Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


Una apuesta peligrosa (1912)
(“A Flutter in Eggs”)
Originalmente publicado en la revista Cosmopolitan, v. 52 (marzo 1912), 545-558;
Smoke Bellew
(Nueva York: The Century Co., 1912, 386 págs.)



      Una fría mañana de helada, en el gran almacén de la Compañía AC en Dawson, Lucille Arral hizo señas a Smoke Bellew para que se acercara al mostrador de mercería. El tendero se había ido de expedición a los almacenes interiores y, a pesar de las enormes estufas al rojo vivo, Lucille había vuelto a ponerse las manoplas.
       Smoke la obedeció con diligencia. No existía hombre en Dawson que no se hubiera sentido halagado por llamar la atención de Lucille Arral, la soprano soubrette de la pequeña compañía que actuaba todas las noches en el salón de baile que servía de teatro.
       —Esto está muy parado —se quejó ella, de mal humor pero muy guapa, en cuanto se estrecharon la mano—. Hace una semana que no hay estampidas. El baile de máscaras que Skiff Mitchell iba a celebrar ha quedado aplazado. No circula el oro. En el teatro siempre quedan huecos libres entre el público de pie. Y no entra correo del exterior desde hace dos semanas. Resumiendo: esta ciudad se ha metido en su cueva y se ha echado a dormir. Tenemos que hacer algo. Hay que animarla y tú y yo podemos hacerlo. Si alguien puede provocar un revuelo somos nosotros. He roto con Aguas Rápidas, como sabrás.
       Smoke sufrió dos visiones casi de forma simultánea. En una vio a Joy Gastell y en la otra se vio a sí mismo en medio de una desoladora extensión de nieve, a la luz de la fría luna ártica, huyendo de los precisos y veloces disparos del susodicho Aguas Rápidas. La reticencia de Smoke a provocar un revuelo con la ayuda de Lucille Arral fue demasiado evidente como para que ella no la notase.
       —No estoy pensando en absoluto lo que piensas tú, gracias —le riñó entre risas y mohínes—. Para que yo me lanzase a tus brazos tendrías que tener más brazos y mucho más fuertes de lo que los tienes para sujetarme.
       —Hay quien ha muerto de un infarto al conocer de repente su buena fortuna —murmuró Smoke con la alegría falsa del alivio.
       —Mentiroso —respondió ella con magnanimidad—. Estabas muerto de miedo. Pero créeme, Smoke Bellew, no pienso tirarte los tejos y si tú me los tiras a mí Aguas Rápidas se ocupará de ti. Ya lo conoces. Además, no he roto en serio con él.
       —Sigue con tu rompecabezas —se burló él—, a ver si dentro de un rato me entero de qué es lo que quieres.
       —No te vuelvas loco, Smoke, ya te lo explico yo. Aguas Rápidas cree que he roto con él, ¿no lo entiendes?
       —Pero ¿has roto o no?
       —No, no. Aunque eso queda entre tú y yo, en confianza. El cree que sí. Le armé una buena y le hice creer que lo dejaba, pero se lo merecía.
       —¿Cuál es mi papel? ¿Candidato de paja o chivo expiatorio?
       —Ninguno. Tú ganas un montón de dinero, nos reímos de Aguas Rápidas, animamos Dawson y, lo mejor y el motivo de todo esto, él recibe el castigo que se merece. Lo necesita. Es… bueno, la mejor forma de describirlo es decir que es demasiado turbulento. Que sea un tipo fornido y grande, que posea tantas concesiones millonarias que no sepa cuantas…
       —Y que esté comprometido con la mujer más hermosa de Alaska —interpoló Smoke.
       —Sí, eso también, gracias, pero no le da derecho a mostrarse desenfrenado. Anoche volvió a hacerlo. Cubrió el suelo del M & M con oro en polvo. Tiró mil dólares. Abrió la bolsa y la vació bajo los pies de los bailarines. Ya lo habrás oído contar.
       —Sí, esta mañana. Me gustaría ser el encargado de barrer ese local. Pero sigo sin entender qué quieres. ¿A dónde quieres llegar?
       —Verás, se pasó de turbulento. Rompí nuestro compromiso y ahora anda por ahí quejándose como si tuviese el corazón roto. Y ya voy al grano. A mí me gustan los huevos.
       —¡Madre mía! —gritó Smoke, desesperado—. ¿Qué tiene eso que ver? ¿Dime?
       —Espera.
       —¿Pero qué tienen que ver los huevos y el apetito con esto? —insistió.
       —Todo, si me prestas atención.
       —Te escucho, te escucho —canturreó él.
       —A ver si es verdad. Me gustan los huevos y en Dawson el suministro de huevos es limitado.
       —Ya, eso también lo sé. La mayoría los tiene el restaurante de Slavovitch. Un huevo con jamón cocido, tres dólares; dos huevos con jamón cocido, cinco dólares. Eso significa dos dólares por huevo al por menor. Y solo los mejores, los Arral y los Aguas Rápidas de la región se los pueden permitir.
       —A él también le gustan los huevos —continuó ella—. Pero no se trata de eso. Se trata de que me gustan a mí. Desayuno todos los días a las once de la mañana en el restaurante de Slavovitch y siempre tomo dos huevos. —Hizo una pausa para impresionar—. Imagina, solo imagina, que alguien acapara los huevos.
       Esperó y Smoke la miró con asombro, al tiempo que, para sus adentros, aprobaba la buena elección que Aguas Rápidas había hecho.
       —No me sigues —dijo ella.
       —Continúa —contestó él—. Me rindo. ¿Cuál es la respuesta?
       —¡Idiota! Ya conoces a Aguas Rápidas. Cuando vea que anhelo comer huevos, y soy capaz de leer su mente como un libro abierto y soy capaz de anhelar como pocas, ¿qué crees que hará?
       —Contesta tú, vamos.
       —Pues saldrá de estampida a buscar al hombre que acapara los huevos. Y comprará su monopolio, cueste lo que cueste. Imagina: yo entro en el restaurante de Slavovitch a las once. Aguas Rápidas estará en la mesa de al lado. Se ocupará de estar allí. «Dos huevos al plato», le diré al camarero. «Lo siento, señorita Arral», contestará el camarero, «ya no quedan huevos». Entonces hablará Aguas Rápidas con esa voz de oso que tiene: «Camarero, seis huevos pasados por agua». Y el camarero responderá: «Sí, señor». Luego le llevará los huevos. Otra imagen: Aguas Rápidas me mira de reojo y yo parezco un carámbano terriblemente indignado cuando llamo al camarero. «Lo siento, señorita Arral», me dirá, «pero los huevos son del señor Aguas Rápidas. Verá, señorita, es el propietario». Otra imagen: Aguas Rápidas, triunfante, hace lo posible por no enterarse de nada mientras se come sus seis huevos.
       »Otra imagen: El propio Slavovitch me trae dos huevos al plato y me dice: «Con los mejores deseos del señor Aguas Rápidas, señorita». ¿Qué puedo hacer? ¿Qué otra cosa puedo hacer sino sonreír a Aguas Rápidas? Luego nos reconciliamos, por supuesto, y a él le parecerá barato aunque se haya visto obligado a pagar diez dólares por todos y cada uno de los huevos del monopolio.
       —A ver, sigue —instó Smoke—. ¿En qué estación me subo al tren del terror o a qué tanque de agua me van a arrojar?
       —¡Tonto! Nada de eso. Serás tú quien guíe el tren de los huevos hasta la estación de almacenaje. Tú acapararás los huevos. Y debes empezar de inmediato, hoy mismo. Puedes comprar todos los huevos de Dawson a tres dólares y vendérselos a Aguas Rápidas al precio que tú quieras. Después descubriremos el pastel. Nos reiremos de Aguas Rápidas. Así controlará un poco su vida agitada. Tú y yo nos llevaremos el mérito. Tú ganarás un montón de dinero y Dawson se despertará sin parar de reírse. Claro que, si especular así te parece demasiado arriesgado, yo pongo el dinero para crear el monopolio.
       Esto último fue demasiado para Smoke. Como era un simple mortal occidental, con sus extrañas obsesiones relativas al dinero y las mujeres, rechazó la oferta del oro.
       —¡Eh, Shorty! —llamó Smoke a su socio, que pasaba por la calle principal con sus andares rápidos y desgarbados y una botella con el contenido congelado visiblemente protegida bajo el brazo. Smoke se acercó y le dijo—: ¿Dónde has estado toda la mañana? Te he buscado por todas partes.
       —Donde el médico —respondió Shorty y le mostró la botella—. Sally no está bien. Anoche, cuando les di de comer, me fijé en que se le cae el pelo de la cola y de los costados. El médico dice…
       —Eso da igual —interrumpió Smoke, impaciente—. Lo que quiero…
       —¿Qué te pasa? —preguntó Shorty, asombrado e indignado—. Sally se está quedando sin pelo en pleno invierno. Te digo que esa perra está enferma. El médico dice…
       —Sally puede esperar. Escúchame…
       —Y yo te digo que no puede esperar. Es crueldad contra los animales. Se congelará. ¿Por qué andas tan nervioso? ¿Ha resultado ser bueno el hallazgo de Monte Cristo?
       —No lo sé, Shorty. Pero quiero que me hagas un favor.
       —Claro —respondió Shorty de buenas maneras, apaciguado y aquiescente de inmediato—. ¿Qué pasa? Lo que sea. Ya lo sabes.
       —Quiero que compres huevos.
       —Claro, y agua de Florida y polvos de talco, si me lo pides. Y la pobre Sally quedándose sin pelo. Mira, Smoke, si quieres dedicarte a la buena vida, cómprate tú los huevos. A mí me basta con las alubias y el beicon.
       —Yo también voy a comprar, pero quiero que me ayudes. Y ahora cállate, que tengo yo la palabra. Vete directo a ver a Slavovitch. Paga tres dólares por huevo si hace falta, pero compra todos los que tenga.
       —¡Tres dólares! —gruñó Shorty— Pero si ayer mismo oí contar que tenía setecientos almacenados. ¡Dos mil cien dólares por unos huevos! Oye, Smoke, te aconsejo que vayas ahora mismo a ver al médico. Él se ocupará de ti. Y solo te cobrará una onza por la primera receta. Adiós. Tengo cosas que hacer.
       Se puso en marcha, pero Smoke lo agarró del hombro, impidiendo que avanzara y obligándolo a girarse.
       —Smoke, sabes que haría cualquier cosa por ti —protestó Shorty, muy serio—. Si estuvieras acatarrado y tuvieras los dos brazos rotos, me sentaría noche y día junto a tu cama para limpiarte los mocos. Pero no me pillarás despilfarrando dos mil cien dólares en huevos, ni por ti ni por ningún otro hombre.
       —No son tus dólares, sino los míos, Shorty. Es un negocio que tengo en marcha. Lo que pretendo es acaparar todos los condenados huevos que haya en Dawson, en el Klondike, en el Yukón. Tienes que ayudarme. No tengo tiempo para informarte de todos los detalles, aunque lo haré más adelante y, si quieres, iremos a medias. Pero ahora lo importante es conseguir los huevos. Corre a ver a Slavovitch y compra todos los que tenga.
       —¿Y qué le digo? Se dará cuenta de que no me los voy a comer.
       —No le digas nada. El dinero habla. Él los vende cocinados a dos dólares. Ofrécele hasta tres dólares por cada huevo crudo. Si se pone curioso, dile que te vas a dedicar a la cría de gallinas. Lo que yo quiero es que consigas esos huevos. Y luego sigue buscando, descubre hasta el último huevo de Dawson y cómpralo. ¿Entendido? ¡Cómpralo! En ese garito que hay frente a Slavovitch tienen unos pocos. Cómpralos. Yo me voy a Klondike City. Allí hay un anciano cojo que está arruinado y tiene seis docenas. Las ha conservado durante todo el invierno a la espera de que subiese el precio, con la esperanza de poder pagarse el pasaje de vuelta a Seattle. Me ocuparé de que consiga ese pasaje y yo obtendré los huevos. Ahora, corre. Y dicen que la mujer que vive pasado el aserradero y que hace mocasines tiene un par de docenas.
       —Está bien, si tú lo dices, Smoke. Pero Slavovitch parece el pez gordo. Conseguiré una opción de compra por escrito y me ocuparé de los que queden desperdigados.
       —Muy bien. Date prisa. Esta noche te contaré el plan.
       Pero Shorty blandió la botella.
       —Antes voy a hacerle la cura a Sally. Los huevos pueden esperar ese rato. Si no se los han comido, no se los comerán mientras cuido de un pobre perro enfermo que nos ha salvado la vida en más de una ocasión.
       Nunca nadie acaparó un producto con mayor rapidez. En tres días, todos los huevos de Dawson, a excepción de unas pocas docenas, estaban en manos de Smoke y Shorty. Smoke había sido más liberal al adquirirlos. Sin inmutarse, se declaraba culpable de haberle pagado al anciano de Klondike City cinco dólares por cada uno de sus setenta y dos huevos. Shorty había comprado la mayor parte de los huevos y conseguido buenos precios. A la mujer que hacía mocasines le dio solo dos dólares por pieza y se enorgullecía de haber salido muy bien parado con Slavovitch, cuyos setecientos cincuenta huevos había adquirido a dos dólares y medio cada uno. Aunque se quejaba porque el pequeño restaurante de enfrente le había cobrado dos dólares con setenta y cinco centavos por sus miserables ciento treinta y cuatro huevos.
       Las pocas docenas que aún no tenían estaban en manos de dos personas. Una, con la que Shorty andaba en tratos, era una india que vivía en una cabaña de la colina que se alzaba por detrás del hospital.
       —Iré a verla hoy —anunció Shorty a la mañana siguiente—. Friega tú los platos, Smoke. Volveré enseguida, si no me pone más pegas. Prefiero mil veces tratar con un hombre. Las condenadas mujeres…, es increíble cómo manejan al comprador. Solo es posible ganarles vendiendo. Ni que esos huevos fuesen de oro.
       Por la tarde, cuando Smoke regresó a la cabaña, se encontró a Shorty en cuclillas, frotando el ungüento en la cola de Sally, tan inexpresivo el rostro que resultaba sospechoso.
       —¿Ha habido suerte? —preguntó Shorty como si no le importara, tras varios minutos en silencio.
       —No hay nada que hacer —respondió Smoke—. ¿Qué tal te fue con la india?
       Shorty hizo un gesto triunfal con la cabeza hacia un cubo de huevos que estaba sobre la mesa.
       —Aunque a siete dólares cada uno —confesó tras otro minuto de frotar en silencio.
       —Yo acabé por ofrecer diez dólares —dijo Smoke— y entonces el tipo me dijo que ya los había vendido. Tenemos un problema, Shorty. Hay alguien más pendiente del mercado. Esos veintiocho huevos podrían causarnos problemas. Verás, el éxito del acaparamiento consiste en hacerse con todos y cada…
       Se interrumpió para mirar mejor a su socio. En Shorty se estaba produciendo un cambio evidente: lo invadía la inquietud, aunque disfrazada de calma. Cerró la caja del ungüento, se limpió las manos despacio, a conciencia, sobre el pelaje de Sally, se puso en pie, se acercó al rincón, consultó el termómetro y regresó junto a Smoke. Habló en voz baja, monótona y muy cortés.
       —¿Serías tan amable de repetirme cuántos huevos acabas de decir que ese hombre no te vendió? —preguntó.
       —Veintiocho.
       —Mm. —Shorty meditó mientras inclinaba la cabeza, quitándole importancia al dato—. Smoke, vamos a tener que conseguir otra cocina. La plancha de arriba se ha hundido sobre el horno y hace que los panecillos salgan quemados.
       —Deja en paz la cocina —ordenó Smoke— y dime qué es lo que pasa.
       —¿Qué pasa? ¿Quieres saber qué pasa? Pues ten la amabilidad de dirigir tus hermosos ojos hacia ese cubo que está sobre la mesa. ¿Lo ves?
       Smoke asintió.
       —Entonces te diré una cosa, solo una cosa. En ese cubo hay exactamente, precisamente, ni más ni menos que veintiocho huevos y han costado, desde el primero al último, siete dólares cada uno. Si necesitas urgentemente algún otro tipo de información, estoy dispuesto a dártela.
       —Dámela.
       —A ver, ese hombre con el que negociabas es un indio grande, ¿estoy en lo cierto?
       Smoke asintió y continuó asintiendo al resto de las preguntas.
       —Le falta media mejilla por culpa de un oso, ¿estoy en lo cierto? Comercia con perros, ¿no? Se llama Jim Cara Cortada, también es así, ¿no? ¿Entiendes por dónde voy?
       —¿Quieres decir que hemos estado pujando…?
       —El uno contra el otro. Claro. Esa india es su mujer y viven en la colina por detrás del hospital. Podría haber conseguido esos huevos a dos dólares si no te hubieses metido.
       —Lo mismo digo —se rio Smoke—, si no te hubieses metido tú, ¡condenado! Pero no importa. Ahora sabemos que tenemos el monopolio de los huevos. Eso es lo único que importa.
       Shorty se pasó la hora siguiente peleándose con el cabo de un lápiz en el margen de un periódico de tres años atrás y, cuanto más interminables y más difíciles de entender se volvían sus cifras, más alegre se ponía él.
       —Ya está —dijo al fin—. ¿Bonita? Yo creo que sí. Te diré los totales. Tú y yo poseemos, ahora mismo, exactamente novecientos setenta y tres huevos. Nos han costado exactamente dos mil setecientos sesenta dólares, teniendo en cuenta que el polvo de oro se paga a dieciséis la onza y sin contar el tiempo. Y ahora, escucha. Si conseguimos que Aguas Rápidas trague con diez dólares por huevo, ganaremos, descontados los gastos, es decir, neto y limpio, exactamente seis mil novecientos setenta dólares. Eso sí que es apostar y ganar sin problemas. ¡Y la mitad es mío! Trae esa mano, Smoke. Estoy tan agradecido que hasta se me cae la baba. ¡Qué gran apuesta! Prefiero jugármela con las gallinas que con los caballos.
       A las once de esa noche, Shorty despertó a Smoke, que dormía profundamente. Su parka de pieles exhalaba un frío tremendo y tenía las manos heladas.
       —¿Qué pasa ahora? —gruñó Smoke—. ¿A Sally se le ha caído el pelo que le quedaba?
       —No. Pero tengo que darte las buenas noticias. He visto a Slavovitch. O Slavovitch me ha visto a mí, porque fue él quien me buscó. Me dijo: «Shorty, quiero hablar contigo de los huevos. No he dicho nada. Nadie sabe que te los he vendido. Pero si estás especulando puedo contarte algo bueno». Y eso fue lo que hizo, Smoke. ¿De qué crees que se trata?
       —Sigue, cuenta.
       —Puede que parezca increíble, pero ese algo bueno es Charley Aguas Rápidas. Quiere comprar huevos. Fue a ver a Slavovitch y le ofreció cinco dólares por huevo, pero antes de marcharse, ya le había ofrecido ocho. Slavovitch no tiene huevos, claro. Lo último que Aguas Rápidas le dice a Slavovitch es que le arrancará la cabeza si se entera de que tiene huevos escondidos en algún sitio. Slavovitch tuvo que decirle que había vendido los huevos, pero que el nombre del comprador era secreto.
       »Slavovitch me pide que le permita decirle a Aguas Rápidas quién tiene los huevos. «Shorty», me dijo, «Aguas Bravas vendrá corriendo. Podrás vendérselos a ocho dólares». «Ocho dólares, tu abuela», le digo yo. «Aceptará diez antes de que acabe con él». Total, que le he dicho a Slavovitch que me lo pensaré y le diré algo por la mañana. Pero claro que permitiremos que se lo cuente a Aguas Rápidas, ¿no es verdad?
       —Y tanto que es verdad, Shorty. A primera hora de la mañana le das permiso a Slavovitch. Que le diga a Aguas Rápidas que tú y yo somos socios en esto.
       Cinco minutos después, Shorty volvió a zarandear a Smoke.
       —¡Oye, Smoke! ¡Eh, Smoke!
       —¿Qué?
       —Ni un centavo menos de diez dólares por huevo, ¿entendido?
       —Claro, sí —respondió Smoke con voz adormilada.
       Por la mañana, Smoke volvió a encontrarse con Lucille Arral frente al mostrador del almacén de la AC.
       —Ya todo bien —se alegró—. Funciona. Aguas Rápidas ha ido a ver a Slavovitch para comprarle huevos… o para obligarlo a vendérselos. A estas alturas Slavovitch le habrá dicho ya que Shorty y yo los tenemos todos.
       Los ojos de Lucille Arral brillaron de felicidad.
       —Voy a desayunar ahora mismo —exclamó—. Pediré huevos al camarero y sufriré tanto cuando me diga que no hay que seré capaz de derretir hasta un corazón de piedra. Y ya sabes que Aguas Rápidas hará lo que sea para quedarse con los huevos, aunque le cueste una de sus minas. Lo conozco. Pídele una buena cifra. No me satisfará nada que baje de diez dólares y si se los vendes por menos, Smoke, no te lo perdonaré jamás.
       Ese mediodía, en la cabaña, Shorty puso en la mesa una cacerola de alubias y otra de café, una sartén con panecillos de masa madre, una lata de mantequilla y otra de leche condensada, una fuente humeante de carne de alce y beicon, un plato de compota de melocotones secos y dijo:
       —La comida está lista. Antes échale un ojo a Sally.
       Smoke dejó a un lado el arnés que estaba cosiendo, abrió la puerta y vio a Sally y a Bright ahuyentando con mucho ánimo a un puñado de perros de trineo que pertenecían a la cabaña de al lado. También vio algo que lo hizo cerrar la puerta de inmediato y correr a la cocina. Volvió a poner la sartén, aún caliente tras freír la carne de alce y el beicon, sobre la plancha. Echó una buena cantidad de mantequilla y cogió un huevo, que rompió y dejó caer, crepitando, en la sartén. Cuando iba a coger un segundo huevo, Shorty se lo impidió al agarrarle el brazo con fuerza.
       —¡Eh!, ¿qué haces? —preguntó.
       —Freír huevos —informó Smoke, rompiendo el segundo tras librarse de la mano de Shorty—. ¿Es que no lo ves? ¿Acaso parece que me estoy peinando?
       —¿Te sientes bien? —inquirió Shorty, en tono preocupado cuando vio que Smoke rompía un tercer huevo y lo apartaba a él con un ligero empujón en el pecho—. ¿O te has vuelto totalmente loco? Ahí ya van treinta dólares en huevos.
       —Y voy a subir la cuenta hasta los sesenta dólares —fue la respuesta de Smoke, mientras rompía el cuarto—. Déjame en paz, Shorty. Aguas Rápidas viene colina arriba y llegará en cinco minutos.
       Shorty dejó escapar un suspiro de comprensión y alivio y se sentó a la mesa. Para cuando el otro llamó a la puerta, Smoke se había sentado también y ambos tenían delante un plato con tres huevos fritos cada uno.
       —¡Adelante! —gritó Smoke.
       Charley Aguas Rápidas, un joven y fornido gigante de un metro ochenta de altura y ochenta y cinco kilos de peso, entró y estrechó las manos de los otros dos.
       —Siéntate y come algo, Aguas Rápidas —invitó Shorty—. Smoke, fríele unos huevos. Apuesto a que hace siglos que no se zampa un huevo.
       Smoke rompió tres huevos más sobre la sartén caliente y en pocos minutos los puso delante de su invitado, quien los miró con una expresión tan rara y crispada que Shorty confesó después su miedo a que Aguas Rápidas se los guardase en el bolsillo y saliera corriendo.
       —Eh, los que viven bien en Estados Unidos no nos superan a la hora de comer —presumió Shorty—. Aquí estamos tú, Smoke y yo tragándonos noventa dólares en huevos sin siquiera pestañear.
       Aguas Rápidas miró los huevos, que desaparecían a toda velocidad, y se quedó petrificado.
       —Vamos, cómetelos —animó Smoke.
       —No, no valen diez dólares —dijo, despacio, Aguas Rápidas.
       Shorty aceptó el reto.
       —Una cosa vale lo que consigas que te den por ella, ¿no es verdad? —preguntó.
       —Sí, pero…
       —Pero nada. Te estoy diciendo lo que podemos conseguir por ellos. Diez dólares la unidad, sin duda. Smoke y yo tenemos el monopolio de los huevos, que no se te olvide. Si decimos diez la unidad, son diez la unidad. —Limpió el plato con un panecillo—. Podría comerme otro par —suspiró, pero se sirvió las alubias.
       —No podéis comeros tantos huevos —objetó Aguas Rápidas—. No, no está bien.
       —A Smoke y a mí nos encantan los huevos —fue la disculpa que puso Shorty.
       Aguas Rápidas se terminó su plato con aire desanimado y miró con dudas a los dos amigos.
       —Mirad, podríais hacerme un gran favor —empezó a decir—. Vendedme o prestadme una docena de huevos.
       —Claro —respondió Smoke—. Sé bien lo que es tener ganas de comer huevos. Pero no somos tan pobres como para tener que vender nuestra hospitalidad. No te costarán nada… —En ese momento, una patada por debajo de la mesa le advirtió que Shorty se estaba poniendo nervioso—. ¿Has dicho una docena, Aguas Rápidas?
       Aguas Rápidas asintió.
       —Adelante, Shorty —continuó Smoke—. Cocínaselos tú. Lo comprendo perfectamente. Yo también he vivido momentos en los que me comería una docena sin pestañear.
       Pero Aguas Rápidas detuvo con una mano al dispuesto Shorty, al tiempo que explicaba:
       —No los quiero cocinados. Los quiero con las cáscaras.
       —O sea, que quieres llevártelos.
       —Esa es la idea.
       —Pero eso no es hospitalidad —objetó Shorty—. Es… es comerciar.
       Smoke asintió para mostrar que estaba de acuerdo.
       —Eso es distinto, Aguas Rápidas. Creí que solo querías comértelos. Verás, esto lo hemos hecho para especular.
       El peligroso azul de los ojos de Aguas Rápidas empezó a volverse más peligroso aún.
       —Os los pagaré —dijo secamente—. ¿Cuánto?
       —Oh, una docena no —contestó Smoke—. No podemos vender una docena. No somos minoristas, somos especuladores. No podemos hundir nuestro propio mercado Hemos acaparado todos los huevos en poco tiempo y cuando vendamos, los venderemos todos a la vez.
       —¿Cuántos tenéis y cuánto pedís por ellos?
       —¿Cuántos tenemos, Shorty? —preguntó Smoke.
       Shorty se aclaró la garganta y realizó sus operaciones aritméticas en voz alta.
       —Veamos, novecientos setenta y tres menos nueve hacen un total de novecientos sesenta y dos. Y todas las existencias a diez el huevo nos da nueve mil seiscientos veinte dólares. Por supuesto, Aguas Rápidas, somos honrados y te devolveremos el dinero si hay alguno malo, aunque no hay ninguno. Eso es algo que nunca he visto en el Klondike, un huevo podrido. Nadie es tan tonto como para traerlos estropeados o dejar que se estropeen.
       —Es justo —añadió Smoke—. Si hay alguno malo, te devolvemos el dinero, Aguas Rápidas. Esta es nuestra propuesta: nueve mil seiscientos veinte dólares a cambio de todos los huevos que hay en el Klondike.
       —Podrías venderlos a veinte la pieza y doblar la inversión —sugirió Shorty.
       Aguas Rápidas negó con la cabeza, triste, y se sirvió las alubias.
       —Sería demasiado caro, Shorty. Solo quiero unos pocos. Os los pago a diez dólares, pero solo un par de docenas. A veinte dólares. Pero no puedo comprarlos todos.
       —Todos o ninguno —fue el ultimátum de Smoke.
       —Mirad, vosotros dos —dijo Aguas Rápidas en tono confidencial—. Voy a ser sincero porque esto hay que arreglarlo. Sabéis que la señorita Arral y yo estábamos comprometidos. Pues ella ha roto el compromiso. Ya lo sabéis. Todo el mundo lo sabe. Los huevos son para ella.
       —¡Ja! —se burló Shorty—. Está muy claro para qué los quieres con las cáscaras. Pero nunca habría pensado eso de ti.
       —Pensado, ¿qué?
       —Es de lo más rastrero, eso es lo que es —continuó Shorty, virtuosamente indignado—. No me extrañaría que alguien te llenase la cabeza de plomo y te lo merecerías.
       Aguas Rápidas estaba a punto de sufrir uno de sus famosos ataques de locura. Cerró los puños con tanta fuerza que el tenedor barato que aún sujetaba en uno de ellos empezó a doblarse, mientras sus ojos azules despedían chispas de advertencia.
       —Un momento, Shorty, ¿a qué te refieres? Si crees que haría algo poco honrado o bajo mano…
       —Me refiero a lo que me refiero —contestó Shorty, perseverante—. Y puedes apostar la vida a que no me refiero a nada bajo mano. Así no puede hacerse. No se pueden tirar con la mano baja.
       —¿Tirar qué?
       —Huevos, ciruelas pasas, pelotas de béisbol, lo que sea. Pero, Aguas Rápidas, cometes un error. Ninguno de los que acuden al salón de baile lo consentirá. Que sea actriz no significa que puedas vapulearla públicamente lanzándole huevos.
       Por un momento pareció que Aguas Rápidas iba a estallar o sufrir una apoplejía. Se tragó de golpe una taza de café ardiendo y se recuperó poco a poco.
       —Te equivocas, Shorty —dijo despacio y en un tono frío—. No voy a lanzarle huevos. No, hombre —gritó cada vez más nervioso—, quiero regalarle los huevos en una bandeja, escalfados. Así es como le gustan.
       —Ya sabía yo que me equivocaba —exclamó Shorty, siempre generoso—. Sabía que no podías hacer algo tan rastrero.
       —Muy bien, Shorty —perdonó Aguas Rápidas—, pero ahora hablemos de negocios. Ya veis para qué quiero los huevos. Los necesito.
       —¿Tanto como para pagar nueve mil seiscientos veinte dólares? —preguntó Shorty.
       —Es un atraco, eso es lo que es —afirmó Aguas Rápidas, muy enfadado.
       —Es un negocio —contestó Smoke—. No creerás que hemos acaparado los huevos por una cuestión de salud, ¿verdad?
       —Tenéis que ser razonables —rogó Aguas Rápidas—. Solo quiero un par de docenas. Os los pagaré a veinte dólares la pieza. ¿Para qué quiero el resto? He pasado años en este país sin un solo huevo y supongo que podré apañármelas igual.
       —No te amargues —aconsejó Shorty—. Si no los quieres, no pasa nada. No te obligamos a comprarlos.
       —Pero es que los quiero —se quejó Aguas Rápidas.
       —Pues ya sabes lo que te costarán: nueve mil seiscientos veinte dólares y si he hecho mal los cálculos, asumo la diferencia.
       —Pero puede que no sirvan de nada —objetó Aguas Rápidas—. Puede que a la señorita Arral hayan dejado de gustarle los huevos.
       —Yo diría que la señorita Arral bien vale el precio de esos huevos —intervino Smoke, muy tranquilo.
       —¿Que si los vale? —Aguas Rápidas se puso de pie, llevado por su elocuencia—. Vale un millón de dólares. Vale todo lo que tengo. Vale todo el oro del Klondike. —Se sentó y continuó en un tono más calmado—. Pero eso no justifica que me juegue diez mil dólares por un desayuno para ella. Os voy a hacer una propuesta. Prestadme un par de docenas de huevos. Yo se los pasaré a Slavovitch, él se los servirá a ella con mis mejores deseos. Hace siglos que no me sonríe. Si los huevos consiguen que me sonría, os sacaré de las manos todas las existencias.
       —¿Firmarás un contrato a tal efecto? —preguntó Smoke rápidamente, porque sabía que Lucille Arral iba a sonreír.
       Aguas Rápidas se asombró.
       —Sois muy rápidos haciendo negocios aquí, en la colina —dijo con un amago de gruñido.
       —Nos limitamos a aceptar la propuesta que tú mismo has hecho —respondió Smoke.
       —Está bien. Trae papel y redáctalo bien clarito —gritó Aguas Rápidas con la ira de quien se rinde.
       Smoke redactó el documento de inmediato, por el que Aguas Rápidas se comprometía a comprar todos cuantos huevos se le entregasen, a diez dólares la unidad, siempre y cuando las dos docenas que se le adelantaban lograsen su reconciliación con Lucille Arral.
       Aguas Rápidas se detuvo con la pluma en alto en el momento justo de firmar.
       —Un momento —dijo—. Si compro huevos, los quiero en buen estado.
       —No hay un huevo podrido en todo el Klondike —se burló Shorty.
       —Me da igual, si encuentro un huevo malo, me devolvéis los diez dólares.
       —De acuerdo —lo aplacó Smoke—. Me parece justo.
       —Y yo me comeré todos los huevos podridos que encuentres —afirmó Shorty.
       Smoke insertó las palabras «en buen estado» en el contrato y Aguas Rápidas lo firmó con gesto hosco, recibió las dos docenas de prueba en un cubo de metal, se puso las manoplas y abrió la puerta.
       —Adiós, ladrones —les gruñó y dio un portazo.
       Smoke fue testigo de la obra representada a la mañana siguiente en el restaurante de Slavovitch. Ocupaba, invitado por Aguas Rápidas, la mesa que lindaba con la de Lucille Arral. La escena ocurrió prácticamente al pie de la letra de lo que ella había dicho.
       —¿Aún no han conseguido huevos? —preguntó la joven, lastimosamente, al camarero.
       —No, señora —fue la respuesta—. Dicen que alguien ha acaparado todos los huevos de Dawson. El señor Slavovitch intenta conseguir unos pocos para usted. Pero el tipo que los acapara no quiere soltarlos.
       En ese momento, Aguas Rápidas hizo señas al propietario para que se acercase y, apoyándole una mano en el hombro, le hizo bajar la cabeza.
       —Escuche, Slavovitch —susurró Aguas Rápidas con la voz ronca—, anoche le traje un par de docenas de huevos. ¿Dónde están?
       —A buen recaudo. Todos, excepto los seis que he descongelado y que están listos para cuando usted los pida.
       —No los quiero para mí —musitó Aguas Rápidas en voz aún más baja—. Prepárelos al plato y lléveselos a la señorita Arral.
       —Me ocuparé yo mismo —le aseguró Slavovitch.
       —Y no olvide decirle que se los envío yo —concluyó Aguas Rápidas, relajando la mano que retenía el hombro del propietario.
       La hermosa Lucille Arral miraba desamparada la tira de beicon del desayuno y el puré de patatas enlatadas que tenía en el plato cuando Slavovitch le puso delante dos huevos escalfados.
       —Con los mejores deseos del señor Aguas Rápidas —le oyeron decir los que estaban en la mesa contigua.
       Smoke reconoció que había sido una buena representación: el veloz destello de alegría en el rostro de ella, el impulso con el que giró la cabeza, el espontáneo movimiento de los labios que precede a la sonrisa, solo contenido por un autocontrol soberbio que la llevó a apartar el rostro de ellos para decirle algo al propietario del restaurante.
       Smoke sintió la leve patada de Aguas Rápidas bajo la mesa.
       —¿Se los comerá? Esa es la cuestión. ¿Se los comerá? —susurró como si agonizara.
       Y de reojo vieron dudar a Lucille Arral, a punto de apartar el plato, y luego sucumbir a su atractivo.
       —Me quedo con los huevos —le dijo Aguas Rápidas a Smoke—. Cumpliré con el contrato. ¿La has visto? ¡La has visto! Casi ha sonreído. La conozco. Está solucionado. Dos huevos más mañana y me perdonará y haremos las paces. Si no estuviese ella ahí, te estrecharía la mano, Smoke, tan agradecido estoy. No eres un ladrón, eres un filántropo.
       Smoke regresó encantado colina arriba hasta la cabaña, donde se encontró a Shorty desesperado, haciendo un solitario. Hacía tiempo que Smoke sabía que cuando su socio sacaba la baraja para hacer solitarios era señal de que el mundo se venía abajo.
       —Vete, no me hables —fue el primer rechazo que Smoke recibió.
       Pero Shorty enseguida se soltó a hablar.
       —Se nos acabó la historia —gruñó—. Adiós al monopolio de huevos. Mañana los venderán casi regalados en todos los bares de mala muerte. No habrá ni un solo niño huérfano y hambriento en Dawson que no engorde gracias a los huevos. ¿Qué crees que me he encontrado? Un tipo que tiene tres mil huevos. ¿Me entiendes? Tres mil huevos que acaban de llegar de Forty Mile.
       —Cuentos chinos —dudó Smoke.
       —¡Cuentos y un cuerno! Los he visto. Se llama Gautereaux y es un tiparrón enorme, un francocanadiense de ojos azules. Primero preguntó por ti y luego me llevó aparte y me dio una puñalada en el corazón. Se le ocurrió la idea por nuestra forma de acaparar. Sabía que había tres mil huevos en Forty Mile y los trajo. «Enséñamelos», le dije. Y me los enseñó. Sus traíllas de perros y un par de guías indios descansaban en la parte baja de la orilla, recién llegados de Forty Mile. En los trineos había cajas de madera. Muchas cajas pequeñas de madera.
       »Sacamos una para abrirla detrás de una barrera de hielo, en medio del río, y estaba llena de huevos envueltos en serrín. Smoke, tú y yo perdemos. Hemos jugado. ¿Sabes lo que tuvo las narices de decirme? Que eran nuestros a diez dólares la unidad. ¿Sabes qué hacía cuando salí de su cabaña? Dibujaba un cartel para anunciar la venta de huevos. Dijo que nos daba prioridad, a diez cada uno, hasta las dos de la tarde y que después, si no se los comprábamos, se cargaría el mercado. Dijo que no era un hombre de negocios, pero que sabía reconocer una buena oportunidad cuando la veía. Se refería a ti y a mí, claro.
       —No te preocupes —dijo Smoke, muy animado—. No desesperes y déjame pensar Solo necesitamos actuar rápido y en equipo. Haré que Aguas Rápidas se presente aquí a las dos para hacerse cargo de los huevos. Tú compra los de Gautereaux. Intenta negociar. Aunque pagues diez dólares por cada uno, Aguas Rápidas se los llevará al mismo precio. Si los consigues más baratos, obtendremos algún beneficio. En marcha. Tienen que estar aquí antes de las dos. Pide prestados los perros del coronel Bowie y llévate también los nuestros. Tráelos a las dos en punto.
       —Oye, Smoke —dijo Shorty al tiempo que su socio empezaba a bajar la colina—, llévate un paraguas. No me sorprendería que cayeran huevos del cielo antes de que regreses.
       Smoke encontró a Aguas Rápidas en el M & M y ese encuentro fue seguido de una media hora tormentosa.
       —Te advierto que tenemos algunos huevos más —dijo Smoke, después de que Aguas Rápidas acordase llevar su oro a la cabaña a las dos y pagar en el momento de la entrega.
       —Tienes más suerte encontrando huevos que yo —admitió Aguas Rápidas—. ¿Cuántos huevos acumuláis ahora? ¿Cuánto oro me veré obligado a subir colina arriba?
       Smoke consultó su libreta.
       —Pues, según las cifras de Shorty, tenemos tres mil novecientos sesenta y dos huevos. Multiplicado por diez…
       —¡Cuarenta mil dólares! —berreó Aguas Rápidas—. Dijisteis que solo había alrededor de novecientos huevos. ¡Esto es un atraco! ¡No lo consentiré!
       Smoke sacó el contrato del bolsillo y señaló la parte en que acordaba pagar en el momento de la entrega.
       —No se hace mención al número de huevos que se debe entregar. Aceptaste pagar diez dólares por cada huevo que te entregásemos. Pues tenemos los huevos, y un contrato firmado es un contrato firmado. Sinceramente, Aguas Rápidas, no supimos lo de los otros huevos hasta después. Nos vimos obligados a comprarlos para conservar el monopolio.
       Durante cinco largos minutos de silencio asfixiante, Aguas Rápidas luchó consigo mismo y luego, de mala gana, se rindió.
       —No tengo salida —dijo con voz entrecortada—. Podrían empezar a brotar huevos por todas partes. Cuanto antes me libre de esto, mejor. Hasta podría haber un alud de huevos. Estaré allí a las dos. Pero ¡cuarenta mil dólares!
       —Son solo treinta y nueve mil seiscientos veinte —lo corrigió Smoke.
       —Pesarán unos cien kilos —despotricó Aguas Rápidas—. Tendré que usar una traílla de perros.
       —Te prestaremos las nuestras para que te los lleves —ofreció Smoke.
       —Pero ¿dónde voy a almacenarlos? Da igual. Allí estaré. Eso sí, no volveré a tomar un solo huevo más mientras viva. Estoy harto de ellos.
       A la una y media, exigiendo un último esfuerzo a los perros para que ascendieran la cuesta, llegó Shorty con los huevos de Gautereaux.
       —Casi doblamos las ganancias —le dijo Shorty a Smoke, mientras apilaban las cajas en el interior de la cabaña—. Se los rebajé a ocho dólares y ese francés medio loco me dijo que sí. Sacamos un beneficio de dos dólares por cada huevo y son tres mil. Los he pagado ya. Aquí está el recibo.
       Mientras Smoke sacaba la balanza del oro y se preparaba para el negocio, Shorty se dedicó a hacer cálculos.
       —Aquí están las cifras —anunció triunfal—. Ganamos doce mil novecientos setenta dólares. Y sin hacerle daño a Aguas Rápidas. El gana a la señorita Arral. Además, se queda con los huevos. Es un buen negocio para todos. Nadie pierde.
       —Incluso Gautereaux gana veinticuatro mil dólares —se rio Smoke—. Menos, claro está, lo que le hayan costado los huevos y el porteo. Y si Aguas Rápidas mantiene el monopolio, también él podría hacer negocio.
       A las dos, Shorty echó una ojeada afuera y vio que Aguas Rápidas ascendía la colina. Cuando entró, se mostró enérgico, dispuesto a hacer negocios. Se quitó el enorme abrigo de piel de oso, lo colgó de un clavo y se sentó a la mesa.
       —Traed esos huevos, piratas —les dijo—. Y después de hoy, si sabéis lo que os conviene, no volveréis a hablarme de huevos.
       Comenzaron con el surtido variado del primer acaparamiento y los tres se ocuparon de contar. Al llegar a los doscientos, Aguas Rápidas golpeó un huevo contra el borde de la mesa y, hábilmente, lo abrió con los pulgares.
       —¡Eh! ¡Alto! —objetó Shorty.
       —Es mío, ¿no? —gruñó Aguas Rápidas—. Voy a pagar diez dólares por él, ¿no es así? Pero no pienso comprar cualquier cosa. Si suelto diez dólares por huevo, quiero saber lo que me llevo.
       —Si no te gusta, me lo como yo —se ofreció voluntario Shorty, con malicia.
       Aguas Rápidas miró, olió y negó con la cabeza.
       —No, de eso nada, Shorty. El huevo está bien. Dame un cubo. Me lo comeré de cena.
       Aguas Rápidas abrió otros tres huevos para probar y los echó en el cubo que tenía a su lado.
       —Hay dos más de los que creías, Shorty —dijo al terminar de contar—. Novecientos sesenta y cuatro, no sesenta y dos.
       —Me equivoqué —reconoció Shorty generosamente—. No los contaremos, para que veas que tenemos buenas intenciones.
       —Os lo podéis permitir —comentó Aguas Rápidas con gesto triste—. Acepto el lote. Nueve mil seiscientos veinte dólares. Os los pagaré ahora. Redacta un recibo, Smoke.
       —¿Por qué no contamos los demás y nos los pagas todos juntos? —sugirió Smoke.
       Aguas Rápidas negó con la cabeza.
       —Las cuentas no son lo mío. Prefiero ir de lote en lote y así no habrá errores.
       Se acercó a su abrigo de piel y de cada bolsillo sacó una bolsa de oro, tan largas y redondeadas que parecían mortadelas de Bolonia. Tras pagar el primer lote, en los sacos de oro no quedaban más de varios cientos de dólares.
       Llevaron una caja a la mesa y comenzaron a contar los tres mil huevos. Al llegar a cuatrocientos, Aguas Rápidas golpeó un huevo con fuerza contra el filo de la mesa. No se oyó el crujido. El sonido que hizo fue igual al que haría una esfera de mármol macizo.
       —Está totalmente congelado —comentó mientras golpeaba con más fuerza.
       Alzó el huevo y vieron que la cáscara se había desmenuzado en fragmentos diminutos a lo largo de la línea de impacto.
       —¡Ja! —dijo Shorty—. Tienen que estar totalmente congelados porque han venido desde Forty Mile. Traeré un hacha para abrirlo.
       —La manejo yo —dijo Aguas Rápidas.
       Smoke le pasó el hacha y Aguas Rápidas, con la habilidad y el ojo del buen leñador, partió el huevo por la mitad. El aspecto del interior dejaba mucho que desear. Smoke sintió un escalofrío premonitorio. Shorty fue más valiente. Se llevó una de las mitades a la nariz.
       —Huele bien —dijo.
       —Pero la pinta es mala —objetó Aguas Rápidas—. ¿Cómo va a oler si el olor se congela junto con todo lo demás? Espera un momento.
       Depositó ambas mitades en una sartén que luego dejó sobre la plancha caliente de la cocina. Los tres hombres, con los orificios nasales hinchados, aguardaron en silencio. Poco a poco, un olor inconfundible empezó a invadir la habitación. Aguas Rápidas se abstuvo de hablar y Shorty se quedó mudo del susto.
       —Tíralo afuera —gritó Smoke, aguantando la respiración.
       —¿Para qué? —preguntó Aguas Rápidas—. Tenemos que tomar muestras del resto.
       —Dentro de esta cabaña, no —tosió Smoke y dominó una arcada—. Ábrelos con el hacha y lo sabremos con solo verlos. Tíralo afuera, Shorty. ¡Tíralo! ¡Uf! ¡Y deja la puerta abierta!
       Abrieron caja tras caja. Huevo tras huevo, elegido al azar, recibía un hachazo y cada uno transmitía el mismo mensaje de irremediable putrefacción.
       —No te pediré que te los comas, Shorty —se burló Aguas Rápidas—. Y, si no os importa, yo me voy. El contrato especificaba que los huevos estarían en buenas condiciones. Si me prestáis un trineo y una traílla, me llevaré los buenos antes de que se contaminen.
       Smoke le ayudó a cargar el trineo. Shorty se sentó a la mesa con las cartas frente a él, dispuesto a jugar al solitario.
       —Oye, ¿cuánto tiempo hacía que acaparabais esos huevos? —se burló Aguas Rápidas a modo de despedida.
       Smoke no contestó y, tras mirar a su absorto socio, procedió a lanzar las cajas de huevos a la nieve.
       —Oye, Shorty, ¿cuánto dijiste que pagaste por esos tres mil? —preguntó Smoke con tacto.
       —Ocho dólares. Vete. No me hables. Sé calcularlo tan bien como tú. Perdemos diecisiete mil con nuestra apuesta, si es que a alguien le interesa saberlo. Lo calculé mientras esperábamos a que se descongelara el primer huevo para olerlo.
       Smoke se quedó pensativo unos minutos y luego volvió a hablar.
       —Oye, Shorty. Cuarenta mil dólares en oro pesan cien kilos. Aguas Rápidas nos pidió prestados el trineo y la traílla para llevarse los huevos. Subió la colina sin trineo alguno. Los sacos de oro que llevaba en los bolsillos del abrigo pesaban alrededor de diez kilos cada uno. El acuerdo decía que debía pagar en el momento de la entrega. Trajo oro suficiente para pagar los huevos buenos. No pensaba pagar los otros tres mil. Sabía que estaban mal. ¿Cómo sabía que estaban mal? ¿Qué opinas tú?
       Shorty recogió las cartas, empezó a barajarlas para repartir de nuevo y se detuvo.
       —¡Ja! Eso no es difícil. Un niño podría resolverlo. Nosotros perdemos diecisiete mil dólares. Aguas Rápidas gana diecisiete mil. Los huevos de Gautereaux siempre fueron de Aguas Rápidas. ¿Algo más que quieras saber?
       —Sí, ¿por qué demonios no se te ocurrió comprobar que los huevos estaban en buen estado antes de pagarlos?
       —Tan fácil como la otra pregunta. Aguas Rápidas lo calculó todo al segundo. No tuve tiempo de examinar los huevos. Tuve que darme mucha prisa para llegar con ellos a la hora de la entrega. Y ahora, Smoke, permite que te haga una pregunta educada, ¿cómo has dicho que se llamaba la persona que te metió en la cabeza la idea de acaparar los huevos?
       Shorty había perdido dieciséis solitarios seguidos y Smoke estaba pensando en comenzar a preparar la cena cuando el coronel Bowie llamó a la puerta, le entregó una carta a Smoke y continuó hasta su propia cabaña.
       —¿Has visto qué cara traía? —despotricó Shorty—. Casi estalla por el esfuerzo de no reírse. Se están tronchando todos de nosotros, Smoke. No podremos volver a salir a la calle en Dawson.
       La carta la enviaba Aguas Rápidas y Smoke la leyó en voz alta.


      Queridos Smoke y Shorty: Os escribo para desearos Felices Fiestas y solicitar vuestra presencia en una cena que se celebrará esta noche en el local de Slavovitch. Estará la señorita Arral y también Gautereaux. Él y yo fuimos socios hace cinco años en Circle. Es un buen tipo y será mi padrino. En cuanto a los huevos: llegaron al país hace cuatro años. Ya llegaron podridos. Estaban podridos cuando salieron de California y siempre lo han estado. Se quedaron un invierno en Carluk, otro en Nutlik y el invierno pasado en Forty Mile, donde los almacenaron. Supongo que este invierno lo pasarán en Dawson. No los guardéis en un lugar cálido. Lucille quiere que os diga que vosotros, ella y yo hemos conseguido provocar un revuelo en Dawson. Y yo digo que vuestro dinero pagará las copas. Con todo el respeto del mundo.
       Vuestro amigo,
                                                                                                 A.R.


       —Bueno, ¿qué me dices? —preguntó Smoke—. Aceptamos la invitación, supongo.
       —Tengo que decir una cosa —respondió Shorty—. Y es que Aguas Rápidas nunca sufrirá si se arruina. Es un buen actor, un actor condenadamente bueno. Y otra cosa: he hecho mal los cálculos. Aguas Rápidas gana diecisiete mil dólares, sí, pero no solo eso. Tú y yo le hemos conseguido hasta el último huevo en buen estado del Klondike, novecientos sesenta y cuatro, con dos que le regalamos para demostrar nuestras buenas intenciones. Y él fue tan gruñón y tan tacaño que incluso se llevó en un cubo los tres o cuatro que abrió. Una última cosa: tú y yo somos buenos buscadores de oro y mineros con cabeza, pero en cuanto a las finanzas somos los inocentones más fáciles de embaucar del mundo. Después de esto, tú y yo nos centraremos en las zonas donde haya rocas elevadas y árboles altos. Y si vuelves a hablarme de huevos, en ese momento y lugar disolveremos nuestra sociedad. ¿Entendido?


(1912)


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