Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


Cuando Alice se confesó (1916)
(“When Alice Told Her Soul”)
Originalmente publicado (póstumo) en la revista Cosmopolitan,
v. 64 (marzo 1918), págs. 28-33,105-107;
On the Makaloa Mat (póstumo)
(Nueva York: The Macmillan Company, 1919, 229 págs.)



      Este asunto de Alice Akana es un asunto de Hawái, pero no de estos tiempos, aunque sí de una época bastante reciente, cuando Abel Ah Yo predicaba su famoso renacimiento religioso y convenció a Alice Akana para que se confesara. Pero lo que Alice contó concernía a la historia de una generación aún viva entonces.
       Alice Akana tenía cincuenta años, había empezado a vivir muy pronto y había vivido con desahogo. Lo que sabía afectaba a las raíces y cimientos de familias, negocios y plantaciones. Era el depósito vivo de información exacta que buscaban los abogados cuando necesitaban algo relacionado con límites de fincas, donaciones de terrenos, matrimonios, nacimientos, legados o escándalos. Ella mantenía la boca cerrada y muy pocas veces les contaba lo que pedían y, cuando lo hacía, era porque solo servía para hacer justicia y nadie salía malparado.
       Alice disfrutó, desde la infancia, una vida de flores, canciones, vino y bailes y, durante sus últimos años, fue la dueña de todos los jaraneros porque era la jefa del salón de hula. En semejante ambiente, en el que se inhiben los mandatos de Dios y del hombre y toda prudencia, y en el que las lenguas mareadas se sueltan, adquirió su histórico conocimiento de asuntos que de otra forma nadie comentaba ni imaginaba. Guardar el secreto le había servido de mucho y, aunque los veteranos eran conscientes de que ella sabía, nadie la oyó jamás comentar la época del cobertizo de Kalalaua, las juergas de los oficiales de los barcos de guerra que llegaban de visita o las de los diplomáticos, ministros y asesores de otros países del mundo.
       De manera que, a los cincuenta, cargada con suficiente dinamita histórica como para en caso de explotar, sacudir los cimientos de la vida comercial y social de las islas, siempre sin hablar, Alice Akana era la jefa del salón de hula, encargada de las bailarinas que bailaban hula ante la realeza, en los luaus, fiestas privadas, cenas de poi y para los turistas curiosos. Además, a los cincuenta, no solo era de carnes generosas, sino baja y gorda como los campesinos polinesios y tenía una constitución sana y sin achaques que prometía muchos años más de vida. Pero fue a los cincuenta cuando se desvió, por casualidad y curiosidad, y acabó en la reunión en la que Abel Ah Yo predicaba su renacimiento.
       Abel Ah Yo, en lo relativo a su teología y dominio de las palabras, era un personaje tan variopinto como Billy Sunday. Su genealogía era incluso más variopinta, porque tenía una cuarta parte portuguesa, otra cuarta parte escocesa, otra hawaiana y otra china. El fuego pentecostal que predicaba era mucho más ardiente y abigarrado de lo que sería si perteneciese a una sola de las cuatro razas que albergaba en su interior. Porque en él se reunían sagacidad y malicia, ingenio y sabiduría, sutileza e inexperiencia, pasión y filosofía, la angustiosa búsqueda en la oscuridad del alma y la inmersión hasta la rodilla en el estercolero de la realidad de las cuatro razas, totalmente distintas, que lo conformaban. Además, también poseía la inteligente capacidad para autoconvencerse, propia de tan perspicaz mezcla.
       En lo relativo al dominio de las palabras, superaba con creces a Billy Sunday, maestro del argot y la jerga de un solo lenguaje. Porque Abel Ah Yo manejaba los verbos, nombres, adjetivos y metáforas de cuatro lenguas vivas. Combinadas las unas con las otras, viviendo promiscuamente y con gran vitalidad, poseía en esas lenguas un depósito de expresiones en reserva en el que podían ahogarse mil personas como Billy Sunday. Sin raza, híbrido por excelencia y amalgama heterogénea, el toque genial era mérito propio de Abel Ah Yo. Como un camaleón, variaba e intercambiaba grandiosamente sus distintas facetas y era capaz de inmovilizar con un ataque frontal y de sorprender y confundir con movimientos por los flancos la homogeneidad mental de las almas más simples que acudían a su renacimiento para sentarse a sus pies y arder en su fuego.
       Abel Ah Yo creía en sí mismo y en su mestizaje, como creía —en el mestizaje de su extraño concepto—, que Dios se parecía tanto a él como a cualquier hombre, porque ya no era un simple dios tribal, sino un dios que debía parecerse a todas las razas del mundo, aunque acabase siendo multicolor. Y el concepto funcionaba. Chinos, japoneses, hawaianos, portorriqueños, rusos, ingleses, franceses —miembros de todas las razas— se arrodillaban unos junto a los otros, sin que surgieran roces, ante su nueva versión de la deidad.
       En su juventud había sido apóstata de la Iglesia Anglicana y durante años sufrió la viva impresión de ser un judas pecador. Religioso en esencia, había renegado del Señor. Por lo tanto, era igual que Judas. Judas estaba condenado. Así que tergiversó las palabras y cambió lo que hizo falta para huir de la condena, algo muy humano. Llegó a la conclusión de que la doctrina según la que Judas estaba condenado era una mala interpretación de Dios, quien, por encima de todas las cosas, representaba la justicia. Judas había servido a Dios, el cual lo había seleccionado para realizar una misión especialmente desagradable. Por lo tanto Judas, siempre fiel, que solo había traicionado por mandato divino, era un santo. Luego él, Abel Ah Yo, era un santo en virtud de su apostasía a una secta concreta y tendría acceso a Dios en cualquier momento.
       Esa teoría se convirtió en uno de los principios más importantes de sus prédicas y resultaba especialmente eficaz para limpiar las conciencias de los reincidentes de otras fes que, en secreto, cargaban con el peso del pecado de Judas. Para Abel Ah Yo el plan de Dios estaba tan claro como si lo hubiese planeado él mismo. Al final se salvaría todo el mundo, aunque unos tardarían más que otros y solo conseguirían asientos de última fila. El lugar del hombre en el inestable caos del mundo era definitivo y estaba predestinado, aunque solo fuese por negar que existía el caos siempre cambiante. Esa era la pesadilla de la confusa imaginación humana y, con sus punzantes osadías de pensamiento y palabra, con esa jerga intensa que accedía a los procesos mentales de quienes lo escuchaban, los libraba de la pesadilla, les mostraba la afectuosa claridad del plan divino y provocaba en ellos serenidad y calma espiritual.
       ¿Qué posibilidades tenía Alice Akana, hawaiana pura y homogénea, contra ese ataque sutil, con tintes democráticos, engendrado por cuatro razas y que usaba la jerga como munición? Él sabía, por cercanía, casi tanto como ella sobre la rebeldía de vivir y pecar, ya que había formado parte de un coro que cantaba en los barcos de pasajeros que hacían la ruta entre Hawái y California y, después en varios bares, tanto a bordo como en tierra, desde el barrio chino de San Francisco a la taberna de Heinie en Waikiki. De hecho, había dejado su empleo de encargado del bar del University Club de Honolulú para dedicarse a predicar su renacimiento religioso.
       De manera que, cuando Alice Akana entró a escucharlo para mofarse, se quedó para rezarle al dios de Abel Ah Yo, que sorprendió a su mente pragmática por ser el dios más sensato del que nunca había oído hablar. Dejó dinero en el platillo para las limosnas de Abel Ah Yo, cerró el salón de hula y despidió a las bailarinas, que se vieron obligadas a ganarse la vida de forma más dudosa, se quitó sus vestimentas de colores y sus guirnaldas de flores y se compró una biblia.
       Era una época de entusiasmo religioso en los alrededores de Honolulú. Había un movimiento democrático de la gente en dirección a Dios. También estaban invitadas las clases más altas, pero no asistían. Solo los estúpidos y humildes se arrodillaban para hacer penitencia, admitían el peso patológico y el daño del pecado, eliminaban y purgaban la confusión que causaba y volvían a ponerse en pie para salir a la luz del sol, puros como niños, apoyándose en el brazo del dios de Abel Ah Yo. En resumen, el renacimiento de Abel Ah Yo era una cámara de compensación del pecado y enfermedades del alma, donde los pecadores se libraban de sus cargas y volvían a sentirse ligeros, alegres y espiritualmente sanos.
       Pero Alice no era feliz. Ella no se había purificado. Compraba y repartía biblias, aportaba más dinero al platillo de las limosnas, cantaba todos los himnos con su voz de contralto, pero no quería confesarse. En vano luchaba con ella Abel Ah Yo. No quería arrodillarse para expresar arrepentimiento y contar todo lo que mancillaba su interior: los malos actos de los buenos amigos de los viejos tiempos.
       —No puedes servir a dos señores —le decía Abel Ah Yo—. El infierno está lleno de quienes lo han intentado. Debes hacer las paces con Dios siendo pura de corazón. Si no te sinceras ante Dios en nuestras reuniones, no podrás salvarte. Mientras, sufrirás el mal del pecado que llevas dentro.
       Científicamente, aunque no lo sabía y continuamente se burlaba de la ciencia, Abel Ah Yo tenía razón. Alice no podría volver a ser como una niña y verse revestida por la gracia de Dios hasta que hubiese eliminado de su alma, contándolas, todas sus complejidades, incluidas las que compartía con otros. Según la costumbre protestante, debía desnudar su alma en público, aunque los católicos lo hacían en la privacidad del confesionario. Como resultado de su confesión obtendría armonía, tranquilidad, felicidad, pureza, redención y vida inmortal.
       —¡Elige! —vociferaba Abel Ah Yo—. O eres leal a Dios o eres leal al hombre.
       Pero Alice no era capaz de escoger. Había mantenido la boca cerrada demasiado tiempo por el honor de los hombres.
       —Confesaré mis pecados —respondía—. Estoy cansada de mi alma y me gustaría volver a tenerla limpia y reluciente como cuando era una niñita, en Kaneohe.
       —Pero tu alma se corrompió en compañía de otras almas —contestaba Abel Ah Yo—. Si soportas una carga, déjala en el suelo. No puedes llevar una carga y librarte de ella al mismo tiempo.
       —Rezaré a Dios todos los días, muchas veces al día —insistía ella—. Me acercaré a Dios con humildad, entre suspiros y lágrimas. Contribuiré a menudo al platillo de las limosnas y compraré biblias y más biblias, sin descanso.
       —Pero Dios no te sonreirá —argumentaba el portavoz de Dios—. Y seguirás sintiéndote cansada y cargada. Porque no habrás contado todos tus pecados y no podrás librarte de ninguno hasta que no los cuentes todos.
       —Es difícil esto de renacer —suspiraba Alice.
       —Renacer es incluso más difícil que nacer. —Abel Ah Yo hacía de todo menos consolarla—. Y hasta que no vuelvas a ser como una niña pequeña…
       —Si alguna vez me confieso, tendré que contar muchas cosas —decía ella en confianza.
       —Más motivo para que te confieses.
       Así seguían en punto muerto, Abel Ah Yo exigiendo una lealtad absoluta a Dios y Alice Akana coqueteando con quedarse al margen del Paraíso.
       «Si Alice empieza a hablar, no parará nunca de contar», comentaban entre ellos los raqueros y kamaainas (veteranos) de mala reputación mientras tomaban una copa.
       En los clubes se daba mucha importancia a la posibilidad de que se confesase. Los hombres de la generación más joven anunciaron que habían reservado asientos de primera fila para escucharla y muchos de la vieja generación bromeaban sardónicamente acerca de la conversión de Alice. Además, Alice descubrió que, de repente, volvía a gozar del favor de los amigos que habían olvidado su existencia durante veinte años.
       Una tarde que Alice, con la biblia en la mano, tomaba el tranvía en Hotel y Fort, Cyrus Hodge, magnate del azúcar, ordenó a su chófer que se detuviera junto a ella. A la fuerza, con una amabilidad excesiva, la hizo subir a su limusina y dedicó tres cuartos de hora de su tiempo para llevarla a su destino.
       —Qué alegría verte —masculló—. ¡Cómo pasan los años! Estás estupenda. Conoces el secreto de la juventud.
       Alice sonrió y le devolvió el cumplido, según la costumbre polinesia.
       —Caramba, ¡yo era tan joven en aquellos tiempos! —recordó Cyrus Hodge.
       —¡Y vaya joven! —admitió ella, riéndose.
       —Con la imprudencia propia de un joven de aquellos tiempos.
       —¿Recuerdas la noche en que tu chófer se emborrachó y te dejó en…
       —¡Ssh! —advirtió él—. Este chófer japonés tiene estudios y sabe más inglés que cualquiera de nosotros. Creo que es espía del Gobierno. Así que mejor no contarle nada. Además, yo era tan joven…, ¿te acuerdas?
       —Tus mejillas eran como los melocotones que cultivábamos antes de que la mosca de la fruta del Mediterráneo acabara con ellos —concedió Alice—. Creo que por entonces no te afeitabas más de una vez a la semana. Eras un chico guapo. ¿No te acuerdas del hula que compusimos en tu honor, el…?
       —¡Ssh! —la mandó callar—. Todo eso está enterrado y olvidado. Ojalá permanezca en el olvido.
       Alice fue consciente de que en sus ojos ya no había la ingenuidad de la juventud que ella recordaba, sino que eran penetrantes y especulativos y buscaban en ella una garantía de que no resucitaría la parte concreta de ese pasado enterrado relacionada con él.
       —La religión es buena en la madurez —le dijo otro viejo amigo. Estaba construyendo una casa magnífica en Pacific Heights, se acababa de casar por segunda vez e iba camino del vapor para recoger a sus dos hijas, recién graduadas de Vassar—. Necesitamos la religión en la vejez, Alice. Nos suaviza, nos hace más tolerantes e indulgentes con las debilidades ajenas; especialmente con las debilidades de juventud de… de otros, cuando vivían sin pensar y sin saber lo que hacían.
       Aguardó con ansia.
       —Sí —dijo ella—. Todos nacemos para pecar y cuesta dejar atrás el pecado. Pero yo lo hago. Lo hago.
       —No olvides, Alice, que en los viejos tiempos yo siempre fui justo. Tú y yo nunca discutimos.
       —Ni siquiera la noche en que diste un luau por tus veintiún años e insististe en romper las copas después de cada brindis. Pero, claro está, las pagaste.
       —Generosamente —afirmó él, casi en tono de súplica.
       —Generosamente —confirmó ella—. Con lo que me pagaste compré más del doble de lo que rompiste, de manera que el siguiente luau que serví fue para ciento veinte comensales, sin necesidad de alquilar o pedir prestados platos o copas. El luau lo dio Lord Mainweather…, te acordarás de él.
       —Cacé cerdos a caballo con él en Mana —asintió el otro—. Allí asistimos a una fiesta de dos semanas. Pero, oye, Alice, como sabes, opino que esto de la religión está bien, incluso más que bien. Aunque no debes permitir que te afecte demasiado. No confieses mis pecados. ¡Qué pensarían mis hijas de esa historia de las copas rotas!
       —Siempre he sentido aloha (afecto) por ti, Alice —le aseguró un senador gordo y calvo.
       Y otro, que era abogado y abuelo, le dijo:
       —Siempre hemos sido amigos, Alice. No olvides que si necesitas consejo jurídico o gestionar tus negocios puedes contar conmigo. No te cobraré, lo haré por nuestra vieja amistad.
       La Nochebuena anterior, fue a verla un banquero con unos sobres de aspecto legal en la mano y se los entregó.
       —Por casualidad —explicó—, cuando mis empleados buscaban en el registro de terrenos del valle Iapio, encontré una hipoteca de dos mil dólares sobre las propiedades que allí tienes, el arrozal que le alquilaste a Ah Chin. Recordé el pasado, cuando éramos tan jóvenes y desenfrenados, algo desenfrenados éramos, sí. Se me enterneció el corazón al acordarme de ti y, por puro aloha, aquí lo tienes, está todo liquidado.
       Los suyos tampoco olvidaban a Alice. Su casa se convirtió en la meca de hombres y mujeres nativos que solían peregrinar en privado, tras oscurecer, con las manos llenas de regalos: pulpo, opihis y limu recién pescados en el arrecife, cestas de aguacates, maíz para asar de la primera cosecha del barlovento de Oahu, mangos y caimitos, taro rosa y magnífico de la mejor calidad, lechones, poi de plátano, fruto del árbol del pan y cangrejos pescados ese mismo día en Pearl Harbor. Mary Mendaña, esposa del cónsul portugués, le regaló una caja de dulces que costaba cinco dólares y una chaqueta china que habría alcanzado setenta y cinco en cualquier liquidación. Y Elvira Miyahara Makaena Yin Gap, la mujer de Yin Gap, el adinerado importador chino, le llevó a Alice en persona dos rollos enteros de tejido de piña de las Filipinas y una docena de pares de medias de seda.
       Transcurría el tiempo, Abel Ah Yo luchaba para que Alice se arrepintiera de verdad y Alice luchaba consigo misma por su alma, mientras medio Honolulú aguardaba el resultado con temor o con malicia. Pasó la semana de carnaval, la época de polo y de carreras llegó y se fue y la celebración del cuatro de julio estaba en sazón antes de que Abel Ah Yo lograse derribar la ciudadela de su resistencia con su brutal psicología. Fue entonces cuando realizó su famosa exhortación, que podría resumirse como la definición de eternidad según Abel Ah Yo. Claro que, como en ocasiones hacía Billy Sunday, Abel adaptó la definición. Pero en la isla nadie lo sabía y su valor como evangelista aumentó en un cien por cien.
       Esa noche su sermón tuvo tanto éxito que volvió a convertir a muchos de sus conversos, quienes se arrodillaban entre gemidos y llenaban la habitación entre varias veintenas de nuevos conversos que ardían en el fuego pentecostal, incluida media compañía de soldados negros del Vigésimo Quinto Regimiento de Infantería, una docena de soldados del Cuarto de Caballería, que iba rumbo a las Filipinas, la misma cantidad de marineros borrachos de un buque de guerra, varias damas de Iwilei y la mitad de la gentuza de la playa.
       Abel Ah Yo, sutilmente comprensivo debido a su mezcla racial, que conocía la naturaleza humana a la perfección y más aún a Alice Akana, supo lo que hacía cuando se puso en pie esa noche memorable y habló largo y tendido sobre Dios, el infierno y la eternidad en términos asequibles para Alice Akana. Y es que había descubierto su punto débil esencial por pura casualidad. Abel ya sabía que, como todos los polinesios, amaba la naturaleza, pero además se enteró de que lo que aterraba a Alice eran los terremotos y las erupciones volcánicas. En el pasado y en la Isla Grande, Alice había sobrevivido a cataclismos que derrumbaron sobre ella la cabaña de techo de paja en la que dormía, y había visto a Madame Pele arrojar rojos ríos de lava desde las elevadas laderas del Mauna Loa, destruyendo las lagunas de pesca al borde del mar y arrastrando rebaños enteros de reses, aldeas y humanos en su fiero avance.
       La noche anterior, un ligero terremoto había sacudido Honolulú y provocado insomnio a Alice. Por la mañana, los periódicos afirmaron que el Mauna Kea había entrado en erupción y que la lava se elevaba rápidamente en el enorme cráter del Kilauea. De modo que Alice llegó a la reunión con la mente confusa entre los horrores de este mundo y las delicias del mundo eterno, y se sentó en primera fila con los nervios alterados.
       Abel Ah Yo se puso en pie y metió el dedo en la llaga que a ella más le dolía. Esbozó la naturaleza de Dios al modo estereotipado, pero le dio vida con su don para las lenguas en una mezcla de inglés y hawaiano, y así describió el día en que el Señor, al límite de Su paciencia infinita, le diría a Pedro que cerrase sus libros mayores, ordenaría a Gabriel que llamase a todas las almas para ser juzgadas y, con su voz atronadora, gritaría: «¡Welakahao!».
       Esa deidad antropomórfica de Abel Ah Yo que, al llegar el fin del mundo, grita welakahao —jerga moderna hawaiano-inglesa— ilustra claramente las herramientas del lenguaje utilizadas por los evangelistas. Welakahao significa literalmente «hierro candente». La acuñaron, en las fundiciones de Honolulú, los cientos de hawaianos que allí trabajaban y que la usaron con el significado de «darse prisa», «espabilar», ya que si el hierro está candente implica que ha llegado el momento de golpear.
       —Y el Señor gritó: «Welakahao», y dio comienzo el Día del Juicio Final, que terminó wikiwiki (rápidamente), porque Pedro era mejor contable que los de la Waterhouse Trust Company, Limited, y los libros de Pedro decían la verdad.
       Abel Ah Yo separó las ovejas de los cabritos sin perder tiempo y se apresuró a lanzar a estos últimos al infierno.
       —Y ahora —continuó, sin mezclar lenguas, en un inglés más claro—, ¿qué es el infierno? Oh, amigos, os describiré, dentro de lo posible, el potencial del infierno que con mis propios ojos he visto en la tierra. Yo era joven, un niño, y me encontraba en Hilo. Ya por la mañana hubo un terremoto. La tierra continuó temblando y agitándose durante todo el día, hasta que los hombres más fuertes se marearon, las mujeres se agarraban a los árboles para evitar caerse y el ganado no podía mantenerse en pie. Yo mismo vi caer un becerro. Al día siguió una noche de terror indescriptible. La tierra se movía como una canoa en pleno temporal. Un bebé murió aplastado porque su madre lo pisó al intentar huir de su casa, que se le caía encima.
       »El cielo ardía sobre nosotros. Leíamos la biblia a la luz de los cielos, y eso que la letra era pequeña incluso para los jóvenes. Las biblias de los misioneros siempre tenían la letra demasiado pequeña. A sesenta y cinco kilómetros de nosotros, el corazón del infierno desbordaba las elevadas montañas y lanzaba torrentes de rocas derretidas por el fuego hacia el mar. El espectáculo del cielo incendiado y de la tierra bailando el hula bajo nuestros pies resultaba demasiado aterrador y majestuoso como para disfrutarlo. Solo podíamos pensar en la delgada capa de tierra existente entre nosotros y el lago eterno de fuego y azufre, y en Dios, a quien rezábamos para que nos salvase. Hubo almas serias y devotas que allí mismo prometieron a sus pastores entregar a la iglesia no solo los diezmos debidos, sino la mitad de todo lo que tenían, si el Señor los dejaba con vida para que pudiesen hacer sus aportaciones.
       »Amigos, Dios nos salvó. Pero antes nos ofreció un anticipo del infierno que se abrirá bajo nuestros pies el último día, cuando grite «¡welakahao!» con su voz atronadora. ¡Cuando el hierro esté candente! ¡Pensadlo! ¡Cuando el hierro esté candente para los pecadores!
       »Al tercer día, habiéndose calmado bastante las cosas y reinando la paz en la tierra del Señor, mi amigo el predicador y yo pusimos rumbo al Mauna Loa y miramos al interior del espantoso cráter de hoyo del Kilauea. Miramos al interior del insondable abismo hacia el lago de fuego del fondo, que rugía y arrojaba sus abrasadoras salpicaduras a las nubes, varias decenas de metros a lo alto, como los fuegos artificiales del cuatro de julio que todos habéis visto. Nos asfixiábamos y nos sentíamos mareados debido al inmenso volumen de humo y azufre que ascendía.
       »Yo os digo que ninguna persona piadosa podía haber visto aquello sin reconocer la descripción que se hace en la Biblia de la boca del infierno. Creedme, quienes escribieron el Nuevo Testamento no tenían nada contra nosotros. En cuanto a mí, no podía dejar de mirar lo que tenía ante mis ojos y permanecí callado y temblando, consciente como nunca antes del poder y la majestuosidad de Dios Todopoderoso y del miedo que daba, de los recursos de su ira y de los incontables horrores que sufrirían los impenitentes que no quieren confesarse y hacer las paces con su Creador.
       »Pero, amigos, ¿creéis que nuestros guías, nuestro séquito nativo, todos ellos hundidos en el ateísmo, se sintieron afectados por semejante imagen? No. El demonio los tenía en sus manos. Sin ser conscientes de ello y sin que les importase, solo se preocuparon por la cena, hablaron del pescado crudo y se tumbaron a dormir sobre sus esterillas. Eran hijos del demonio, insensibles a la belleza, la sublimidad y lo terrible de las obras de Dios. Pero ahora no hablo con paganos. ¿Qué es un pagano? Es quien demuestra una falta de sensibilidad estúpida ante cualquier idea o emoción elevada. Si deseamos llamar su atención, no debemos pedirle que mire la boca del infierno, sino ponerle delante una calabaza de poi o un poco de pescado crudo, o invitarlo a algún juego sensual, humillante y rastrero. Amigos, ¡qué perdidos están para todo cuanto eleva el alma inmortal! Pero el predicador y yo, tristes y enfermos de corazón por ellos, miramos hacia el infierno. Amigos, era el infierno de verdad, el infierno de las Escrituras, el infierno del tormento eterno para los indignos…
       Alice Akana estaba extasiada de histeria y terror. Murmuraba incoherentemente: «Señor, entregaré nueve décimas partes de todo cuanto tengo. Lo daré todo. Incluso daré los dos rollos de tejido de piña, la chaqueta china y la docena entera de medias de seda».
       Para cuando fue capaz de continuar escuchando, Abel Ah Yo se embarcaba en su famosa descripción de la eternidad.
       —La eternidad es mucho tiempo, amigos. Dios vive y, por lo tanto, Dios vive dentro de la eternidad. Y Dios es muy viejo. Los fuegos del infierno son tan viejos y eternos como Dios. ¿Cómo, si no, podría existir el tormento eterno para aquellos pecadores a los que Dios arroje al infierno el Día del Juicio a fin de que ardan en su fuego para siempre, durante toda la eternidad? Amigos, vuestras mentes son pequeñas, demasiado pequeñas, para entender la eternidad. Sin embargo, por la gracia de Dios, se me ha concedido ser capaz de transmitiros lo que en realidad es una parte diminuta de la eternidad.
       »En la playa de Waikiki hay tantos granos de arena como estrellas, o más. Nadie puede contarlos. Aunque alguien tuviera un millón de vidas para contarlos, tendría que pedir más tiempo. Y ahora pensemos en un pájaro miná, pequeño y viejo, con un ala rota que no le permite volar. En Waikiki, el miná que no puede volar coge un grano de arena con el pico y saltito a saltito, durante todo el día y muchos días, va hasta Pearl Harbor y suelta el grano de arena en el puerto. Luego regresa, saltito a saltito, durante todo el día y muchos días, a Waikiki para coger otro grano de arena. Y vuelve a saltar sin descanso hasta Pearl Harbor. Continúa haciendo lo mismo durante años, siglos y miles y miles de siglos, hasta que por fin no queda un solo grano de arena en Waikiki y Pearl Harbor está cubierto de arena y tierra, en la que crecen palmeras y piñas. Y ni siquiera entonces, amigos míos, ¡ni siquiera entonces habrá empezado a amanecer en el infierno!
       En ese momento, al recibir el impacto de un clímax tan repentino, incapaz de soportar la simplicidad y objetividad de una forma tan artera de medir un segundo de eternidad, la mente de Alice Akana sucumbió y desfalleció. Se puso en pie, se tambaleó a ciegas y cayó de rodillas. Abel Ah Yo no había terminado de predicar, pero poseía el don de conocer la psicología de la multitud y de sentir el calor del fuego pentecostal que abrasaba a su audiencia. Les pidió que cantasen un himno para estimular el renacimiento religioso y descendió de la tarima a fin de caminar entre los soldados negros que gritaban aleluya y llegar hasta Alice Akana. Y, antes de que la emoción empezase a remitir, nueve décimas partes de sus feligreses y todos sus conversos estaban de rodillas, rezando y gritando una inmensidad de pecados y de arrepentimiento.
       Por teléfono y de forma casi simultánea llegó al Pacific Club y al University Club la noticia de que Alice se estaba confesando en público; y, en taxi y automóvil privado, los miembros de las clases más altas invadieron por primera vez el lugar donde Abel Ah Yo predicaba su renacimiento religioso. Los que llegaron primero presenciaron la curiosa imagen de muchos hawaianos, chinos y todas las variadas mezclas raciales del crisol que era Hawái, marchándose subrepticiamente del tabernáculo de Abel Ah Yo. Pero quienes así se iban eran casi todos hombres y los que se quedaban escuchaban con avidez la confesión de Alice.
       En todo el Pacífico, norte y sur, se pronunció jamás una narración tan temida y perjudicial para la comunidad como la pronunciada por Alice Akana, la Friné penitente de Honolulú.
       —¡Ja! —la oyeron decir los que llegaron primero, tras haber confesado la mayoría de los pecados veniales de los personajes menos importantes—. Creéis que Stephen Makekau es hijo de Moses Makekau y Minnie Ah Ling, por lo que tiene derecho legal a los doscientos ocho dólares que recibe todos los meses de la Parke Richards Limited por el alquiler de la laguna de peces de Amana a Bill Kong. Pues no es así. Stephen Makekau no es hijo de Moses. Es hijo de Aaron Kama y Tillie Naone. Aaron y Tille se lo regalaron de bebé a Moses y Minnie. Yo lo sé. Moses, Minnie, Aaron y Tillie han muerto. Pero yo lo sé y puedo demostrarlo. La anciana señora Poepoe aún vive. Yo estuve presente cuando nació Stephen y una noche, cuando tenía dos meses, yo misma se lo llevé a Moses y Minnie, mientras la anciana señora Poepoe me alumbraba el camino con un farol. Ese secreto ha sido uno de mis pecados. Me ha apartado de Dios. Ahora me he librado de él. El joven Archie Makekau, que cobra las facturas de la compañía del gas, juega al baloncesto por las tardes y bebe demasiada ginebra debería recibir los doscientos ocho dólares a primeros de mes de la Parke Richards Limited. Se los fundirá en ginebra y un automóvil Ford. Stephen es un buen hombre. Archie no. Además, es mentiroso, ha cumplido dos condenas en el arrecife y antes estuvo en un reformatorio. Pero Dios exige la verdad y Archie recibirá el dinero y hará mal uso de él.
       De esa forma, Alice continuó contando las experiencias de su larga y abarrotada vida. Las mujeres olvidaron que estaban en el tabernáculo, al igual que los hombres, y la pasión oscureció sus rostros mientras oían por vez primera los secretos ocultos de sus medias naranjas.
       —Mañana por la mañana se llenarán de gente los despachos de los abogados. —MacIlwaine, jefe de Policía, dejó de almacenar información útil el tiempo suficiente para inclinarse y murmurar al oído del coronel Stilton.
       El coronel Stilton sonrió, aunque el jefe de policía se fijó en que su sonrisa resultaba siniestra.
       —Hay un banquero en Honolulú. Todos conocéis su nombre. Ocupa una posición muy elevada en la sociedad gracias a su esposa. Posee muchas acciones de General Plantations and Interisland.
       Macllwaine reconoció la descripción y se abstuvo de reír.
       —Se trata del coronel Stilton. La Nochebuena pasada vino a mi casa con gran aloha y me entregó los documentos de la hipoteca sobre las tierras que poseo en el valle Iapio. La había cancelado, aunque sumaba un total de dos mil dólares. ¿Por qué me ofreció una muestra de aloha tan cara? Os lo diré…
       Y lo contó, iluminando transacciones comerciales y acuerdos políticos del pasado que, desde el comienzo, habían permanecido en la oscuridad.
       —Esto —concluyó Alice el episodio— ha sido un pecado sobre mi conciencia durante mucho tiempo y mantuvo mi corazón alejado de Dios.
       »Y Harold Miles, a la semana siguiente de ser nombrado presidente del Senado, compró tres solares urbanos en Pearl Harbor, pintó su casa de Honolulú y pagó todo lo que debía en sus distintos clubes. Además, en su testamento, Ramsay dejó su casa de Honokiki al pueblo, con la condición de que el Ayuntamiento la mantuviese. Pero si, al cabo de dos años el ayuntamiento no había empezado a ocuparse de ella, sería para los herederos de Ramsay, a quienes el viejo Ramsay odiaba como al veneno. Pues acabó en manos de los herederos. Su abogado era Charley Middleton, quien me pidió que lo ayudase a llegar a un acuerdo con los del Ayuntamiento, cuyos nombres eran… —Alice recitó seis nombres de dos de las ramas de poder y añadió—: Puede que todos pintaran sus casas después de eso. He hablado por primera vez. Tengo el corazón más ligero y blando. Antes había estado recubierto con una capa gruesa de pintura que lo apartaba del Señor. También debo hablar de Harry Weither. Estaba en el Senado por entonces. Todo el mundo hablaba mal de él y no salió reelegido. Sin embargo, no pintó su casa. Era honrado. Aún hoy, su casa sigue sin pintar, como todo el mundo sabe.
       »No me olvido de Jim Lokendamper. Es malo. La semana pasada lo oí confesarse aquí mismo, delante de todos. Pero no lo confesó todo y mintió ante Dios. Yo no pienso mentirle a Dios. Es mucho contar, pero voy a contarlo todo. Azalea Akau, que está ahí sentada, es su esposa. Pero Lizzie Lokendamper es la mujer con la que se casó. Hace mucho que Jim siente un gran aloha por Azalea. Todos creéis que el tío de ella, que se fue a California y falleció, le dejó en testamento los dos mil quinientos dólares que posee. Pero no fue su tío. Yo lo sé. Su tío murió arruinado en California y Jim Lokendamper tuvo que enviar ochenta dólares para pagar su entierro. Jim Lokendamper tenía un terreno en Kohala heredado de la tía de su madre. Lizzie, su esposa por matrimonio, no lo sabía. Así que Jim se lo vendió a la Kohala Ditch Company y le dio los dos mil quinientos dólares a Azalea Akau…
       En ese momento, Lizzie, la esposa legítima, se levantó hecha una furia y, como su esposo ya había huido, se lanzó con uñas y dientes sobre Azalea.
       —¡Espera, Lizzie Lokendamper! —exclamó Alice—. También tengo muchos pecados tuyos que pesan en mi corazón, y mucha pintura…
       Y cuando terminó de contar cómo había pintado Lizzie su casa, fue Azalea quien se levantó, muy enfadada.
       —Aguarda, Azalea Akau. Ahora libraré mi corazón de tus pecados. Y tú no pintaste tu casa. Eso siempre lo ha pagado Jim. Lo que me pesa es tu bañera nueva y la fontanería moderna…
       Cosas peores, mucho peores, contó Alice Akana sobre propios y extraños, relacionadas con los miembros más notables de la vida social, financiera y comercial, y con los menos importantes. No había nadie demasiado poderoso o viceversa para librarse, por eso dieron las dos de la madrugada antes de que, frente a una audiencia que abarrotaba el tabernáculo, completase su recital de las iniquidades detalladas y personales que conocía sobre la comunidad en la que había vivido toda su vida. En el último momento, aún recordó más cosas.
       —¡Ja! —dijo con desprecio—. La semana pasada le entregué a Abel Ah Yo un terreno valorado en ochocientos dólares para cubrir gastos y ganar puntos en el libro de contabilidad que Pedro lleva en el cielo. ¿De dónde saqué ese terreno? Todos creéis que Fleming Jason es un buen hombre. Es más retorcido que la entrada a Pearl Harbor antes de que el Gobierno de Estados Unidos arreglase el canal. Ahora está enfermo del hígado, pero su enfermedad es veredicto de Dios y morirá siendo malo. Fleming Jason me dio ese terreno hace veintidós años, cuando valía treinta y cinco dólares. ¿Porque su aloha por mí era grande? No. Nunca sintió aloha por nadie, excepto por el dinero.
       »Escuchad. Fleming Jason cargó sobre mis hombros un pecado enorme. Cuando Frank Lomiloli estaba en mi casa lleno de ginebra, ginebra por la que Fleming Jason me pagó cinco veces su valor y por adelantado, yo logré que Frank Lomiloli estampase su firma en el documento de venta de un solar que tenía a cambio de cien dólares. Entonces valía seiscientos. Ahora vale veinte mil. Tal vez queráis saber dónde está el solar. Os lo diré y así limpiaré mi corazón. Está en King Street, donde ahora se levanta el edificio del bar Come Again, el garaje de la compañía de taxis japonesa, la fontanería Smith & Wilson y la heladería Ambrosia, cuyos dos enormes pisos superiores albergan la casa de huéspedes Addison. Es todo de madera y siempre ha estado bien pintado. Ayer empezaron a pintarlo de nuevo. Pero esa pintura no se interpondrá entre Dios y yo. Ya no hay más botes de pintura que obstaculicen mi camino al cielo.
       Los periódicos del día siguiente guardaron un infame silencio en relación a la noticia más importante en muchos años; pero Honolulú no sabía si reírse u horrorizarse ante los cotilleos, no siempre exagerados, que circulaban en cuanto dos honoluluenses se encontraban por casualidad.
       —Nuestro error —dijo el coronel Chilton en el club— fue no haber nombrado, al principio de todo, un comité de seguridad para dar seguimiento al alma de Alice.
       Bob Cristy, uno de los isleños jóvenes, se rio de una forma tan exagerada que le preguntaron qué ocurría.
       —Oh, no es nada —contestó—. Pero, cuando venía hacia aquí, he oído contar que el viejo John Ward acaba de ser detenido por embriaguez, alteración del orden público y resistencia a la autoridad. Todos sabemos que a Abel Ah Yo le encanta pasearse por el tribunal correccional. Nada le gusta más que rescatar el alma de un borracho empedernido.
       El coronel Chilton miró a Lask Finneston y ambos miraron a Gary Wilkinson, quien les devolvió una mirada similar.
       —¡El viejo raquero! —exclamó Lask Finneston—. ¡Ese tunante borrachuzas! Había olvidado que seguía vivo. Vaya constitución la suya. Jamás ha estado sobrio, excepto cuando naufragó. Siempre lo recuerdo haciendo de las suyas. Debe de andar por los ochenta.
       —No le faltará mucho —asintió Bob Cristy—. Sigue en la playa, bebe cuando consigue dinero y se mantiene bien, aunque anda más apagado y necesita gafas para leer. Conserva toda su memoria. Si Abel Ah Yo lo pesca…
       Gary Wilkinson se aclaró la garganta antes de hablar.
       —Es un gran hombre —dijo—. Lo que queda de una época olvidada. Ya no hay muchos como él. Un pionero. Un verdadero kamaaina. ¡Indefenso y en manos de la policía a su edad! Deberíamos hacer algo por él en reconocimiento al gran servicio que ha prestado a Hawái. Resulta que sé que proviene de Sag Harbor y que hace más de medio siglo que no va por allí. ¿Por qué no lo sorprendemos, mañana por la mañana, pagándole la multa, regalándole un billete de vuelta a Sag Harbor y, digamos, aportando dinero suficiente para los gastos de un año de viaje? Propongo crear un comité formado por el coronel Chilton, Lask Finneston y yo mismo. Como presidente, ¿quién hay más apropiado que Lask Finneston, que conoció tan bien al anciano caballero en los viejos tiempos? Ya que nadie se opone, nombro a Lask Finneston presidente del Comité encargado de recaudar y donar dinero a fin de pagar la multa del tribunal correccional y los gastos de un año de viaje para tan noble pionero, John Ward, en reconocimiento a una vida entera dedicada a la construcción de Hawái.
       Nadie discrepó.
       —El comité celebrará su primera sesión en secreto —dijo Lask Finneston, al tiempo que se ponía en pie e indicaba a los demás el camino hacia la biblioteca.



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