Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


De estampida al arroyo Squaw (1911)
(“The Stampede to Squaw Creek”)
Smoke Bellew
(Nueva York: The Century Co., 1912, 386 págs.)



      Dos meses después de que Smoke Beilew y Shorty salieran a cazar alces para ganarse la vida, estaban de vuelta en el bar Elkhom de Dawson. Habían cazado, transportado y vendido la carne a cinco dólares el kilo y entre los dos poseían tres mil dólares en polvo de oro y una buena traílla de perros. Habían tenido suerte. A pesar de que la fiebre del oro había desplazado la caza entre ciento cincuenta y doscientos kilómetros al interior de las montañas, ellos se cobraron cuatro alces en un cañón estrecho situado a la mitad de esa distancia.
       El misterio de aquellos animales perdidos no era mayor que la suerte de quienes los mataron, porque ese mismo día cuatro familias indias muertas de hambre acamparon junto a ellos y les dijeron que no habían visto ni rastro de caza en los tres días que llevaban de regreso. Intercambiaron carne por perros famélicos y, tras una semana alimentándolos, Smoke y Shorty engancharon a los perros y empezaron a transportar la carne hasta el ávido mercado de Dawson.
       Ahora tenían el problema de convertir su oro en comida. El precio de la harina y las alubias alcanzaba tres dólares el kilo, pero lo difícil era encontrar un vendedor. Dawson estaba en plena hambruna. Cientos de hombres con dinero y sin comida se habían visto obligados a abandonar el país. Muchos se marcharon río abajo con las últimas aguas y muchos más, con las provisiones justas o escasas para llegar, habían caminado sobre el hielo los casi mil kilómetros que los separaban de Dyea.
       Smoke se reunió con Shorty en el caldeado bar y lo encontró exultante.
       —La vida no tiene gracia sin whisky y algo que la endulce —lo saludó Shorty mientras se quitaba el hielo del bigote, que empezaba a derretirse, y lo arrojaba al suelo—. Acabo de conseguir nueve kilos de eso que la endulza. El tipo solo me cobró seis dólares el kilo. ¿Tú has tenido suerte?
       —Yo tampoco he perdido el tiempo —respondió Smoke, orgulloso—. He comprado veinticinco kilos de harina. Y hay un hombre en el arroyo Adam que mañana me conseguirá veinticinco kilos más.
       —¡Genial! Sobreviviremos hasta que el río vuelva a abrirse. Oye, Smoke, nuestros perros son buenos. Un comprador de perros quiso llevarse los cinco a doscientos dólares por cabeza. Le dije que no. Demostraron su clase cuando les dimos carne para sacar fuerzas, pero no resulta económico alimentar a los perros cuando la carne cuesta cinco dólares el kilo. Venga, tomemos un trago. Quiero celebrar lo de los nueve kilos de azúcar.
       Unos minutos después, al tiempo que pesaba el oro para pagar el whisky, recordó algo y se sobresaltó.
       —Olvidé por completo que había quedado con un hombre en el Tivoli. Tiene beicon estropeado que me venderá a tres dólares el kilo. Podemos dárselo a los perros y ahorrarnos un dólar diario por cada animal. Te veo después.
       —Hasta luego —respondió Smoke—. Yo me iré a la cabaña a dormir.
       Shorty acababa de abandonar el bar cuando un hombre envuelto en pieles atravesó las puertas dobles antitormenta. Se le iluminó el rostro al ver a Smoke, quien lo reconoció como Breck, el hombre cuya barca habían pasado por el cañón Box y los rápidos de White Horse.
       —Oí decir que estabas en la ciudad —dijo Breck con prisa mientras se estrechaban la mano—. Llevo media hora buscándote. Vamos afuera, quiero hablar contigo.
       Smoke miró con pena hacia la estufa al rojo vivo.
       —¿No podemos hablar aquí?
       —No. Es importante. Vamos afuera.
       Al salir, Smoke se quitó una manopla, encendió una cerilla y miró el termómetro que colgaba junto a la puerta. Enseguida volvió a enguantarse la mano, como si el frío le hubiese quemado. La aurora boreal trazaba un arco sobre sus cabezas y de todo Dawson se alzaban los lúgubres aullidos de miles de perros lobo.
       —¿Cuánto marca? —preguntó Breck.
       —51°C bajo cero. —Kit escupió para hacer la prueba y la saliva crujió en el aire—. El termómetro funciona y no deja de bajar. Hace una hora solo marcaba 47 bajo cero. No me digas que hay estampida.
       —Sí —respondió Breck en un cauto susurro al tiempo que miraba ansioso a su alrededor por si había alguien escuchando—. ¿Sabes que el arroyo Squaw desemboca en la otra orilla del Yukón, cincuenta kilómetros cauce arriba?
       —Allí no hay nada que hacer —opinó Smoke—. Hace años que ya hicieron prospecciones.
       —Como en los demás arroyos que luego resultaron una mina. Escucha, es un hallazgo de los buenos. Solo hay entre dos metros y medio y seis metros hasta el lecho rocoso.
       No habrá ni una concesión que baje del medio millón de dólares. Es secreto. Me lo han contado dos o tres de mis mejores amigos. De inmediato le dije a mi esposa que iba a buscarte antes de partir. Ahora me marcho. Tengo la mochila oculta en la orilla. De hecho, cuando me lo contaron me hicieron prometer que no saldría hasta que todo Dawson durmiese. Ya sabes lo que ocurre si alguien te ve con el equipo de estampida. Busca a tu amigo y seguidnos. Podríais delimitar la cuarta o quinta concesión desde el punto del descubrimiento. No lo olvides, es en el arroyo Squaw, el tercero tras pasar el arroyo Swede.
       Cuando Smoke entró en la pequeña cabaña de la colina que se alzaba a espaldas de Dawson oyó una fuerte respiración que conocía bien.
       —Ah, acuéstate de una vez —murmuró Shorty cuando Smoke le sacudió el hombro—. No tengo turno de noche —fue su siguiente comentario al comprobar que el otro lo llamaba con más insistencia—. Cuéntale tus problemas al camarero.
       —Vístete —dijo Smoke—. Tenemos que delimitar un par de concesiones.
       Shorty se sentó, dispuesto a estallar, pero Smoke le tapó la boca con la mano.
       —¡Ssh! —advirtió Smoke—. Es un gran descubrimiento. No despiertes a los vecinos. Dawson duerme.
       —¡Ja! No me vengas con historias. Cuando hay un descubrimiento, nadie lo cuenta claro que no. Pero resulta increíble la forma en la que todo el mundo se lanza al camino a la vez, ¿no crees?
       —El arroyo Squaw —susurró Smoke—. Es verdad. Me avisó Breck. El lecho rocoso es poco profundo. Hay oro desde las raíces de las plantas hasta abajo. Venga, preparamos un par de mochilas ligeras y nos largamos.
       Los ojos de Shorty se cerraron y se dejó vencer por el sueño. Al instante se quedó sin mantas.
       —Si tú no las quieres, yo sí —explicó Smoke.
       Shorty se levantó y empezó a vestirse.
       —¿Llevamos los perros? —preguntó.
       —No. El camino hasta el arroyo no estará despejado, nadie lo habrá abierto, y avanzaremos más sin ellos.
       —Entonces les daré una comilona que tendrá que durarles hasta que volvamos. No olvides coger corteza de abedul y una vela.
       Shorty abrió la puerta, sintió la dentellada del frío y retrocedió para bajar las orejeras del gorro y ponerse las manoplas. Regresó a los cinco minutos, frotándose con fuerza la nariz.
       —Smoke, que sepas que estoy en contra de esta estampida. Hace más frío que en el infierno mil años antes de que se encendiera el primer fuego. Además, es martes trece y tendremos problemas, ya lo verás.
       Con unos pequeños equipos de estampida a la espalda, cerraron la puerta de la cabaña y echaron a andar colina abajo. Ya no se veía la aurora boreal, solo las estrellas saltaban en medio de aquel frío y su luz vacilante no ayudaba a avanzar. Shorty se despistó y salió del camino en una curva, internándose en una capa profunda de nieve virgen, y alzó la voz para acordarse de la fecha del día, la semana, el mes y el año.
       —¿No puedes callarte? —susurró Smoke—. Deja en paz el almanaque. Conseguirás que todo Dawson se despierte y salga detrás de nosotros.
       —¡Ja! ¿Ves la luz en esa cabaña? ¿Y en esa otra de ahí? ¿Has oído ese portazo? Sí claro, todo Dawson duerme. ¿Y las luces? Están enterrando a sus muertos. No van a salir de estampida, te apuesto lo que quieras a que no.
       Para cuando llegaron al pie de la colina y estaban casi en Dawson, en las cabañas se encendían las luces y se oían portazos, y a sus espaldas se oía el ruido de muchos mocasines sobre la nieve pisada. Shorty continuó desahogándose.
       —Aunque resulta impresionante la cantidad de dolientes que van al entierro.
       Pasaron junto a un hombre parado junto al camino que decía en voz baja y ansiosa: «Vamos, Charley, date prisa».
       —¿Ves la mochila que lleva a la espalda, Smoke? El cementerio debe quedar bien lejos, si los dolientes se ven obligados a llevarse las mantas.
       Para cuando llegaron a la calle principal una hilera de cien hombres los seguía y, mientras buscaban bajo esa luz engañosa la senda que descendía por la orilla hacia el río, oyeron llegar a más hombres. Shorty resbaló y se deslizó sobre los nueve metros de rampa para caer en la nieve en polvo. Smoke lo siguió y lo derribó de nuevo justo en el momento en que se ponía en pie.
       —Yo lo he descubierto —gorjeó al tiempo que se quitaba los guantes para sacudirse la nieve que se había colado bajo el protector.
       Al instante salían en desbandada para apartarse de los cuerpos de los que venían detrás y se precipitaban sobre ellos. En la época de la congelación se había producido una barrera en ese lugar y había bloques de hielo en vertical, cubiertos de nieve, que provocaban confusión. Tras varias caídas complicadas, Smoke sacó la vela y la encendió. Los que los seguían aclamaron la idea. No soplaba el viento, la vela ardía bien y él avanzaba con rapidez, abriendo camino.
       —Sin duda es una estampida —decidió Shorty—. ¿O serán todos sonámbulos?
       —En cualquier caso, encabezamos la procesión —respondió Smoke.
       —Pues no sé qué decirte. A lo mejor eso de ahí delante es una luciérnaga. Puede que sean todas luciérnagas. Esa y esa. ¡Míralas! Créeme, por delante llevamos una buena cantidad de procesiones.
       Hasta la orilla oeste del Yukón había kilómetro y medio entre las barreras, y las velas parpadeaban a lo largo de la tortuosa senda. Tras ellos, en lo alto de la orilla por la que habían bajado, se veían más velas.
       —Oye, Smoke, esto no es una estampida. Es un éxodo. Debe de haber unos mil hombres por delante de nosotros y otros diez mil por detrás. Ahora escúchame. Sé lo que me digo. Cuando tengo un presentimiento siempre se cumple. Y de esta estampida no saldrá nada bueno. Demos la vuelta y volvamos a dormir.
       —Será mejor que no malgastes fuerzas si piensas continuar —respondió Smoke secamente.
       —¡Ja! Tendré las piernas cortas, pero puedo dar más pasos sin que mis músculos se inmuten y te aseguro que soy capaz de dejar atrás a cualquiera de estos pelagatos.
       Smoke sabía que tenía razón porque hacía mucho tiempo que conocía la impresionante capacidad para andar de su camarada.
       —Me he contenido para darte una oportunidad —se burló Smoke.
       —Pues yo te piso los talones, así que si no puedes hacerlo mejor, déjame ir delante y marcaré el ritmo.
       Smoke se dio más prisa y enseguida alcanzó al grupo más cercano de corredores de estampidas.
       —Venga, Smoke —le metió prisa el otro—. Pasa por encima de estos muertos vivientes. No estamos en un entierro. Muévete como si fueras a alguna parte.
       Smoke contó ocho hombres y dos mujeres en el grupo y, antes de cruzar la barrera y llegar al otro camino, Shorty y él habían adelantado un nuevo grupo de veinte personas. A uno o dos metros de la orilla oeste, la senda giraba bruscamente hacia el sur y corría sobre hielo liso, sin barreras, aunque el hielo quedaba cubierto por varias decenas de centímetros de nieve en polvo que cruzaba la senda de los trineos, una estrecha cinta de nieve pisoteada que apenas tenía sesenta centímetros de ancho. A cada lado de la senda cualquiera se hundía hasta las rodillas o más en la nieve. Los corredores a los que adelantaban les dejaban pasar a duras penas, por lo que Shorty y Smoke a menudo se veían obligados a adentrarse en la nieve y adelantarlos con gran esfuerzo.
       Shorty se mostraba incontenible y pesimista. Cuando los corredores se molestaban al verse adelantados, él les contestaba del mismo modo.
       —¿Qué prisa tienes? —preguntó uno de ellos.
       —¿Y tú? —respondió él—. Ayer por la tarde salió una estampida desde el río Indian y han llegado antes que tú. Ya no quedan concesiones.
       —Si es así, repito, ¿qué prisa tienes?
       —¿Quién? ¿Yo? Yo no voy de estampida. Trabajo para el Gobierno. Voy en misión oficial. Voy de paseo para hacer el censo del arroyo Squaw.
       A otro, que lo saludó con un «¿A dónde vas, pequeñajo? ¿De verdad pretendes delimitar una concesión?», Shorty le contestó:
       —¿Yo? Soy el descubridor del arroyo Squaw. Regreso después de registrar mi concesión para que ningún condenado chechaquo intente apoderarse de ella.
       El ritmo medio de los corredores de la estampida en las zonas más fáciles era de cinco kilómetros y medio a la hora. Smoke y Shorty iban a algo más de siete, aunque a veces echaban alguna que otra carrera e incrementaban la media.
       —Voy a correr tanto que te voy a dejar sin pies, Shorty —lo retó Smoke.
       —¡Ja! Puedo continuar sobre los muñones y dejarte yo a ti sin suelas en los mocasines. Aunque no serviría de nada. He estado pensando. Las concesiones de los arroyos miden ciento cincuenta metros. Son casi siete por kilómetro. Hay mil corredores por delante de nosotros y ese arroyo no tiene ciento cincuenta kilómetros de largo. Alguien se va a quedar fuera y no sé por qué me parece que vamos a ser tú y yo.
       Antes de responder, Smoke pegó un acelerón inesperado que dejó a Shorty casi dos metros por detrás.
       —Si no perdieras la fuerza por la boca y apretaras el paso, podríamos adelantar a unos cuantos de esos mil, ¿no crees? —lo regañó.
       —¿Quién? ¿Yo? Si te quitas del medio te demuestro enseguida lo que es llevar un buen ritmo.
       Smoke se rió y pegó otro acelerón.
       —Shorty, te tengo machacado. Desde que llegué a la playa de Dyea he reconstruido todas las células de mi cuerpo. Mi carne está tan fibrosa como la tralla y es tan recia y efectiva como la mordedura de una serpiente de cascabel. Hace unos meses me habría dado palmaditas a mí mismo en la espalda solo por escribir esas palabras, pero no habría podido hacerlo. Antes tenía que vivirlas y ahora que las vivo ya no necesito escribirlas. Yo soy la auténtica noticia mordaz e implacable y ningún montañero de reserva puede intentar superarme sin llevarse una paliza. Ahora pasa delante y marca el paso durante media hora. Esfuérzate al máximo y cuando estés agotado, te adelanto yo y haré que te esfuerces de verdad.
       —¡Ja! —Shorty hizo una mueca burlona—. Y eso que es un chavalito. Anda, quita del medio y deja que los mayores te enseñen a hacer las cosas bien.
       Se fueron alternando de media hora en media hora para marcar el ritmo. No hablaron demasiado. El esfuerzo les ayudaba a conservar el calor, aunque el aliento se les congelaba sobre el rostro, desde los labios a la barbilla. El frío era tan intenso que se frotaban nariz y mejillas de forma casi continuada con las manoplas. Unos pocos minutos sin hacerlo permitía que la carne se entumeciera y entonces era necesario frotar con más energía para provocar el hormigueo de la circulación al recuperarse.
       Varias veces pensaron que ocupaban la delantera, pero siempre acababan por tener que adelantar más corredores que habían salido antes que ellos. En ocasiones algunos grupos intentaban seguirles el ritmo, pero siempre acababan por rendirse al cabo de dos o tres kilómetros y desaparecían en la oscuridad de la retaguardia.
       —Llevamos todo el invierno en el camino —fue el comentario de Shorty—, y estos tipos, que se han rascado la barriga en sus cabañas, tienen la cara de pensar que pueden mantener nuestro ritmo. Si fueran auténticos sourdoughs[5] la cosa cambiaría. Si hay algo que el sourdough hace mejor que nadie es caminar.
       En una ocasión Smoke encendió una cerilla para mirar el reloj. No repitió la acción porque el frío penetró de tal forma en sus manos desnudas que transcurrió media hora antes de que volviera a sentirse cómodo.
       —Las cuatro —dijo al tiempo que se ponía los guantes—, y ya hemos adelantado a trescientos.
       —Trescientos treinta y ocho —lo corrigió Shorty—. Llevo la cuenta. Deja paso, desconocido. Deja que corra la estampida quien sabe correrla.
       Esto último se lo dijo a un hombre, evidentemente exhausto, que avanzaba trastabillando y bloqueaba el camino. Ese y otro más fueron los únicos hombres agotados que encontraron, porque ya se hallaban muy cerca de la vanguardia de la estampida. No conocieron los espantos de esa noche hasta más adelante. Los hombres extenuados se sentaban a descansar junto al camino y ya no conseguían levantarse. Siete murieron congelados, mientras que a los supervivientes les amputaron dedos de las manos y de los pies, incluso pies enteros, en los hospitales de Dawson. Porque la estampida al arroyo Squaw tuvo lugar la noche más fría del año. Antes del amanecer los termómetros de alcohol de Dawson marcaron 57°C bajo cero.
       Con el otro hombre agotado se tropezaron unos minutos después y estaba sentado sobre un trozo de hielo junto al camino.
       —Sigue andando, amigo —lo saludó, animado, Shorty—. Sigue moviéndote. Si te sientas ahí te quedarás congelado.
       El hombre no respondió y se detuvieron para investigar.
       —Más tieso que un palo —fue el veredicto de Shorty—. Si lo derribas, se rompe.
       —Voy a ver si respira —dijo Smoke, al tiempo que con la mano desnuda buscaba el corazón del hombre, entre las pieles y las prendas de lana.
       Shorty levantó una de sus orejeras y acercó el oído a los labios del hombre.
       —No respira —informó.
       —Tampoco hay latido —dijo Smoke.
       Se puso la manopla y golpeó la mano con fuerza durante un minuto antes de volver a exponerla al frío para encender una cerilla. Era un hombre mayor y, sin duda alguna, estaba muerto. En los instantes en que duró la cerilla vieron una barba larga y canosa cubierta de hielo hasta la nariz, unas mejillas blancas debido a la helada y unos ojos cerrados, con las pestañas congeladas y pegadas entre sí por el hielo. Luego, la cerilla se apagó.
       —Vamos —dijo Shorty, trotándose la oreja—. No podemos hacer nada por él y yo me he congelado la oreja. Ahora se me pelará y me dolerá durante una semana.
       Unos minutos después, cuando una franja en llamas derramó por el cielo un fuego palpitante, vieron dos siluetas a unos cuatrocientos metros de distancia. Más allá, durante un kilómetro y medio, nada se movía.
       —Esos son los que encabezan la procesión —dijo Smoke al tiempo que la oscuridad caía de nuevo—. Venga, vamos a alcanzarlos.
       Al cabo de media hora, sin haber atrapado a los dos que iban delante, Shorty echó a correr.
       —Aunque los alcancemos, no conseguiremos adelantarlos —dijo jadeando—. Dios, vaya ritmo que llevan. Doble contra sencillo a que no son chechaquos. Son sourdoughs de pura cepa, puedes estar seguro.
       Smoke iba delante cuando por fin les dieron alcance y se alegró de relajar el ritmo para mantenerse tras ellos. Casi de inmediato tuvo la sensación de que el que estaba más cerca de él era una mujer. No sabía por qué le parecía que así era. Encapuchada y cubierta de pieles, aquella silueta oscura era igual que todas; sin embargo, había en ella algo que le resultaba familiar. Aguardó a que la aurora volviese a llamear y, gracias a su luz, se fijó en lo pequeños que eran los pies envueltos en mocasines. Pero vio algo más: los andares; y supo que eran los andares inconfundibles que una vez había decidido no olvidar jamás.
       —Camina muy segura —comentó Shorty con voz ronca—. Apuesto a que es una india.
       —¿Cómo está usted, señorita Gastell? —preguntó Smoke.
       —¿Y usted? —respondió ella, girando la cabeza y dedicándole una rápida ojeada—. Está demasiado oscuro para ver. ¿Quién es usted?
       —Smoke.
       Ella se rió a pesar del frío y a él le pareció que nunca había oído una risa tan bonita.
       —¿Y ya se ha casado y criado todos esos niños de los que me habló? —Antes de que él pudiera responder, continuó ella—: ¿Cuántos chechaquos vienen detrás?
       —Supongo que varios miles. Nosotros adelantamos a más de trescientos. Y no perdían el tiempo.
       —La historia de siempre —dijo ella con amargura—. Los recién llegados se apoderan de los arroyos más ricos y los veteranos, que se aventuraron, sufrieron y levantaron este país, se quedan sin nada. Los veteranos descubrieron el arroyo Squaw, el misterio es cómo se corrió la noticia, y mandaron aviso a los veteranos de Sea Lion. Pero queda quince kilómetros más lejos que Dawson y cuando lleguen se encontrarán el arroyo delimitado hasta el horizonte por los chechaquos de Dawson. No está bien, no es justo que la suerte sea tan retorcida.
       —Es una pena —se compadeció Smoke—, pero que me cuelguen si sé qué puede hacer usted al respecto. Ya sabe que quien primero llega se queda con el premio.
       —Ojalá pudiese hacer algo —dijo ella con ira—. Me gustaría verlos a todos congelarse en el camino, o que les ocurriera algo terrible, con tal de que la estampida de Sea Lion llegase antes.
       —Sin duda nos tiene manía —se rió Smoke.
       —No es eso —respondió ella rápidamente—. Conozco a los de Sea Lion uno a uno, y todos son hombres de verdad. Pasaron hambre en este territorio en los viejos tiempos y trabajaron como gigantes para desarrollarlo. Son héroes y merecen alguna recompensa. Sin embargo, ya están aquí miles de novatos blandengues que no se han ganado el derecho a delimitar nada, pero que les llevan kilómetros de ventaja. Y ahora, si disculpa mi diatriba, prefiero ahorrar fuerzas porque no sé cuándo ustedes y todos los demás intentarán adelantarnos a mi padre y a mí.
       Durante una hora, más o menos, Joy y Smoke no volvieron a intercambiar palabra, aunque él se fijó en que la joven y su padre hablaron un rato en susurros.
       —Ya sé quienes son —le dijo Shorty a Smoke—. Él es Louis Gastell, uno de los grandes. Esa debe de ser su hija. Llegó al país hace tanto tiempo que nadie se acuerda y trajo con él a la niña, que no era más que un bebé. Era socio comercial de Beetles y fueron ellos quienes llevaron el primer barquito de vapor Koyukuk arriba.
       —No creo que debamos intentar adelantarlos —dijo Smoke—. Vamos en la vanguardia de la estampida y solo somos cuatro.
       Shorty estuvo de acuerdo y mantuvieron silencio durante otra hora, al tiempo que avanzaban sin bajar el ritmo. A las siete, un último despliegue de la aurora boreal rompió la oscuridad y al oeste pudieron ver un ancho claro entre las montañas nevadas.
       —¡El arroyo Squaw! —exclamó Joy.
       —Aún falta —se alegró Shorty—. No creo que lleguemos antes de media hora, eso mínimo. Ha sido como estirar un poco las piernas.
       Ese era el lugar donde el camino de Dyea, bloqueado por las barreras de hielo, giraba bruscamente para cruzar el Yukón hacia la orilla este. Allí debían abandonar el sendero bien pisoteado por el que todos viajaban, ascender las barreras y seguir una senda tenue y de nieve poco compacta que rondaba la orilla oeste.
       Louis Gastell, que iba delante, resbaló sobre el hielo accidentado en medio de la oscuridad y se sentó, al tiempo que sujetaba el tobillo con ambas manos. Luchó por ponerse en pie y avanzar, pero lo hizo más despacio y con una leve cojera. Al cabo de unos minutos se detuvo de repente.
       —Es imposible —le dijo a su hija—. Me he fastidiado un tendón. Vete delante y delimita una concesión para mí y otra para ti.
       —¿No podemos hacer nada? —preguntó Smoke, solícito.
       Louis Gastell negó con la cabeza.
       —Ella puede delimitar dos concesiones tan bien como una. Yo me arrastraré hasta la orilla, encenderé una hoguera y me vendaré el tobillo. Estaré bien. Vete, Joy. Delimita nuestras concesiones por encima de la del descubrimiento. Cuanto más arriba, más oro habrá.
       —Aquí tiene un poco de corteza de abedul —dijo Smoke mientras dividía su provisión en dos partes iguales—. Nosotros cuidaremos de su hija.
       Louis Gastell se rió de una forma desagradable.
       —Gracias de todos modos —dijo—, pero sabe cuidarse sola. Síganla y háganle caso.
       —¿Le importa si voy delante? —preguntó la joven a Smoke en cuanto siguieron camino—. Conozco la zona mejor que usted.
       —Adelante —respondió Smoke con galantería—, aunque estoy de acuerdo con usted en que es una pena que los chechaquos lleguemos antes que el grupo de Sea Lion. ¿No hay alguna forma de despistarlos?
       Ella negó con la cabeza.
       —No podemos ocultar nuestro rastro y nos seguirán como borregos.
       Tras casi medio kilómetro, se desvió bruscamente hacia el oeste. Smoke se fijó en que se desplazaban sobre nieve sin pisar, pero ni él ni Shorty vieron que la tenue senda que habían seguido hasta ese momento continuaba avanzando en dirección sur. Si hubiesen presenciado el posterior proceder de Louis Gastell, la historia del Klondike se habría escrito de otro modo, porque habrían visto al veterano, sin cojear en absoluto, correr tras ellos con la nariz pegada al camino, como un sabueso. También lo habrían visto pisotear y ampliar el giro hacia la senda nueva que habían tomado rumbo al oeste. Por último, lo habrían visto seguir el camino tenue que se dirigía al sur.
       Una senda llevaba arroyo arriba, pero estaba tan levemente marcada que la perdían continuamente en la oscuridad. Tras un cuarto de hora, Joy Gastell aceptó pasar a la retaguardia y permitir que los dos hombres se turnasen para abrir camino entre la nieve. La lentitud con la que avanzaban los que iban en cabeza permitió que los demás participantes en la estampida recortasen distancia y, cuando a las nueve abrió el día, hasta donde les alcanzaba la vista se extendía una hilera ininterrumpida de hombres. Los ojos oscuros de Joy brillaron al verlo.
       —¿Cuánto hace que vamos arroyo arriba? —preguntó.
       —Unas dos horas —respondió Smoke.
       —Y dos horas de vuelta son cuatro —se rio ella—. La estampida de Sea Lion está salvada.
       Una leve sospecha cruzó la mente de Smoke y se detuvo para enfrentarse a ella.
       —No lo entiendo —le dijo.
       —¿No? Pues se lo explicaré. Esto es el arroyo Norway. El arroyo Squaw es el siguiente hacia el sur.
       Smoke se quedó sin habla durante un momento.
       —¿Lo ha hecho a propósito? —preguntó Shorty.
       —Lo hice para darles una oportunidad a los veteranos.
       Soltó una risilla burlona. Los hombres se miraron, sonrieron y luego también se echaron a reír.
       —Si las mujeres no escasearan tanto en esta zona, la pondría sobre mis rodillas y le daría una buena azotaina —le aseguró Shorty.
       —Su padre no se lesionó, sino que esperó a que nos perdiésemos de vista y luego continuó camino, ¿no es así? —preguntó Smoke.
       Ella asintió con la cabeza.
       —¿Y usted sirvió de señuelo?
       Ella volvió a asentir y esta vez la risa de Smoke se oyó nítida y sincera. Era la risa espontánea de un hombre vencido por completo.
       —¿Por qué no se enfada conmigo? —inquirió ella, arrepentida y apesadumbrada—. ¿O por qué no me da un bofetón?
       —Bueno, será mejor que empecemos a regresar —intervino Shorty—. Aquí parado se me están helando los pies.
       Smoke negó con la cabeza.
       —Eso significaría perder cuatro horas. Yo creo que hemos avanzado unos trece kilómetros cauce arriba y, por lo que veo, el arroyo Norway describe una amplia curva hacia el sur. La seguiremos y luego cruzaremos la divisoria de alguna manera y saldremos al arroyo Squaw en algún punto por encima del descubrimiento. —Miró a Joy—. ¿Quiere venir con nosotros? Le dije a su padre que cuidaríamos de usted.
       —Yo… —la joven dudó—. Creo que sí, si no le importa. —Lo miraba fijamente, pero en su rostro ya no había desafío ni burla—. De verdad, señor Smoke, ha conseguido que casi me arrepienta de lo que he hecho. Pero alguien tenía que salvar a los veteranos.
       —Creo que correr una estampida podría considerarse una propuesta deportiva.
       —Pues a mí me parece que ustedes dos se lo han tomado muy bien —dijo ella y luego añadió con un ligero suspiro—: ¡Qué pena que no sean veteranos!
       Continuaron avanzando dos horas más sobre el lecho congelado del arroyo Norway y luego se adentraron en el de un afluente, estrecho y accidentado, que procedía del sur. A mediodía comenzaron a ascender la divisoria. Tras ellos y por debajo se veía la larga hilera de corredores, que empezaba a deshacerse. Aquí y allá, en varios sitios, las ligeras columnas de humo indicaban la formación de algún campamento.
       En cuanto a ellos, lo tenían difícil. Avanzaban como podían con la nieve hasta la cintura y se veían obligados a detenerse cada pocos metros para recuperar el aliento. Shorty fue el primero en pedir hacer un alto.
       —Llevamos más de doce horas en el camino —dijo—. Smoke, no me importa reconocer que estoy destrozado. Tú también lo estás. Puedo afirmar que soy capaz de agarrarme a esta senda como un indio hambriento a un pedazo de carne de oso, pero esta pobre joven no se mantendrá en pie mucho más si no mete se algo en el estómago. Aquí encenderemos nuestra hoguera. ¿Qué opinas?
       Levantaron un campamento temporal de forma tan metódica, con tanta rapidez y destreza, que Joy, mientras los observaba con envidia, se vio obligada a admitirse a sí misma que los veteranos no lo harían mejor. Un lecho de ramas de pícea cubiertas con una manta sirvió de base para descansar y cocinar. Pero antes de acercarse al calor del fuego frotaron con fuerza narices y mejillas.
       Smoke escupió en el aire y el trallazo resultante fue tan inmediato y tan fuerte que movió de un lado al otro la cabeza.
       —Me rindo —dijo—. Nunca había visto una helada como esta.
       —Un invierno en el Koyukuk llegó a 65,5°C bajo cero —respondió Joy—. Ahora debe de haber unos 55 o 60°C bajo cero, si no es peor, y sé que me he congelado las mejillas. Arden como si estuvieran al fuego.
       En la empinada ladera de la divisoria no había hielo, así que echaron un montón de nieve —dura y cristalina como el azúcar granulado— en la batea del oro hasta que derritieron suficiente para hacer café. Smoke frió beicon y derritió panecillos. Shorty se ocupó de la provisión de combustible y de la hoguera, y Joy puso la sencilla mesa, que consistía en dos platos, dos tazas, dos cucharas, una lata de sal y pimienta mezcladas y otra lata de azúcar. Cuando llegó el momento de comer, Smoke y ella compartieron el cubierto. Comieron del mismo plato y bebieron de la misma taza.
       Eran casi las dos de la tarde cuando cruzaron la cima de la divisoria y empezaron a descender por un afluente del arroyo Squaw. A principios del invierno algún cazador de alces había abierto camino cañón arriba. Es decir, que al subir y bajar había pisado siempre sobre sus huellas anteriores. Como resultado, en medio de la nieve blanda y cubierta por las últimas nevadas se extendía una hilera de montículos irregulares. Si un pie no acertaba a posarse sobre el montículo adecuado, solía hundirse en la nieve sin pisar y provocar una caída. Además, el cazador de alces tenía las piernas excepcionalmente largas. Joy, que se mostraba ansiosa por que los dos hombres tuviesen la oportunidad de delimitar una concesión y temía que retrasasen el ritmo debido al cansancio evidente de ella, insistía en turnarse con ellos para guiar al grupo. La velocidad y la forma en que manejaba el precario camino provocó una aprobación incondicional por parte de Shorty.
       —¡Mírala! —exclamó—. Es de lo mejor, pura carne roja. Mira cómo vuelan esos mocasines. Nada de tacones: sabe usar las piernas que Dios le dio. Es la mujer adecuada para cualquier cazador de osos.
       Ella se giró con una sonrisa de agradecimiento que incluía a Smoke. En ese momento él sintió que era su amigo, aunque al mismo tiempo fue consciente de que la mujer que lo abrazaba con aquella sonrisa de camaradería era mucha mujer.
       Al llegar a la orilla del arroyo Squaw y mirar atrás vieron la estampida avanzar ya rota, de forma irregular, luchando por descender la divisoria.
       Se deslizaron orilla abajo hasta el lecho del arroyo. La corriente, sólidamente congelada hasta el fondo tenía un ancho de entre seis y nueve metros y corría entre unas orillas de aluvión de entre dos y dos metros y medio de ancho. Ningún pie había hollado recientemente la nieve que cubría el hielo y supieron que se encontraban por encima de la concesión del descubrimiento y de las últimas estacas utilizadas para delimitar por los veteranos de Sea Lion.
       —Cuidado con los manantiales —advirtió Joy mientras Smoke los guiaba cauce abajo del arroyo—. A 55°C bajo cero, si te hundes en sus aguas te quedas sin pies.
       Esos manantiales, comunes en la mayoría de los riachuelos del Klondike, no dejaban de fluir por muy baja que fuera la temperatura. El agua brotaba desde las orillas y se asentaba formando charcos que quedaban protegidos del frío por la congelación posterior de distintas capas en la superficie y por las nevadas. De esa forma, un hombre que pisara sobre nieve seca podría romper una fina capa de hielo de un centímetro de espesor y encontrarse hundido en agua hasta las rodillas. A los cinco minutos, a menos que consiguiera librarse del equipo empapado, se vería castigado con la pérdida de los pies.
       Aunque solo eran las tres de la tarde, el gris y prolongado crepúsculo del ártico se había asentado ya. Buscaron el árbol marcado, en cualquiera de las dos orillas, que indicaría la estaca central de la última concesión delimitada. Joy, impulsiva y ansiosa, fue la primera en verlo. Salió disparada por delante de Smoke, gritando:
       —¡Alguien ha estado aquí! ¡Mirad la nieve! ¡Buscad la marca! ¡Ahí está! ¡Mirad esa pícea! —De repente, se hundió en la nieve hasta la cintura—. Ahora sí que la he armado —dijo con pena y luego gritó—: ¡No os acerquéis a mí! Ya salgo yo.
       Paso a paso, atravesando la fina capa de hielo oculta bajo la nieve seca, se abrió camino hasta suelo sólido. Smoke no esperó, sino que corrió a la orilla, donde ramitas y palos secos y curados, incrustados entre los matorrales por las avenidas primaverales, aguardaban que alguien les acercase una cerilla. Cuando ella llegó a su lado, ya parpadeaban las primeras llamas de la hoguera.
       —¡Siéntate! —ordenó Smoke.
       Ella obedeció y se sentó sobre la nieve. Él se quitó la mochila de la espalda y extendió una manta para que ella apoyase los pies.
       Desde abajo les llegaban las voces de los corredores de estampida que les seguían.
       —Que Shorty delimite la concesión —les instó ella.
       —Vete, Shorty —dijo Smoke al tiempo que atacaba los mocasines de ella, ya rígidos por el hielo—. Mide trescientos metros a pasos y coloca las dos estacas centrales. Ya colocaremos las de las esquinas más adelante.
       Smoke utilizó el cuchillo para cortar los cordones y el cuero de los mocasines. Estaban tan rígidos debido al hielo que chasqueaban y crujían al romperlos y cortarlos. Los calcetines indios y las gruesas medias de lana se habían convertido en fundas de hielo. Era como si la joven tuviese los pies y las pantorrillas revestidas de chapa de hierro.
       —¿Qué tal los pies? —preguntó sin dejar de trabajar.
       —Muy entumecidos. Ni siento ni puedo mover los dedos. Pero me pondré bien. La hoguera arde de maravilla. Ten cuidado de no congelarte las manos. También tienen que estar entumecidas, por la forma lenta en que las manejas.
       Smoke se puso las manoplas y durante casi un minuto golpeó salvajemente las manos abiertas contra sus costados. Cuando sintió el hormigueo de la sangre, se sacó los guantes y continuó rasgando, cortando y rompiendo los fragmentos congelados. Apareció la piel blanca de un pie y luego la del otro, expuestos al frío de 55°C bajo cero.
       Luego llegó el momento de los masajes con nieve, efectuados con una intensidad cruel y violenta, hasta que Joy pudo retorcer, encoger y mover los dedos de los pies y Se quejó, feliz, del dolor que sentía. El medio la arrastró, y ella medio se levantó, para acercarla más a la hoguera. Smoke situó los pies de Joy sobre la manta, próximos a las llamas salvadoras.
       —Tendrás que ocuparte de ellos durante un rato —le dijo.
       Ahora ella ya podía quitarse las manoplas para trabajar y manipular sin peligro sus propios pies, siempre atenta, con la sabiduría del iniciado, a que su carne absorbiera lentamente el calor del fuego. Mientras, él atacó sus propias manos. La nieve ni se derretía ni se humedecía. Sus ligeros cristales eran como arena. Poco a poco, los pinchazos y punzadas de la circulación regresaron a la carne helada. Luego se ocupó de la hoguera, desató la mochila ligera que la joven llevaba a la espalda y sacó un recambio completo de calzado y demás prendas.
       Shorty regresó por el lecho del arroyo y ascendió la orilla hacia ellos.
       —He delimitado trescientos metros —anunció—. Son las concesiones número veintisiete y veintiocho, aunque solo había clavado la estaca superior de la veintisiete cuando me encontré con el primer tipo del grupo que nos seguía. Me dijo directamente que no me iba a permitir delimitar la veintiocho. Y yo le dije…
       —Eso, sí —grito Joy—. ¿Qué le dijiste?
       —Le dejé clarito que si no retrocedía ciento cincuenta metros convertiría su nariz congelada en helado de frambuesa. Retrocedió y pude poner las dos estacas centrales de dos concesiones de ciento cincuenta metros de arroyo cada una. Él delimitó la siguiente y creo que a estas alturas el grupo tiene el arroyo Squaw delimitado hasta la cabecera y da la vuelta por la otra orilla. Las nuestras están seguras. Ahora está demasiado oscuro para ver nada, pero ya pondremos las estacas de las esquinas por la mañana.
       Al despertarse descubrieron que por la noche se había producido un cambio. Hacía tanto calor que Shorty y Smoke, aún bajo las mantas, calcularon que como mucho se encontraban a 30 °C bajo cero. La ola de frío había remitido. Sobre sus mantas quedaba una capa de quince centímetros de escarcha.
       —Buenos días, ¿cómo tienes los pies? —fue el saludo de Smoke a Joy Gastell, que se encontraba al otro lado de las cenizas de la hoguera y apartaba la nieve con cuidado, sentada y envuelta en sus pieles de dormir.
       Shorty preparó la hoguera y extrajo hielo del arroyo, mientras Smoke hacía el desayuno. El día empezó a abrir cuando ellos terminaban de comer.
       —Vete a clavar las estacas de las esquinas, Smoke —dijo Shorty—. Hay gravilla bajo el lugar de donde extraje el hielo para hacer café y voy a derretir la nieve y lavar una batea de esa gravilla para ver si hay suerte.
       Smoke se fue, hacha en mano, para situar las estacas. Partiendo de la estaca central de la veintisiete, cruzó en ángulo recto el estrecho valle hacia su borde. Lo hizo de forma metódica, casi automática, porque los recuerdos de la noche anterior poblaban su mente. De alguna forma sentía que se había ganado el derecho al dominio absoluto sobre las delicadas líneas y los firmes músculos de esos pies y tobillos que había masajeado con nieve, y ese dominio parecía extenderse al resto, a toda esa mujer que era como él. Esa sensación de posesión lo dominaba por completo. Era como si solo tuviese que acercarse a Joy Gastell, tomarla de la mano y decirle: «Ven».
       En esas estaba cuando descubrió algo que le hizo olvidar su ansia de dominio sobre unos pies blancos de mujer. No marcó el lugar de la estaca en el borde del valle. No llegó al borde del valle, sino que se encontró con otro arroyo. A ojo alineó un sauce partido por un rayo y una pícea fácil de reconocer. Regresó al arroyo donde estaban las estacas centrales. Siguió el lecho del arroyo a lo largo de una ancha curva en herradura que cruzaba el llano y se encontró con que los dos arroyos eran el mismo arroyo. A continuación, atravesó dos veces la nieve virgen desde un borde del valle hasta el opuesto, trazando la primera línea desde la estaca inferior de la veintisiete y la segunda desde la estaca superior de la veintiocho. Descubrió que la estaca superior de esta última quedaba más abajo que la estaca inferior de la primera. En pleno crepúsculo, casi a oscuras, Shorty había situado ambas concesiones en la curva en herradura.
       Smoke regresó al pequeño campamento. Shorty, que estaba terminando de lavar una batea de gravilla, cobró vida al verlo:
       —¡Lo tenemos! —gritó Shorty, al tiempo que le tendía la batea—. ¡Míralo! Vaya cantidad de oro. Ahí sacaremos doscientos por batea como poco. Va cargado desde lo alto del depósito de grava. He rebuscado en unos cuantos depósitos, pero nunca he visto una muestra como la que hay en esta batea.
       Smoke le dedicó una mirada desinteresada al oro grueso, se sirvió una taza de café junto a la hoguera y se sentó. Joy presintió que algo iba mal y lo miró, curiosa y preocupada. Sin embargo, a Shorty le pareció mal la falta de alegría de su compañero ante su descubrimiento.
       —¿Por qué no saltas y bailas de alegría? —preguntó—. Hemos encontrado un tesoro, a menos que desprecies las bateas de doscientos dólares.
       Smoke le dio un sorbo al café antes de contestar.
       —Shorty, ¿por qué nuestras dos concesiones son como el Canal de Panamá?
       —¿Cuál es la respuesta?
       —Pues, la entrada este del Canal de Panamá queda al oeste de la entrada oeste, por eso.
       —Sigue —dijo Shorty—. Aún no pillo el chiste.
       —Resumiendo, Shorty, has delimitado nuestras dos concesiones en una enorme curva en herradura.
       Shorty depositó la batea sobre la nieve y se puso en pie.
       —Sigue —repitió.
       —La estaca superior de la veintiocho se encuentra tres metros por debajo de la esta, ca inferior de la veintisiete.
       —¿Quieres decir que no tenemos nada, Smoke?
       —Peor que eso: tenemos tres metros menos que nada.
       Shorty salió corriendo orilla abajo. Regresó cinco minutos después. Asintió en respuesta a la mirada de Joy. Sin hablar, continuó hasta un tronco y se sentó sin dejar de mirar fijamente la nieve junto a sus mocasines.
       —Será mejor que levantemos el campamento y regresemos a Dawson —dijo Smoke al tiempo que empezaba a doblar las mantas.
       —Lo siento, Smoke —dijo Joy—. Ha sido culpa mía.
       —No te preocupes —respondió él—. Son gajes del oficio.
       —Pero es culpa mía, solo mía —insistió ella—. Sé que papá ha delimitado una concesión para mí cerca del descubrimiento. Os daré mi concesión.
       Smoke negó con la cabeza.
       —Shorty —rogó ella.
       Shorty negó con la cabeza y empezó a reírse. Era una risa colosal. Las risitas y arrebatos sofocados dieron paso a unas carcajadas sinceras e incontrolables.
       —No es histerismo —les explicó—. Hay veces en que algo me hace tanta gracia que no puedo evitarlo. Esta es una de esas veces.
       Por casualidad, sus ojos se posaron en la batea. Se acercó a ella y le dio una patada, desparramando el oro por el suelo.
       —No es nuestro —dijo—. Pertenece al tipo al que anoche hice retroceder ciento cincuenta metros. Y lo que me fastidia es que ciento cuarenta y siete de ellos fueron para bien. Para el bien de él. Vamos, Smoke. Regresemos a Dawson. Aunque si tienes ganas de matarme, no levantaré ni un dedo para evitarlo.


(1911)


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