetón y a quien vi arrojar las riendas sobre el lomo del caballo con la
energía de un sobresaltado durmiente que echara a un lado las sábanas para
levantarse a toda prisa. De un brinco saltó del faetón y de otro brinco entró
en la sala. Resultó ser la esposa del pastor y la gran correveidile del lugar,
y se echaba de ver que, en calidad de esto último, traía un suculento festín de
cotilleos. Me sentí tan seguro de ello como de que la pobre Mrs. Latouche no
estaba tan sumamente dolorida como para no encontrarse en disposición de
escucharla. Creí discreto retirarme. Dije que me parecía que iba a darme un
paseo antes de almorzar.
—Y, a propósito —agregué—, si ustedes tienen a bien indicarme
dónde vive mi antigua amiga Miss Spencer, me llegaré hasta su casa.
La esposa del pastor dio inmediata respuesta. Miss Spencer vivía
cuatro casas más allá de la iglesia anabaptista; la iglesia anabaptista era
ese edificio a mano derecha, el que tenía esa extraña cosa verde alrededor de
la entrada; se la denominaba pórtico, pero más bien semejaba la armazón de una
cama anticuada.
—Sí, vaya usted a ver a la pobre Caroline —dijo Mrs. Latouche—. La
animará ver una cara nueva.
—¡Yo diría que ya ha visto suficientes caras nuevas!—exclamó la esposa del pastor.
—Quiero decir, la animará tener un visitante —dijo Mrs. Latouche,
corrigiendo su frase.
—¡Yo diría que ya ha tenido suficientes visitantes! —remachó su compañera—. Claro que usted no se propone quedarse
allí dos lustros —agregó, lanzándome una significadora mirada.
—¿Es que tiene una visita de ese tipo? —inquirí, perplejo.
—¡Ya verá usted de qué tipo es la visita que tiene! —dijo la esposa del pastor—. No es cosa difícil verla: normalmente
está sentada en el jardincillo delantero. Sólo que tenga cuidado con lo que usted
le diga y preocúpese de no cometer ninguna incorrección.
—Ah, ¿tan delicada es la persona?
La esposa del pastor se levantó de un brinco y realizó ante mí
una reverencia: una reverencia sumamente irónica.
—Sepa usted quién es, por favor: ¡una condesa!
Y, al pronunciar esta palabra con el más cáustico tono,
verdaderamente la mujercita pareció reírse de la condesa en sus propias
narices. Me quedé inmóvil un momento, mirando fijamente, haciendo memoria, sacando
conclusiones.
—¡Oh, seré muy correcto! —exclamé; y, cogiendo mi sombrero y
bastón, me puse en marcha.
Encontré sin dificultad el domicilio de Miss Spencer.
La iglesia anabaptista era fácilmente reconocible, y la casita cercana a ella,
de una blancura descolorida, con su gran chimenea en el centro del tejado y su
enredadera de Virginia, natural y apropiadamente semejaba la residencia de
una frugal solterona con afición a lo pintoresco. A medida que me aproximaba
aflojé el paso, pues me habían dicho que aquella invitada estaba siempre en el
jardincillo delantero, y deseaba hacer un reconocimiento del terreno. Con
cautela miré por encima de la baja valla blanca que marcaba la linde entre el
jardincillo y la no pavimentada calle; pero no avisté a ninguna condesa por
parte alguna. Un corto sendero rectilíneo conducía hasta el encorvado escalón
de entrada, y a ambos lados de él se extendía una pequeña franja de césped,
acotada por groselleros. En el centro del césped, a cada lado, había un gran
membrillero, pleno de añosidad y contorsiones, y debajo de uno de los
membrilleros estaban colocadas una mesita y un par de sillas. Encima de la mesa
se hallaba depositada una labor de bordado a medio terminar y dos o tres
libros forrados con colores brillantes. Traspuse la verja y me detuve a mitad
del sendero, avizorando el lugar, en busca de más indicios de la persona
desconocida, ante la cual —apenas habría sabido decir por qué vacilaba
súbitamente en presentarme. Entonces advertí que la pobre casita estaba muy
destartalada. Me embargó una repentina duda respecto a mi derecho de invasión,
pues la curiosidad había sido mi acicate, y aquí la curiosidad semejaba una
singular indelicadeza. Mientras yo dudaba, alguien apareció en el umbral y se
quedó mirándome. Al punto reconocí a Caroline Spencer, mas ella me miraba como
si jamás me hubiese visto. Gentilmente, pero con seriedad y circunspección,
avancé en dirección a la puerta y entonces dije, en una tentativa de amistosa
chanza:
—Estuve esperando a que usted regresara, pero finalmente no lo
hizo.
—Estuvo esperándome dónde, señor? —preguntó quedamente, y sus
claros ojos se dilataron más que nunca.
Estaba muy envejecida: aparecía fatigada y consumida.
—Pues —dije— en El Havre.
Me miró pasmada; entonces me reconoció. Sonrió y se ruborizó y
entrelazó las manos.
—Ahora lo recuerdo a usted —dijo—. Recuerdo aquel día.
Pero se quedó donde estaba, sin salir del todo ni invitarme a
pasar adentro. No sabía qué hacer.
Yo también me sentí un poco turbado. Hurgué el suelo con mi
bastón.
—Estuve buscándola año tras año —dije.
—Quiere decir en Europa? —musitó Miss Spencer.
—¡En Europa, naturalmente! Aquí, por lo visto, es bastante fácil
dar con usted.
Se apoyó con una mano en la despintada jamba y
ladeó un poco la cabeza. Por un momento permaneció mirándome sin pronunciar palabra,
y creí percibir la expresión que hay en los ojos de una mujer cuando están a
punto de saltárseles las lágrimas. De pronto dio un paso hacia adelante sobre
la rajada losa que había pegada al umbral y entornó la puerta a sus espaldas.
Después empezó a sonreír intensamente, y comprobé que sus dientes eran tan
bonitos como antaño. Pero las lágrimas no habían dejado de aflorar.
–¿Ha
permanecido usted allí desde entonces? —preguntó casi en un susurro.
—Hasta hará cosa de tres semanas. Y usted, ¿nunca regresó?
Sin cesar de mirarme con su impostada sonrisa, llevó una mano
tras la espalda y volvió a abrir la puerta.
—Qué maleducada soy —dijo—. ¿No quiere usted entrar?
—Temo estar importunándola.
—¡Oh, no! —replicó, sonriendo a más no poder.
Y empujó la puerta, a la par que hacía una indicación para que
entrase.
Penetré tras de ella. Me condujo a una pequeña habitación
situada a mano izquierda del estrecho vestíbulo, la cual supuse que sería su
salón de recibir, pese a que se hallaba en la parte trasera de la casa y a que
de camino cruzamos ante la cerrada puerta de otra estancia que al parecer
disfrutaba de vistas a los membrilleros. La ventana de aquélla donde entramos
daba a una leñera y a dos gallinas cluecas. De todas suertes me pareció una
habitación muy bella, hasta que observé que su elegancia era de la más frugal
índole; tras lo cual, enseguida, me pareció aún más bella, pues nunca había
visto zaraza apagada y viejos grabados a media tinta, enmarcados con hojas
otoñales barnizadas, dispuestos con más elegancia. Miss Spencer se sentó casi
en el borde del sofá, con las manos fuertemente entrelazadas sobre el regazo.
Aparentaba diez años más, y habría sonado muy cruel ahora decir que estaba muy
bonita. Pero para mí lo estaba; o por lo menos me pareció conmovedora. A todas
luces se sentía nerviosa. Traté de simular que no me percataba de ello; pero
impensadamente, de la más inconsecuente de las maneras —fue una irreprimible
reverberación de nuestra breve amistad en El Havre—, le dije:
—Sí que la importuno. Se siente usted afligida. Llevó ambas manos
a su cara, y por un momento la mantuvo oculta en ellas. Después, retirándolas,
dijo:
—Es que me recuerda usted...
—¿Le recuerdo, quiere usted decir, aquel infausto día en El Havre?
Negó con la cabeza:
—No fue infausto. Fue precioso.
—Nunca quedé más disgustado —repliqué— que cuando, al volver al
mesón a la mañana siguiente, hallé que usted había zarpado de nuevo.
Guardó silencio un momento; y luego dijo:
—Por favor, no hablemos de eso.
—¿Regresó usted directamente aquí? —pregunté.
—Estaba aquí de regreso al cabo de treinta días justos de haberme
marchado.
—Y ¿ha permanecido aquí desde entonces?
—¡Oh, sí! —dijo con dulzura.
—¿Cuándo va a Europa otra vez?
Esta pregunta sonó brutal; pero en la suavidad de su resignación
había algo que me sacaba de quicio, conque yo deseaba arrancarle alguna
expresión de enojo.
Por un momento fijó la mirada en un pequeño rayo de sol que caía
sobre la alfombra; después se levantó y bajó un poco la persiana para impedirle
el paso. Enseguida, con la misma voz dócil, dijo en contestación a mi
pregunta:
—¡Nunca!
—Espero que su primo le devolviera el dinero.
—Ya no me apetece —dijo, apartando de mí la mirada.
—¿Ya no le apetece su dinero?
—Ya no me apetece ir a Europa.
—¿Quiere usted decir que no iría aunque pudiese? —No puedo, no
puedo dijo Caroline Spencer—. Se acabó: ahora nunca pienso en eso.
—¡No le devolvió el dinero, pues! —exclamé.
—Por favor... por favor... —comenzó.
Pero se interrumpió de pronto; miró hacia la puerta. Se había
oído un crujido de faldas y un ruido de pasos en el vestíbulo.
Yo también miré hacia la puerta de la habitación, que permanecía
abierta y ahora dejó entrar a otra persona: una dama que se detuvo en el
umbral. Detrás de ella venía un muchacho. La dama me miró a mí con muchísima
fijeza... el suficiente tiempo para que mis propios ojos recibieran de ella una
vívida impresión. Después se volvió hacia Caroline Spencer y, con una sonrisa y
un fuerte acento extranjero, dijo:
—¡Disculpe que interrumpa! No sabía que estuviese acompañada: el
caballero ha entrado tan sigilosamente.
Tras esto, volvió a orientar la mirada hacia mí.
Era una persona muy rara; sin embargo mi primera impresión fue de
haberla visto ya en alguna parte. Entonces caí en la cuenta de que lo único
que pasaba era que su aspecto me sugería el de otras mujeres que le eran muy
parecidas. Pero a éstas yo las había visto muy lejos de Grimwinter, conque era
una extraña sensación encontrar aquí a esta mujer. ¿Adónde parecía
transportarme su visión? Al oscuro rellano de algún mugriento quatrième parisiense...,
ante una puerta que se abre dejando ver un desaseado recibidor, mientras
Madame se asoma por encima del pasamanos y, manteniendo recogida por delante su
raída bata, le vocifera a la portera que le suba un café. La huésped de Miss
Spencer era una mujer muy obesa, entrada en años, de cara mofletuda y
maquilladísima y cabello peinado hacia atrás à la chinoise. Tenía
ojillos penetrantes y lo que en Francia se denomina una agradable sonrisa.
Vestía una vieja bata de casimir rosada, cubierta de bordados blancos, e igual
que “Madame” en mi momentánea reminiscencia, la mantenía recogida por delante
con un brazo desnudo y rollizo y una mano oronda con profundos hoyuelos.
—Es sólo para habladjle de mi café —le dijo a Miss Spencer
con su agradable sonrisa—. Me gustaría que me lo sirvieran en el jardín, bajo
el pequeñó ajbol.
El jovencito que venía tras de ella entró del todo y también se
puso a mirarme. Era un sujeto pequeño, de cara bonita, con aspecto de
atildamiento provinciano: un minúsculo Adonis de Grimwinter. Tenía una naricita
puntiaguda, un mentoncito puntiagudo y, según observé, los más diminutos pies.
Me miraba como un bobo, con la boca abierta.
—Enseguida me encargaré del café —dijo Miss Spencer, a quien le
había salido una ligera mancha colorada en cada mejilla.
—¡Muy bien! —dijo la dama de la bata—. Busque su libjo—agregó, volviéndose
hacia el muchacho.
Él miró despistadamente por la habitación.
—¿Mi gramática quiere usted decir? —preguntó con entonación
desvalida.
Pero la voluminosa dama estaba ocupada en contemplarme con
curiosidad y mantener cerrada su bata con ayuda de su blanco brazo.
—Busque su libjo, amigo mío —repitió.
—¿Mi poesía quiere usted decir? —dijo el muchacho, asimismo tornando
a escudriñarme.
—Olvídese de su libjo —dijo su interlocutora—. Hoy hablaguemos.
Haguemos un poco de conversación. Pero no debemos estorbar. Véngase. —Y dio
media vuelta—. Bajo el pequeñó ajbol —agregó, para información de Miss
Spencer.
Después me hizo una especie de salutación y pronunció un
reverencioso “Monsieur!”, tras lo cual se marchó
majestuosamente, seguida del muchacho.
Caroline Spencer permanecía con los ojos fijos en el suelo.
—¿Quién es? —pregunté.
—La condesa, mi prima política.
—Y ¿quién es el muchacho?
—Su alumno: Mr. Mixter.
Este informe de la relación que había entre las dos personas que
acababan de abandonar la estancia me hizo prorrumpir en una pequeña carcajada.
Miss Spencer me miró con severidad:
—Da lecciones de francés; perdió su fortuna.
—Comprendo —dije—. Ha resuelto no ser una carga para nadie. Muy
bien hecho.
Miss Spencer volvió a bajar la vista hacia el suelo.
—Debo ir a prepararle el café —dijo.
—¿Tiene la señora muchos alumnos? —pregunté.
—Sólo tiene a Mr. Mixter. Dedica a él todo su tiempo.
Ante esto no pude reírme, aunque la cosa no era para menos. Miss
Spencer se había puesto demasiado seria.
—Él paga muy bien —añadió enseguida, ingenuamente—. Es muy rico. Y
muy amable. Lleva a la condesa a pasear en carruaje.
—Y se dispuso a dejarme.
—¿Va usted misma por el café de la condesa? —dije.
—Si usted me excusa unos momentos.
—¿No hay nadie más para hacerlo?
Me miró con la más dulce serenidad:
—Carezco de sirvientes.
—Y ¿no sabe servirse ella misma?
—No está acostumbrada a ello.
—Ya —dije, lo más educadamente posible—. Pero antes de que vaya
usted, dígame una cosa: ¿de dónde ha salido esa dama?
—Ya le hablé una vez de ella... aquel día. Es la esposa de mi
primo, el que usted conoció.
—¿La dama a quien su familia repudió a consecuencia de su
casamiento?
—Sí; jamás han querido volver a verla. La expulsaron
irrevocablemente.
—Y ¿dónde se halla su marido?
—Murió.
—¿Y su dinero?
La pobrecita desfallecía; mis preguntas eran demasiado
sistemáticas.
—No sé —dijo con fatiga.
Pero yo insistí aún:
—Y esta dama ¿se vino aquí al morir su marido?
—Sí: se presentó un día...
—¿Hace cuánto?
—Dos años.
—Y, desde entonces, ¿ha estado aquí en todo momento?
—Sin interrupción.
—Y ¿se siente feliz aquí?
—No le gusta.
—Y a usted, ¿le gusta tenerla en su casa?
Durante un instante Miss Spencer sepultó en sus manos el rostro,
tal como hiciera diez minutos antes. Después, velozmente, se marchó a preparar
el café de la condesa.
Yo me quedé solo en el saloncito: deseaba ver más, saber más. Al
cabo de cinco minutos entró el muchacho a quien Miss Spencer había designado
como el alumno de la condesa. Por unos instantes permaneció mirándome
boquiabierto. Me di cuenta de que era muy bisoño.
—Deseaba saber si usted tendría la bondad de salir ahí afuera —indicó
finalmente.
—¿Quién deseaba saberlo?
La condesa, aquella dama francesa.
—¿Le ha pedido a usted que me lleve?
—Sí, señor —dijo irresolutamente el muchacho, contemplando mi
metro ochenta de estatura.
Salí con él, y hallamos a la condesa sentada bajo uno de los pequeños
membrilleros que había delante de la casa. Estaba hincando la aguja en la labor
de bordado que había tomado de encima de la mesita. Con mucho donaire me
indicó una silla situada a su lado. Tomé asiento. Mr. Mixter echó un vistazo en
derredor, y, no viendo ninguna otra silla, se sentó en la hierba, a los pies
de la dama. Luego dirigió hacia arriba los ojos, mirando boquiabierto, ora a la
condesa, ora a mí.
—Estoy segura de que habla usted francés —dijo la condesa,
clavando en mí sus brillantes ojillos.
—Lo hago, señora, hasta cierto punto —contesté en el idioma natal
de la dama.
—Voilà! —exclamó muy expresivamente—. Lo supe tan pronto como lo vi
a usted. Ha estado en mi pobre y querida patria.
—Mucho tiempo.
—¿Conoce usted París?
—A fondo, señora. —Y con cierta intencionalidad deliberada dejé
que mis ojos se encontraran con los suyos.
Enseguida, a raíz de esto, ella los orientó en dirección de Mr.
Mixter.
—A ver, ¿sobre qué estamos hablando? —le exigió a su solícito
educando.
El cambió la postura de sus rodillas, arrancó un poco de hierba
con la mano, miró fijamente, se ruborizó un poco.
—Están ustedes hablando francés —respondió Mr. Mixter.
—La belle découverte! —dijo la
condesa—. He ahí el resultado —me explicó— de diez meses dándole lecciones. No
se tome la molestia de callarse que es bobo; no lo comprenderá.
—Espero que sus restantes alumnos sean más satisfactorios —comenté.
—No tengo otros. En esta población no saben qué
cosa es el francés, ni desean saberlo. Por consiguiente puede usted imaginarse
qué placer es para mí encontrarme con alguien que lo habla como usted. —Contesté
que mi propio placer no era menor, y ella volvió a ponerse a dar puntadas a su
bordado, curvando el dedo meñique.
Cada pocos instantes ella acercaba mucho los ojos a su labor, miopemente. Me
parecía una desagradabilísima persona: era vulgar, afectada, descocada, y tan
condesa como yo califa—. Hábleme de París —prosiguió—. ¡Sólo oír aludirlo ya me
emociona! ¿Hace cuánto que estuvo allí por última vez?
—Dos meses.
—¡Hombre feliz! Cuénteme algo de allí. ¿Qué se
hace? ¡Ah, lo que daría yo por una hora de bulevares!
—Se hace más o menos lo de siempre: divertirse
mucho.
—¿En los teatros? —suspiró la condesa—. ¿En los cafésconcerts,
en las mesitas de las terrazas? Quelle existence! Sepa usted que soy
parisienne, monsieur —agregó—, hasta la médula.
—Miss Spencer se equivocó, en tal caso —me aventuré
a replicar—, al decirme que era usted provençale.
Se quedó mirándome un momento, después acercó su
nariz al bordado, que tenía un aspecto sucio y chapucero.
—Oh, soy provençale de nacimiento; pero soy
parisienne por... tendencia.
—Y por experiencia, imagino —dije.
Por un momento me reprobó con sus intensos ojillos.
—¡Oh, experiencia! —dijo—. Podría hablar de eso si
quisiese. Nunca supuse, por ejemplo, que la experiencia me tenía reservado esto.
—Y con el desnudo codo y un rápido ademán de la cabeza señaló todo
lo que la circundaba: la blanca casita, el membrillero, la desvencijada valla,
incluso la bobalicona figura de Mr. Mixter.
—¡Está usted en el destierro! —dije sonriendo.
—¡Ya puede usted figurarse en qué consiste! Estos dos años que
llevo viviendo aquí, ¡he pasado cada rato! ¡Cada rato! Una se acostumbra a las
cosas, y algunas veces creo que he terminado por acostumbrarme a esto. Pero hay
algunos pormenores con los que siempre he de andar insistiendo. Por ejemplo,
mi café.
—¿Toma usted siempre café a estas horas? —inquirí.
Irguió la cabeza y me miró de arriba a abajo.
—¿A qué horas quiere usted que lo tome? Yo necesito tomar mi demitasse
después del desayuno.
—Ah, ¿desayuna usted a estas horas?
—A mediodía... comme cela se fait. ¡Aquí desayunan a las
siete y cuarto de la mañana! ¡Ese “y cuarto” me parece delicioso!
—Pero ¿qué me decía usted de su café? —pregunté, interesado.
—Para mi cousine es algo increíble: no puede comprenderlo.
Es una excelente mujer; pero esa tacita de café solo con una gotita de coñac,
servida a esta hora, no se le alcanza. Conque cada día he de volver a darle la
tabarra, y el café tarda en llegar el tiempo que está usted viendo. ¡Eso si es
que llega, monsieur! Si no le ofrezco una taza no debe tomárselo a mal.
Es porque sé que usted ha tenido ocasión de beber el de los bulevares.
Me molestaron profundamente estas desdeñosas referencias a la
humilde hospitalidad de la pobre Caroline Spencer; pero nada dije, por no
exclamar nada ofensivo. Me limité a mirar a Mr. Mixter, quien se había abrazado
las rodillas y observaba con solemne fascinación los expresivos aspavientos de
mi interlocutora. Enseguida ella notó que yo lo observaba a él; me dedicó una
descarada sonrisita explicativa:
—Ya ve, él me adora —musitó, otra vez acercando la
nariz a su labor. Me apresuré a manifestar que efectivamente así parecía, y
ella prosiguió—: ¡Sueña con ser mi amante! Sí, tal es su sueño. Ha leído una
novela francesa, que le exigió seis meses. ¡Y desde entonces se figura que él
es el protagonista masculino y yo la femenina!
Saltaba a la vista que Mr. Mixter no tenía ni idea
de que se estaba hablando de él; estaba demasiado absorto en su éxtasis de
contemplación. En este momento Caroline Spencer salió de la casa, trayendo una
cafetera en una pequeña bandeja. Percibí que en su camino de la puerta a la
mesa me lanzó una única mirada rauda, vagamente interrogadora. Me pregunté
cuál sería su intencionalidad; barrunté que reflejaba una especie de
semitemeroso anhelo por saber lo que yo, en mi calidad de hombre de mundo y de
conocedor de Francia, pensaba de la condesa. Ello me puso en un brete. No me
sentí capaz de decirle que muy posiblemente la condesa era la esposa, fugada,
de un peluquerillo. Rápidamente procuré, por el contrario, exhibir un alto
respeto hacia ella. Pero me levanté: no soportaba continuar allí por más
tiempo. Me indignaba ver a Caroline Spencer de pie a nuestro lado como
camarera.
—¿Cree que todavía permanecerá usted algún tiempo
más en Grimwinter? —le dije a la condesa.
Ésta se encogió de hombros quejumbrosamente:
—¿Quién sabe? Acaso muchos años. ¡Ah, cuando se
está en la miseria! ¡Chère belle —agregó, dirigiéndose a Miss Spencer—,
ya ha vuelto a olvidársele a usted el coñac!
Detuve a Caroline Spencer cuando, luego de inspeccionar
silenciosamente un instante la mesita, ya daba media vuelta para ir en busca
del ingrediente que faltaba. Calladamente le tendí la mano a guisa de
despedida. Parecía muy fatigada, mas en su carita severamente dulce había una
extraña garantía de paciencia inagotable. Entreví que en el fondo se alegraba
de mi partida. Mr. Mixter se había levantado del suelo y estaba sirviéndole el café
a la condesa. De vuelta, mientras pasaba junto a la iglesia anabaptista,
reflexioné que la pobre Miss Spencer había estado en lo cierto cuando presintió
que todavía llegaría a ver algo de esa querida y vieja Europa.
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