Henry James
(1843-1916)
La muerte del león (1894)
(“The Death of the Lion”)
Originalmente publicado en la revista The Yellow Book, Núm. 1 (abril de 1894);
Terminations
(Londres: William Heinemann, 1895, 260 págs.)
I
Supongo que, sencillamente, cambié de opinión, un hecho que debió
gestarse cuando el señor Pinhorn me devolvió el manuscrito. El señor
Pinhorn era mi “jefe”, como se le llamaba en la redacción. A él se le
había encomendado la importante misión de sacar adelante el periódico.
Éste consistía en una publicación semanal que había sido prácticamente
dada por insalvable, cuando él se hizo cargo. El señor Deedy había
dejado que se hundiera terriblemente y sólo se mencionaba su nombre en
la redacción para relacionarlo con ese delito. En cierto modo y a pesar
de mi juventud, yo era una herencia de la época del señor Deedy
(propietario del periódico, además de director) y formaba parte de un
lote, compuesto principalmente por el local y el mobiliario de la
redacción, que la pobre señora Deedy, en medio de la depresión sufrida
por la pérdida de su marido, vendió tras aceptar una tasación poco
rigurosa. Podía estar seguro de que mi continuidad dependía del hecho de
ser barato. Me parecía más bien injusto que se atribuyeran todos los
males a mi difunto protector, quien yacía sin que se le rindiera tributo
alguno. Sin embargo, ya que tenía que labrarme un porvenir, encontré
suficientes motivos para estar satisfecho siendo parte de la redacción.
Con todo, era consciente de que podía ser objeto de recelo, al ser
producto del antiguo y fracasado sistema. Eso me hacía sentir que debía
mostrar el doble de iniciativa y fue también lo que me movió a
proponerle al señor Pinhorn que debía ocuparme de Neil Paraday. Recuerdo
cómo me miró: primero, como si nunca hubiera oído hablar de ese famoso
que, es cierto, en ese momento no se encontraba en lo más alto del
panteón. Y, luego, cuando le justifiqué fundadamente mi proposición,
demostró muy poca confianza en cuanto al interés de un artículo de ese
género. Tras recordarle que el gran principio que se suponía que guiaba
nuestro trabajo era el de crear la demanda que necesitábamos, meditó
durante unos segundos y replicó:
Entiendo... Quiere promocionarle.
—Llámelo así, si quiere.
—Y ¿qué le mueve a ello?
—¡Santo Cielo! ¡Mi admiración!
El señor Pinhorn frunció los labios, en un gesto de desaprobación.
—¿Se le puede sacar partido?
—Todo el que haya será para nosotros; nadie lo ha tocado.
Este razonamiento resultó efectivo y el señor Pinhorn continuó diciendo:
—Muy bien, tóquele —y añadió—: pero, ¿dónde puede hacerlo?
—¡En la quinta vértebra!
El señor Pinhorn me miró fijamente.
—¿Y dónde está eso?
—¿Quiere que vaya a entrevistarle? —le pregunté, tras divertirme viendo cómo buscaba la oscura región que había mencionado.
—Yo no “quiero” nada. La propuesta es suya. Recuerde, sin embargo, que es así como hacemos las cosas ahora —contestó el señor Pinhorn. Otro codazo contra el señor Deedy.
Pendiente como estaba de mi regeneración, interpreté las recelosas
implicaciones de su discurso. La mejor virtud del actual propietario,
así como su mayor habilidad profesional, hacían que, por comparación, el
anterior director pareciera alguien infame y dado a publicar material
inventado. El señor Deedy me habría enviado a visitar a Neil Paraday,
con la misma diligencia con que habría publicado un número especial de
vacaciones. Sin embargo, un escrúpulo de semejante género le resultaba
mezquino a su sucesor, cuya práctica de la sinceridad adoptaba la forma
de llamar a la puerta y cuya definición de genio era el arte de
encontrar a la gente en el domicilio. Era como si el señor Deedy hubiera
publicado artículos sin que sus chicos hubieran, como habría dicho el
señor Pinhorn, estado ahí de verdad. Mi regeneración estaba pendiente,
como ya he mencionado, y no podía preocuparme en enderezar la ética
periodística de mi jefe, que se me aparecía como un abismo, a cuyo
extremo era mejor no asomarse. Estar ahí de verdad, esta vez, era una
perspectiva que hacía que escribir algo sutil sobre Neil Paraday fuera
aún más estimulante. Sería tan considerado como el mismo señor Deedy
hubiera querido y, a la vez, estaría tan presente, como sólo el señor
Pinhorn podía concebir. Mi alusión al modo de vida retirado del señor
Paraday (que había formado parte de mi explicación, aunque sólo sabía de
ella de oídas) fue, deduje, lo que había hecho que el señor Pinhorn
mordiera el anzuelo. Le parecía ilógico que existiera una obra con tanto
éxito como la suya y que alguien pudiera vivir de ese modo tan
retirado. ¿No era una inmediata exposición de todo a la luz pública lo
que los lectores querían? El señor Pinhorn me llamó al orden con éxito,
al recordarme la diligencia con la que había acudido a Liverpool para
entrevistar a la señorita Braby, tras el fracaso de ésta en Estados
Unidos. ¿No habíamos publicado acaso, cuando el frescor y el sabor
estaban intactos, la versión de la señorita Braby sobre ese gran
episodio internacional? Me incomodó un poco que colocara al mismo nivel a
la actriz y al autor, y confieso que cuando me gané su simpatía,
pospuse un poco el trabajo. Había tenido más éxito del que deseaba y
tenía otros proyectos más urgentes. Algunos días más tarde, visité a
lord Crouchley y regresé como un triunfador con las declaraciones más
ininteligibles que habían aparecido hasta entonces, para justificar su
cambio de posición. Con aquello, di pie a columnas de virtuosismo
verborreico en los periódicos diarios. A la semana siguiente, me
apresuré en viajar a Brighton para una charla, tal y como lo llamaba el
señor Pinhorn, con la señora Bounder, una entrevista que me proporcionó
muchos datos curiosos sobre su divorcio, que no habían sido expuestos en
el juicio. Si alguna vez hubo un artículo que fluyera directamente de
una fuente originaria, ése fue mi reportaje sobre la señora Bounder. Por
entonces, sin embargo, me di cuenta de que el nuevo libro de Neil
Paraday estaba a punto de publicarse y que había utilizado ese hecho
como base para convencer al señor Pinhorn, quien ahora estaba disgustado
conmigo por haber perdido tantos días. Me despachó enseguida para que
no perdiera ni uno más. Siempre he considerado que esas urgencias
repentinas suyas eran un notable ejemplo de instinto periodístico. Nada
había ocurrido, desde mi primera charla con él relacionada con el
asunto, para crear una emergencia tan manifiesta, y resultaba imposible
que hubiera variado su información sobre la cuestión. Era un caso de olfato profesional puro. Había olido la gloria que se avecinaba, del mismo modo que un animal olfatea a su presa a distancia.
II
Será mejor que aclare enseguida que este pequeño relato no pretende
ser, en modo alguno, un reflejo de mi encuentro con el señor Paraday,
ni de lo que aconteció en relación con él. El plan de mi narración no da
lugar a esas cosas y, en cualquier caso, una sensación de censura se
impondría sobre mis recuerdos en lo relativo a un momento tan especial.
Estas breves notas son básicamente privadas, de modo que si ven la luz
significará que las fuerzas insidiosas, que como demuestra mi relato
obligan a hacerlo todo público, habrán prevalecido sobre mis
precauciones. El telón cayó demasiado tarde sobre este lamentable drama.
Al recordar el día en que me presenté en la puerta del señor Paraday,
siguen vivas la amabilidad, la hospitalidad, la compasión y la
maravillosa y estimulante conversación que tuvo lugar cuando me recibió.
Alguna voz misteriosa me había comunicado el instante adecuado, el
momento de su vida en que una demostración inesperada de lealtad
manifestada por un joven sería mejor recibida por su parte. Acababa de
recuperarse de una larga y grave enfermedad. Yo había dormido en una
posada cercana, pero la velada la había pasado en su compañía. Insistió
en que la noche siguiente me quedara en su casa. No podía ausentarme
cuando quisiera. El señor Pinhorn esperaba que acabáramos con nuestras
víctimas al galope. Era luego, en la redacción, donde al baile se le
ponía música. Me hice fuerte, sin embargo, de la misma manera que me
había preparado para conseguir mi formación, con el convencimiento de
que nada podría ser más ventajoso para mi artículo que escribirlo en su
contexto. Nada le dije al señor Paraday sobre el particular; pero, por
la mañana, una vez hube abandonado la posada y mientras él estaba
ocupado en su estudio, tal y como me había avisado que estaría, me
dispuse a poner sobre el papel mis impresiones. Entonces, pensando en
cómo ganarme la aprobación del señor Pinhorn por mi rapidez, salí a
echar al correo el envío, antes del almuerzo. Una vez acabado el
artículo, era libre de prolongar mi estancia y si, al proceder de este
modo intentaba desviar la atención de mi frivolidad, también podía
pensar con satisfacción que nunca había sido tan avispado. No pretendo
negar, naturalmente, que el artículo era demasiado bueno para el señor
Pinhorn, pero era igualmente consciente de que el señor Pinhorn poseía
la gran astucia de reconocer, de vez en cuando, los casos en que un
reportaje no era del todo malo, sólo porque era demasiado bueno. No
había nada que amara más que publicar en el momento adecuado algo que
odiaba. Había iniciado mi visita a ese gran hombre un lunes y el
miércoles salió publicado su libro. Llegó un ejemplar con el correo de
la mañana y el autor dejó que me lo llevara al jardín, inmediatamente
después de desayunar. Lo leí de principio a fin y, por la noche, me
pidió que me quedara con él el resto de la semana, hasta el domingo.
Esa noche, devuelto por el señor Pinhorn, llegó mi artículo
original, acompañado por una carta en que manifestaba su deseo de saber
qué pretendía enviándole algo así. Ése era el sentido de la pregunta, no
exactamente su forma, e hizo que percibiera mi equívoco como
inconmensurable. Mi error era tal que sólo podía mirarlo a la cara y
aceptarlo. Sabía dónde había fracasado; justamente donde no podía salir
airoso. Me había enviado para que escribiera algo personal y, de hecho,
el artículo no lo era en absoluto: lo que había enviado a Londres era un
ensayo engorroso y febril del genio de mi autor. Nada podía resultar
menos relevante para los objetivos del señor Pinhorn. Se mostraba
visiblemente enfadado (corriendo él con los gastos, con un billete de
segunda clase), por haber abordado el tema acordado de una manera tan
irremediablemente desacertada. En cuanto a mí, yo sabía muy bien qué
había ocurrido y cómo se había producido un milagro —tan hermoso como
los antiguos milagros de las leyendas— que era mi salvación. Hubo un
gran batir de alas, el destello de una túnica opalina y, luego, con una
gran ráfaga de aire fresco, la sensación de que un ángel había
descendido y me había acogido en su regazo. Sólo me sostuvo hasta que
pasó el peligro. Todo ocurrió en cuestión de un minuto. Con el artículo
de nuevo en mis manos, entendí mejor el fenómeno y las reflexiones que
hice sobre él, son lo que he calificado, al principio del relato de esta
anécdota, como cambio de opinión. La nota del señor Pinhorn no sólo
contenía una reprimenda decididamente severa, sino una invitación para
que le enviara de inmediato (y era apropiado decirlo así) el reportaje
auténtico, el revelador y vibrante artículo prometido, aquel sobre la
base de cuya promesa —y sólo por ella—, me había permitido el privilegio
de tal despilfarro. Una o dos semanas más tarde, rehíce el texto
culpable y, centrándome particularmente en el nuevo libro del señor
Paraday, obtuve la hospitalidad de otro periódico donde, he de
admitirlo, se demostró que el señor Pinhorn estaba en lo cierto, puesto
que no atrajo la menor atención.
III
Para ser honesto, al final de esos tres días, era un crítico muy
parcial, de modo que, una mañana en el jardín, cuando Neil Paraday se
ofreció para leerme algo, contuve la respiración mientras escuchaba. Era
un esbozo de otro libro, un proyecto que había pospuesto hacía mucho
tiempo, antes de su enfermedad, y en el que había vuelto a trabajar
ahora. Lo estaba retocando cuando fui a visitarle y, con esta segunda
redacción, la obra había adquirido una nueva magnitud. Desenvuelto,
prolijo y seguro, podría haber pasado por una larga y elocuente carta
llena de cotilleos: el desbordamiento en palabras del plan más querido
de un artista. El tema me pareció excepcionalmente rico, el más intenso
que había abordado, y esta exposición familiar del mismo, a la vez que
repleta de sutiles elementos ya madurados, era, en realidad, en su
esplendor resumido, una mina de oro, una preciosa obra independiente.
Recuerdo que me asaltó la duda, más bien profana, de si el resultado
final podía llegar a ser tan acertado. Su lectura de la epístola, sea
como fuere, me hizo sentir como si mantuviera, para beneficio de la
posteridad, una correspondencia íntima con él, como si yo fuese el
distinguido destinatario a quien enviaba cartas afectuosamente. Ser yo
quien escuchaba la manera en que contaba todas esas cosas era una gran
distinción. La idea que me comunicaba ahora tenía toda la frescura y la
belleza resplandeciente de la concepción de lo virgen, de lo no
abordado: era Venus surgiendo del mar, antes de que el viento la hubiera
rozado. Nunca había asistido con tanta emoción a una aparición de
semejante calibre. Una vez pronunciada la ultima palabra, fue como ver
al cajero de un banco contar los montones de monedas, dejando caer la
última de ellas en el cajetín; fue entonces cuando me asaltó una
repentina y urgente incertidumbre.
—Mi querido maestro, ¿cómo piensa llevarlo a cabo? —le pregunté—.
Es de una nobleza infinita; pero, ¡cuánto tiempo requerirá, cuánta
paciencia e independencia!, ¡qué condiciones de perfecto sosiego! ¡Oh,
quién tuviera al alcance una isla solitaria en un mar cálido!
—¿No es esto prácticamente una isla solitaria? y ¿no es usted, como
elemento que me circunda, lo bastante cálido? —me interrogó él,
aludiendo con una carcajada a mi maravillada admiración juvenil y a los
estrechos límites de su pequeña casa de provincias—. No es tiempo lo que
me ha faltado hasta ahora: la cuestión no ha sido encontrarlo, sino
aprovecharlo. Naturalmente que mi enfermedad fue un gran hueco mientras
duró, pero me atrevo a decir que habría existido igualmente en cualquier
caso. La tierra que pisamos tiene más hoyos que una mesa de billar. Lo
extraordinario es que aún siga andando.
—Eso es exactamente lo que quería decir.
Neil Paraday me contempló con esa mirada tan agradable que tenía,
con una expresión en la que, según recuerdo ahora, me pareció detectar
una borrosa imagen de su destino. Tenía cincuenta años; su enfermedad
había sido cruel y su convalecencia, prolongada.
—No es que no me encuentre bien.
—¡Oh!, si no se encontrase bien, no le miraría —le dije con afecto.
Nos pusimos en pie, estimulados por los sonidos de alrededor, y él
encendió un cigarrillo. Yo cogí otro al que él, con una sonrisa más
intensa y en respuesta a mi exclamación, le aplicó la llama de su
cerilla.
—¡Si no me encontrara mejor, no habría pensado en esto! —exclamó, agitando el manuscrito en su mano.
—No quiero desanimarle, pero no es cierto —repliqué—. Estoy seguro
de que durante los meses que permaneció en cama con dolor, tuvo
inspiraciones sublimes. Pensó en un millar de cosas. Usted piensa cada
vez en más y más cosas constantemente. Eso es lo que le hace, si me
disculpa la franqueza, tan respetable. A la edad en que mucha gente está
acabada, usted empieza una segunda época. ¡Pero, gracias a Dios, de
todos modos, ya está mejor! Gracias a Dios, también, que no es usted,
como me decía ayer, “un escritor que ha tenido éxito”. Si usted no
hubiera fracasado, ¿qué sentido tendría seguir intentándolo? Ésa es mi
única reserva sobre el tema de su recuperación: le hace “ganar puntos”,
como dicen los periódicos. Eso queda bien en las publicaciones y, casi
con todo lo que así ocurre, es horrible. “Es un placer comunicarles que
el señor Paraday, el famoso autor, disfruta otra vez de excelente
salud”. Por alguna razón, no me gustaría verlo.
—Y no lo verá; no soy famoso en absoluto. Mi oscuridad me protege;
pero, ¿soportaría ver que me muero o que estoy muerto? —quiso saber mi
anfitrión.
—Muerto... pas encore. No hay nada más seguro. Uno nunca
sabe lo que puede llegar a hacer un artista vivo; hemos llorado por
tantos. Sin embargo, hay que desear lo peor. Debe estar tan muerto como
pueda.
—¿No cumplo ya con ese requisito, al haber publicado un libro?
—Adecuadamente, esperemos, puesto que el libro es, en verdad, una obra maestra.
En ese momento, apareció una doncella en la puerta que daba al
jardín. Paraday vivía sin grandes dispendios y el frufrú de las enaguas y
un timorato “¿Jerez, señor?” era todo su modesto lujo. Cedía la mitad
de sus ingresos a su mujer, de la que había conseguido separarse sin
excesivo revuelo. Estaba convencido de que se había portado bien con
ella y una vez, en Londres, incluso cené con la señora Paraday. Se giró
para hablar con la doncella, que le ofreció una tarjeta o una nota sobre
una bandeja, mientras yo, agitado y excitado, anduve sin rumbo hasta el
extremo del jardín. La idea de su seguridad se me hizo inmensamente
querida y me pregunté si era yo el mismo joven que había llegado algunos
días atrás, para hablar de él a los cuatro vientos. Cuando regresé
sobre mis pasos, él ya había entrado en la casa y la mujer (el segundo
correo de Londres ya había llegado) había colocado mis cartas y el
periódico encima de un banco. Me senté para leer las cartas, hecho que
me tomó muy poco tiempo y, luego, sin prestar atención al destinatario,
saqué el periódico del envoltorio. Era una publicación de gran renombre,
The Empire, el ejemplar de esa mañana. Llegaba con regularidad a
casa de Paraday, pero recuerdo que ninguno de nosotros había mirado aún
el ejemplar recibido. Llevaba una gran marca en la página de la
“editorial” y, alisando el envoltorio, vi que se dirigía a mi anfitrión,
con el sello de la editorial que publicaba su libro. Al instante,
deduje que The Empire hablaba de él y todavía no he olvidado el
pequeño sobresalto que ese hecho me causó. Solté el periódico al
momento. Allí, sentado, sintiendo lo acelerado de mi corazón, creo que
tuve una visión de lo que iba a suceder. También tuve otra visión de la
carta que iba a escribir al señor Pinhorn, despidiéndome de él.
Naturalmente, al cabo de un segundo, la voz de The Empire se escuchaba en mis oídos.
El artículo no era, y di gracias al cielo, una crítica del libro.
Era un reportaje de fondo, el último de una serie de tres, que
presentaba a Neil Paraday ante la humanidad. Su nuevo libro, el quinto
salido de su pluma, sólo hacía un par de días que se había publicado y The Empire,
enterado ya de ello, disparaba una salva que ocupaba una columna
entera, como si se tratara del nacimiento de un príncipe. Los cañones
habían estado tronando durante esas tres horas en esa casa, sin que lo
sospecháramos. El gran periódico le había descubierto y ahora era
proclamado, ungido y coronado. Se le asignaba un lugar muy público, como
si un ujier le hubiera indicado con una varita mágica la silla más
alta. Tenía que ascender y ascender hacia lo más alto, pasando por entre
los rostros expectantes y los cuchicheos envidiosos, hasta llegar al
estrado y sentarse en el trono. El artículo era un hito. Habían
descubierto a una gloria nacional. Hacía falta una gloria nacional y
resultaba sumamente oportuno el haberle encontrado. Me abrumó lo que
esto significaba y me temo que me mareé un poco. Implicaba tantas cosas,
que podría haber soltado cualquier exclamación sin pensarlo. De
repente, todo era diferente. La tremenda ola de la que hablo lo había
barrido todo al instante. Había derribado, supongo, mi pequeño altar,
con sus velas y sus flores, y se había transformado en un templo inmenso
y desprovisto de todo ornamento. Cuando Neil Paraday saliera de su
casa, sería ya un clásico contemporáneo. Eso es lo que había ocurrido:
el pobre hombre sería obligado a encajar en su horrible época. Tuve la
sensación de que le habían detenido en lo alto de una colina y le habían
obligado a regresar a la ciudad. Un poco más y habría conseguido huir,
descendiendo por el atajo que llevaba a la posteridad.
IV
—Cuando salió de nuevo de la casa, fue exactamente igual a como si
hubiera permanecido bajo custodia. A su lado, iba un hombre corpulento
con una gran barba oscura que, sin las gafas, podría haber pasado por un
policía y en el que, tras una segunda mirada, reconocí al proyecto
contemporáneo.
—Le presento al señor Morrow —dijo Paraday, que tenía, pensé yo, un
aspecto más bien pálido—: quiere publicar sabe Dios qué sobre mí.
—Contraje el rostro al recordar que eso era exactamente lo que yo mismo me había propuesto.
—¿Tan pronto? —pregunté yo, con la sensación de que mi amigo había acudido a mí para que le protegiera.
El señor Morrow me miró con amabilidad a través de los cristales de
sus gafas, que parecían los faros eléctricos de un monstruoso barco
moderno, y tuve la sensación de que Paraday y yo nos zarandeábamos
aterrorizados en su interior. Me di cuenta de que su ímpetu era
irresistible.
—Confiaba en ser el primero de la expedición —declaró—. Existe un gran interés lógico por el entorno del señor Paraday.
—No tenía ni la menor idea —replicó Paraday, como si acabaran de comunicarle que roncaba.
—Veo que no ha leído el artículo en The Empire —me dijo el señor Morrow—. ¡Qué interesante! Es un buen comienzo —sonrió.
Había empezado a sacarse los guantes, que eran agresivamente
nuevos, y a observar de modo alentador el pequeño jardín. Percibí que me
observaba como si fuera parte del “entorno”; yo era un pececito en el
estómago de otro mayor.
—Vengo en representación —prosiguió nuestro visitante— de un grupo
de periódicos muy influyentes, no menos de treinta y siete, cuyo
público, cuyos públicos podría decirse, sienten una simpatía especial
por la manera de pensar del señor Paraday. Apreciarían muchísimo
cualquier manifestación de sus opiniones sobre su actividad artística,
algo que él tan noblemente ejemplifica. Además de mi relación con el
grupo que acabo de mencionar, tengo un encargo especial de The Tatler,
cuya sección más destacada, “Charlas y chácharas” (de la que me atrevo a
decir que han disfrutado a menudo), es seguida con atención. La semana
pasada tuve el honor, como representante de The Tatler, de escuchar las confidencias de Guy Walsingham, la brillante autora de Obsesiones.
Se mostró completamente encantada por el artículo que se publicó sobre
su trabajo. Llegó incluso a proclamar que había hecho su genio más
comprensible, incluso para ella.
Neil Paraday se había dejado caer en el banco del jardín y
permanecía allí sentado, distante y confuso a la vez. Miraba fijamente
un lugar del césped con una ansiedad que, de repente, le había
ensombrecido el ánimo. El visitante había interpretado su actitud como
una invitación a sentarse en una silla de mimbre que se encontraba a su
lado. Cuando el señor Morrow se acomodó en ella, me pareció que había
tomado posesión de la misma oficialmente y que no había vuelta atrás. Se
oye hablar de gente que tiene la desgracia de que “se les instale
alguien en la casa”, y eso es lo que nos ocurría. Hubo un momento de
silencio, durante el cual parecía que reconocíamos, de la única manera
que era posible, la presencia del destino universal. La inmovilidad y el
sol no mostraron piedad, y mis pensamientos, igual que seguramente
hacían también los de Paraday, llevaron a cabo, en unos instantes, una
larga revolución. Vi lo vehemente que debía ser mi respuesta al señor
Pinhorn y que, habiendo venido yo, igual que el señor Morrow, a
traicionarle, debía permanecer allí el mayor tiempo posible para
salvarle. No era porque me echara atrás, ni porque aún resonaran en mis
oídos sus últimas palabras, pero le pregunté a nuestro visitante, con
pesimismo e improcedencia, si Guy Walsingham era mujer.
—¡Oh, sí!; es solamente un seudónimo. Es bonito, ¿no cree? Y adecuado para una dama que aboga por la liberalidad. “Obsesiones,
de la señorita Tal y Tal” parecería un poco extraño, pero los hombres
son menos refinados por naturaleza. ¿Ha echado ya una hojeada a Obsesiones? —añadió el señor Morrow, dirigiéndose a Paraday.
Paraday, ausente y distanciado todavía, no respondió; era como si
no hubiera oído la pregunta. Al alegre señor Morrow, eso le pareció una
forma de conversar tan adecuada como cualquier otra. Con una
tranquilidad imperturbable, era un hombre de recursos. Sólo necesitaba
estar en el lugar de los hechos. Había anotado mentalmente todo el
entorno, mientras Paraday y yo pensábamos en las musarañas, y me imaginé
que ya tendría un titular. En cualquier caso, su sistema funcionó,
vista la manera en que contesté, para sacar a mi amigo del apuro:
—¡Cielos, no! No lo ha leído —y añadí, sin cautela alguna—: no lee esas cosas.
—Cosas demasiado atrevidas, ¿eh?
No cabía ninguna duda de que yo era un regalo de los dioses para el
señor Morrow. Era el momento psicológico adecuado. Lo determinó la
aparición de un cuaderno de notas que, sin embargo, mantuvo en un primer
momento discretamente oculto, como cuando un dentista que se acerca a
su víctima esconde los horribles fórceps.
—El señor Paraday sigue con las buenas normas del decoro. ¡ Ya veo!
Y pensando en los treinta y siete periódicos influyentes, me
encontré, como el pobre Paraday, ayudando sin remedio a la promulgación
de esta ineptitud.
—No hay ningún otro asunto en el que unas opiniones distinguidas
sean más aceptables: el planteamiento más acuciante de Guy Walsingham,
sobre la permisibilidad de las cuestiones acerca de una mayor
liberalidad. Precisamente relacionado con ello, la próxima semana tengo
una cita con Dora Forbes, autor de Al revés, obra de la que todo el mundo habla. ¿Ha leído Al revés,
el señor Paraday? —me preguntaba ahora a mí, con franqueza, el señor
Morrow. Me ocupé de rechazar tal posibilidad mientras nuestro amigo, aún
en silencio, se levantó nervioso y se alejó. El visitante no sólo no
prestó atención a su retirada, sino que abrió el cuaderno de notas con
un gesto maternal.
—Me parece que Dora Forbes es de la opinión, igual que Guy
Walsingham, de que tiene que llegar irremediablemente una mayor
liberalidad. Sostiene que hay que aceptarla abiertamente. Naturalmente,
el hecho que sea de sexo masculino le hace un testimonio con menos
prejuicios. Sin embargo, una declaración del señor Paraday, desde del
punto de vista de su sexo, ya me entiende, daría la vuelta al mundo. ¿Mantiene él la opinión de que no tenemos que aceptarlo?
Estaba perplejo. Parecía como si hubiera tres sexos. El lápiz de mi
interlocutor esperaba al acecho. Mi responsabilidad era grande. Me
quedé sentado mirando fijamente y sólo encontré la presencia de ánimo
para preguntar:
—¿Es la señorita Forbes un caballero?
El señor Morrow sonrió con sutileza.
—No puede tratarse de una “señorita”. ¡Hay una esposa de por medio!
—Quiero decir: ¿es un hombre?
—¿La esposa?
Por un instante, el señor Morrow estuvo tan confundido como yo.
Pero cuando le expliqué que aludía a Dora Forbes, me informó,
visiblemente divertido por mi ignorancia, de que se trataba del “nombre
de pluma” de un hombre sin lugar a dudas; tenía un gran bigote
pelirrojo.
—Sólo asume una personalidad femenina, porque las damas son más
populares. Este disfraz despierta mucho interés y tiene muchas
probabilidades de ser imitado.
Nuestro anfitrión se reunió de nuevo con nosotros en ese momento y
el señor Morrow afirmó, a modo de invitación, que sería un placer tomar
nota de cualquier observación que esa tendencia en cuestión, es decir la
de las posibilidades de éxito firmando con nombre femenino, suscitara
en el señor Paraday. Pero el pobre hombre, sin sentirse aludido, se
disculpó, argumentando que, a pesar de que para él era un gran honor el
interés de su visitante, no se encontraba muy bien y debía despedirse,
para acostarse y descansar. Su joven amigo contestaría por él, aunque
esperaba que el señor Morrow no tuviera infundadas esperanzas sobre lo
que su compañero pudiera decir. Su joven amigo miró en ese momento a
Neil Paraday con ansiedad, temiendo que no fuera a caer enfermo de
nuevo. Sin embargo, el rostro amable de Paraday respondió a ese temor
desvaneciéndolo, como si dijera, con una mirada perfectamente
inteligible: “Oh, no estoy enfermo, tengo miedo: líbrese de él tan
discretamente como le sea posible”. Esquivar a un periodista era una
empresa extraña para un emisario del señor Pinhorn; encontré la idea tan
satisfactoria, que le grité cuando se disponía a abandonarnos:
—¡Lea el artículo de The Empire y pronto se encontrará bien!
V
—¡Ha sido todo un detalle venir a comunicarle la existencia del
artículo! —profirió el señor Morrow—. Mi coche estaba en su puerta
veinte minutos después de encontrar The Empire sobre la mesa del
desayuno. Y ahora, ¿qué tiene usted para mí? —prosiguió, volviendo a
dejarse caer en la silla, de la que, sin embargo, se levantó de nuevo al
cabo de un instante—. He visto el salón, pero seguro que hay más cosas
que ver: su estudio, su santuario literario, los pequeños objetos que
guarda u otros enseres o detalles domésticos. ¿No se habrá acercado a la
mesa del estudio? Siempre hay mucho interés por el lugar donde trabaja
el autor. A veces, es un panorama delicioso. Dora Forbes me enseñó todos
sus cajones y casi me atrapó la mano en uno de ellos, cuando estaba
hurgando. No le pido eso, pero si pudiéramos conversar donde trabaja,
presiento que encontraría alguna clave.
No tenía ninguna intención en absoluto de ser grosero con el señor
Morrow. Conocía demasiado bien el terreno, como para no preferir la
seguridad de otros medios, pero tuve una inspiración repentina y le
formulé una objeción irrevocable, casi supersticiosa, para que no
cruzara el umbral del pequeño, desordenado, solitario y sagrado estudio
de mi amigo.
—No, no. No entenderá su vida de ese modo —dije—. La manera de
entenderla es... ¡Espere un momento! —me interrumpí. Entré en la casa
con rapidez y, al cabo de tres minutos, volví a aparecer delante del
señor Morrow con los dos volúmenes del nuevo libro del señor Paraday—.
Su vida está aquí —le comenté— y siento tanta admiración por estas
páginas, que no puedo hablar de nada más. La vida del artista es su
trabajo y ahí es donde hay que observarle, Lo que tiene que explicamos
nos lo cuenta con esta perfección. Mi querido señor, el mejor
entrevistador es el mejor lector.
El señor Morrow protestó con amabilidad.
—¿Me está diciendo que no deberíamos tener acceso a ninguna otra fuente de información?
—A ninguna otra, mientras ésta (con mucho, la más copiosa) no haya
sido enteramente agotada. ¿La ha agotado usted, mi querido señor? ¿La ha
agotado, antes de venir aquí? Me parece que usted la ha despreciado por
completo y que deberíamos hacer algo para restaurar su crédito
arruinado. El artista nos remite a ella a cada momento, y con patéticas
confidencias. El último libro del señor Paraday está lleno de
revelaciones.
—¿Revelaciones? —exclamó con la voz entrecortada el señor Morrow, al que había obligado a sentarse de nuevo.
—Y de la única clase que valen. Le cuenta, con una perfección que a
mí me parece definitiva, todo lo que el autor piensa, por ejemplo,
sobre la llegada de una “mayor liberalidad”.
—¿Dónde dice eso? —preguntó el señor Morrow, que había cogido el segundo volumen y lo hojeaba con poca sinceridad.
—En todas partes, en el tratamiento global del tema. Extraiga la
opinión, descifre la respuesta. Son los auténticos actos de homenaje.
Al cabo de un momento, el señor Morrow dejó el libro a un lado.
—¡Ah!, usted me ha tomado por un crítico.
—¡Que el cielo me impida tomarle por algo tan espantoso! Usted ha
venido a esta casa para mostrarle su simpatía y, por lo mismo, le voy a
hacer una confidencia, vine yo también. Hagámoslo juntos. Estas páginas
rebosan con el tipo de declaraciones que buscamos: leámoslas,
degustémoslas e interpretémoslas. Naturalmente, habrá percibido por sí
mismo que uno no ha leído propiamente a Neil Paraday, hasta que no se le
lee en voz alta. Tiene una gran calidad para el oído y es sólo cuando
se le expone a esa prueba, cuando de verdad se puede comprender su
estilo. Coja de nuevo el libro y léamelo apropiadamente, para que yo
oiga ese maravilloso capítulo quince. Si siente que no le puede hacer
justicia, dispóngase a prestar atención, mientras yo le interpreto
(¡creo que sabré!) el apenas menos admirable capítulo nueve.
El señor Morrow me miró directamente a los ojos, como si me diera
un puñetazo. Se había puesto rojo y, en su mente, se había formado una
pregunta que se podía oír con la misma claridad como si ya la hubiera
pronunciado: “¿Qué clase de maldito loco es usted?”. Entonces, se
puso en pie, recogiendo sus guantes y su sombrero, y se abrochó el
abrigo, proyectando con avidez la gran transparencia de su máscara por
todo el lugar. Parecía resplandecer sobre todas las redacciones de los
periódicos y, de algún modo, hizo que el sitio pareciera angustiosamente
humilde: había tan poco que devorar, a menos que se fijara en el
revestimiento del estuco o encontrase un modo de sacarle partido a las
rosas. Incluso las pobres rosas eran de la especie más común. Sus ojos,
entonces, recayeron sobre el manuscrito que me había estado leyendo el
señor Paraday y que seguía sobre el banco. Ya que mi mirada siguió la
suya, me di cuenta de que el manuscrito, así colocado, parecía
prometedor, significativo, como si dentro de él latiera la vida que un
lector le daría. El señor Morrow se permitió señalarlo con un gesto de
su cabeza y su paraguas.
—¿Qué es eso?
—¡Un secreto!
Hubo un instante de silencio y, entonces, el señor Morrow hizo otro
ademán. Puede que me equivocara, pero me pareció que era la traducción
de un impulso que sugería el hecho de agarrar el manuscrito. Aquello
hizo que yo lo cogiera, anticipándome con rapidez de un modo que,
seguramente, pareció poco educado, incluso impertinente, lo cual provocó
que los dos admiradores del señor Paraday se encontraran erguidos,
mirándose fijamente, mientras uno de ellos sostenía unos cuantos papeles
a sus espaldas. Un instante más tarde, el señor Morrow se fue
bruscamente, como si de verdad se hubiera llevado algo consigo. Para más
seguridad, al contemplar cómo se retiraba su ancha espalda, cogí con
más fuerza aún el manuscrito. Se dirigió a la puerta trasera de la casa,
por la que había salido al jardín, pero al intentar accionar el
picaporte, la encontró cerrada. Rodeó por tanto la casa hasta llegar al
jardín delantero y, prestando atención, pude oír cómo se cerraba la
puerta exterior de un golpe. Pensé otra vez en los treinta y siete
periódicos influyentes y me pregunté cuál sería su venganza. Me apresuro
a añadir que fue magnánimo, lo cual era la cosa más temible que podía
haber sido. The Tatler publicó un relato encantador, informal y
familiar de la vida hogareña del señor Paraday y, con las alas de los
treinta y siete influyentes periódicos dio, para usar la expresión del
señor Morrow, la vuelta al mundo.
VI
Una semana más tarde, a principios de mayo, mi glorificado amigo
acudió a la ciudad, donde —se puede comprobar fehacientemente— fue el
año del rey de la selva. Jamás se había visto un progreso tan rápido,
ninguna exaltación más completa, ningún desconcierto tan aleccionador.
Aunque el artículo de The Empire había hecho maravillas
inusitadas, el libro se vendió con moderación. Circulaba de una manera
que cualquier librería envidiaría. Se había descubierto su fórmula: era
una “revelación”. Su terror momentáneo había sido real, como lo había
sido el mío: una nube se había posado sobre su deseo apasionado para que
le dejaran terminar su trabajo. Estaba lejos de ser una persona poco
sociable, aunque valoraba, como ninguna otra que haya conocido jamás, el
hecho de que le dejaran tranquilo. Aun así, en ese momento, aprovechó
lo que se le ofrecía, llevando en el bolsillo simples sofismas sobre la
naturaleza del trabajo del artista. La observación era también una
manera de trabajar y la experiencia, una forma de éxito. Las cenas
londinenses eran material y las mujeres de Londres, una fructífera
labor.
—Ninguna tiene la más remota idea de lo que tramo —me dijo—, y no
hay muchas que hayan leído tres páginas de lo que he escrito. Primero,
tengo que cenar con ellas. Luego, cuando tengan tiempo, ya averiguarán
el motivo.
Era, tal vez, una forma de justicia grosera, pero la fatiga tenía
el mérito de ser una novedad y la fantasmagórica ciudad tenía,
seguramente, menos de campo de batalla que su asediado estudio. En una
ocasión, me dijo que no había tenido vida personal desde los cuarenta
años, aunque, eso sí, más de la que le hubiera sido conveniente con
anterioridad. Londres cerró el paréntesis y le expuso a nuevas
relaciones. Una de las más inevitables fue la que le llevó a conocer a
la señora Weeks Wimbush, esposa del acaudalado cervecero y propietaria
de una reserva de animales salvajes. En ese lugar, como todo el mundo
sabe, cuando hay grandes aglomeraciones, los animales se acercan en
libertad a los espectadores y los leones pasan todas las tardes tumbados
al lado de los corderos.
Desde el principio, había visto con una claridad inquietante cómo
esa dama, que (todo el mundo estaba de acuerdo) era tremendamente
divertida, consideraba haber encontrado en Neil Paraday una atracción de
primera, una criatura de singularidad casi heráldica. Nada superaba su
entusiasmo al haberlo capturado y nada podía provocarme una aprehensión
mayor. La temía de modo instintivo y, aunque traté de disimularlo ante
su víctima, dejé que ella lo percibiera con absoluta impunidad. Paraday
lo detectó, pero ella no, puesto que su conciencia era la de un niño
retozón. Era una fuerza ciega y violenta a la que no podía atribuir
ninguna noción de responsabilidad mayor que la que produce el crujir de
un rótulo al viento. Se hacía difícil decir a qué conducía su
existencia, salvo a una mayor vida social. Estaba hecha de acero y
cuero, y lo único que le pedía para nuestro maleable amigo era que no
acabara con él definitivamente. Había consentido ser de caucho por una
temporada, pero mis pensamientos estaban fijados en el día en que él
recuperaría su forma o, por lo menos, regresaría a su refugio. No había
duda de que estaba bien, pero me alegraría cuando todo terminara, Sentía
un temor especial: la impresión del momento en que le encontré en el
sofá de su estudio, después de la partida del señor Morrow, fue
imborrable. Aquella indisposición no había sido ningún pretexto, tampoco
un desaire al enviado de The Tatler. Realmente había ido a
echarse. Había sentido una punzada de su antigua dolencia, el resultado
de la agitación en que le sumió la obligación de abrir un nuevo período.
Su anterior programa, incluso su anterior ideal, tenían que cambiar.
Dígase como quiera, pero el éxito era una complicación y el
reconocimiento tenía que ser recíproco. La vida monástica, la
iluminación piadosa del misal en la celda del convento eran algo del
pasado. No comportaba angustia, pero, como mínimo, requería un ajuste.
Antes de despedirme de él aquel día, hicimos un trato. Mi parte era que
yo me responsabilizaría de él. Fuese quien fuese el que representara el
interés por obtener su presencia (y tuve una visión mística anticipada
de la señora Weeks Wimbush), yo representaría el interés por su obra. En
otras palabras, en conseguir su ausencia. Estos dos intereses eran
esencialmente opuestos y dudo, puesto que la juventud es fugaz, que
alguna vez vuelva a sentir la intensidad del gozo que me provocaba el
haberme comprometido a una causa tan excelsa y que me obligaba a hacerme
tan odioso.
Un día, en la calle Sloane, me vi interrogando al casero de
Paraday, que había venido a abrirme la puerta tras mi llamada. Dos
vehículos, un birlocho y un elegante cabriolé, estaban aparcados delante
de la casa.
—¿En el salón, señor? La señora Weeks Wimbush.
—¿Y en el comedor?
—Una joven dama que espera, señor. Espera. Creo que es extranjera.
Eran las tres y los días que no salía a almorzar, aprovechaba esas
horas ganadas. ¿Qué días, sin embargo, no salía a comer nuestro querido
amigo? La señora Wimbush, si se producía tal crisis, se precipitaba
hacia la casa inmediatamente después de su almuerzo. Primero, entré en
el comedor, posponiendo el placer de ver cómo, arriba, la dama del
birlocho comprendía con mi llegada mi amable petición. Nadie se
interesaba tanto como ella en hacer sólo lo que era bueno para él y
siempre estaba presente para comprobar que así se hacía. Se citaba con
él para discutir la mejor manera de economizar su tiempo y proteger su
intimidad. Consideraba, además, que su salud era un asunto especialmente
suyo y tenía tantas simpatías por mi propio celo en relación a ese
particular, que se había convertido en autora de divertidas historias,
cuyo tema, mi devoción me habían hecho dejar de lado. Nada había
olvidado, pero lo único que había conseguido era encontrarme yo también
entre los animales. Me había apresurado en salvar a mi amigo, pero sólo
había conseguido que me domesticaran y me inmovilizaran. Así pues, no
podía hacer nada por él, excepto intercambiar miradas por encima del
hombro de los demás, miradas de una inteligencia intensa pero fútil.
VII
La joven del comedor tenía un rostro intrépido, el pelo negro, los ojos azules y un libro en el regazo.
—He venido para que me lo firme —dijo, cuando le expliqué que me
encargaba de recibir a las visitas si él estaba ocupado—. Llevo media
hora esperando, pero si es necesario, estoy dispuesta a esperar todo el
día.
No sé si fue eso lo que me dijo que era americana, ya que la
propensión a esperar el día entero no es, por lo general, una
característica de su nacionalidad. Seguramente, lo deduje no tanto por
el espíritu de su afirmación como por la calidad de su sonido. Sea como
fuere, advertí que era una persona paciente y que llevaba un vestido muy
bonito, así como una expresión que animaba sus bonitas facciones, como
una brisa jugando entre las flores. Dejó el libro encima de la mesa y me
enseñó un voluminoso álbum, ostentosamente encuadernado y lleno de
autógrafos valiosos. El conjunto de notas caligráficamente desvaídas,
“pensamientos” todavía más desvaídos, citas, lugares comunes y firmas
revelaban una determinación formidable.
—La mayor parte de la gente se lo solicita al señor Paraday por carta, ¿sabe? —dije.
—Sí, pero no contesta. Le he escrito tres veces.
—Muy cierto —reflexioné—; la clase de carta a que se refiere va directamente al fuego.
—¿Cómo sabe a qué tipo me refiero? —mi interlocutora se había
ruborizado y sonreía; un instante después, añadió—: ¡no creo que reciba
muchas así!
—Estoy seguro de que son cartas bellamente escritas, pero él las quema sin leer.
No agregué que yo le había dicho que debía proceder así.
—¿Y no corre el peligro de quemar cosas importantes?
—Lo correría, si no hubiera hombres distinguidos con un olfato infalible para detectar las tonterías.
—Me miró un momento; su rostro era dulce y alegre.
—¿También quema usted cosas sin haberlas leído? —preguntó.
Respondí asegurándole que si me confiaba su libro de autógrafos, me ocuparía de que el señor Paraday estampara en él el suyo.
Reflexionó unos instantes.
—Eso está muy bien, pero seguiría sin verle.
—¿Tiene grandes deseos de verle?
Resultaba descortés someter a un interrogatorio a una criatura tan
encantadora pero, no sé por qué, me tomé mi obligación para con el gran
autor con más seriedad que nunca.
—Lo suficiente como para haber venido desde América.
La miré fijamente.
—¿Ha venido sola?
—No creo que eso sea un asunto suyo, pero si la respuesta sirve
para hacer más conmovedora mi solicitud, le confesaré que viajo
completamente sola. Tenía que venir sola o no venir.
Era una persona interesante. Cabía imaginarse que había perdido a
sus padres o a sus protectores naturales; cabía incluso pensar que había
heredado algún dinero. La fase por la que entonces atravesaba mi
fortuna me hacía ver un gesto de mera ostentación en el hecho de tener
un cabriolé esperando en la puerta. Sin embargo, al tratarse de una
estratagema de aquella muchacha sensible y audaz, aquello se convertía
en algo romántico (en parte de la aureola de romanticismo que la
envolvía: su libertad, su cometido, su inocencia). La confiada seguridad
de las jóvenes americanas era algo notorio y la convicción de que no
cabía imaginar nada más que el impulso generoso por su parte. En aquel
momento, preví que, merced a ese impulso, iba a convertirse en peculiar
objeto de mi cuidado, de la misma manera que había ocurrido con Neil
Paraday. Sería otra persona de la que tendría que ocuparme y mi honor
quedaría comprometido a guiarla correctamente. Después, todo lo vi con
más claridad. En aquel instante, me sentí lo suficientemente escéptico
como para hacerle la observación, mientras pasaba las páginas de su
volumen, cuya red había atrapado ya a muchos peces gordos. Parecía haber
tenido acceso fructífero a los grandes de la tierra. Había, además,
personas cuyas firmas presumiblemente habría logrado sin mediar una
entrevista personal. Era imposible que hubiera importunado a George
Washington, Friedrich Schiller y Hannah More. Respondió a este
argumento, para sorpresa mía, prescindiendo del álbum sin el menor
reparo. Ni siquiera era suyo. Nada tenía que ver ella con la obtención
de esos tesoros. Pertenecía a una amiga de su país, una joven que vivía
en una ciudad del Oeste. Dicha joven insistió en que se lo trajera para
conseguir más autógrafos: pensaba que tal vez en Europa les gustara ver
al lado de quien se hallarían. La amiga, la ciudad del Oeste, los
nombres inmortales, aquel curioso cometido, su fe idílica, todo ello
constituía para mí una historia tan extraña y seductora como un cuento
de las Mil y una noches. Fue así como llegó a manos de mi
informadora aquel pesado tomo, pero se apresuró a asegurarme que era la
primera vez que lo sacaba. Con respecto a su visita al señor Paraday, el
álbum era un mero pretexto. En realidad, le importaba un bledo que él
escribiera allí su nombre; lo que ella quería era verle cara a cara.
Vacilé un momento y pregunté:
—Y ¿por qué quiere verle?
—¡Por el amor que me hace sentir! —y, antes de que me diera tiempo a
recuperarme de la agitación que en mí causaron aquellas palabras, mi
acompañante prosiguió—: ¿Es que usted no ha sentido jamás deseos de
contemplar el rostro de una persona?
—¿Cómo iba a decirle tan pronto lo mucho que agradecía la
oportunidad de contemplar el suyo? Tan sólo podía convenir de un modo
genérico que eran lógicos tales anhelos y que a veces se cumplían. Me
daba cuenta de que en aquel momento crítico necesitaba toda mi lucidez,
toda mi sabiduría.
—Oh, sí, me gusta estudiar las fisonomías —y, a continuación,
regresé a un aspecto anterior de la conversación—: ¿quiere decir que le
apasionan los libros del señor Paraday?
—Para mí, lo han sido todo; más, incluso. Me los sé de memoria. Se
han adueñado enteramente de mi ser. No hay ningún otro autor que me haga
sentir lo mismo que Neil Paraday.
—Entonces, permítame que le diga —repliqué— que se cuenta usted entre quienes están en lo cierto.
—¿Entre los entusiastas? ¡Naturalmente que sí!
—No, hay entusiastas que están totalmente equivocados. Me refiero a
que usted es de esas personas a quienes se les puede hacer un ruego.
—¿Un ruego?
El rostro se le iluminó como si se le brindara la ocasión de hacer
un gran sacrificio. Si estaba dispuesta a ello, lo tenía muy a mano y
enseguida le indiqué cómo:
—Renuncie al desconsiderado propósito de verle. Váyase sin haberlo hecho. Eso será mucho mejor.
Pareció desorientada y, a continuación, palideció ostensiblemente.
—¿Por qué? ¿Es que carece de encanto personal?
Franqueza tan luminosa convertía a la muchacha en un ser terrible y risible.
—“Personal”. ¡Ah, qué palabra tan espantosa! —exclamé—. Nos está
matando y llegan ustedes, las mujeres, y la mencionan dándole un efecto
mortífero. Cuando se encuentre con un genio de la talla de nuestro
ídolo, líbrele del enojoso deber de ser también una personalidad.
Conózcalo sólo por lo mejor que haya en él y en virtud de tan noble
contenido; exímalo de todo lo demás.
La joven siguió mirándome confundida y con desconfianza. El
resultado de su reflexión sobre lo que acababa de decirle fue un súbito
estallido:
—¡Oiga, señor! ¿Qué le ocurre a Neil Paraday?
—Lo que sucede es que si no tiene cuidado, la gente le arrebatará buena parte de su vida.
Ella recapacitó un momento.
—¿No estará desfigurado?
—¡No!
—¿Se refiere usted a que los compromisos sociales interfieren en sus ocupaciones?
—Eso sólo refleja pálidamente la realidad.
—¿De modo que no puede entregarse a su maravillosa imaginación?
—Le importunan, le molestan, le abruman bajo el pretexto de
aplaudirle. La gente cuenta con que les dé su tiempo, su precioso
tiempo, y ellos, a su vez, no pagarían ni cinco chelines por un libro
suyo.
—¿Cinco? ¡Yo daría cinco mil!
—Ofrézcale su comprensión, su renuncia. Las dos terceras partes de quienes se le acercan lo hacen sólo para pavonearse de ello.
—¡Vaya, qué lástima! —exclamó la muchacha, con expresión
angelical—. ¡Es la primera vez en mi vida que me llaman desconsiderada!
—rió.
Aproveché la ventaja.
—Ahora, está con él una señora que le ocasiona complicaciones
tremendas y estoy seguro de que no ha leído ni diez páginas escritas por
él.
La visitante abrió desmesuradamente los ojos, exponiendo mayor ternura aún.
—Entonces, ¿ella habla...?
—Sin parar. La menciono sólo como un caso aislado. ¿Quiere saber
cómo puede mostrarse considerada en grado superlativo? Limítese a
evitarle.
—¿Evitarle? —se lamentó sin aspavientos.
—No le obligue a que la tenga en cuenta, admírele en silencio,
hónrele desde lejos y aduéñese de su mensaje en secreto. ¿Quiere saber
—proseguí, entusiasmándome con mi idea— cómo puede rendirle un homenaje
auténticamente sublime? —-y, como ella seguía pendiente de mis palabras,
añadí—: ¡Hágase el propósito de no verle nunca jamás y cúmplalo!
—¿Nunca jamás? —musitó patéticamente.
—Cuanto más se adentre en sus escritos, menos querrá verlo. Se
sentirá inmensamente reconfortada cuando piense en el bien que le hace.
Me miró sin resentimiento ni rencor y, a la verdad que le expuse,
la observó con sinceridad, credulidad y pena. Más tarde, me alegré al
recordar que debió ver en mi rostro el vivo interés que me tomaba por
ella.
—Creo que sé a lo que se refiere.
—Bueno, yo lo expreso mal, pero me encantaría que me permitiera ir a verla... para explicárselo mejor.
A esto, no respondió. Su mirada pensativa se situó en el grueso
álbum, sobre el que enseguida puso las manos, como si fuera a
llevárselo.
—Allá, en el Oeste, yo les decía muchas veces a mis conocidos que
más valdría que escribieran un poco menos para pedir autógrafos (a todos
los grandes poetas, ya me entiende) y que estudiaran un poco más los
pensamientos y el estilo.
—Y ¿qué les importa el pensamiento y el estilo? Ni siquiera la
entendían a usted. Yo mismo no estoy seguro de entenderla —añadí— y tal
vez tampoco usted comprenda nada de lo que le digo.
La muchacha se había puesto en pie y se disponía a irse y, aunque
yo quería que no viera a Neil Paraday, también deseaba,
incongruentemente, que siguiera en la casa. De cualquier modo, quedaba
lejos de mi ánimo el deseo de apremiarla para que se fuera. Puesto que
la señora Weeks Wimbush seguía arriba, ocupada en salvar a nuestro amigo
a su manera, le pedí a la joven que me permitiera relatarle brevemente,
para ilustrar mi punto de vista, el nimio incidente de mi llegada al
campo, con ánimo de desempeñar un cometido profano y cómo, una vez en
él, la intención adquirió un carácter sagrado. Nuevamente se sentó a
escuchar, mostrando un profundo interés por la anécdota. Después, pensó
en ello con gravedad y exclamó con su curiosa entonación:
—¡Sí, pero el caso es que usted le ve!
Hube de admitir que así era; no estaba preparado para ofrecer un
atenuante todo lo eficaz que hubiera podido desear. Sin embargo, ella
alivió finalmente la situación, con el encanto de su peculiar acento,
diciendo:
—¡En fin, tampoco me gustaría que estuviera solo!
—Esta vez, se levantó decidida a irse, pero la convencí de que me
dejara quedarme con el álbum, para enseñárselo al señor Paraday. Le
aseguré que iría personalmente a devolvérselo.
—¡Bueno, encontrará la dirección en un papel que hay dentro! —dijo, suspirando con resignación ante la puerta.
VIII
Me ruboriza confesarlo, pero aquel mismo día invité al señor
Paraday a que transcribiera en el álbum uno de sus fragmentos más
característicos. Le referí cómo me había librado de la extraña muchacha
que lo había traído (tenía una apellido ominoso: señorita Hurter, es
decir, señorita “que hace daño”, y vivía en un hotel). Me mostré
enteramente de acuerdo con él, en cuanto a la conveniencia de
deshacernos del libro con idéntica prontitud. Por esta razón, lo llevé a
la calle Albermarle a la mañana siguiente. No encontré a la señorita
Hurter, pero más tarde me escribió una nota y acudí a verla. En la
misma, me decía que ardía en deseos de tener noticias de Neil Paraday.
Puedo dejar brevemente constancia de que volví en repetidas ocasiones
para transmitirle la información que deseaba. Se había tomado muy
seriamente mi idea de cuál era la mejor manera de rendirle homenaje a
Paraday y, cuanto más pensaba en ello, mejor le parecía. La señorita
Hurter había terminado asumiendo esa idea con una generosidad
arrebatada. Tenía verdaderos deseos de hacer algo sublime por el
escritor. Aunque yo me daba perfecta cuenta de lo difícil que era dar un
paso así, ella agradecía el hecho de que mis visitas la tuvieran al
corriente. Me sentía obligado a mantenerla informada y no descuidaba
nada que contribuyera a cumplirlo. Fanny Hurter acabó por tener una idea
tan escrupulosa de lo que significaba la independencia de nuestro amado
escritor como la que tenía el propio Paraday. “Léale, léale”, le
repetía yo constantemente. Buscándole en sus obras, acabó convencida de
que, como yo le aseguraba, ése era el sistema, según expresión suya,
para abrirle los ojos.
Cuando yo encontraba tiempo, lo leíamos juntos y nuestra
conversación servía de alimento al sacrificio de aquella criatura
generosa. Yo le hablaba de una veintena de mujeres egoístas y en ella se
encendía una ira que realzaba su hermosura. Inmediatamente después de
mi primera visita, llegó su hermana de París, la señora Milsom, y las
dos damas iniciaron la presentación, como ellas decían, de sus cartas.
Agradecí a los astros que ninguna le fuera “presentada” al señor
Paraday. Recibían invitaciones y salían a cenar y, en alguna de aquellas
ocasiones, Fanny Hurter pudo dar fe de su coherencia y de su
conmovedora fidelidad al propósito que se había hecho. Nada le habría
inducido entonces a dirigir una mirada hacia el sujeto de su admiración.
Una vez, al oír que anunciaban el nombre de Paraday en una fiesta,
salió de inmediato de la habitación en que se hallaba por otra puerta y
abandonó aquella casa al instante. En otra ocasión, estando yo en la
ópera con las dos hermanas —la señora Milsom me había invitado al palco
que tenían—, intenté mostrarle a Fanny quién era Paraday, que se hallaba
en la platea, en vista de lo cual le pidió a su hermana que le cambiara
el sitio. Mientras esta segunda dama devoraba al gran hombre
sirviéndose de unos poderosos gemelos, ella se pasó el resto de la
velada ofreciéndole a la sala su esbelta espalda. Atormentándola con
ternura, la insté a que cogiera los prismáticos, comentándole lo
asombrosamente cercana que se veía la noble cabeza de nuestro amigo. A
modo de respuesta, se limitó a mirarme, guardando un silencio acusador y
dejándome ver que había lágrimas en sus ojos. Puedo decir que aquellas
gotas caídas de sus ojos produjeron en mí un efecto que aún perdura.
Hubo un momento en el que me sentí en la obligación de hablarle a Neil
Paraday de aquellas lágrimas, pero me disuadió el pensar que había otras
cuestiones de mayor relevancia para su felicidad.
Lo cierto es que, al final de la temporada, dichas cuestiones
quedaron reducidas a una sola: recrear, en la medida de lo posible, las
condiciones que se daban cuando Paraday produjo lo mejor de su obra.
Jamás podrían volver a darse todas aquellas condiciones, pues había un
elemento nuevo que tenía gran importancia. Quizá no sería imposible
reproducir algunas. Por encima de todo, lo que yo deseaba era verle
trabajar en el asunto que tan admirablemente había tratado, en el
bosquejo que me leyó cuando nos conocimos. Algo me decía que no
estaríamos seguros, a menos que él obrara así antes de que el nuevo
factor, como solíamos decir en la oficina del señor Pinhorn, le diera al
problema un giro imprevisible. Sólo me tranquilizaba a medias el hecho
de que el borrador era lo suficientemente copioso y elocuente como para
que, en el peor de los casos, saliera de allí un libro breve pero
completo, un pequeño volumen que se convertiría en objeto de adoración
para los fieles del escritor. Pude prever cómo no habrían de faltar
críticos que sostuvieran que el planteamiento de la obra era superior al
tratamiento. No obstante, mi impaciencia para que aquello tomara forma
aumentaba sin cesar en cada nueva interrupción. Al llegar a la ciudad,
Paraday empezó a posar para que un pintor joven le hiciera un retrato.
El artista, el señor Rumble, jugaba (otra de las expresiones que
utilizábamos en la oficina del señor Pinhorn) a subirse a los hombros de
las celebridades antes que nadie. El estudio del pintor era un circo en
el que el famoso de turno, y más aún si era mujer, saltaba a través de
los aros de aquellos bastidores tan vistosos, casi con la misma
velocidad eléctrica con que saltaban sus nombres a los números
extraordinarios de los periódicos y a los telegramas. Rumble hacía
aparición en su espectáculo haciendo cabriolas a lomos de ellos. Era un
periodista del lienzo, un Van Dyck puesto al día. Transcurrió un año
clamoroso en el que la señora Bounder y la señorita Braby, Guy
Walsingham y Dora Forbes, proclamaron a coro, desde los muros donde
colgaban juntos sus retratos, que no existía nadie que aventajara a
Rumble.
Enseguida atrapó a Paraday, que aceptó con su característico buen
humor la insinuación confidencial de Rumble, según la cual aparecer en
su espectáculo era menos consecuencia que causa de inmortalidad. Desde
la señora Wimbush hasta el personaje menos significativo, alguien que
vino para preguntarle cuáles eran sus doce platos favoritos, siempre se
daba ingenuamente por supuesto que a Paraday le encantaría la
repercusión que sus palabras iban a tener. En algunos momentos, pensé
que tal vez me hubiera resultado posible tener más paciencia con aquella
gente, si no se hubieran mostrado todos fatalmente benévolos. Sea como
fuere, empecé a odiar el cuadro del señor Rumble y mi resentimiento
contenido estuvo a punto de estallar cuando, más adelante, descubrí que
la señora Wimbush había introducido a mi amigo en la boca de otro cañón.
Un joven artista por quien ella se sentía sumamente interesada y que
nada tenía que ver con el señor Rumble se disponía a mostrarle al pobre
Paraday lo lejos que era capaz de lanzarle. A cambio, naturalmente, el
pobre Paraday, tenía que escribir en alguna parte algo sobre el joven
artista. La señora Wimbush manejaba a sus víctimas, haciendo gala de una
habilidad admirable, engarzándolas de modo que se dieran impulso unas a
otras. Su teatro de operaciones era una máquina gigantesca, en la que
tanto los engranajes mayores como los más diminutos giraban accionados
por el mismo mecanismo. Tuve una escena con ella en la que intenté
explicarle que la misión de un hombre como Paraday consistía en ejercer
su genio y no en servir de motivo pictórico para carteles publicitarios.
Tal vez, las personas que más me irritaban eran los directores de
revistas, que habían ideado lo que ellos llamaban innovaciones, y que
sabían muy bien que, de todas ellas, la más novedosa sería la de poner a
Paraday al servicio de sus intereses, logrando que contribuyera con sus
opiniones sobre temas vitales y que tomara parte en los cotilleos
periodísticos sobre el futuro de la prosa literaria. Estaba seguro de
que antes de finalizar nuestra relación, me habrían sido dados a conocer
prácticamente todos los registros de aquella jerga que me enfermaba.
Entretanto, había otra cosa de la que aún estaba más seguro, y era de mi
animosidad hacia las damas bulliciosas a las que él les llevaba el agua
con que regaban sus parterres sociales.
—Contra la señora Wimbush, disputé una batalla con motivo del
artista objeto de su protección y otra por una cierta semana que, al
parecer, el señor Paraday había aceptado pasar con ella en el campo, a
finales de julio. Protesté por aquella visita. Indiqué que no se
encontraba lo suficientemente bien como para recibir una hospitalidad
sin ciertos matices, como para recibir muestras de afecto exentas de
imaginación; imploré para él la posibilidad de emplear aquel tiempo en
reponer sus fuerzas. Sobre él se cernía un mes de agosto impregnado de
una atmósfera asfixiante, cargado de promesas y fiestas onerosas, y un
descanso le haría mucho bien. Paraday no quiso decirme que se encontraba
de nuevo enfermo, que había recibido un aviso, pero tampoco hacía falta
que lo hiciera; su reticencia me pareció el peor síntoma de todos. Lo
único que me dijo fue que para restablecerse le vendría bien hacer algo
distinto. Cualquier cambio serviría, siempre que fuera algo tranquilo.
Así quedaría todo descartado, exceptuando lo que a él le importaba.
Mucho me temo que habré presentado a mi amigo como mártir de una causa
insignificante, si no explico que se daba con mucha más generosidad de
lo que yo lo entregaba. Casi siempre que hablaba de su extraño sino, lo
hacía como si se tratara de algo cómico: la tragedia sólo existía según
el cristal con que yo le observaba. Él veía los inconvenientes y, sobre
todo, lo mucho a lo que renunciaba, pero, ¿cómo hubieran podido sonarle a
él las campanas que saludaban su aparición con tañidos meramente
elegíacos? La sagacidad y los celos eran cosa mía; él se quedaba con
impresiones y anécdotas. Desde luego, en relación con la señora Wimbush,
salí derrotado de mis encuentros, pues: ¿no era el estado de salud del
señor Paraday la única razón por la que iría a verla a Prestidge? ¿No
iba a ser precisamente en Prestidge donde iban a prestarle suma
atención? ¿No iba a venir la querida princesa para ayudar a mimarlo? La
querida princesa, que estaba de visita en Inglaterra, pertenecía a una
insigne casa extranjera y, metida en su jaula de oro, con un séquito de
personas encargadas de su cuidado y protección, era el espécimen más
caro que había en la colección de aquella buena dama. No creo que su
augusta presencia guardara relación con el hecho de que Paraday
consintiera en ir, pero no es imposible que utilizaran al escritor como
cebo para la ilustre extranjera. La señora Wimbush afirmó que se había
elegido a las personas que acudirían pensando en él y que todo el mundo
contaba con ello. La querida princesa más que nadie. Si se lo permitía
su salud, él les leería algo reciente y, ante tal perspectiva, la
princesa se decidió a ir. Así era la devoción que le inspiraban los
genios, así de acostumbrada estaba a tratarlos y así de bien los
comprendía. Era la mayor admiradora del señor Paraday; devoraba todo lo
que escribía. Y, además, él leía en voz alta como los ángeles. La señora
Wimbush me recordó que le había concedido repetidas veces el privilegio
de escucharle.
La miré un momento.
—¿Qué le ha leído? —pregunté con crudeza.
Ella me sostuvo la mirada durante un instante, vaciló y se ruborizó durante una fracción de segundo.
—¡Oh, muchas cosas!
Me pregunté si se trataba de un recuerdo imperfecto o de una
mentira perfecta y ella entendió muy bien mi comentario mudo sobre su
manera de percibir aquello. Claro que si le resultaba posible olvidar la
sublimidad de Neil Paraday, le era igualmente posible olvidar mi
rudeza; así que, tres días después me enviaba un telegrama invitándome a
formar parte del grupo que se reuniría en Prestidge. En esa ocasión, sí
que hubiera tenido motivos para inventar una historia sobre todo
aquello a lo que yo había renunciado para estar cerca del maestro. Desde
aquella elegante residencia, dirigí varias cartas a una joven de
Londres, una chica de cuyo lado partí, lo confieso, de mala gana y por
quien, a fin de que ella pudiera seguir cumpliendo con su propósito de
renuncia, mi partida se hacía necesaria. A la deuda de gratitud que ya
tengo contraída con ella por otros motivos, se ha de añadir el que me
permita transcribir algunos pasajes de mis cartas, en los que se relata
aquella estancia odiosa.
IX
“Supongo que debería disfrutar de lo que está pasando aquí
—escribí—, pero sin embargo no me divierte. Por el contrario, el
pesimismo se apodera de mí y a él se agrega un profundo cinismo. Siento
que arden en mi propia carne los clavos de bronce del arnés social de
Neil Paraday. La casa está llena de personas que dicen quererlo
muchísimo, y con quienes su habilidad para decir tonterías tiene un
éxito prodigioso. Yo mismo me deleito con esas tonterías y, sin embargo,
¿por qué me esfuerzo ante la torpe satisfacción de esta gente feliz?
¡Misterios del corazón humano..., abismos del espíritu crítico! La
señora Wimbush cree que ella puede contestar a esta pregunta y, como mi
falta de alegría ha acabado por agotar su paciencia, me ha dejado
entrever algunas de sus astutas suposiciones. Estoy indignado con el
egoísmo de la amiga insincera; quiero monopolizar a Paraday para que me
dé el empujón necesario. Mi intimidad con él constituye mi triunfo; me
da una importancia a la cual no podría naturalmente aspirar, y trato,
además, de privarlo de sus distracciones sociales porque temo que, al
encontrarse con gente menos interesada, comprenda por fin mis verdaderas
intenciones. Todas las gentes desinteresadas que hay aquí son sus
admiradores particulares, y han sido cuidadosamente escogidos como
tales. Se supone que en la casa hay un ejemplar del último libro de
Paraday, y en el vestíbulo me encuentro con damas que se inclinan
graciosamente sobre el primer tomo. Aparto los ojos con discreción y,
cuando vuelvo a mirarlas, ya lo han remplazado por el libro de la vida.
Ya hay un círculo de conversadores o una pareja en actitud confidencial,
y el renunciado volumen yace abierto con las páginas vueltas contra la
mesa, como si se hubiera interrumpido súbitamente su lectura. En aquel
momento alguien lo descubre y lo lleva, con aspecto de momentánea
desolación, hacia otro mueble. Durante el día entero, todo el mundo
pregunta a todo el mundo por el libro, y todos dicen a todos en dónde lo
pusieron por última vez. Estoy seguro de que está bastante manoseado
hasta la página veinte. También tengo la fuerte impresión de que el
segundo tomo se ha perdido, que se lo metió en la maleta de algún
huésped que ya se marchó; y sin embargo todos tienen la idea de que
alguien lo ha leído hasta el final. Ya ve usted que el hermoso libro
desempeña una función muy importante en nuestra existencia. ¿Por qué
habría de aprovechar la ocasión de tan distinguidos honores para decir
que comienzo a comprender mejor el triste dicho de Gustave Flaubert
acerca del odio a la literatura? Lo remito a usted nuevamente a la
perversa constitución del hombre.
“La princesa es una mujer corpulenta que posee el físico de un atleta y la confusión de lengua propia de un valet de place.
Merced a sus esfuerzos, logra expresarse de un modo extraordinariamente
limitado en muchísimos idiomas. Se ocupan de ella y le dan conversación
grupos de personas que se van relevando, como si se tratara de una
institución que va pasando de una generación a otra o de un gran
edificio que, tras haber sido confiscado, sólo se entrega previa
satisfacción de determinadas condiciones. Así como le será dado ostentar
su propia corona, cuando a su marido le llegue el momento de la
sucesión, carece de gustos propios. Sus opiniones sobre cualquier asunto
son insulsas, sin relieve, vulgares. Seguramente, las concibió en la
noche de los tiempos, buscando que le durasen para poder repetirlas
cuantas veces fuera necesario. Cuando se me permite escucharlas, me da
la sensación de que tendría que pagar una tarifa por ello. Le han
enseñado cuánto es posible enseñar en este mundo y no ha comprendido
nada. Los ecos de su educación resuenan espantosamente como pasos
precipitados —me refiero a cuando hace un comentario intrascendente— en
el frío Walhalla de su memoria. La señora Wimbush se deleita con su
ingenio y dice que no hay nada más encantador que oír cómo el señor
Paraday estimula a la princesa a ejercerlo. Se le ha encomendado tal
misión con carácter perpetuo y nuestro amigo me dice que tiene sobre él
un efecto singularmente agotador. Al cabo de dos días, todo el mundo
comienza a esquivarla y la señora Wimbush empuja una y otra vez a
Paraday para que siga en la brecha. Ninguno de los usos que he visto
asignarle hasta el momento me irrita tanto como éste. Tiene aspecto de
estar rendido y por fin me ha confesado que su condición le hace
sentirse molesto. Incluso ha llegado a prometerme que se irá
directamente a su casa, sin atender los últimos compromisos que le
quedan pendientes en la ciudad. Anoche, le sugerí que se fuera hoy,
interrumpiendo bruscamente su visita; así de convencido estoy de que se
encontrará mejor en cuanto se encierre en su torre. Me contestó que eso
es lo que le gustaría hacer, recordándome, no obstante, que la primera
enseñanza que ha extraído de su celebridad es precisamente que no puede
hacer lo que quiere. La señora Wimbush no le perdonaría jamás que se
marchara, si antes no hubiera recibido la princesa todas las atenciones
debidas. Cuando le digo que una ruptura violenta con nuestra anfitriona
sería lo mejor que podría pasarle, me da a entender que, si bien su
razón acepta tal perspectiva, su coraje se retrae pesaroso. No guarda en
secreto que la señora Wimbush le inspira un miedo atroz y cuando le
pregunto qué daño puede hacerle que no le haya hecho ya, se limita a
repetir que tiene miedo. Anoche, me dijo: —No indague demasiado, basta
con que crea que siento una especie de terror. ¡Es extraño, siendo como
es una mujer tan amable! En cualquier caso, preferiría que se me
rompiera esa pieza de Sevres de valor incalculable a decirle que debo
marcharme anticipadamente—. Son unos argumentos muy endebles pero algo
de razón tiene y, además, paga el precio de su imaginación, que le
permite ponerse —algo que yo odiaría— en el lugar de los demás y le hace
experimentar, incluso a su pesar, los sentimientos, apetitos y
motivaciones ajenas. Actúa contra sí mismo, cuando pone en marcha su
imaginación. ¡Qué pena que tenga tanta! Además, tiene una inteligencia
desmesurada. Por añadidura, aún sigue pendiente la famosa lectura, que
va a retrasarse un día para que Guy Walsingham esté presente. Al
parecer, esta eminente dama se aloja en una casa situada a bastantes
kilómetros de distancia, lo cual, por descontado, significa que la
señora Wimbush la ha obligado a venir. Llegará en un par de días. La
señora Wimbush quiere que escuche cómo lee el señor Paraday.
“Hoy es un día frío y húmedo, y varios de los aquí reunidos,
invitados del duque, han partido en carruajes para almorzar en Bigwood.
Vi cómo el pobre Paraday cumpliendo órdenes, se embutía en el pequeño
asiento supletorio de una berlina, en cuyo interior ya estaban
instaladas la princesa y nuestra anfitriona. Si no abren el cristal
delantero, que queda a su espalda, tal vez nuestro buen amigo consiga
sobrevivir. Tengo entendido que Bigwood es un lugar formidable y
glacial, donde todo es mármol y protocolo. Le deseo que salga bien
parado de esta aventura. No encuentro palabras para decirle lo mucho que
brilla la actitud que usted mantiene hacia nuestro escritor, en
contraste con todo esto. Jamás me sentiré a gusto hablando con esta
gente sobre Paraday, pero no sabe el bien que me hace hacerlo con usted
por escrito. Es agradable, me transmite calor y, en esta casa, las
chimeneas no están encendidas. La señora Wimbush se rige por el
calendario; la temperatura, por las variaciones climáticas; éstas, sabe
Dios por qué, y la princesa se acalora con facilidad. Nada me
proporciona calor si no es mi acritud, así que he salido a dar un paseo
acompañado del paraguas para reactivar la circulación. Cuando llegué,
hace una hora, me encontré a lady Augusta Minch registrando el
recibidor. Al preguntarle por lo que buscaba, me dijo que se le había
extraviado algo que le había prestado el señor Paraday. Al momento,
verifiqué que el artículo en cuestión era un manuscrito y tengo el
presentimiento de que se trata del noble borrador que me leyó hace seis
semanas. Al manifestarle la sorpresa que me causaba el que se hubiera
descuidado con algo tan precioso —sé que sólo tiene esa copia, con la
caligrafía más hermosa del mundo—, lady Augusta me confesó que no
se lo había dado él personalmente, sino la señora Wimbush, pues deseaba
que su amiga le echara un vistazo como compensación, va que no podía
quedarse a escuchar su lectura.
“—¿Se trata del texto que va a leer cuando llegue Guy Walsingham? —le pregunté.
“—En estos momentos, no esperan a Guy Walsingham, sino a Dora Forbes —contestó lady
Augusta—. Creo que llegará mañana temprano. En cuanto a él, la señora
Wimbush ya ha dado con su paradero y se está ocupando de avisarle por
telegrama. Dice que él también tiene que estar presente en la lectura.
“—Usted me desconcierta un poco —repuse—; vivimos en una época en
la que uno se pierde con el género de los pronombres. Lo que está claro
es que la señora Wimbush no cuida ese tesoro con todo el celo que
debiera.
“—¡Pobrecilla, tiene que cuidar a la princesa! El señor Paraday le prestó el manuscrito para que le echara un vistazo.
“—¿Se lo dijo como si se tratara del periódico de la mañana?
“Lady Augusta se me quedó mirando fijamente, sin captar mi ironía.
“—A ella no le daba tiempo y, por eso, me brindó la ocasión de que
lo leyera yo primero, ya que desafortunadamente mañana me voy a Bigwood.
“—Y usted ha aprovechado la ocasión para extraviarlo.
“—No lo he perdido. Ahora me acuerdo. ¡Qué estúpida he sido
olvidándome! Le dije a mi doncella que se lo diera a lord Dorimont o, al
menos, a su criado.
“—Y lord Dorimont se ha ido inmediatamente después del almuerzo.
“—Pero, naturalmente, se lo devolvió a mi doncella. Si no fue él, lo hizo su criado —dijo lady Augusta—. Seguro que no ha ocurrido nada.
“La conciencia de estas gentes es como el mar en verano. No tienen
tiempo para dar un vistazo a un texto de valor incalculable, sólo lo
tienen para pasearlo por la casa. Sugerí la posibilidad de que el
criado, con un noble afán de emulación, se hubiera quedado la obra para
leerla. Entonces, milady quiso saber si, en caso de que no
apareciera a tiempo para la sesión programada, no dispondría el autor de
algo para leer que pudiera servir igual de bien. ¡Qué preguntas tan
deliciosas formulan! Le indiqué lacónicamente a lady Augusta que
no hay nada en el mundo que sirva igual de bien que lo que no se puede
superar. Ante esto, pareció sentirse un poco confundida y asustada.
Añadí que si se había perdido el manuscrito, nuestro pequeño círculo se
ahorraría un esfuerzo de atención. La obra en cuestión era muy larga y
los retendría unas tres horas.
“—¡Tres horas! ¡Oh, la princesa abandonará antes del final! —exclamó lady Augusta.
“—Creía que era la mayor admiradora del señor Paraday.
“—Me atrevería a decir que así es. Es tan inteligente. Pero, ¿de qué le sirve ser princesa...?
“—¿... si no se le ofrece la posibilidad de ocultar la admiración que siente? —intercedí, en vista de la vaguedad de lady Augusta.
“De todos modos, me dijo que se lo preguntaría a su doncella.
—Confío en que cuando baje a cenar, el manuscrito haya sido recuperado.
X
“No se ha recuperado —escribí al día siguiente— y, además, estoy
muy inquieto a causa de nuestro amigo. En Bigwood, cogió frío y, después
de que le autorizaran a encender la chimenea de su habitación, se echó
un rato para descansar antes de la cena. Intenté convencerle de que se
acostara y, de hecho, llegué a creer que iba a conseguirlo, pero cuando
me fui para arreglarme, subió a verle la señora Wimbush, dándose el
inevitable resultado de que cuando regresé, me lo encontré con todos los
arreos y presto al combate. Tenía el rostro enrojecido y estaba febril,
y lucía en el ojal una singular flor que le había traído la señora
Wimbush. Bajó a cenar, pero lady Augusta Minch se mostró muy retraída en su presencia. Hoy siente muchos dolores y la llegada de ces dames
—me refiero a Guy Walsingham y a Dora Forbes— no me proporciona el
menor consuelo. A la señora Wimbush, sin embargo, sí, pues ha aceptado
que siga en cama, para que mañana se encuentre bien y pueda actuar ante
su auditorio. Guy Walsingham ya ha entrado en escena, así como el
médico, que vino a visitarle temprano. Aún no he visto a la autora de Obsesiones
pero, por supuesto, he tenido un momento a solas con el médico. Intenté
convencerle para que prescribiera el traslado inmediato de nuestro
enfermo a su casa. Mañana o pasado, pero se niega a hablar del futuro.
Reposo absoluto, calor y administración regular de una potente medicina
son las indicaciones que repite. El médico vuelve esta tarde y yo veré
al paciente a la una, hora en que debe volver a tomarse la medicina. Me
consuela un poco tener la certidumbre de que no va a estar en
condiciones de leer, esfuerzo nada conveniente para él, incluso antes de
que esto ocurriera. Lady Augusta se fue después del desayuno,
asegurándome que su primer cuidado sería tratar de encontrar el
manuscrito perdido. Me doy cuenta de que me considera un entrometido y
no puede entender mi inquietud, pero hará lo que pueda, pues es una
mujer de buen corazón. [Son todas personas de honor]. Eso fue
precisamente lo que indujo a lady Augusta a darle el manuscrito a
lord Dorimont, y lo que provocó que éste se lo guardara. De qué le
servia a él, sólo Dios lo sabe. Tengo malos presentimientos aunque, y no
alcanzo a comprenderlo, me encuentro extrañamente desapasionado,
desesperantemente tranquilo. Cuando recapacito sobre los estragos
inconscientes y bien intencionados de este círculo de gente tan
sensible, inclino la cabeza en señal de sometimiento, como quien acepta
un desastre natural, un cataclismo universal. Casi me siento
indiferente; en realidad, lo que hace que esté muy alegre —¡ja! ¡ja!— es
la sensación de verme sometido al destino inapelable. Lady
Augusta me promete buscar el precioso objeto y enviármelo por correo,
cuando Paraday se sienta lo suficientemente bien como para leerlo en
público. Lo último que sabe es que su doncella se lo dio al criado de
milord. Ni que fuera un fascinante ejemplar de alguna revista de
cotilleos. La señora Wimbush, que está al tanto del incidente, se siente
mucho menos conmovida de lo que sin duda estaría si no se hallase, en
estos momentos, su atención acaparada por Guy Walsingham.
Más tarde, ese mismo día, informé a mi corresponsal, para quien
mantenía una especie de diario de la situación, de que había conocido a
aquella celebridad y que era una linda muchacha de pelo muy corto. Tenía
un aspecto tan juvenil e inocente que si, como había dicho el señor
Morrow, estaba resignada a una mayor liberalidad, no cabía la menor duda
de que su victoria sobre los prejuicios debió conseguirla a una edad
muy temprana. Me pasé casi todo el día rondando la habitación de Neil
Paraday, pero desde la planta de abajo me comunicaron que, en Prestidge,
Guy Walsingham había tenido un gran éxito. Al atardecer, me di cuenta,
no sé cómo, de que la victoria lograda por esta autora sobre los
prejuicios era contagiosa y, cuando se disgregó la concurrencia, a fin
de prepararse para la velada, tuve la certeza de que su postura había
tenido una aceptación general. Me dio la sensación de que Dora Forbes,
en quien pensé entonces, no tenía tiempo que perder. Antes de la cena,
recibí un telegrama de lady Augusta Minch: “Lord Dorimont cree
haber olvidado manuscrito en tren. Indague”. ¿Cómo iba yo a indagar, si
es que debía interpretar sus palabras como un imperativo dirigido hacia
mí? Estaba muy preocupado y, ahora, también muy alarmado por Neil
Paraday. Volvió el médico y vi con gran satisfacción que era una persona
capaz y que se mostraba interesado. Se sentía orgulloso de que lo
hubieran llamado para que se ocupara de un paciente tan distinguido y,
por la noche, reconoció que mi amigo estaba gravemente enfermo. Se
trataba de una recaída, un recrudecimiento de su antigua enfermedad.
Moverlo era impensable: antes que nada, era preciso ver sobre el terreno
el cariz que tomaba su situación. Entretanto, al día siguiente, había
que ponerlo al cuidado de una enfermera. Amaneció y mi buen amigo se
sentía más aliviado. Recobré el ánimo y la alegría, tanto que casi me
eché a reír, cuando recibí el segundo telegrama de lady Augusta:
“Criado lord Dorimont preguntó estación. Sin resultado. Siga indagando”.
Estoy seguro de que me reí, al recordar que se trataba del manuscrito
sagrado que casi ni le dejé señalar con el paraguas al pobre señor
Morrow. Qué tonto fui: los treinta y siete diarios influyentes no lo
habrían destruido, sólo lo habrían publicado. Naturalmente, no le dije
nada a Paraday.
Cuando llegó la enfermera, me hizo salir de la habitación, de modo
que me dirigí a la planta baja. Antes de nada, debería decir que,
durante el desayuno, la noticia de que nuestro brillante amigo se
encontraba bien suscitó la complacencia genera!. La princesa comentó que
sólo había que compadecerle porque se vería privado de la compañía de
la señorita Collop. La señora Wimbush —cuyo don social nunca brilló más
que en aquellos momentos en los que supo llevar con adusta dignidad
aquel fallo en los fuegos de artificio— me comentó que Guy Walsingham le
había causado una impresión muy favorable a Su Alteza Imperial. La
verdad es que creo que todo el mundo se la causaba y que, como el
mercado monetario o el honor nacional, Su Alteza Imperial era
constitucionalmente muy sensible. No obstante, se respiraba en el
ambiente cierta alegría, un notorio bullicio que yo encontré ligeramente
anómalo, en una casa donde había un gran escritor críticamente enfermo.
“Le roi est mort. Vive le roi”. Me acordé de que otro gran
escritor ya había tomado el relevo. Cuando volví a bajar, una vez que la
enfermera se hizo cargo de Paraday, me encontré a un extraño caballero
merodeando por el recibidor, paseándose de un lado a otro por delante de
la puerta del salón, que estaba cerrada. Era un personaje calvo y de
tez rojiza. Tenía un gran bigote pelirrojo y llevaba unos bombachos
llamativos: características todas ellas que encajaban con la idea que me
había hecho de Dora Forbes. Al cabo de un momento, comprendí lo
sucedido: el autor de Al revés acababa de llegar a las puertas de
Prestidge, pero sintió escrúpulos y no se atrevió a entrar del todo.
Detecté su estado anímico cuando, ante un gesto suyo de advertencia, me
detuve a escuchar. Oí una voz aguda que iniciaba una especie de cántico
rítmico y misterioso. Había empezado la famosa lectura, sólo que quien
ofrendaba el sacrificio era la autora de Obsesiones. El recién llegado me dijo al oído que, en su opinión, se estaba llevando a cabo algo que él no debía interrumpir.
—Anoche, llegó la señorita Collop —dije sonriendo— y la princesa está ávida de lo inédit.
Dora Forbes enarcó sus pobladas cejas.
—¿La señorita Collop?
—Guy Walsingham, su distinguido confrère, o ¿debería decir su formidable rival?
—¡Oh! —refunfuñó Dora Forbes, añadiendo a continuación—: ¿Cree usted que estropearé el acto, si entro?
—¡Yo diría que nada puede estropearlo! —dije ambiguamente y me reí.
Evidentemente, Dora Forbes captó la ironía, irritado, y se retorció el bigote.
—¿Cree usted que debo entrar? —preguntó enseguida.
Nos miramos fijamente un momento. Después, expresé un sentimiento
de amargura que anidaba en mí. Lo expresé con un infernal “¡Entre!”. A
continuación, salí al aire libre, pero no tan deprisa como para no oír,
al abrirse la puerta del salón, el decaimiento desconcertado de la
retórica de la señorita Collop: seguramente, se encontraría en pleno
despliegue de su postura sobre la liberalidad de costumbres. Escritora
extraordinariamente rápida, Guy Walsingham acababa de publicar un libro
en el que describía cómo gentes amables que no han sido iniciadas
experimentan el dolor de ver cómo se expone el genio de una novelista a
un ridículo sin ambages; a aquellas personas les parece una nueva
demostración de la desconsideración con que los hombres siempre han
tratado a las mujeres. Es muy cierto que, en la actualidad, la señora
Wimbush le está dando un gran impulso a Dora Forbes y que éste se dedica
a posar para que jóvenes artistas protegidos de aquella dama le hagan
retratos. Y no sólo posa para óleos sino también para alabastros.
Lo que ocurrió en Prestidge más tarde, aquel mismo día, es sin duda
historia contemporánea. Si la interrupción que provoqué caprichosamente
casi constituyó un escándalo, ¿qué decir de la dispersión general del
grupo que, siguiendo las instrucciones del médico, se inició al
atardecer? Fue un alivio oír sus indicaciones, por escaso que fuera el
consuelo que iba a quedarme al final. Decretó, en interés de su
paciente, que no se oyera ningún ruido en la casa y, por consiguiente,
la disolución de los congregados. Pese a ser un insignificante médico
rural, despachó, literalmente, a la princesa, la cual se fue con la
misma premura que si hubiera estallado la revolución; Guy Walsingham
emigró con ella. A mí se me permitió amablemente quedarme, cosa que
tampoco se le denegó a la señora Wimbush. No le fue concedido tal
privilegio a Dora Forbes, de modo que la señora Wimbush mantuvo
temporalmente oculta su última captura. Sin embargo, aquello tenía tan
poco que ver con la forma en que acostumbraba a tratar a sus amistades
eminentes que, al cabo de un par de días, se le agotó la paciencia y
regresó con él a la ciudad, en medio de una gran publicidad. El súbito
empeoramiento de su desventurado huésped, que sobrevino la tercera
noche, tras una breve mejoría, fue un obstáculo que le impidió verlo
antes de partir. Fue una circunstancia sin duda afortunada, pues se
sentía fundamentalmente decepcionada con él. No era ésta la actuación
que esperaba de Paraday cuando le invitó a Prestidge, ni tampoco cuando
invitó a la princesa. Permítaseme que me apresure a añadir que ninguno
de los despliegues de generosidad que han caracterizado el mecenazgo del
intelecto y de otros méritos ejercidos por la señora Wimbush han
acrecentado tanto su reputación, como el hecho de que le prestara a Neil
Paraday la más bella de sus numerosas mansiones, para que muriera en
ella. El escritor le sacó todo el partido posible a tan singular favor.
Le vi hundirse día a día, entregándome a vagar a solas por los jardines
desiertos. Su esposa no vino a verle, pero apenas reparé en ello:
mientras me paseaba por el lugar, con el corazón rebosante de rabia,
otra afrenta me consumía. Ante el hecho de su muerte, tal vez recaería
en mí la misión de sacar a la luz una bella edición, realizada con el
mayor cuidado editorial y anotada, del precioso legado de su proyecto.
Pero, ¿dónde estaba aquel precioso legado? ¿Nos habían de ser
arrebatados autor y obra? Lady Augusta me escribió diciéndome que
había hecho cuanto estaba en su mano y que el pobre lord Dorimont, que
se moría de preocupación, lo sentía muchísimo. No pude hablar del asunto
con la señora Wimbush, pues no quería que me echara en cara que lo que
yo deseaba era engrandecerme echando al público los despojos del señor
Paraday. Ella ya había expresado su disposición de correr con los gastos
de la promoción. Siempre se mostraba dispuesta a hacer cosas así. La
última de una serie de noches horribles, la velada anterior a la muerte
de Neil Paraday, acerqué el oído a la cabecera de su lecho.
—Eso que le leí aquella mañana; ya sabe a qué me refiero.
—¿Aquel día funesto en su jardín? ¡Sí!
—¿No serviría tal y como está?
—Hubiera sido un libro extraordinario.
—Es un libro extraordinario —musitó Neil Paraday—. Publíquelo tal y como está. Haga una edición bonita.
—¡Lo será! —le prometí apasionadamente.
Podría pensarse que, ahora que él se ha ido, la promesa me parece
menos sagrada. Estoy convencido de que si se hubieran publicado aquellas
páginas durante su vida, hoy descansaría en la abadía de Westminster.
El encargo sigue en mis manos, pero no se ha recuperado el manuscrito.
Es imposible, y sería intolerable, suponer que pueda haber sido
destruido sin contemplaciones. Tal vez, el azar de una mano ciega, la
brutalidad de una ignorancia fatal, haya hecho que sirviera para
encender fuego en alguna cocina. No dejo de imaginar múltiples
accidentes estúpidos e ignominiosos. Mi infatigable búsqueda del tesoro
perdido sería todo otro capítulo. Afortunadamente, tengo un entregado
ayudante en la persona de cierta joven que cada día encuentra una manera
nueva de indignarse por lo sucedido y una idea innovadora para buscar
el ejemplar. Afirma, con vehemencia, que el premio aparecerá. A veces,
ella me hacer creer que sucederá, pero yo casi he perdido la fe. En
cualquier caso, lo único que nos queda es seguir unidos en la búsqueda y
en la esperanza, y esta firme unión debería bastar para mantenemos
estrechamente unidos, si no lo estuviéramos también por otras razones.
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