Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


Los huesos de los antepasados (1916)
Han descendido al abismo con sus
armas de guerra y han dispuesto sus
espadas bajo sus cabezas
(“Shin-Bones”)

Originalmente publicado (póstumo), como “In the Cave of the Dead”, en la revista Cosmopolitan,
v. 65 (noviembre 1918), págs. 74-81, 119-121;
reimpreso, como “Shin-Bones”, en
On the Makaloa Mat (póstumo)
(Nueva York: The Macmillan Company, 1919, 229 págs.)



      Fue triste ver cómo la anciana dama volvía a ser la de antes. —El príncipe Akuli lanzó una mirada recelosa hacia un lado, donde, bajo la sombra de un kukui, una vieja wahine se acomodaba para realizar sus tareas.
       —Sí —asintió hacia mí, en tono triste—. En sus últimos años, Hiwilani recuperó las antiguas costumbres y las viejas creencias… en secreto, por supuesto. Y, créeme, fue una buena coleccionista. Tenías que haber visto la de huesos que poseía. Estaban repartidos por todo su dormitorio, en grandes vasijas que contenían a la mayoría de sus parientes, excepto media docena, más o menos, que Kanau consiguió antes que ella. Sobrecogía la forma en que los dos peleaban por aquellos huesos. Cuando era pequeño, me daba miedo entrar en su dormitorio, enorme y siempre en penumbra, sabiendo que en una de las vasijas estaban los restos de mi tía abuela por parte de madre, en otra mi bisabuelo y que todas guardaban los huesos que constituían el polvo sombrío de los ancestros cuya semilla había llegado hasta mí y formaba parte de mi ser vivo, capaz de respirar. Hiwilani se comportaba como una nativa al final y dormía sobre esterillas dispuestas en el suelo; había mandado sacar de la habitación la enorme cama con dosel, propia de una reina, que su abuela recibiera de Lord Byron, primo de don Juan Byron y que llegó hasta aquí en 182,5, a bordo de la fragata Blonde.
       »Al final recuperó todas las costumbres nativas y aún la veo arrancando un bocado de un pez crudo antes de arrojárselo a sus criadas para que comieran. Les ordenaba acabarse su poi, o cualquier otra comida que ella dejase sin terminar. Además…
       Pero se interrumpió de repente y, por la considerable dilatación de sus orificios nasales y la expresión de sus elocuentes rasgos, comprendí que había descubierto en el aire e identificado un olor que le resultaba ofensivo.
       —¡Maldita sea! —exclamó—. Huele que apesta. Y estoy condenado a llevarlo encima hasta que nos rescaten.
       Estaba claro qué objeto provocaba su aversión. La vieja trenzaba un lei de respeto con las frutas del árbol de hala, que es el pandano del Pacífico Sur. Cortaba las muchas secciones o recubrimientos de las semillas de la fruta, dándoles forma de campana acanalada, para luego ensartarlas en la corteza interna, retorcida y resistente, del árbol del hibisco. Podría oler que apestaba, aunque para mí, un malahini, más bien olía a vino amaderado y fruta jugosa, sin resultar desagradable.
       Un eje de la limusina del príncipe Akuli se había roto a unos cuatrocientos metros de distancia y él y yo nos cobijamos del sol en aquel rincón umbrío de la montaña. La cabaña era humilde, con su techo de paja, pero se alzaba en medio de un impresionante jardín de begonias que echaban sus flores seis metros por encima de nuestras cabezas y que parecían árboles de troncos esbeltos y gruesos como el brazo de un hombre. Allí nos refrescamos con el agua de unos cocos mientras un vaquero recorría a caballo los veinte kilómetros que nos separaban del teléfono más próximo y pedía que enviasen otro automóvil desde la ciudad. La ciudad podíamos verla en la distancia: se trataba de Olokona, metrópolis de Lakanaii, una mancha de humo en la línea de costa, mientras mirábamos desde arriba, por encima de kilómetros de cañamelares, los arrecifes orlados de olas grandes y la nube azul del océano, hacia donde la isla de Oahu brillaba trémulamente en el horizonte, como un ópalo atenuado.
       Maui es el valle de Hawái y Kauai la isla jardín; pero Lakanaii, situada a la altura de Oahu, es reconocida en el presente, igual que en el pasado y siempre, como la isla joya del grupo. No es la más grande ni la más pequeña, pero sí la más silvestre, la más bonita por su naturaleza agreste y, en proporción a su tamaño, la más rica de todas las islas. Es la que más toneladas de azúcar produce por acre, su ganado de montaña el más gordo y su pluviosidad la más generosa sin provocar desastres. Se parece a Kauai en que fue la primera en formarse y, por ello, es la isla más antigua, de modo que el tiempo ha logrado desmenuzar sus rocas de lava y convertirlas en tierra productiva, además de erosionar los cañones situados entre los antiguos cráteres, que se parecen al Gran Cañón del Colorado, con innumerables cascadas que caen cientos de metros al vacío o se convierten en nubes de vapor y se desvanecen en pleno aire para descender, suave e invisiblemente, a través de un espejismo de arcoíris, como el rocío o una lluvia ligera, hasta el fondo del abismo.
       Es fácil describir Lakanaii. Pero ¿cómo describir al príncipe Akuli? Conocerlo es como conocer Lakanaii a conciencia. Además, es necesario conocer a conciencia una buena parte del resto del mundo. En primer lugar, el príncipe Akuli no tiene derecho legal ni reconocido a ser llamado príncipe. Y Akuli significa pulpo. De manera que «príncipe pulpo» no parece un título digno para el descendiente directo de los aliis hawaianos más antiguos y de mayor rango, una estirpe inmemorial y exclusiva en la que, como ocurría con los faraones egipcios, casaban a los hermanos que accedían al trono para que no se mezclasen con gentes inferiores, porque en todo su mundo conocido no había nadie de rango superior al de ellos y porque, fuera cual fuese el peligro, la dinastía debía perpetuarse.
       He oído a los historiadores orales del príncipe Akuli (heredados de su padre) cantar su interminable genealogía, que demostraba que era el alii de rango más alto de todo Hawái. Empieza con Wakea —el Adán de ellos— y con Papa —su Eva—, y pasa por tantas generaciones como letras hay en nuestro alfabeto hasta llegar a Nanakaoko, el primer ancestro nacido en Hawái, cuya esposa fue Kahihiokalani. Después, sus generaciones parten de las generaciones de Ua, fundador de los dos linajes distintos de los reyes de Kauai y Oahu.
       Según los historiadores de Lakanaii, en el siglo XI d. C., época en la que los hermanos se casaban porque no había nadie superior a ellos, su rango recibió el impulso de una sangre nueva que casi tenía la categoría de celestial. Un tal Hoikemaha llegó en una canoa doble desde Samoa, guiándose por las estrellas y las tradiciones antiguas. Se casó con una alii de menor rango de Lakanaii y, cuando sus tres hijos crecieron, regresó con ellos a Samoa para traer de vuelta a su hermano menor. Pero también trajo a Kumi, hijo de Tui Manua, cuyo rango era el mayor de toda la Polinesia, casi tan elevado como el de los semidioses y dioses. Así fue como la estimable semilla de Kumi se sumó a la de los aliis de Lakanaii ocho siglos antes y llegó por línea directa al príncipe Akuli.
       Lo conocí, hablando con acento de Oxford, en el comedor de oficiales del Black Watch en Sudáfrica, poco antes de que tan famoso regimiento fuese hecho pedazos en Magersfontein. Tenía tanto derecho a estar en aquel comedor como a su acento, porque se había educado en Oxford y era oficial del Ejército, nombrado por la reina. Con él se encontraba, en calidad de invitado que deseaba ser testigo de la guerra, el príncipe Cupido, que recibía ese apodo aunque era un verdadero príncipe de Hawái, incluida Lakanaii, cuyo título real y legal era príncipe Jonah Kuhio Kalanianaole y que habría sido rey de todo Hawái si no se hubiesen producido la revolución haole y la anexión, a pesar de que la genealogía alii del príncipe Cupido era inferior a la casi celestial del príncipe Akuli. Porque el príncipe Akuli habría podido ser rey de Lakanaii y de Hawái si su abuelo no hubiese sido contundentemente derrotado por el primero y más grande de los Kamehameha.
       Eso ocurrió en 1810, en pleno auge del comercio de madera de sándalo y el mismo año en que el rey de Kauai llegó al poder, se portó bien y comió de la mano de Kamehameha. Ese mismo año, el abuelo del príncipe Akuli había sido aplastado y subyugado por ser de la vieja escuela. No imaginó que el imperio de las islas tuviese que ver con la pólvora y los artilleros haole. Kamehameha, con mayor visión de futuro, tenía haoles a su servicio, incluidos hombres como Isaac Davis, oficial y único superviviente de la masacrada tripulación de la goleta Fair American, y John Young, contramaestre capturado del lanchón Eleanor. Isaac Davis, John Young y otros tan aventureros como ellos, con las carroñadas de latón de seis libras capturadas a la Iphigenia y a la Fair American, destruyeron las canoas de guerra e hicieron pedazos la moral de quienes luchaban en tierra a favor del rey de Lakanaii, a cambio de lo que recibieron lo acordado de manos de Kamehameha: Isaac Davis, seiscientos cerdos gordos y criados; John Young, quinientos cerdos del mismo tipo.
       Así, de todos los incestos y lujurias de las culturas primitivas y el avance a tientas del animal hacia la hombría, de todos esos asesinatos y brutales luchas y apareamientos con los hermanos pequeños de los semidioses, proviene el refinado y mundano príncipe Akuli —el príncipe pulpo—, con su acento de Oxford y su modernidad propia del siglo XX, polinesio de pura cepa, puente viviente entre los siglos, camarada, amigo y compañero de viaje. El mismo que, debido a la avería de su limusina valorada en siete mil dólares, acabó aislado conmigo en un paraíso de begonias a más de cuatrocientos metros por encima del nivel del mar y de su metrópolis isleña de Olokona, lo que lo llevó a hablarme de su madre, quien, en la vejez, recuperó el concepto religioso de sus antepasados, el culto a sus ancestros y coleccionó y se rodeó de los huesos de sus predecesores en las tinieblas del tiempo.
       —El rey Kalakaua empezó con esa moda del coleccionismo en Oahu —continuó el príncipe Akuli—. Y su reina, Kapiolani, se contagió. Lo coleccionaban todo: esterillas de makaloa, tapas, calabazas, canoas dobles, todo antiguo, además de ídolos que los sacerdotes habían salvado de la destrucción generalizada de 1819. Hace años que no veo un anzuelo de madreperla, pero juro que Kalakaua acumuló diez mil, por no hablar de los anzuelos de mandíbula humana y los mantos de plumas, capas y cascos, azuelas de piedra y mazos de diseño fálico para machacar el poi. Cuando él y Kapiolani realizaban sus viajes reales por las islas, sus anfitriones tenían que ocultar sus reliquias personales. Porque, en teoría, al rey pertenecen todas las propiedades y todos sus súbditos. Y, en lo tocante a los objetos antiguos, para Kalakaua teoría y práctica eran lo mismo.
       »Kanau, mi padre, heredó de él la locura del coleccionismo y Hiwilani se contagió del mismo modo. Pero mi padre era moderno hasta la médula. No creía en los dioses de los kahunas (sacerdotes) ni en los de los misioneros. Solo creía en las reservas de azúcar, la cría de caballos y que su abuelo había sido un necio por no coleccionar unos cuantos hombres como Isaac Davis y John Young y varias carroñadas antes de ir a la guerra con Kamehameha. De manera que juntaba curiosidades al estilo del verdadero coleccionista. Pero mi madre se lo tomaba en serio. Por eso se concentró en los huesos. Recuerdo que también tenía un feo y viejo ídolo de piedra ante el que solía gimotear y arrastrarse. Ahora está en el Museo Deacon. Lo doné tras su muerte. Y la colección de huesos se la di al Mausoleo Real de Olokona.
       »No sé si recuerdas que era hija de Kaaukuu. Pues Kaaukuu había sido un gigante y, cuando construyeron el mausoleo, desenterraron sus huesos, perfectamente limpios y conservados, del lugar en el que estaban ocultos para llevarlos al mausoleo. Hiwilani tenía un viejo criado llamado Ahuna. Una noche le hurtó las llaves a Kanau y ordenó a Ahuna que robase los huesos de su padre del mausoleo. Es verdad. Tuvo que haber sido un gigante porque lo guardaba en una de sus vasijas grandes. Un día, cuando yo ya era un muchacho de buen tamaño, sentí la curiosidad de saber si Kaaukuu sería tan grande como contaba la tradición y saqué su mandíbula inferior, intacta, de la vasija y su envoltura y me la probé. Mi cabeza entera pasó por el hueco y la mandíbula descansó sobre mi cuello y mis hombros, como una collera. Además, conservaba todos los dientes, más blancos que la porcelana, sin un solo agujero, el esmalte sin manchas ni mellas. Recibí la paliza de mi vida por esa ofensa, aunque tuvo que llamar al viejo Ahuna para que la ayudase. Pero aquel incidente me vino muy bien. Sirvió para que ella se convenciera de que no me daban miedo los huesos de los muertos y me garantizó poder estudiar en Oxford; como te contaré si el coche no llega antes.
       »El viejo Ahuna era de los criados del pasado, de los que llevan el sello característico del esclavo fiel. Sabía más sobre la familia de mi madre, y la de mi padre, que los dos juntos. Y sabía algo que ningún otro ser vivo conocía: el lugar donde durante siglos se habían ocultado los huesos de la mayor parte de los antepasados de mi madre y de los de Kanau. Kanau era incapaz de lograr que el viejo se lo contase porque lo consideraba un apóstata.
       »Hiwilani luchó durante años con el viejo. No sé cómo logró convencerlo. Claro que la imagen que daba era la de alguien fiel a la antigua religión. Eso debió de persuadir a Ahuna para que se relajara un poco. O puede que ella le metiese el miedo en el cuerpo, porque sabía muchas de las cosas que solían decir los antiguos hechiceros huni y era capaz de hacer un ruido que indicaba su completa intimidad con Uli, que es el dios más importante de la hechicería para todos los hechiceros. Incluso engañaba al kahuna lanaau (chamán) común cuando se trataba de rezar a Lonopuha y Koleamoku; leía sueños y visiones, señales, presagios e indigestiones de una forma que te dejaba boquiabierto; conseguía que los profesionales protegidos por Maiola, el dios de la medicina, parecieran unos cuentistas; realizaba un encantamiento pule hoe que mareaba a cualquiera y afirmaba que practicaba mejor que nadie kahuna hoenoho, que es el espiritismo moderno. Yo la he visto beber el viento, tener convulsiones y profetizar. Los aumakuas eran sus hermanos cuando les presentaba ofrendas en los altares de los heiaus en ruinas entre oraciones tan inteligibles para mí como espeluznantes. En cuanto al viejo Ahuna, conseguía que se tumbara en el suelo, gimotease y se mordiese a sí mismo cuando le hacía el número del misterio real.
       »Sin embargo, yo creo que lo que lo convenció fue el anaana. Un día consiguió cortarle un mechón de cabello con unas tijeritas de manicura. Ese mechón era lo que llamamos el maunu, que significa cebo. Y se ocupó de que él supiera que tenía ese pelo en su poder. Le dijo que lo había enterrado y que todas las noches realizaba ofrendas y encantamientos a Uli.
       —¿Eso era la oración de la muerte? —pregunté aprovechando la pausa que hizo el príncipe Akuli para encender un cigarrillo.
       —La misma —asintió—. Y Ahuna se lo creyó. Primero intentó localizar el lugar donde estaba oculto su cabello. Al no conseguirlo, contrató a un hechicero pahiuhiu para que lo encontrase. Pero Hiwilani le aguó la fiesta al amenazar al hechicero con hacerle apo leo, que es el arte de privar permanentemente del habla a una persona sin provocarle más daños.
       »Entonces Akuna empezó a consumirse de pena y a parecer un cadáver. Desesperado, apeló a Kanau. Yo estaba presente. Ya has oído contar la clase de hombre que era mi padre.
       »—¡Cerdo! —le dijo a Ahuna—. ¡Canalla! ¡Apestoso! Muérete de una vez. Eres idiota. Todo eso es una tontería. No es verdad. Howard, el borracho haole puede demostrar que los misioneros no dicen la verdad. La ginebra demuestra que Howard no cuenta la verdad. Los médicos dicen que no durará seis meses. Incluso la ginebra miente. La vida también es mentirosa. Los malos tiempos nos acosan y el azúcar está a la baja. Mis yeguas de cría tienen el muermo. Ojalá pudiera dormir durante cien años y despertarme cuando el azúcar haya subido cien puntos».
       »Mi padre era una especie de filósofo, un tanto amargado y con tendencia a soltar epigramas entrecortados. Dio una palmada. “Tráeme un whisky con soda —ordenó—. No, tráeme dos”. Luego le dijo a Ahuna: “Tú, muérete de una vez, viejo pagano, superviviente de la oscuridad, plaga del infierno. Pero no te mueras en esta casa. Yo deseo rodearme de diversión y risas, del dulce cosquilleo de la música y la belleza del movimiento juvenil, no del croar de los sapos enfermos y cadáveres de ojos saltones que aún aguantan de pie sobre sus piernas temblorosas. Si vivo lo bastante, pronto me veré de esa guisa. Y, si no vivo lo bastante, lo lamentaré eternamente. ¿Por qué demonios invertí los últimos veinte mil dólares en la plantación de Curtis? Howard me advirtió que la crisis se acercaba, pero creí que mentía. Curtis se ha pegado un tiro y su capataz ha huido con su hija, el químico encargado del azúcar tiene fiebres tifoideas y todo se va a ir al traste”.
       »Dio una palmada para llamar al servicio y ordenó: “Que venga mi coro. Y los bailarines de hula, muchos. Avisad a Howard. Alguien tiene que pagar y le arrebataré uno de sus seis meses de vida. Pero, sobre todo, quiero música. Que suene la música. Es más fuerte que el alcohol y más rápida que el opio”.
       »¡Él y su adicción a la música! Su padre, el viejo salvaje, había sido invitado a bordo de una fragata francesa y allí oyó una orquesta por primera vez. Al terminar el breve concierto, el capitán, para saber qué pieza le había gustado más, preguntó cuál quería que repitieran. Cuando el abuelo terminó de describirla, ¿qué pieza crees que era?
       Me rendí mientras el príncipe encendía otro cigarrillo.
       —La primera, claro está. No la primera de verdad, sino el afinar de instrumentos que la había precedido.
       Asentí, con regocijo en el rostro y la mirada, y el príncipe Akuli, tras observar con recelo a la vieja wahine y su lei de hala a medio hacer, recuperó su relato sobre los huesos de sus antepasados.
       —Más o menos por entonces, Ahuna se rindió a Hiwilani. No se rindió exactamente, sino que transigió. Y aquí es donde yo entro en juego. Si él le entregaba los huesos de su madre y de su abuelo (padre de Kaaukuu y que, según la tradición, había sido más grande que el gigante de su hijo), ella devolvería a Ahuna el mechón de pelo que usaba para pedir su muerte. Por otro lado, estipuló que no le iba a revelar el lugar secreto donde descansaban los huesos de todos los alii de Lakanaii. Sin embargo, como era demasiado viejo para correr la aventura él solo, debía recibir la ayuda de alguien que acabaría por conocer el secreto, y yo era ese alguien. Sin contar a mi padre y a mi madre, era el alii de mayor rango y en eso estaba a la par que ellos.
       »Así que me convocaron a la habitación en penumbra para enfrentarme a esos dos ancianos sospechosos que andaban en tratos con los muertos. ¡Vaya par! Mi madre gorda hasta la incapacidad y Ahuna flaco como un esqueleto e igual de frágil. Ella daba la impresión de que, si se tumbaba boca arriba, no podría levantarse sin la ayuda de una polea; Ahuna parecía capaz de astillarse si te tropezabas con él.
       »Una vez abordado el tema, surgieron más pilikias (problemas). La actitud de mi padre reforzó mi decisión. Me negué a participar en la expedición para recoger los huesos. Dije que los huesos de todos los alii de mi familia y mi raza me importaban un bledo. Verás, acababa de descubrir a Julio Verne, cuyas obras me había prestado el viejo Howard, y solo pensaba en leer. ¿Huesos? ¡Cuando me esperaban el Polo Norte, el centro de la tierra y peligrosos cometas que surcaban el espacio entre las estrellas! Pues claro que no quería ir en busca de los huesos. Dije que mi padre se encontraba en buenas condiciones físicas para ir él y que luego podría repartirse con mi madre los huesos que recuperase. Pero ella dijo que él solo era un mal coleccionista, o algo similar, aunque más fuerte.
       »—Lo conozco —me aseguró—. Es capaz de apostar los huesos de su madre en una carrera de caballos o una partida de cartas.
       »Yo respaldaba a mi padre en su escepticismo moderno y le dije a mi madre que todo aquello me parecía una bobada. “¿Huesos? —dije— ¿Qué son los huesos? Los ratones de campo, las ratas sarnosas y las cucarachas tienen huesos, aunque las cucarachas los llevan por fuera de la carne, en lugar de por dentro. Lo que diferencia al hombre de los demás animales no son los huesos —le dije—, sino el cerebro. El buey tiene los huesos más grandes que el hombre y más de un pez de los que he comido tiene más espinas, por no hablar de la ballena, que en lo relativo a los huesos es la reina de la creación”.
       »Fue una conversación sincera, que es la costumbre hawaiana, como sabes desde hace mucho tiempo. Por su parte, ella lamentó no haberme regalado al nacer. Después se arrepintió de haberme parido. Le faltó muy poco para hacerme anaana. Me amenazó con llevarlo a cabo y yo hice lo más valiente que he hecho nunca. El viejo Howard me había regalado una navaja que tenía varias hojas, sacacorchos, destornilladores y toda clase de artilugios, incluidas unas tijeras diminutas. Empecé a cortarme las uñas.
       »—Toma —dije mientras le entregaba los recortes—. Para que veas lo que pienso de todo eso. Ahí tienes cebo de sobra. Ahora hazme anaana si puedes.
       »Fue una valentía por mi parte. Solo tenía quince años y había pasado toda mi vida rodeado de misterios, mientras que mi escepticismo era algo nuevo y poco enraizado en mí. Podía mostrarme escéptico al aire libre, bajo la luz del sol. Pero me daba miedo la oscuridad. Y en aquel cuarto en penumbra, entre vasijas llenas de huesos, mi madre conseguía ponerme los pelos de punta. Como decimos ahora, me tenía acongojado. Pero conservé el valor y disimulé. Me salí con la mía, porque mi madre me arrojó los recortes de las uñas a la cara y empezó a llorar. Las lágrimas de una anciana que pesa ciento cincuenta kilos no impresionan demasiado y yo endurecí mi postura.
       »Ella cambió de táctica y empezó a hablar con los muertos. No, peor, los convocó allí mismo y, aunque yo estaba dispuesto a verlos, fue Ahuna quien vio al padre de Kaaukuu en un rincón, por lo que se echó al suelo gimoteando. Yo casi estuve a punto de ver al viejo gigante, pero no lo conseguí.
       »—Que hable él, dije. Pero Hiwilani insistió en hablar por boca del gigante y en transmitirme su solemne orden, según la que debía acompañar a Ahuna hasta el lugar donde los huesos estaban ocultos y traer de vuelta los que mi madre pedía. Yo argumenté que, si era posible invocar a los muertos para que matasen a los vivos con enfermedades devastadoras, y que, si los muertos podían transportarse desde sus criptas al rincón de su dormitorio, no entendía por qué no dejaban sus huesos a mano, en su habitación, listos para las vasijas, antes de despedirse y partir al mundo medio, el superior, el inframundo o dondequiera que habitasen cuando no se dedicaban a hacer visitas sociales.
       »Entonces mi madre se desahogó con el pobre Ahuna y lanzó contra él al fantasma del padre de Kaaukuu, quien supuestamente se ocultaba en el rincón, y que ordenó a Ahuna compartir con ella el lugar donde descansaban los huesos. Yo intenté darle ánimos diciéndole que permitiese que el fantasma divulgase el secreto porque nadie podría saberlo mejor que él, ya que llevaba más de un siglo residiendo allí. Pero Ahuna era de la vieja escuela. No poseía ni una pizca de escepticismo. Cuanto más lo asustaba Hiwilani, más se revolcaba en el suelo y más gimoteaba.
       »Sin embargo, cuando empezó a morderse a sí mismo, cedí. Me daba pena pero, por encima de eso, empecé a admirarlo. Tenía mucho mérito, aunque fuese un superviviente de la oscuridad. Amenazado cruelmente por el miedo que le provocaba tanto misterio, creyendo ciegamente lo que Hiwilani le decía, se encontraba entre dos lealtades. Ella era su alii viva, su alii kapo (jefa sagrada). Debía mostrarse fiel a ella, pero mayor devoción le exigían todos los aliis muertos de su estirpe, que dependían solo de él para que nadie disturbase el descanso de sus huesos.
       »Cedí, aunque también puse condiciones. Mi padre, de la nueva escuela, se había negado rotundamente a dejarme ir a estudiar a Inglaterra. La crisis del azúcar le parecía motivo suficiente. Mi madre, de la vieja escuela, se había negado rotundamente porque su mente pagana era demasiado cerrada para valorar la educación, aunque su astucia le permitía apreciar que la educación llevaba a poner en duda todo lo antiguo. Yo quería estudiar ciencia, arte, filosofía, estudiar todo lo que sabía el viejo Howard y que le permitía, a un paso de la tumba, burlarse de la superstición y prestarme a Julio Verne para que lo leyera. Había estudiado en Oxford antes de seguir el mal camino y fue él quién me metió en la mollera la idea de ir allí.
       »Al final, ganamos Ahuna y yo, la vieja escuela y la nueva aliadas. Mi madre prometió que conseguiría que mi padre me enviase a Inglaterra, aunque tuviese que acosarlo para que bebiese sin descanso, hasta que no pudiese digerir ni un solo alimento. Además, Howard me acompañaría para que pudiera enterrarlo decentemente en Inglaterra. Era un tipo curioso, el viejo Howard, irrepetible. Te contaré una anécdota sobre él. Ocurrió cuando Kalakaua iba a partir en su viaje alrededor del mundo. Lo recordarás, cuando Armstrong, Judd y el ayuda de cámara borracho de un barón alemán lo acompañaron. Kalakaua propuso a Howard…
       Pero entonces, el desastre del que llevaba recelando tanto tiempo cayó sobre el príncipe Akuli. La vieja wahine había terminado su lei de hala. Descalza, sin adornos femeninos, envuelta en un vestido informe de algodón lavado en exceso, el rostro marchito por la edad y las manos retorcidas y nudosas debido al trabajo, se agachó ante él y cantó una mele en su honor y, aún agachada, le puso el lei alrededor del cuello. Es cierto que el hala olía muy fuerte; sin embargo, a mí me pareció un acto precioso que cubría de belleza a la anciana. Mi mente regresó a la narración del príncipe y no pude evitar compararla con Ahuna.
       Es verdad que ser un alii en Hawái, incluso en la segunda década del siglo XX, no resulta sencillo. El alii, seguidor de lo nuevo, debe mostrase amable y regio con los ancianos seguidores de lo antiguo. El príncipe sin reino —su amada isla tiempo atrás anexionada por Estados Unidos e incluida en un mismo territorio con el resto de las islas hawaianas— no reveló la repugnancia que le provocaba el olor del hala. Realizó una refinada inclinación de cabeza y yo supe que sus condescendientes y soberanas palabras en hawaiano puro llenarían el corazón de la anciana de calidez hasta el día de su muerte, al recordar tan maravillosa ocasión. Si no hubiese estado totalmente seguro de que ella no vería la mueca que hizo en mi dirección, jamás se habría atrevido a hacerla.
       —Así —continuó el príncipe Akuli cuando la wahine se alejó tambaleándose en pleno éxtasis—, Ahuna y yo partimos hacia nuestra aventura como ladrones de tumbas. Ya conoces la Costa Escarpada, ¿verdad?
       Asentí porque conocía perfectamente el espectáculo de aquellas leguas de lava en la costa de barlovento, verdaderamente escarpadas en lo referente a desembarcar o fondear, enormes y agrestes acantilados de cientos de metros de altura, con las cimas envueltas en nubes y chaparrones y la zona baja golpeada por las olas provocadas por los alisios, que tras estrellarse en la pared saltaban a chorro, convertidas en espuma blanca y el aire, desde el nivel del mar hasta las nubes de lluvia, se llenaba de una miríada de cascadas saltarinas que, día y noche, originaban incontables arcoíris de sol y de luna. Los valles —así llamados, aunque en realidad eran simples fisuras— hendían las ciclópeas paredes y se internaban en una zona interior elevada y terriblemente vertical, casi toda inaccesible al pie humano y solo hollada por las cabras salvajes.
       —Bien poco sabes tú de ella —contestó el príncipe Akuli al ver que yo asentía—. Solo la has visto desde las cubiertas de los vapores. Allí hay valles inhabitados de los que no se puede salir por tierra y a los que acceder desde una canoa resulta muy peligroso y solo en algunos días escogidos de dos meses al año. A los veintiocho años fui a cazar a uno de ellos. A pesar de ser en la época buena, el mal tiempo nos dejó allí aislados durante tres semanas. Luego, cinco de los que formábamos el grupo salimos de allí nadando entre el oleaje. Tres conseguimos llegar a las canoas que nos esperaban. Los otros dos fueron arrojados de vuelta a la arena, cada uno con un brazo roto. Excepto nosotros, el grupo entero se quedó allí hasta el año siguiente, diez meses después. Uno de ellos era Wilson, de Wilson & Hall, los agentes azucareros de Honolulú. Y estaba comprometido para casarse.
       »He visto cabras recibir los disparos de un cazador en lo alto y caer a mis pies, mil metros más abajo. Créeme, el paisaje pareció escupir cabras y piedras durante diez minutos. Uno de los tripulantes de mi canoa se cayó de la senda que avanzaba entre los dos pequeños valles de Aipio y Luno. El primer golpe se lo dio cuatrocientos cincuenta metros más abajo y fue a parar a una repisa situada cien metros por debajo de ese primer punto. No lo enterramos. No pudimos llegar a él y aún no se habían inventado las máquinas voladoras. Sus huesos siguen allí y, a no ser que lo evite algún terremoto o un volcán, seguirán allí cuando suenen las trompetas del Juicio Final.
       »¡Cielos! No hace mucho tiempo, cuando nuestro Comité de Promoción, intentando competir con Honolulú para atraer al turismo, solicitó a los ingenieros un presupuesto para construir una ruta turística a lo largo de la Costa Escarpada, las cifras más bajas ascendían a ciento setenta mil dólares por kilómetro.
       »Pues Ahuna y yo, un anciano y un chico, zarpamos hacia esa costa tan dura en una canoa tripulada por viejos. El más joven, el timonel, pasaba de los sesenta y el resto, como poco, tenía una media de setenta años. Eran ocho y zarpamos de noche para que nadie nos viera marchar. Esos ancianos que se jugaban la vida no conocían más que la parte superficial del secreto. Solo podían llevarnos hasta la periferia.
       »Y la periferia era, no me importa contarlo, el valle de Ponuloo. Llegamos tres días después a primera hora de la tarde. Los ancianos no tenían demasiada fuerza para remar. Resultó una expedición muy curiosa en aguas tan peligrosas porque cada dos por tres alguno de nuestros ancianos marinos se desmayaba o se desplomaba. Incluso uno murió la mañana del segundo día. Lo enterramos arrojándolo por la borda. Las ceremonias paganas que aquellos viejos realizaron para enterrar a su hermano eran de lo más extrañas. Yo solo tenía quince años, era alii kapo de todos ellos por sangre y por el derecho hereditario según las leyes paganas, aficionado a Julio Verne y pronto zarparía hacia Inglaterra para formarme allí. Así se aprende. No es de extrañar que mi padre fuese filósofo y durante su vida abarcarse la historia del hombre desde los sacrificios humanos y la adoración de los ídolos, pasando por las distintas religiones que el hombre siguió mientras luchaba por ascender, hasta la Medusa del ateísmo total. Tampoco es de extrañar que, como el viejo Eclesiastés, encontrase la vanidad en todas las cosas y desistiera de interesarse por el azúcar, los coros y los bailarines de hula.
       El príncipe Akuli se debatió con su alma durante un rato.
       —Oh, bueno —suspiró—. Yo también he abarcado lo mío. —Olfateó con asco el olor del lei de hala que lo asfixiaba—. Apesta a todo lo antiguo —comentó— y yo apesto a lo moderno. Mi padre tenía razón. Lo mejor es que el azúcar suba cien puntos o tener un póquer de ases en una partida. Si la Gran Guerra dura un año más, ganaré cerca de dos millones de dólares. Si mañana se firma la paz, con la recesión consiguiente, podría enumerar a unos cien que perderán mi generosidad inequívoca y se irán a las viejas casas nativas que mi padre y yo les donamos hace mucho tiempo.
       Dio una palmada y la anciana wahine se tambaleó hacia él, apresurada por atenderlo. Se agachó frente al príncipe al tiempo que él sacaba un bloc y un lápiz del bolsillo de su chaqueta.
       —Cada mes, anciana de nuestra vieja raza —le dijo—, recibirás, por servicio postal rural gratuito, un trozo de papel escrito que podrás cambiar en cualquier tienda por diez dólares de oro. Eso será así mientras vivas. ¡Observa! Aquí y ahora, con este lápiz y sobre este papel, dejo constancia de lo que te digo. Y lo hago porque eres de mi raza y me sirves, y porque hoy me has honrado con tus esterillas, sobre las que me siento, y con tú tres veces bendito y tres veces delicioso lei de hala.
       A mí me dedicó una mirada cansada y escéptica, y me dijo:
       —Si muero mañana, mis abogados no solo impugnarán mi forma de disponer de mis propiedades, sino que también impugnarán las obras de caridad y las pensiones concedidas, además de mi claridad de ideas.
       »Era el momento adecuado del año para ir hasta allí, pero aun así, con aquellos ancianos a los remos, no intentamos desembarcar hasta no haber reunido a la mitad de la población del valle de Ponuloo en la playa, pequeña y empinada. Después contamos las olas, escogimos la mejor y corrimos sobre ella. Por supuesto, la canoa se llenó de agua y la batanga se hizo pedazos, pero los que estaban en la orilla nos recogieron ilesos más allá del punto donde batían las olas.
       »Ahuna empezó a dar órdenes. Todos debían permanecer en sus casas durante la noche, sujetar a los perros y atarles las fauces para que no ladraran. De noche, Ahuna y yo nos marchamos sin que nadie supiera si habíamos ido hacia la derecha, la izquierda o valle arriba, hasta la cima. Llevábamos tasajo, poi duro y aku seco, y por la cantidad de comida supe que estaríamos fuera varios días. ¡Qué camino! Era una auténtica escalera de Jacob al cielo, porque el primer pali, casi recto, se alzaba novecientos metros por encima del nivel del mar. ¡Y lo ascendimos a oscuras!
       »En lo alto, donde ya ni siquiera se veía el valle que habíamos dejado, dormimos hasta el alba sobre la roca, en un recoveco que Ahuna conocía y que era tan pequeño que estábamos apretujados. El anciano, por miedo a que pudiera moverme en medio del sueño agitado propio de la juventud, se tumbó en la parte exterior, con un brazo sobre mí. Cuando amaneció comprendí la razón. Entre nosotros y el borde del acantilado había algo menos de un metro. Me arrastré hasta la orilla y miré: vi que el abismo aumentaba su inmensidad a medida que la luz crecía y empecé a temblar porque me daba miedo la altura. Por fin conseguí ver el mar, novecientos metros por debajo de mí. ¡Y habíamos ascendido a oscuras!
       »Al descender al siguiente valle, que era diminuto, encontramos restos de una población antigua, pero no gente. La única forma de avanzar eran las sendas imposibles que subían y bajaban las vertiginosas paredes de los valles y que iban de un valle a otro. Pero por muy flaco y envejecido que Ahuna estuviese, parecía incansable. En el segundo valle vivía un viejo leproso que había llegado hasta allí para ocultarse. No me conocía y, cuando Ahuna le dijo quién era, se arrastró a mis pies, casi a punto de agarrarse a ellos, y con su boca sin labios murmuró una mele de todo mi linaje.
       »El siguiente valle resultó ser el nuestro. Era alargado y tan estrecho que en su suelo no había tierra suficiente para cultivar taro para una sola persona. Además, no tenía playa y el arroyo que lo recorría daba un salto de casi cien metros para llegar al mar. Era un lugar olvidado de Dios, formado por una lava desnuda y erosionada en la que la escasa vegetación encontraba pocos lugares donde enraizar. Ascendimos por aquella grieta serpenteante durante kilómetros, a través de las imponentes paredes y nos adentramos en el caos de la zona interior que se extiende tras la Costa Escarpada. No sé hasta dónde se adentraba aquel valle, pero creo que hasta muy lejos, a juzgar por la cantidad de agua del arroyo. No llegamos al extremo del valle. Me fijé en que Ahuna lanzaba miradas a todos los picos y supe que se estaba orientando por los elementos del paisaje. Cuando por fin nos detuvimos, fue de repente y con certeza. Lo había encontrado. Arrojó al suelo el equipo y la comida que llevaba. Aquel era el lugar. Observé las paredes implacables y duras que se alzaban a ambos lados, sin vegetación alguna, y pensé que en semejante sitio no podía haber nada enterrado.
       »Comimos y luego nos desnudamos para trabajar. Ahuna solo me permitió conservar el calzado. Ataviado de la misma forma y prodigiosamente delgado, se quedó de pie junto a mí en el borde de una charca profunda.
       »—Te sumergirás en la charca en este punto —me dijo—. Tantea las paredes con las manos al descender y, más o menos a una braza y media, encontrarás un agujero. Entra en él de cabeza, pero despacio, porque las rocas de lava son cortantes y podrían herirte en cabeza y cuerpo.
       »—¿Y después? —pregunté.
       »—Verás que el agujero se va ampliando —fue su respuesta—. Cuando hayas recorrido las ocho brazas del paso, asciende despacio y tu cabeza saldrá al aire, por encima del agua, en la oscuridad. Espérame ahí. El agua está muy fría.
       »No me hizo gracia. No pensaba en el agua fría ni en la oscuridad, sino en los huesos.
       »—Ve tú primero —le dije.
       »Pero afirmó que no podía.
       »—Eres mi alii, mi príncipe —me dijo—. Es imposible que entre antes que tú en la tumba sagrada de tus regios antepasados.
       »Pero la perspectiva no me hacía gracia.
       »—Déjate de príncipes —le dije—. No es tan bueno como lo pintan. Ve tú primero y jamás lo contaré.
       »—No solo debemos contentar a los vivos —me reprendió—, sino también a los muertos. Además, a los muertos no se les puede mentir.
       »Continuamos discutiendo y al cabo de media hora seguíamos en punto muerto. Yo no quería y él no podía. Intentó animarme apelando a mi orgullo. Cantó las hazañas heroicas de mis antepasados. Recuerdo en especial lo que cantó de Mokomoku, mi bisabuelo y padre gigantesco del gigantesco Kaaukuu: tres veces, durante la batalla, Mokomoku saltó entre sus enemigos, agarró por el cuello a un guerrero con cada mano y golpeó sus cabezas hasta matarlos. Pero no fue eso lo que me decidió. Me compadecí de Ahuna, que estaba como loco por miedo a que la expedición se quedase en nada. Además, mi admiración por el anciano no dejaba de aumentar, sobre todo desde que había decidido dormir entre mi cuerpo y el precipicio.
       »Así, con la autoridad de un auténtico alii, dije: “Sígueme de inmediato” y salté al agua. Todo lo que había dicho era cierto. Encontré la entrada al paso subterráneo, lo crucé nadando con cuidado, aunque me hice un corte en un hombro contra la afilada superficie de lava, y emergí al aire y la oscuridad. Pero antes de contar hasta treinta, él apareció a mi lado, apoyó su brazo en el mío para asegurarse de que estaba bien y me indicó que nadase por delante de él durante unos treinta metros. Entonces hicimos pie y salimos ascendiendo las rocas. No había luz y recuerdo que me alegré de encontrarnos a tanta altura que no pudiese haber ciempiés.
       »Él llevaba una calabaza de coco perfectamente taponada y llena del aceite de una ballena que debió llegar a la playa de Lahaina treinta años antes. De la boca sacó una especie de caja de cerillas estanca, hecha con dos cartuchos de rifle vacíos y fuertemente encajados el uno en el otro. Encendió el pabilo que flotaba en el aceite y miré a mi alrededor y me sentí decepcionado. No era un nicho, sino un simple tubo de lava, de los que hay en todas las islas.
       »Me entregó la calabaza de luz y me indicó el camino que debía seguir por delante de él, que era largo pero no mucho. La verdad es que era largo, al menos kilómetro y medio, aunque a mí me parecieron diez, y avanzaba siempre en ascenso. Cuando Ahuna me dijo, por fin, que me detuviese, supe que estábamos cerca de nuestra meta. Se arrodilló sobre la lava cortante y rodeó mis rodillas con sus delgados brazos. Puso sobre su cabeza una de mis manos, aquella con la que no sujetaba la calabaza. Cantó para mí con su voz cascada y temblorosa, la estirpe de la que desciendo y mi elevada categoría de alii. Después, me dijo:
       »—No le cuentes a Kanau, ni a Hiwilani, nada de lo que estás a punto de ver. Kanau no respeta lo sagrado. Su cabeza está llena de azúcar y de caballos. Sé que vendió un manto de plumas que su abuelo había usado a un coleccionista inglés por ocho mil dólares y que perdió el dinero al día siguiente, porque lo apostó en el partido de polo entre Maui y Oahu. Hiwilani, tu madre, respeta lo sagrado, pero en exceso. Envejece, pierde la cabeza y se entrega demasiado a la hechicería.
       »—No —respondí—. No se lo diré a nadie. Si lo hiciera, tendría que volver aquí. Y no quiero regresar jamás a este sitio. Estoy dispuesto a probar cualquier cosa una vez. Pero esto no pienso repetirlo.
       »—Me parece bien —dijo, se puso en pie y se apartó para que yo entrase antes que él. Luego, añadió—: Tu madre es vieja. Le llevaré, según lo prometido, los huesos de su madre y su abuelo. Eso la mantendrá contenta hasta que muera. Después, si muero antes que ella, serás tú quien deba ocuparse de que todos los huesos de su colección familiar acaben en el Mausoleo Real.
       »Le he echado un vistazo a todos los museos de las islas —continuó el príncipe Akuli—, y debo decir que la totalidad de las colecciones ni siquiera se acerca a lo que vi en nuestra cueva de los huesos de Lakanaii. No olvides que, con razón y según la historia, nuestra genealogía es la más antigua y elevada de las islas. Todo lo que yo había soñado u oído contar, y mucho más, estaba allí. Era un lugar impresionante. Ahuna, sin dejar de murmurar oraciones y meles, iba de un lado a otro, encendiendo las muchas calabazas que allí había, llenas de aceite de ballena. Tenía ante mí la raza hawaiana al completo, desde el principio de los tiempos. Fardos de huesos y más fardos de huesos, todos envueltos en tapa, hasta el punto de que aquello parecía el departamento de paquetes de una oficina de correos.
       »¡Y muchas más cosas! Había kahilis, que, según sabrás, surgieron a partir de los espantamoscas y se convirtieron en un símbolo de la realeza, hasta el punto de superar en tamaño a los plumeros de los coches fúnebres y de contar con empuñaduras que medían entre braza y media y dos brazas de largo. ¡Y qué empuñaduras! Eran de madera de kauila, taraceada con conchas, marfil y hueso, y hechas con una maestría que nuestros artesanos habían perdido un siglo antes. Era como un ático donde una familia llevase siglos guardando sus antigüedades. Vi por primera vez cosas de las que solo había oído hablar, como las pahoas, hechas con dientes de ballena y sujetas con cabello humano trenzado, que solo llevaban colgadas al pecho los de mayor rango.
       »Había tapas y esterillas excepcionales y muy antiguas; mantos y leis, cascos y capas, todo de valor incalculable, algunos tan antiguos que estaban hechos con plumas de mamo, iwi y o-o. Uno de los mantos de mamo era superior a ese tan magnífico que tienen en el Museo Bishop de Honolulú y cuyo valor calculan entre medio millón y un millón de dólares. En ese momento me alegré de que Kanau no supiera nada de aquello.
       »¡Qué cantidad de objetos! Calabazas talladas, grandes y pequeñas, rascadores de concha, redes de fibra de olona, un montón de cestos de ié-ié, anzuelos de toda clase de huesos y cucharas de concha. Instrumentos musicales de tiempos olvidados: ukukes, flautas de nariz y kiokios, que también se tocan con un orificio nasal destapado. Cuencos tabú para poi y para lavarse los dedos, azuelas zurdas de los dioses de las canoas, lámparas de lava, morteros con sus manos hechos de piedra y mazos para machacar el poi. Y más azuelas, miles de ellas, muy bonitas, desde las que pesaban unos gramos, para tallar mejor los ídolos, hasta las de siete kilos, empleadas para talar árboles, todas con los mangos más hermosos que he visto jamás.
       »Había kaekeekes, ya sabes que son nuestros tambores antiguos, hechos con partes huecas de las palmeras cocoteras y un extremo cubierto con piel de tiburón. Ahuna me señaló el primer kaekeeke de todo Hawái y me contó la historia. Sin duda era muy antiguo. Temía tocarlo por si la madera podrida por el paso del tiempo se desintegraba, con la piel de tiburón hecha jirones aún sujeta a ella. “Es el más antiguo y padre de todos nuestros kaekeekes —me dijo Ahuna—. Kila, el hijo de Moikeha, lo trajo de Raiatea, en el Pacífico Sur. Y fue Kahai, hijo de Kila, quien realizó ese mismo viaje, estuvo fuera diez años y volvió de Tahití trayendo consigo los primeros árboles del pan que germinaron y crecieron en suelo hawaiano”.
       »¡Y la gran cantidad de huesos! ¡Qué despliegue de paquetes! Además de los fardos pequeños de huesos largos, había esqueletos enteros, envueltos en tapa, tendidos en canoas para un hombre, para dos y para tres, de madera de koa, tan preciada, con batangas curvas de madera de wili-wili, y auténticos remos a mano, con el saliente io en el punto que simulaba la continuación del mango, como si, igual que una brocheta, se ensartara en la parte plana de la pala. Las armas empleadas en la guerra yacían al lado de los huesos sin vida que las habían empuñado: pistolas de arzón oxidadas, pistolas de cañón corto y calibre ancho, revólveres pimenteros, otros de cinco cañones, rifles largos de Kentucky, mosquetes con los que comerciaba la Compañía de la Bahía de Hudson, espadas hechas con dientes de tiburón, cuchillos de madera, flechas y lanzas con puntas de hueso de pez, cerdo y hombre, y lanzas y flechas con puntas de madera endurecidas al fuego.
       »Ahuna me puso una lanza en la mano, cuya punta estaba hecha con la larga tibia de un hombre, y me contó su historia. Pero antes desenvolvió los huesos largos, de los brazos y las piernas, que contenían dos paquetes, cuidadosamente atados como fardos de leña.
       »—Esta es Laulani —dijo Ahuna mientras me mostraba el escaso y blanco contenido de uno de los paquetes—. Era la esposa de Akaiko, cuyos huesos, ahora en tus manos, más grandes y masculinos como verás, soportaron, hace tres siglos, la carne de un hombre enorme que pesaba ciento treinta kilos y medía dos metros con trece centímetros. Y la punta de esta lanza está hecha con la tibia de Keola, uno de los mejores corredores y luchadores de su tiempo. Amaba a Laulani, quien huyó con él. Pero en una olvidada batalla en las arenas de Kalini, Akaiko se lanzó contra las líneas enemigas, a la cabeza de un ataque victorioso, se apoderó de Keola, amante de su mujer, lo arrojó al suelo y le cortó el cuello con un cuchillo de dientes de tiburón. Así luchaba, en los viejos tiempos, el hombre contra otro hombre por una mujer. Laulani era hermosa, tanto como para que los huesos de Keola acabasen, por ella, formando la punta de una lanza. Tenía cuerpo de reina, en su interior albergaba ternura y sus dedos habían sido masajeados desde que nació, por lo que eran finos y pequeños. Hemos recordado su belleza durante diez generaciones. El coro de tu padre, hoy en día, canta su belleza en el hula que lleva su nombre. Esa es Laulani, a la que ahora sujetas en tus manos.
       »Cuando Ahuna acabó, miré con los ojos de la imaginación, al mismo tiempo serenos y desmedidos. El viejo Howard me había prestado sus obras de Tennyson y yo había suspirado muchas veces con sus Idilios del rey. Pensé que allí estaban los tres, Arturo, Lanzarote y Ginebra, y que aquello era el final de todo, de la vida y los conflictos, del esfuerzo y el amor: que las almas fatigadas de aquellos fallecidos tanto tiempo atrás fuesen invocadas por viejas gordas y hechiceros sarnosos, que sus huesos fuesen codiciados por los coleccionistas y sirviesen para apostar en las carreras o a las cartas, o acabasen vendidos para reunir dinero e invertirlo en acciones de alguna azucarera.
       »Me aclaró muchas cosas. En aquella tumba aprendí una gran lección. Le dije a Ahuna:
       »—Me llevaré para mí la lanza con la tibia de Keola. Jamás la venderé. La guardaré siempre.
       »—¿Para qué? —preguntó.
       »—Para que su contemplación mantenga mi cabeza serena y mis pies en la tierra, al ser consciente de que son pocos los hombres que, después de llevar trescientos años muertos, dejan tras de sí restos suficientes como para hacer una punta de lanza.
       »Ahuna inclinó la cabeza y alabó mi buen juicio. Pero en ese momento, la cuerda de olona se rompió debido al paso del tiempo y los pequeños huesos de mujer que pertenecían a Laulani se escaparon de mis manos y repiquetearon sobre el suelo de piedra. Una tibia cayó bajo la sombra oscura que proyectaba la proa de una canoa y yo decidí que iba a ser mía. De modo que me apresuré a ayudarlo a recoger los huesos y la cuerda para que no notara su falta.
       »—Este es Mokomoku —dijo Ahuna, presentándome a otro de mis antepasados—, tu bisabuelo, el padre de Kaaukuu. Mira el tamaño de sus huesos. Era un gigante. Lo llevaré yo, porque a ti te costará bastante llevar la larga lanza de Keola. Y esta es Lele-mahoa, tu abuela, madre de tu madre, a la que llevarás tú. El tiempo pasa y aún debemos cruzar las aguas hasta el sol, antes de que la oscuridad lo oculte al mundo.
       »Pero Ahuna, ocupado en apagar las calabazas de luz hundiendo los pabilos en el aceite de ballena, no me vio añadir la tibia de Laulani a los huesos de mi abuela.
       La bocina del automóvil enviado desde Olokona para rescatarnos interrumpió la narrativa del príncipe. Nos despedimos de la anciana wahine, nueva propietaria de una pensión, y partimos. Cuando casi habíamos recorrido un kilómetro, el príncipe Akuli reanudó su historia.
       —Así que Ahuna y yo regresamos junto a Hiwilani y, para su felicidad, que duró hasta su muerte, al año siguiente, dos antepasados más la acompañaron en su dormitorio en penumbra, dentro de sus vasijas. Además, cumplió su pacto y presionó a mi padre para que me enviara a Inglaterra. Me llevé conmigo al viejo Howard, quien se animó y refutó a los médicos, de manera que transcurrieron tres años antes de que lo enterrase y lo devolviese al seno de su familia. A veces pienso que fue el hombre más brillante que he conocido. Ahuna, el último custodio de los secretos de nuestros aliis, aguantó con vida hasta que regresé de Inglaterra. En su lecho de muerte volvió a rogarme que jamás revelara la situación de la tumba, en aquel valle sin nombre, y que nunca tornara a ella.
       »He olvidado mencionar muchas más cosas que vi en la cueva. Estaban los huesos de Kumi, el casi semidiós, hijo de Tui Manua de Samoa, quien entró a formar parte de mi estirpe por matrimonio e impulsó mi genealogía con su sangre nueva. Y los huesos de mi bisabuela, la que dormía en la cama con dosel que le había regalado Lord Byron. Ahuna insinuó que, según la tradición, había motivos que explicaban ese regalo, además de la prolongada estancia de la Blonde en Olokona. Y yo sostuve sus huesos en mis manos, unos huesos que estuvieron recubiertos de una belleza sensible, llenos de vida y energía, imbuidos de amor y de la ternura de otros brazos, ojos y labios, que me habían engendrado a mí, al final de la generación aún por nacer. Fue una gran experiencia. Es verdad que soy moderno. No creo en los misterios de la antigüedad ni en los kahunas. Y, sin embargo, en esa cueva vi cosas que no me atrevo a nombrar y que, ahora que Ahuna ha muerto, solo yo sé de entre todos los seres vivos. No tengo hijos. Mi larga estirpe acaba conmigo. Estamos en el siglo XX y apestamos a gasolina. Pero todas esas cosas indescriptibles morirán conmigo. Jamás volveré a esa tumba. Tampoco en el futuro la contemplarán los ojos de ningún hombre vivo, a menos que algún terremoto desgarre y haga pedazos las montañas, dejando al descubierto los secretos que ocultan en su interior.
       El príncipe Akuli guardó silencio. Con un gesto de alivio, se quitó el lei de hala del cuello, suspiró y lo arrojó para que quedase oculto tras el denso seto de lantana que bordeaba la carretera.
       —¿Y la tibia de Laulani? —pregunté en voz baja.
       Guardó silencio mientras dejábamos atrás más de un kilómetro de pastos que se convirtieron en una plantación de caña de azúcar.
       —La tengo yo —dijo—. Y junto a ella está Keola, muerto antes de tiempo y convertido en la punta de una lanza por el amor de una mujer cuya tibia permanece a su lado. A ellos, a esos pobres y conmovedores huesos, debo más que a ninguna otra cosa o persona. Llegaron a mi poder en el punto álgido de mi adolescencia. Sé que cambiaron el curso de mi vida y mi forma de pensar. Me aportaron una modestia y una humildad gracias a las que la fortuna de mi padre no ha logrado nunca seducirme.
       »Y a menudo, cuando alguna mujer ha estado a punto de hacerse con el dominio de mi mente, he ido en busca de la tibia de Laulani. Además, cuando la hombría me ha llevado a sentirme excesivamente orgulloso y ansioso, he consultado la punta de lanza que es lo que queda de Keola, veloz corredor, luchador potente, amante y ladrón de la esposa de un rey. La contemplación de ambos huesos siempre me ha sido de gran ayuda y podríamos decir que en ellos he fundado mi religión… o mi forma de vivir.



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